Kitabı oku: «Retratos»

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Retratos


Retratos

Pedro Madrid Urrea




Madrid Urrea, PedroRetratos / Pedro Madrid Urrea -- Envigado: Institución Universitaria de Envigado, 2020.108 páginasISBN Epub: 978-958-52813-2-5ISBN Pdf: 978-958-52813-3-21. Cuentos colombianos – 2. Literatura colombianaC863 (SCDD - edición 22)

Retratos

© Pedro Madrid Urrea

© Institución Universitaria de Envigado, (IUE)

Edición: julio de 2020

Rectora

Blanca Libia Echeverri Londoño

Director de Publicaciones

Jorge Hernando Restrepo Quirós

Coordinadora de Publicaciones

Lina Marcela Patiño Olarte

Asistente editorial

Nube Úsuga Cifuentes

Diseño y Diagramación

Leonardo Sánchez Perea

Corrección de texto

Erika Tatiana Agudelo Olarte

Edición

Sello Editorial Institución Universitaria de Envigado

Fondo Editorial IUE

publicaciones@iue.edu.co

Institución Universitaria de Envigado

Carrera 27 B # 39 A Sur 57 - Envigado Colombia

www.iue.edu.co

Tel: (+4)339 1010 ext. 1524

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Los autores son moral y legalmente responsables de la información expresada en este libro, así como del respeto a los derechos de autor. Por lo tanto, no comprometen en ningún sentido a la Institución Universitaria de Envigado.

Prohibida la reproducción total o parcial del libro, en cualquier medio o para cualquier propósito, sin la autorización escrita del autor(es) o del Fondo Editorial IUE.

Contenido

Carátula

Portadilla

Portada

Créditos

Prólogo

Porque es envidiable la vida de los borrachos de mi barrio

Visita

Plenitud

Gilberto Ibarra

No me va a creer lo que me sucedió

Redbull

Mamá

Reseña del autor

Colofón

Contracaratula

Prólogo

El chisme siempre está al acecho: en la fila del bus, en el vagón del Metro, en el chat ajeno que el ojo sin querer vislumbra; es el alimento básico de la canasta familiar colombiana junto a los huevos, la leche; es la primera forma de literatura a la que nos vemos expuestos desde pequeños: el cuento de la vecina, la historia del abuelo, el rumor de cuadra... A través de tal narrativa chismosa trazamos lazos de unión, de comunidad y vecindad, y en definitiva forjamos identidades colectivas perdurables.

El espacio común donde confluyen tantas anécdotas puede ser ficticio como los pueblos creados por Mark Twain o García Márquez, al igual que versiones pasadas de una ciudad tangible como la Medellín de Manuel Mejía Vallejo, pero son las motivaciones y deseos de sus habitantes lo que va más allá de un pueblo inventado o de una narración literaria, y es lo que nos conecta con aquello que el otro tiene para contarnos.

En mi caso como cuentista es la coloquialidad, el hablar dialectado de las personas con sus problemas comunes; el encontrar lo bello en lo sencillo y lo extraordinario en lo mundano lo que me empuja a chismosearles historias folclóricas de una cultura que así se vista de moderna evita soltar la tradición, con todas las implicaciones que ello trae.

RETRATOS son siete cuentos en los que se deja ver la calle tal y como es, la gente del común con sus problemas del común, la ciudad que para muchos pasa desapercibida y los micro universos que componen cada hogar y barrio de la región metropolitana con corazón de bahareque y alma de villa habitada por vecinos parlanchines y comunicativos, siempre dispuestos a contar una buena historia.

Los retratos aquí esbozados son apenas una pincelada de cotidianidad en medio de mi ciudad de ladrillo. Siete personas contando siete historias desde siete perspectivas únicas. Aquí confluyen el asfalto y la cuadra, las relaciones, el camello, la familia…, en fin: la vida misma que sucede en este valle accidentado.

Porque es envidiable la vida de los borrachos de mi barrio

Los borrachos de mi barrio son tempraneros, son madrugadores, pese a todas las creencias que dicen que el borracho es ocioso, que desperdicia la mañana, que solo duerme; pero ellos, ya despiertos, suben loma arriba para encontrarse, un saludo y a empezar.

Saben, que la vida les sonríe, de eso estoy segura. No hay hijos que cuidar, ni esposa que aguantar, no hay meta que los guíe. El tranquilo día a día de limpiar grasa, apretar tornillos, acelerar; de sentarse en un viejo paradero verde a inicios de la vía al mar, concurrida pero estrecha, a ver el afán de los demás, mientras ellos, sexagenarios quizá, se miran, sueltan sus sonrisas sin dentaduras como antesala a la bebida. Es un trago más bien débil, porque los borrachos de mi barrio han tenido tiempo de sobra para probar los manjares más endemoniados de la destilación, no obstante, el aperitivo anisado sabe a gloria, a una libertad desmedida.

Los borrachos de mi barrio miran hacia las casas vacías con resignación. Saben quién se pasa, quién va a llegar, quién ha vuelto luego de pregonar que el barrio era de miserables, de imbéciles pobres diablos.

Ellos conocen la movida, pues cargan con el peso de ser la vigilancia vecinal gracias a su extrema capacidad de quedarse quietos. Incluso, los domingos en la tarde, cuando el esmog ataca, cuando el sol más arde y los paseantes retornan impacientes hacia sus hogares aguantando el asfalto quemar, ellos sonríen, brindan y disfrutan del espectáculo vespertino: embotellamiento, rechinar de frenos, sonar de pitos, explotar de paciencia bajo este feroz clima andino. Sonríen, porque así a media caña engañan hasta a la muerte. La muerte va para aquellos energúmenos que al volante juegan con sus suertes.

He visto, en ciertas ocasiones, a algunos de los borrachos de mi barrio preocuparse por otra cosa más que por el licor dentro del paradero desvencijado. Hay uno, que luce como el acabado Hemingway a pocos días del disparo, a quien he visto mirar, con ojos de pasión roja, a una señora que saca un puesto de fritos donde él come mañana tras mañana, y con lo que ella sostiene a sus tres hijitos.

Y es otra cosa a la que voy con los sempiternos etílicos, que no guardan dietas; sus organismos se han acostumbrado a tanto, que una fritura y picante, más bebida gaseosa y un trago, no hacen mella en sus talantes.

Asépticos se han vuelto de tantas ingestas. Inmunes a los brotes de fiebre que dieron en el colegio a tres cuadras del paradero verde. En ocasiones los veía, después de las siete de la mañana, simplemente aguardar con el trago en la mano a que las señoritas nos asomáramos, para disfrutar con las formas, la estética, la belleza ingenua, tabú, pecaminosa de una adolescente; lolitas que los sosegados ebrios idolatran y piden que no dañen, ni siquiera que enamoren, aquellos guiñapos de la plaza de vicios, con quienes tienen ciertas discusiones sobre venderle o no el pérez, el porro, la pepa, el papel a los loquillos que venteados salen del colegio para hacer las señas a esos maleantes.

Al menos nunca les han levantado la mano; todos los respetan, nadie se mete con ellos. ¿O sí? Baluartes importantes, como una estatua de parque, que, aunque defecada de paloma y orinada por humano, se mantiene erigida. Así son los borrachos de mi barrio.

Creo que los distingo desde que estaba en la escuela y caminaba por las calles de mi barrio, viendo a lo lejos a mi madre esperar y luego recibirme, sonriente porque su niña regresaba y me decía: “Antonia, mi niña Toñita, ¿qué tal la escuela?”.

En el camino los veía, de la misma forma que los veo ahora: sonrientes y jocosos. Jugaban con todos los niños a hacer los eructos más largos, jugaban con las niñas a defendernos de los niños más fastidiosos y hacían negocios con los profesores porque cuidaban los carros que parqueaban en las calles.

Ellos, según resonó cierta información con el transcurrir de los años, habían llegado a ese estado gracias a la violencia en nuestra tierra de oprobios. Otra teoría apuntaba a viudez y locura, casi como algo obvio. Con la que más me acomodé fue que todos, así sencillo como suena, se entregaron al alcohol, a la calle y a la vida austera. De desayuno: huevo y un pan; café aguado, nada más; un trago; jean de ayer, que por consiguiente fue el de antes de ayer, más una camisa dejada por ahí, en el suelo de los cuartos de tres metros cuadrados donde habitan en el segundo piso de un parqueadero que tiene patio, celdas techadas y sobre estas los cuartos donde los borrachos se visten luego de desayunar para bajar al parqueadero y ver qué hay para hacer. ¿Nada? Entonces a tomar.

Los almuerzos, las comidas, es la misma historia. En pocas ocasiones algo diferente a unos panes y una salchicha, bebida de cola gaseosa, y un limón para matizar. Así se alimentan, inmunes ellos, protegidos de todo, mientras nosotros los mortales con lamentos de insolaciones, preinfartos, muertes cerebrales. Ellos orondos caminan por las empinadas calles de mi barrio de resquebrajados andenes y olvidados parques, saludando a diestra y siniestra, por cada esquina, puesto que este es el universo que los ha visto envejecer, de la mejor manera, porque no se ha sabido del primero que se haya quejado de dolencia alguna, de quejumbre pesada que el anciano normal espera. Es imposible para ellos, quienes duermen a altas horas de la noche y se levantan bien temprano, cuando el sol aún ni asoma, a esperar y a esperar, a veces por días, para que algún infortunado llegue con su vehículo sucio o con una llanta baja. Y digo infortunado porque ellos, los borrachos de mi barrio, trabajan reparando cosas que se han dañado. Son expertos en eso. A lo nuevo siempre le huyen.

Tampoco, debo decir, he visto momento de unión más grande que el de nuestra gente del barrio con los borrachos que lo habitan. Se dio por lo que le pasó a uno, por su puesto al mencionado Hemingway, inolvidable de ojos pequeños, mirada triste, pero sonrisa abierta, de barba y pelo plateado, y gorra grisácea manchada de grasa. Fue uno de los gandules del vicio, ebrio alucinante de sustancias, quien le propinó un golpe certero en la mandíbula al Hemingway local y lo dejó privado en el suelo en posición fetal. Fue a eso de las ocho de la mañana, cuando un vecino se percató de un cuerpo que en el suelo lloraba y notó también que el cuerpo era nuestro. Estaba aturdido. Lo recuerdo porque pasaba por allí y lo desperté con el clic de mis tacones al pasar. Anonadados quedamos todos de que la recolecta nos alcanzara para sus gastos, para una botella de licor y para instigar a esos cabestros a que respetaran a los viejos, a quienes cuidábamos con fervor.

Porque nadie es capaz de decirles algo, si hasta cantan cuando están ahí entonados a mitad del día, cuando el sol perpendicular cae fuerte, trópico montañoso implacable, y a todos nos pone a correr. Aunque ellos, trago en mano, cantan tonadas que un radio de antena cromada escupe. Se abrazan cuando más sentimental se pone la cantada, a veces las gorras caen, a veces son lágrimas que siempre, siempre, acompañan con el chupe.

He oído a algunos vecinos decir que sus vidas condenadas, pecadoras, no se escaparán del escrutinio de Dios. Y les digo, con amabilidad, que no saben, seguramente, que nuestros baluartes son inmunes hasta a los ataques del Todopoderoso. Ellos son libres, viven frescos, con camisa y tres botones desabrochados dejando que el viento les golpee, les refresque los pechos rojos y los cuellos quemados por ese sol que ya ni sienten.

Jamás problemáticos, he dicho. Nunca molestados, más que lo mencionado. Solo algunos envidiosos que se riegan en improperios, asegurando que es malo el ejemplo que sientan a los niños que los ven, a las generaciones que han visto crecer, aunque ignoren que de ejemplos es mejor no hablar. Ninguna, de aquellas generaciones, pudo seguir esos pasos. No éramos tan astutos. No éramos tan valientes. Seguimos nuestros días, nuestras rutinas, viendo a los borrachos del barrio presenciar el morir y el nacer, observar las vidas cual vitrina, ver surgir y fenecer, reprobar, ver felicidad y tristeza, preguntar cómo están y qué piensan, mientras nosotros, de eso no hay duda, nunca devolvimos la pregunta.

Así su libertad malentendida sea, así al olvido hayan caído sin querer, vuelven a sonreír tras lo que han tomado. Y saludan a cada uno de los presentes: al tipo que recién abre la panadería nueva, que se supone reemplazará al panadero mala gente que murió de repente; también a la coqueta de las empanadas; al que marca los horarios en las tarjetas del bus en la explanada.

Es que a todos conocen porque han vivido desde lo más próspero a las guerras más cruentas. Han visto cómo muchos con futuro se perdían entre balas y ajustes de cuentas, entre pistolas y llanto. Ellos, ahí, resguardados en su paradero oscuro, con el único armamento de una media botella de alcohol incoloro, que nunca, nunca, compartieron más que con ellos.

Y han vivido desde que nos veían, a mis primos y a mí, bajar para el colegio y preguntarnos por nuestros tenis, porque siempre eran de colores diferentes. Veían a los niños de zapatos negros lustrados por papá, mientras los nuestros eran de tortugas ninjas, de capitanes planeta, del gran Mighty Mouse. Y nos decían que éramos raros, pero que ellos entendían lo raro, y lo raro prolongado en la niñez, adolescencia y juventudes nuestras. Adulteces idiotas de oficinas, de centros bancarios, de salones de clase, de horas de maquillaje y peinados, de filas y filas por hacer, de vehículos escupiendo esmog, de personas escupiendo palabras, de plazos que no se han de cumplir, de tragedias que no se han de superar, de sueños que no se han de alcanzar.

Inmunidad a soñar solo ellos, por eso nos miran cuando pueden, nos preguntan por nuestros días, mientras respondemos con quejidos risibles y patéticos, por ínfimos problemas magnificados por la lente de nuestros ojos, cada mañana, cada día de nuestras vidas, como todos, como el que transcurre mientras yo, observando con paciencia perdida al bus, tan verde opaco como el paradero donde estoy, sentada con ellos, sigo intentando entender cómo han terminado así, libres de ataduras, perros callejeros libertinos, sonrientes. Sonríen y lo saben, porque nos ven llegar, cinco o seis de la tarde, con caras largas, pies doloridos, frentes sudadas, cuerpos rendidos. Sonríen porque en el día hicieron suficiente para dormir, para comer, para beber y para fumar un cigarrillo de los baratos, de los que saben más a leña pero que con un trago aperitivo anisado pueden disfrutar mejor. Mientras nosotros, con nuestras jornadas, nuestros horarios, abofeteábamos las vacuas vidas creadas sin ver que el ejemplo, enfrente nuestro, era de plena anarquía, de plena revolución que no involucraba armas, que no involucraba muertos y que, mucho menos,

involucraba dolor. Porque la revolución llevada consistió, en definitiva, en no hacer lo que todo el mundo esperaba: que no fueran los borrachos de mi barrio, sino que fueran, como yo, otro eslabón más en la escalera social que no avanza, que no deja ascender. Ellos abajo miran, sonríen, beben, duermen, trabajan cuando quieren y mueren en su ley, tranquilos, sin estrés ni preocupación, viviendo así una envidiable vida, una envidiable existencia como nunca más he conocido. Porque es envidiable la vida de los borrachos de mi barrio.

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