Kitabı oku: «La fe sencilla», sayfa 3
Podríamos volver a Salomón para ilustrar hasta qué punto los valores económicos erróneos pueden embotar el proceso de formación de la identidad de las personas y de un pueblo. Si leyéramos, ahora más atentamente, la narración sobre Salomón (el ciclo de Salomón de 1 Re 1-11), detectaríamos sin ninguna duda su gran habilidad para evadirse o zafarse de la relación personal. Si le comparamos con la narración sobre David en los dos libros de Samuel, nos percataríamos de que este era más accesible, mucho más «llano» o «del pueblo». Por contra, cuando Salomón dialoga con alguien, es solo en las más altas instancias palatinas o celestiales (o sea, con oficiales y cortesanos de palacio o con Dios directamente), salvo en el caso de las dos madres que hemos mencionado. Algunos comentaristas, con razón, creen que el Salomón del primer libro de los Reyes se parece mucho al rey oriental semidivinizado, que tenía una cercanía especial con la divinidad y por ello se apartaba del pueblo. Si esto es así, no es extraña su proclividad a la acumulación de medios materiales: si la persona no merece la valoración prioritaria, se la suplanta por la capitalización o acumulación de valores materiales, como los que ya hemos visto antes. Y es precisamente esto lo que parece que nos está ocurriendo actualmente, a pesar del discurso público sobre derechos humanos o sobre la dignidad de la persona.
Hay que reconocer que nuestra sociedad ha refinado hasta el máximo sus valores; esta considera grosera cualquier valoración de lo material por encima de la persona. Sin duda, este discurso público sobre los derechos humanos, la dignidad de la persona, etc., es honesto. Es el resultado de una historia de luchas que sin duda merece nuestro mayor respeto y admiración. Pero por eso mismo nuestro tiempo es enormemente refinado al querer combinar tales valores con la seguridad que cree que deriva del poder, especialmente el económico. Y ahí surge, creo yo, un confuso solapamiento de valores. Por ejemplo, hoy como nunca pensamos en el desarrollo personal con todo tipo de ofertas de autorrealización, como si la persona fuera su centro de interés. También disfrutamos de una tremenda riqueza de patrones sociales, ético-morales, políticos, etc. que nos hace pensar que tenemos al alcance de la mano todas las posibilidades para realizarnos como personas que pueden elegir lo que realmente desean ser. Y, sin embargo... y sin embargo se diría que esta riqueza –que ni siquiera es meramente material–, en lugar de potenciar la identidad de la persona, la embota o la aturde, inmovilizándola o al menos bloqueándola a la hora de tomar grandes decisiones, esto es, las decisiones que de verdad importan en la vida y que suponen asumir grandes riesgos, como el que decide dejar de ser Salomón para convertirse en un simple Predicador. Es lo que ilustra ya en un estadio temprano en la generación que ahora llaman ni-ni –ni estudia ni trabaja–, pero es más grave lo que se percibe en la incapacidad que tenemos las generaciones adultas para renovar la fe (la atadura) al otro –y me refiero tanto a la pareja como a la amistad o a la propia comunidad, cualquiera que sea– cuando la decepción ha hecho mella en nosotros. Es decir, hay una decepción generalizada que nos impide creer en el otro o darle un cheque en blanco para reiniciar la comunidad y crecer juntos. Y nuestra identidad se resiente: es una identidad altamente insatisfecha porque se queda sola consigo misma. Y una identidad así se vuelve un agujero negro que necesita absorber cuanto se le acerca. Es la identidad perfecta para el consumismo.
5. Conclusión
Toda persona está llamada a forjar una identidad vocacional desde su identidad genealógica. En la medida en que esta identidad vocacional conlleva un proceso de despojamiento, como hemos visto en el caso Salomón-Predicador, se puede decir que es una identidad sencilla. Es decir, es una identidad desnuda, que es incapaz de emplear ideas o doctrinas como ropajes artificiales para distinguirse del resto y autoafirmarse. Quizá hoy guste mucho más la sofisticación o la complejidad, como si ello fuera garantía de diálogo o de apertura mental y de tolerancia social. Sin embargo, es la sencillez de la desnudez la que nos hace a todos bastante más iguales, más próximos los unos a los otros (comunidad) y, por tanto, no ya tolerantes, sino uno con los otros. Toda vocación real, del tipo que sea, por el hecho de ser una invitación a dejar todo artificio y dedicarnos a lo que realmente importa, necesariamente nos acerca más a lo verdaderamente humano. Y lo verdaderamente humano no es un ideal, un concepto, una misión; sencillamente, lo verdaderamente humano es el prójimo. La identidad sencilla no es autosuficiente o individualista; la identidad sencilla necesita del otro para ser.
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Una vida y obra sencilla
Libro del Predicador | |
Cita del Predicador, elegida por el editor a modo de síntesis del libro La predicación del autor, recogida por el editor | 1,2 «¡Apenas un suspiro! –decía el Predicador–, ¡todo es un suspiro, apenas un suspiro!». 3¿Qué beneficio obtiene el hombre de todos sus proyectos en los que se empeña bajo el sol? 4 Generación va y generación viene, mas la tierra permanece siempre igual. 5 Se alza el sol, recorre [su órbita] para volver a su lugar y alzarse allí de nuevo. 6 Corriendo hacia el mediodía y girando hacia el norte, el viento gira, gira y corre, mas sobre sus giros vuelve. |
El editor repite la cita de 1,12 Epílogo del editor | 7 Todos los ríos van al mar, mas el mar nunca rebosa; al lugar del que partieron, vuelven para recorrer su camino. 12,8 ¡Apenas un suspiro...! –decía el Predicador–, ¡todo es un suspiro, apenas un suspiro! 9 Pero hubo un beneficio en que el Predicador fuera sabio: constantemente enseñaba conocimiento al pueblo, ponderando, investigando y fijando muchos proverbios. 10 Trabajó el Predicador hasta encontrar palabras autorizadas y lo que está escrito rectamente, esto es, palabras de verdad. 11 Las palabras de los sabios son como aguijadas, y como clavos bien firmes puestos por un pastor son los maestros de las congregaciones. 12 Así pues, además de este discurso, escucha, hijo mío: escribir muchos libros no tiene fin, y el mucho estudiar es fatiga de la carne. |
13 El fin del discurso escuchado es el siguiente: teme a Dios y obedece sus mandamientos, pues es esto el todo del hombre, 14 porque, en lo concerniente a toda obra, traerá Dios a juicio todo cuanto está oculto, ya sea bueno o malo. Fin del libro del Predicador. |
1. Introducción
En el capítulo anterior hicimos algunas reflexiones a partir de la contribución del editor del Libro del Predicador, concretamente a partir de su breve presentación de la identidad del Predicador. Ahora nos fijamos en otra contribución del editor, a saber, el prólogo-síntesis que ofrece al lector entre 1,2-11 y el epílogo-conclusión que cierra el libro en 12,8-14. El editor enmarca la obra del Predicador con una síntesis de su discurso y con una valoración y conclusión final. La síntesis, ya de por sí breve, se abrevia más todavía en una contundente sentencia ubicada al principio (1,2) y al final (12,8) del libro: «¡Apenas un suspiro! –decía el Predicador–, ¡todo es un suspiro, apenas un suspiro!»; o en la versión más tradicional: «Vanidad de vanidades –decía el Predicador–, vanidad de vanidades, todo es vanidad» (RV60). Pero toda la síntesis la toma el editor del propio Predicador, según leemos en 1,2: «Decía el Predicador». Es decir, no desea introducir cosecha propia en el mensaje del Predicador, sino abrir y cerrar el libro con lo que le parece lo más representativo del discurso o mensaje del Predicador. Solo al final, ya cerrado dicho discurso o mensaje, añadirá una concisa valoración personal sobre él (12,9-10), una especie de juicio sobre la obra del Predicador (que, por supuesto, es positivo) y una conclusión más genérica (12,11-14).
¿Qué significa, pues, esta intervención del editor? No me interesa ahora mismo si su síntesis hace o no justicia al discurso del Predicador; tampoco me preocupa si su conclusión y valoración es positiva o negativa, o si desea o no enmendar su mensaje. Lo que llama mi atención en primera instancia es lo siguiente: el editor anticipa y hace explícito el proceso de acogida o recepción del libro por parte de sus lectores; dicho de otro modo, el editor hace de primer lector que extracta el mensaje del libro y lo valora.
Aunque de modos distintos, hoy como ayer todo libro se ve necesariamente sometido a un proceso de acogida por parte de un público que también, necesariamente, extractará su mensaje y lo valorará. Y un libro es siempre la obra de alguien. Por eso el libro también representa la obra realizada por una persona. Alegóricamente hablando, podemos decir que toda identidad humana escribe una obra, porque toda vida humana es identidad y obra. Es más, podríamos incluso decir que no hay identidad sin obra. Esta es el reflejo de la verdadera identidad, de la verdadera genealogía y vocación de una persona. Y toda obra es necesariamente acogida, sintetizada y sopesada por otros. ¿Qué significa esto realmente? Trato de responder a la pregunta en los epígrafes que siguen.
2. El otro: fuente de autoconocimiento
Ya hemos visto que nuestro tiempo promueve el lema «sé tú mismo» (cf. supra). Yo no censuro este lema en sí cuanto el hecho de que la única medida para ser uno mismo sea, precisamente, uno mismo. Al menos es la sensación que se transmite por los medios más populares, aunque la realidad se encargue de demostrar lo contrario. En todo caso, una derivación de este enfoque es la asertividad. Es decir, se potencia en exceso hoy día la autoafirmación o asertividad personal, lo que genera dos resultados no deseados por nadie, pero muy generalizados en la realidad, a saber:
– se exagera la distinción y separación entre la individualidad y sus acciones (su obra, su vida pública);
– se entorpece la capacidad de escucha del otro.
No hay duda de que toda identidad humana es una individualidad; esto es, se trata de un ser único e incomparable, por más que podamos encuadrarlo en estructuras antropológicas, sociológicas, psicológicas, etc.; toda identidad humana tiene una genealogía irrepetible, por más que pertenezca a un tronco compartido por muchas ramas, y también tiene una vocación única, por más que podamos agrupar todas las vocaciones en tipologías fundamentales. Pero, precisamente por todo ello, la única forma de que una individualidad tenga sentido en y para sí misma es accediendo a la arena pública mediante sus acciones, mediante su aportación al espacio público. Antaño, cuando se publicaba la biografía de una figura determinada, se solía emplear el siguiente título: «Vida y obra de Fulanito» 1. Es decir, conocer a alguien requiere intentar adentrarse en su vida interior, que viene a ser lo que vengo denominando identidad, y también requiere conocer su obra, que es su vida exterior o pública, aquello que hace bajo la mirada –más o menos escrutadora– de los demás.
Si esto es así, para conocerme a mí mismo deberé proceder del mismo modo que haría para adentrarme en la biografía de alguien: sometería a análisis tanto mi vida como mi obra. Y digo «sometería» porque el método más objetivo de autoconocimiento no es el autoanálisis, ni siquiera el psicoanálisis, sino la lectura que los demás hagan de mi obra. Aunque nos pese en nuestro tiempo, es el extracto y la valoración de nuestras obras –nuestro libro– que hagan los demás lo que realmente puede revelar quién soy en verdad. Mi amigo Josep Araguàs lo explica muy bien, aunque aplicado a la vida en pareja: «A menudo me gusta hablar del matrimonio como esa relación que mantenemos a diario con nuestro espejo. Nos levantamos, nos ponemos ante él y este, al mismo tiempo, nos devuelve nuestra imagen» 2.
Del mismo modo, el libro que escribimos para que otros lo lean, la vida pública que cultivamos día a día, nos devuelve la verdadera imagen de lo que somos. Por supuesto, la metáfora del libro o del matrimonio nos dice que se trata de una relación con los demás que va más allá de la mera imagen externa o la relación formal; uno recibe la verdadera imagen de lo que verdaderamente es de aquellos con los que guarda unos estrechos vínculos, ya sean afectivos, profesionales, ideológicos, interesados, y, finalmente, ya sean vínculos buenos o malos. Por eso, en la medida en que desarrollemos nuestra capacidad de escucha de aquellos con quienes estamos vinculados, en esa misma medida tendremos un más ajustado conocimiento de nosotros mismos.
Quizá convenga aclarar que en absoluto abogo por el servilismo a la valoración ajena. Todo lo contrario, uno tiene que obrar ante los demás en conciencia, como quiera que acojan la obra de uno. El Predicador expuso sus ideas con toda honestidad, esto es, sin mero servilismo a los demás. Pero sí afirmo que, en medio de la diversidad de reacciones ante la obra de cada cual, finalmente –y, sin duda, por algún misterio de la vida– surge una especie de valoración sustancial justa. Quizá es lo que queremos decir cuando afirmamos cosas como: «¡La historia le juzgará!» o «al final todo sale a la luz». Por esta razón, practicar la escucha de quienes acogen y valoran nuestra obra –en el sentido que sea– no es solo atender al resto de opiniones; significa, sobre todo, una escucha en profundidad.
Lo que trato de decir se entiende bien desde el caso que nos ocupa, o sea, desde el Predicador. Hemos visto que su editor ha extractado la esencia de su mensaje (prólogo) y la ha valorado (epílogo). Su síntesis del mensaje del Predicador era: «¡Todo es fugaz/vanidad!», y ciertamente un estudio de todo el Libro del Predicador nos haría comprender cuán correcta es esta conclusión sobre su mensaje. Sin embargo, contra lo que podría interpretarse como fatalismo del propio autor, o cuando menos como derrotismo o quizá frustración, el editor se permite contradecirle en su epílogo, afirmando que su obra no solo no ha sido fugaz o vana, sino que, además de ser útil para el pueblo, ha adquirido el valor de un clásico –un referente perenne– entre las obras de los maestros:
12,9 Pero hubo un beneficio en que el Predicador fuera sabio: constantemente enseñaba conocimiento al pueblo, ponderando, investigando y fijando muchos proverbios. 10 Trabajó el predicador hasta encontrar palabras autorizadas y lo que está escrito rectamente, esto es, palabras de verdad. 11 Las palabras de los sabios son como aguijadas, y como clavos bien firmes puestos por un pastor son los maestros de las congregaciones / sus obras maestras 3.
Es decir, según estas palabras, el editor conocía algo del Predicador que ni este mismo sabía: la contribución de su libro, de su obra, de su vida pública, al crecimiento del pueblo. Resulta muy interesante, por tanto, que alguien ajeno a una obra intelectual la haga propia –ya sea más o menos acertadamente o con mayor o menor grado de apropiación– y a su vez la transmita a otros por considerarla un valor para estos, pero desconocido por el propio autor. Y, así, el resultado final obtenido de la obra del autor editada por el editor adquiere una nueva proyección desconocida para aquel. Y esto me lleva a una reflexión parecida a aquella con la que inicié esta sección, a saber: no solo necesito a la comunidad vital para conocerme a mí mismo a fondo, sino que ni siquiera sé lo que de verdad predico y enseño –en definitiva, lo que pienso– o lo que de verdad hago hasta que otro no me dice lo que entiende de mis palabras y mis acciones.
3. Nuestra vida y obra pertenece a otros
El extracto y la valoración que hace el editor del Libro del Predicador tiene otra lectura, a saber: la humillación de que nuestra obra, nuestra vida pública, en última instancia, no nos pertenece, sino que es posesión de otros. Una identidad (genealogía y vocación) y una enseñanza (obra), todo cuanto hablamos, escribimos y hacemos en el seno de nuestra comunidad vital, toda una vida y obra personal, es, en última instancia, compendiado y valorado por otros en apenas cuatro trazos, o sea, en apenas unas pocas líneas. Este hecho viene a confirmar que nuestra vida y obra, por muy rica y compleja que sea, se recopila en una breve y sencilla descripción y, finalmente, recibe una concisa sentencia (un juicio). ¿Acaso creíamos ser algo más? Ya podemos rebelarnos contra ello, que de nada servirá, porque se puede decir que es ley de vida. Por otro lado, la contradicción entre lo que decía el Predicador –todo es fugaz– y su valoración por parte del editor –esta enseñanza esencial hizo gran bien al pueblo– pone de manifiesto que nuestra vida y obra es ciertamente fugaz para nosotros mismos, y que, si algo queda con valor, es aprehendido por otros, es posesión de otros. No nos sirve a nosotros para darnos permanencia o plenitud. Quizá sea por ello por lo que el editor cierra el Libro del Predicador con una conclusión cuando menos llamativa para quien no está muy hecho al discurso bíblico:
12,13 El fin del discurso escuchado es el siguiente: teme a Dios y obedece sus mandamientos, pues es esto el todo del hombre, 14 porque, en lo concerniente a toda obra, traerá Dios a juicio todo cuanto está oculto, ya sea bueno o malo.
No nos gusta hoy –me refiero al entorno español en que vivo– oír sentencias como «teme a Dios» y «obedece sus mandamientos». Nos suenan a fe ciega, casi a beatería o incluso a fanatismo religioso; y hay razones históricas que avalan tal comprensión. Pero sobre todo las rechazamos porque parecen poner en cuestión nuestra autonomía y autosuficiencia. No puedo detenerme a actualizar tales imperativos, pero sí debo señalar su pretendido efecto humillante sobre el hombre hambriento de permanencia, de eternidad, en definitiva, de divinidad. Ambos imperativos vienen a decir que uno no puede ser él mismo según él mismo, sino que puede ser él mismo cuando acepta lo que realmente es: una identidad que solo se hace con el otro. Por eso el editor viene a decir, con discurso explícitamente religioso, algo muy parecido a lo que el Predicador decía muy secularmente, que sintetizo como sigue: «Mejor acepta la realidad de tu fugacidad, de la vanidad de tu vida, ya que lo eterno o lo permanente pertenecen a otro sobre quien no tienes poder alguno, pues está más allá del sol». Y por esta misma lógica, y centrándose ya en la «obra» de cada uno, viene a decirnos en el último versículo (v. 14) lo siguiente: «Porque tu vida es fugaz o vana, no puede ser el sostén de una obra sólida que perviva; solo quien está más allá de la fugacidad y de la vanidad puede darle pervivencia y valor último». ¿No es humillante que el juicio último sobre nuestras obras no esté en nuestras manos, sino que deba quedar en manos de otros y, finalmente, del Gran Otro plenamente soberano, sobre quien no tenemos control alguno? El hombre nace a la vida con apetito juvenil de eternidad y madura con ansias de alcanzar lo que él considera los más altos logros; pero, si es honesto consigo mismo, ha de reconocer la gran verdad de la contradicción que acabo de describir inherente a la edición del Libro del Predicador: la vida del hombre es fugaz, y sus obras no son realmente suyas, ya que pasan por la criba de otros. Por eso el editor viene a decir que Dios, el Gran Otro, es en realidad como el Editor último de nuestra vida y obra. Si el editor asumía el papel de primer lector, Dios asume el de último lector; pero el caso es que nuestra vida y obra cae siempre bajo el escrutinio de un editor ajeno a nosotros mismos, ya sea este nuestra comunidad vital o el mismo Dios; y es este editor quien acaba sancionando el valor último de lo que somos y hacemos.
4. Una vida y obra regalada
Dada nuestra mentalidad y nuestra sospecha hacia el discurso religioso ya muy manido, casi caricaturesco, que escuchamos con frecuencia, no es extraño que las últimas palabras del editor –y también mi interpretación de ellas– nos suenen a puro fatalismo o pesimismo asfixiante e indigno del ser humano. Sin embargo, creo que hay una intención liberadora en la visión del editor. Este muestra gran confianza en que el escrutinio del otro es, en última instancia, verdadero (y, por eso, definitivo). Y ya hemos visto que, para el editor, el otro es nuestra mejor fuente de autoconocimiento (cf. supra). Es decir, en su opinión, el juicio último extrae de nuestra vida algo que ni nosotros mismos seríamos capaces de extraer; por eso habla de algo «oculto», ya sea bueno o malo. Pero lo importante es que hay de su parte una plena confianza en que del camino fugaz que hacemos por la vida sí queda algo permanente que solo otros sacarán a la luz, y, en última instancia, es el Editor último quien «guarda» la esencia de una vida. Aunque no sea lo mismo, ¿no resulta interesante que hoy día sepamos que nuestra existencia individual contribuye al ADN de la humanidad?
Pero, a la vez, tal esencia de lo que hacemos y vivimos es eso, sustancia, esencia, médula, meollo de una vida revestida siempre de gran complejidad. Tantas experiencias, circunstancias, avatares, luchas, sinsabores y alegrías, incertidumbres, desconciertos, dudas, convicciones…, todo ello queda reducido a un átomo: «sea bueno o malo». Sí, es reduccionista, quizá incluso simplista. Vivimos tiempos en los que conocemos la complejidad de la vida: todos sabemos de las investigaciones sobre el propio ser humano y su complejidad. Pero de la maravilla del cuerpo humano solo queda polvo. De igual modo, de la compleja vida humana solo queda «bueno o malo». Esta «reduccionista» visión del editor, junto a la humillación señalada en el apartado 3, es enormemente terapéutica, sobre todo en nuestros días. En efecto, vivimos obsesionados con dejar constancia como sea de nuestro paso por la vida; siempre ha sido así, solo que antes los únicos que podían dejar huellas visibles –y más o menos permanentes– de su existencia (monumentos, bustos, obras literarias, grandes descubrimientos, etc.), eran personajes importantes material o intelectualmente, mientras que ahora nuestra huella virtual, la de todos y cada uno, puede quedar impresa para siempre en el ciberespacio. Quizá de ahí el éxito de las redes sociales, como Facebook, Twitter, Instagram y muchas otras (aparte de su indiscutible contribución a la comunicación). Gracias al espejismo cibernético, todos creemos poder «ser algo». Y ahora que disponemos de los medios necesarios para poder llevar un «registro diario» de nuestra vida, la verdad es que nos volvemos algo obsesivos con nosotros mismos. De ahí el aspecto liberador –terapéutico– del reduccionismo del editor: por más fotos virtuales que hagamos de nuestro día a día, por más diarios que escribamos, por más introspección o meditación que hagamos, lo poquísimo que quedará de nosotros lo dictaminará otro. Y muy posiblemente poco tenga que ver ese dictamen con nuestros «registros diarios».
Así las cosas, yo diría que hay que hacer nuestra –hay que interiorizar– la liberación de esta humillación de nuestra vida y obra: en lugar de intentar poseer nuestra vida podemos vivirla como un regalo. Ya que es corta y nuestras obras ni siquiera nos pertenecen, ¿para qué vamos a afanarnos en tratar de hacerla eterna, como si pudiéramos realmente poseerla? ¿Para qué vamos a intentar atrapar en nuestras manos lo que se nos escapará como el agua entre los dedos o el aire en el puño? Es decir, ¿para qué intentar capturar cada momento, cada instantánea de nuestra vida? ¿No será mejor «regalarla»? Regalar la vida significa tomar conciencia de que la he recibido como un regalo, y que por eso debo vivirla también como mi don para otros. Quizá el juicio último, «sea bueno o malo», signifique fundamentalmente: «Ha regalado su vida o la ha poseído para sí mismo». Y esto, obviamente, no puede juzgarlo uno mismo, sino otro, y muy particularmente el Gran Otro.
Excursus sobre la obsesión por la piedad personal
Acabo de hablar de la obsesión actual por llevar un «registro diario» de la vida personal, como un intento de dejar constancia de nuestro paso por la vida. Sin embargo, tal obsesión ha sido y sigue siendo parte sustancial de determinadas experiencias religiosas. Un buen ejemplo de ello es la piedad de Charles Wesley (1707-1788), quien, en el extremo opuesto a Jesús, llevaba un exhaustivo registro de sus actividades y reflexiones en un diario 4. El Diario era considerado una disciplina personal, pero a la vez se ha convertido en una pequeña muestra del grado de obsesión con uno mismo al que puede conducir una determinada forma de piedad. El siguiente fragmento es parte del registro del martes, 23 de mayo de 1738. El lector no debe preocuparse si no entiende con precisión lo que dice, pues no es fácil, sobre todo debido a un estilo propio de la Inglaterra del siglo XVIII y al desconocimiento del contexto personal; pero sí puede percatarse de hasta qué punto el yo del autor es, en última instancia, el objeto de todas sus consideraciones, ya sean atinadas o exageradas:
Me desperté bajo la protección de Cristo y me entregué en alma y cuerpo a él. A las nueve empecé a componer un himno sobre mi conversión, pero decidí dejarlo, por temor al orgullo. Al llegar Mr. Bray me animó a que continuase a pesar de Satanás. Oré a Cristo que permaneciera junto a mí y acabé el himno. Cuando de inmediato se lo mostré a Mr. Bray, el diablo disparó una saeta, sugiriendo que era un error y que había desagradado a Dios. Mi corazón se hundió dentro de mí; entonces, al coger un libro de oraciones, hallé una respuesta contra él: «¿Por qué te jactas, tirano, de que puedes hacer el mal?». Ante esto discerní con claridad que era una treta del enemigo para frenar la gloria de Dios. Y que es normal para él predicar la humildad cuando hablar acarrea peligro para su reino o supone honor para Cristo. Y lo último que haría es hacernos contar las cosas que Dios ha hecho para nuestras almas, por lo que con ternura nos guarda del orgullo 5. Sin embargo, el Señor me mostró que él puede defenderme de ello, siempre que hable para él. En su nombre, pues, y por su poder, cumpliré mis votos al Señor de no ocultar su justicia dentro de mi corazón, si algún día le place plantarla allí.
Durante todo este día, él [Cristo] me ha conservado constantemente consciente de mi propia debilidad. Por la noche me sentí tentado a pensar que la razón de mi fe ante los demás fuera mi sinceridad. Rechacé el pensamiento con horror, y me mantuve más que vencedor por medio de aquel que me amó.
El registro arranca con la composición de un himno, lo que suscita en Charles Wesley desazón sobre su motivación de fondo: ¿deseos de alabar al Señor u orgullo personal? Y a partir de ahí vemos cómo su ánimo «sube y baja» constantemente: se siente triunfante en la fe o de repente la que parece victoriosa es la tentación. No pretendo banalizar tales sentimientos, pues entiendo que también tienen su razón de ser. Y, sobre todo, hay que entenderlos a la luz del movimiento religioso fundado por los hermanos Wesley, que, desde la santidad del individuo (disciplina personal, que incluía la introspección, parecida a la que acabamos de ver en Charles Wesley), hizo aportaciones decisivas a la misión de la Iglesia y a la sociedad. Pero sí afirmo que esta misma piedad también queda fácilmente desvinculada de la misión, y con frecuencia se vive –sobre todo en las Iglesias evangélicas– como una «contabilidad» de las emociones, sentimientos y acciones, esto es, como piedad individualista que pone al propio sujeto en el centro de todo e impide, de este modo, vivir la vida como un regalo, según veníamos diciendo.
5. Conclusión
En los dos primeros capítulos he tratado de extraer algunas reflexiones de la relación entre el Predicador y su editor. De ella hemos visto hasta qué punto la persona se forma desde una genealogía, pero, a la vez, se abre a una vocación que la lleva más allá de ella. Y hemos recorrido el efecto humillante, pero liberador a la vez, de tener un editor que valore la obra de uno. Ahí descubrimos que la vida y obra de la persona se reduce a muy poco, y que este poco está en manos ajenas. Por eso la vida es apenas un regalo que recibimos y que debemos compartir. Su fugacidad nos recuerda que es eso, apenas un regalo que nos permite asomarnos al encuentro con otros, para empezar, al punto, a despedirnos. Pero como regalo conlleva alegría: en este caso, saber que otros lo reciben, que otros pueden hacerse con nuestras obras, que son otros quienes se encargarán de darles el valor merecido. Quizá para una época que atesora más de lo que necesita (buena parte de nuestro consumismo es absolutamente innecesario y se basa solo en una falsa sensación de bienestar y seguridad) este enfoque sea absurdo. Pero lo cierto es que es mucho más liberador vivir una vida desprendida, hasta el punto de regalar nuestras obras al juicio de los demás.
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