Kitabı oku: «Vientos desnudos», sayfa 2

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Jadean ante el esfuerzo.

Templan sus cuerpos.

Se aprestan para la batalla.

Apenas se yerguen, una voz masculina, ruda y agreste, las obliga a mirar hacia el verdugo.

—¡Bah! Turistas —exclama, en un inglés rudimentario el empleado del ferrocarril, quien las mira con desprecio.

Junto a él, azorada, permanece la muchacha rubia de la cabina contigua, quien también viaja sola.

EXORCIZAR EL ENCIERRO

Diana y Efraín trabajaban en la misma empresa de diseño, uno en el área de Creatividad y la otra en la de Mercados. Se encontraban todos los días laborales en las mañanas, afuera de los elevadores, y, por las tardes, en el estacionamiento subterráneo del edificio de siete pisos con paredes de cristal. El saludo entre ellos era breve, con la rígida frialdad de quienes participan en una empresa con más de cien empleados y no tienen la obligación de ser cordiales con todos, y se resisten a tratar con los inoportunos que les quitarán valiosos minutos de su agenda y que pueden ser, además, sus competidores por el mejor sitio para estacionarse.

A Diana ese hombre le resultaba desagradable por su prototipo del hípster, con su estilo distraído perfectamente cuidado, su barba ligeramente crecida y su bigote de puntas elevadas en los extremos, como si pretendiese con ello sustituir la sonrisa escasamente regalada al grueso de los empleados. Para Efraín ella representaba el estereotipo pasado de moda de la ejecutiva de tacón alto, cuyo desaliño se descubría en el desgaste sutil de las orillas de su portafolios de piel, casi nunca en armonía con el conjunto que vestía: falda estrecha con saco sastre y algún accesorio visible en el cuello de su blusa, discretamente abierta.

La situación cambió con la presencia del Covid-19, que arrasó con parte de la población mundial y de paso con las usuales formas de convivencia, incluyendo las del trabajo. Catástrofe que, entre cosas, derivó en la intensificación del home office y en el despido del cincuenta por ciento de los trabajadores de su empresa. Esto, en su caso, los obligó a permanecer encerrados en sus casas, a interactuar laboralmente por videoconferencias una vez por semana, y a estar disponibles a cualquier hora del día a través de mensajes por teléfono celular.

Este cambio agravó la incomodidad que sentían el uno por la otra y la otra por el uno, ya que además del rechazo ya existente éste cobró nuevas dimensiones al verse deformados por las cámaras de sus computadoras. Deformidad que se agudizaba conforme pasaban las horas de trabajo, se acercaban demasiado a la cámara, abotagando sus rostros, y relajaban la compostura rígida y formal a que los obligaba la empresa, con sus medidas sonrisas y su estudiada manera de afrontar las disidencias: él después de las primeras dos horas comenzaba a torcerse las puntas del bigote, hasta que su cara se asemejaba a un diablo rojo y bigotón, mientras que a ella podía vérsele rayando de manera insistente una hoja de papel en la que trazaba las líneas de su desesperación y los filos de los desacuerdos. Ambos terminaban la sesión semanal con un malestar acumulado difícil de manejar en la siguiente sesión con falsa cordialidad.

Otra situación muy distinta sucedió con su comunicación por WhatsApp, con la que daban seguimiento a los acuerdos tomados en su videoconferencia semanal. Las iniciaron por las mañanas hasta que, por inercia, las fueron acumulando hacia la noche; posiblemente por el ritmo del día en que el trabajo no tenía límites ni tiempos de descanso.

Sin que fueran conscientes de cómo transcurrían sus conversaciones por los teléfonos celulares, mediante breves pero frecuentes mensajes, poco a poco fueron agregando en ellos estampas de frases saludadoras, caritas sonrientes, manitas blancas, amarillas o morenas con explosivos aplausos, así como signos de “¡Está perfecto!” y “¡Bravo!”, hasta que llegaron a insertar ositos y gatos bailarines. Stickers que, mediante una conveniente colocación, fueron limando la rispidez y les permitieron expresar sus emociones de contento, admiración o aliento.

Tumbados cada cual en su cama, rodeados de su sagrada intimidad, enfundados en su holgada ropa de dormir, por horas se dedicaban a mandar y contestar mensajes cada vez más fluidos y amigables. Así pasaron los seis primeros meses de encierro, con ríspidas reuniones semanales y mucho mejores sesiones de trabajo por las noches. Entre el octavo y noveno mes la cordialidad cambió de tono sin que se dieran cuenta y sin que dejasen de escribir sobre estrictos temas de la agenda de su empresa.

Pronto, sin embargo, fue inevitable que cada uno sintiera que en esas largas y fragmentarias conversaciones nocturnas había algo pecaminoso; como si al emprenderlas de noche, a media luz y en pijama, ellos fuesen cómplices de algo profundamente íntimo y transgresor, ya que si bien siempre trataban asuntos de diseño y mercadeo y no existía nada que prohibiera trabajar de noche, tampoco parecían ser lógicas de acuerdo con el rígido protocolo laboral. Ese gusto por comunicarse desde el plácido sosiego de su refugio invariablemente desaparecía en sus reuniones por videoconferencia.


Diana comenzó a inquietarse cuando pasaban de las nueve y media de la noche y no llegaba el mensaje con el consabido “Hola. Aquí de nuevo”, e iniciaba el veloz intercambio de mensajes, siempre estrictamente laborales en forma y contenido, y tremendamente perturbadores en cuanto a la tensión que los iba entrelazando conforme avanzaba el intercambio de mensajes y textos. Ningún recuento de lo que se escribían podría demostrar que hubiese algún indicio de coqueteo o de insinuaciones amorosas y, sin embargo, de poderse medir la atracción con la luz del arcoíris hubiera podido constatarse cómo se pasaba del azul frío a un tono más violeta, y de éste a los colores cálidos amarillos y naranjas para estacionarse, titilante, en los rojos, emblema de la pasión, la abundancia y el peligro.

Ella, incluso con cierta picardía, comenzó a dejar pasar varios minutos antes de contestar y, con cierto placer picante, se imaginaba a su colega inquieto, viendo insistente su celular para corroborar las dos palomitas azules que indicaban que ella ya había visto su mensaje y que por fin le contestaría. Efraín, más concentrado en sí mismo y menos apto para descubrir sus emociones, tardó tiempo en darse cuenta de que algo especial había en esas llamadas nocturnas, que le generaban un frenesí peculiar para el cual siempre encontraba explicaciones perfectamente racionales: su emoción derivaba de la intensidad con que fluía su inteligencia, la sorpresa por la sagacidad que descubría en su compañera, o por la pasión con la que ambos realizaban su trabajo.

La incógnita radicaba en que tal arrebato no era clasificable como estrictamente profesional, y a veces se descubría con su ropa de cama misteriosamente erguida. Además de que era confuso que tal misterio de atracción sublime sucediera mientras ellos escribían estrategias de mercadotecnia, delineaban el boceto de lo que sería el siguiente cartel de publicidad, o discutían las mejores tácticas de venta.

El encierro continuaba y en ellos fue aumentando el ansia por escuchar la alerta del celular que anunciaba el inicio de su conversación, y con la misma fogosidad aumentó el lazo clandestino de la seducción que emergía con sus mensajes, como si no importara lo dicho fielmente, sino la sensualidad de los trazos redondos de la “a”, la exquisita largura vertical de la “l” y el rotundo y carismático punto de la “i”; además del voluptuoso trazo de la “w” y el no menos misterioso enlace corporal de la “x” y la “y”. Letras sagaces capaces de saltar sobre los significados convencionales para comunicar la creciente atracción del uno por la otra y de la otra por el uno, a través de un medio tecnológico en que no era visible el ridículo bigote de Efraín ni el desaliño del portafolios de Diana.

Luego de despedirse, bajo la cordialidad de dos compañeros de trabajo que no hacían algo distinto que trabajar mediante mensajes por WhatsApp, cada uno en la penumbra de su habitación, en el estado liminal anterior al dormir, le colocaba a los mensajes de texto, tremendamente erotizados, un emisor con el rostro síntesis de sus deseos, normalmente opacados por su obsesión por el trabajo, haciendo de la escritura un sendero oculto para transitar por intensas emociones, según la forma de las letras, las pausas entre un mensaje y otro, la brevedad o la extensión de cada texto y la figurita seleccionada para cerrar la noche. Y todo ello dentro de un recóndito lenguaje vigoroso aderezado por sus secretas fantasías; un poderoso estallido de pasiones lúdicas, frágil y ciego a la luz del día, al ser incapaz de sobrevivir a los rostros cansados y expuestos en sus videoconferencias semanales.


Un fin de semana en que Diana no contestó los mensajes, Efraín se dio cuenta de cuánto la extrañaba y admiraba por su manera inteligente de enfrentar los peores retos; así que, rabioso, se emborrachó para olvidarla, convencido de que el lunes por la mañana, cuando la viera, todas esas inoportunas sensaciones iban a desaparecer. Ella, por su parte, fustigada por el dolor provocado por una torpe caída que lastimó su muñeca derecha, en su incapacidad para escribir en el celular, descubrió las arañas misteriosas que le bullían al leer repetidamente los mensajes. Ya no era sólo una sonrisa, sino un placer sexualizado el que emergía efervescente y la fijaba al celular, vibrando al unísono con él.

El lunes, incapacitada, no asistió a la videoconferencia, y el martes, cuando al fin pudo escribir, fue ella la que por la noche envió el primer mensaje con un elocuente y secreto “Hola”, acompañado de una carita sonriente con un minúsculo corazón rojo en un costado. Y con ese peculiar mensaje Efraín al fin descubrió que no era ni por el trabajo ni por su vaso de whisky con lo que se ayudaba a dormir; que se conmocionaba cada vez que se mensajeaba con ella.

Al “Hola” y la carita sonriente con un brevísimo corazón a un costado, él respondió con el enunciado del trabajo que esa noche debían abordar, y lo que siguió fue su acostumbrado intercambio estrictamente laboral. Aunque al concluirlo cada quien se recluyó en su discreta intimidad para saborear el placer, obstinadamente sin rostro, que la presencia del otro provocaba, y disfrutarlo antes de su desvanecimiento con la luminosa racionalidad del día; como si la magia de la seducción letrada necesitara del misterio de la noche para suceder.

El intercambio de mensajes continuó y continuó creciendo en intensidad y lujuria clandestinas, que comprendía el irse a dormir con esa voluptuosa presencia del otro en el cuerpo, para juntos habitar templos y laberintos ancestrales repletos de lumínicos misterios y evocativos placeres que, desde la acumulación sensitiva del pasado, venían al presente a través de la tecnología; como si ellos, con sus cuerpos enlazados, fuesen seres mitológicos infractores del tiempo.

En ese refugio de ensueño acumulado, cada uno construyó para sí la imagen del otro, de la otra, que había añorado como la mejor utopía para su vida; y esos sueños, y sus imágenes transfiguradas, podían leerlos y disfrutarlos en las pequeñas letras tecleadas en el teléfono celular como portadoras de los mejores sentimientos del amor y la alegría. Diana se abandonó al enamoramiento clandestino, como si fuese el regalo por la perseverancia juiciosa de su encierro; mientras que Efraín, igualmente apasionado, se engolosinó con el amor virtual como premio por los tantos años que tenía de haberlo aderezado. Y todo eso nunca dicho, sino a través del lacónico lenguaje empresarial.

El encierro estricto por la pandemia duró doce meses, tiempo que ellos vivieron con pasión letrada su peculiar amorío.

Todo aquello desapareció al final del confinamiento, cuando el home office se acabó y ellos nuevamente se encontraron, en las mañanas, en los elevadores, y, por las tardes, en el estacionamiento del edificio de siete pisos con paredes de cristal; y a ella le pareció ridículo el bigote de Efraín, mientras que a él le molestó el desaliño del portafolios de Diana.

UN PATIO DE CANTERA ROSA

Juan de Santiago es un habitante de Morelia, ciudad de regias casonas coloniales de cantera, muchas de ellas con patios interiores sembrados con fuentes y macetas con flores de colores. Vive cerca del centro, a tres cuadras de la Catedral, y cerca también de los cafés donde los parroquianos pasan la mañana con el periódico en la mano, mientras conversan con los amigos y se levantan para saludar al conocido que pasa. Lo que se contará aquí es cómo, de pronto, su rutina de jubilado se rompió ante la catástrofe mundial del Covid-19.

Él antes estaba satisfecho con la cadencia de su vida: a las nueve de la mañana, después de acicalarse, envuelto en una fuerte loción de hombre viejo, salía de su casa a comprar el periódico para instalarse de inmediato en el acostumbrado café de Los Portales. Allí pedía un desayuno ligero y las tazas de café que le acompañarían durante toda la mañana, en espera de que llegaran sus amigos, Alberto, Antonio y Andrés, el trío de las “A”, que junto a él se convertían en el cuarteto de los de 77, que eran los años que cada uno de ellos tenía. Con ellos conversaba acaloradamente las noticias importantes, y, sólo a veces, se contaban sus enfermedades, como anuncios de un futuro conocido, aunque incierto. Lo que cambiaba según el humor de cada uno era el orden del ritual que efectuaban con detallada costumbre. A la una de la tarde les entregaban la cuenta, y, mientras se levantaban y despedían, confirmaban el día, la hora y el turno del que invitaría a su casa para el juego semanal de dominó. Una jornada de tres horas invariablemente animada por un discreto vaso con ron.

Juan de Santiago no la pasaba mal. Había dejado atrás sus años como vendedor de seguros y su errática búsqueda de la mujer ideal para casarse. Nunca la encontró y tampoco se preocupó por ello. Simplemente un día cumplió cuarenta años y descubrió que no tenía interés en compartir su ordenada y metódica existencia con una mujer extraña, que vendría a alterar su casa y el conjunto de su vida.

Era feliz en su pequeña vivienda, con un baño, un dormitorio y una salita de estar, que fungía además como cocina y comedor. Se ubicaba, como otras tres, alrededor de un patio con una fuente al medio y frescos portales con pilares de cantera rosa. La suya daba al oriente y, cerca de la puerta, tenía una banquita de madera desde la que podía disfrutar del bruñido sol del atardecer y observar el trajinar de quienes entraban y salían, sin más compañía que su periódico y las macetas con helechos y geranios.

A las dos de la tarde salía otra vez de su vivienda para dirigirse a la fonda cercana con el mejor menú del día. Regresaba para hacer una pequeña siesta y luego, a las cuatro y media, salir a disfrutar la tarde en su banquita de madera. Allí estaba hasta las cinco y media, momento en que, con el periódico bajo el brazo, se dirigía a la plaza para dar algunas vueltas a la Catedral. A las siete treinta de la noche, en algún puesto callejero, compraba algo ligero para cenar: un elote, un paquete de churros o, si el antojo era mayor, se encaminaba a la plaza de San Agustín para cenar enchiladas, o unos tacos, o un pozole, o unos tamalitos con atole. Regresaba a su casa y prendía la televisión para ver el noticiero de las nueve. A las diez apagaba el aparato, se lavaba los dientes, se ponía su pijama de cuadros azules y blancos, se tomaba el coctel de medicinas pertinentes y se iba a dormir sin el mayor problema. Al siguiente día cumplía la misma rutina, que variaba sólo los domingos, día en que no se veía con sus amigos y, en cambio, iba a la misa de las once, y al salir se quedaba por allí rondando a la espera de algún evento cultural.

No tenía más familia que una hermana menor, a la que veía poco al vivir ésta agobiada por tres hijos y quince nietos. Así que se llamaban por teléfono cada quince días, a las cuatro de tarde, antes de que iniciaran las telenovelas que le gustaba ver. La conversación entre los hermanos era para ponerse al tanto de los acontecimientos familiares. Eso era todo y a él le gustaba esa brevedad y no tener, como su hermana, los cientos de pequeñas complicaciones que la agobiaban permanentemente, y que a él le confirmaban que su decisión de mantenerse soltero había sido la correcta. Convicción que afirmaba con la cabeza después de colgar el teléfono con un alivio que salía de su pecho, con una exhalación de orgullo y satisfacción.

Esa pausada, monótona y, para él, complaciente vida, se derrumbó cuando, a causa de la pandemia, el confinamiento se hizo obligatorio.


Con sus setenta y siete años de edad, y a pesar de estar excelentemente conservado, Juan de Santiago estaba entre las personas de alto riesgo, ante la gran posibilidad que tenía de morir al infectarse de ese virus inquietante, que se transmitía por el aire, que era contagiable por cualquier persona, que persistía por horas y días en objetos tocados por enfermos…, y quién sabe cuántas cosas más.

Sus amigos compartían el mismo riesgo. Se cancelaron las citas en el café y para jugar dominó, se anularon los paseos y las misas en la Catedral. Todos se recluyeron en sus casas, rodeados aquellos de sus familiares, mientras él lo hacía en solitario, en su vivienda, dentro la magnífica casona con patio de cantera rosa.

No siendo hombre de computadoras y ni siquiera de teléfono celular, lo único que le quedó fue que el señor del puesto de la esquina le dejara a medio día su periódico en su banca del corredor, y que un hijo de su hermana le llevase provisiones dos veces al mes.

Su única distracción saludable era salir a sentarse en su banca de madera. Sólo que ahora le parecía hacerlo dentro de una distante tarjeta postal, donde lucían hermosos los monumentales pilares, la fuente de cantera rosa y los esmerados corredores; pero donde lo único con vida eran los helechos y los geranios.

Aburrido, aumentó las horas de televisión y empezó a deprimirse.

Las constantes y repetitivas noticias insistían en comunicar que, si bien nadie estaba exento de contagiarse, el bicho tenía una peculiar manera de actuar con las personas mayores de sesenta años; se agudizaba su condición si además tenían padecimientos previos como hipertensión, obesidad y diabetes. Él tenía dos agravantes: la edad y la hipertensión, y por primera vez se sintió viejo. Así que la vejez penetró en su ánimo como una creciente vulnerabilidad acompañada de la idea de la muerte, que lo condujo a sentirse como si estuviese al filo de un inevitable abismo, en el que al caer lo peor no sería morir sino la asfixia previa, que padecería en una soledad de pesadilla rodeado de máquinas y presencias impersonales, encapsuladas en asépticos trajes espaciales.

A la depresión de sentirse viejo se sumó el terror, acaso no de morir sino de la forma de morir.

A los tres meses de la pandemia Alberto murió de un contagio fulminante, y a los seis Antonio luchaba por sobrevivir entubado a una máquina de colores neutros, sin más luz que los azulados marcadores que indicaban su progreso o su debacle. Sólo él y su entrañable amigo Andrés sobrevivían en la soledad de un terror que frecuentemente compartían por teléfono. Aunque sus llamadas se fueron espaciando, como si debieran acumular esfuerzos para un encierro cada vez más consistente y solitario. Para el protagonista de esta historia, el único contacto con el exterior era la llamada de su hermana, de cuatro a cinco, para que, en medio del huracán de noticias sobre el avance del virus por el planeta, ella no se perdiera sus telenovelas de las cinco. La conversación era también apocalíptica, sólo que centrada en los miles de detalles que los tres hijos de ella, dos varones y una hija, más quince nietos, aportaban al dramático escenario.


Juan de Santiago se hundió en un pavor creciente ante cualquier contacto humano. Su rostro se tornó amarillento y su estancia en la banquita de madera era casi un suplicio. Para desentumirse sólo a veces se atrevía a caminar alrededor del patio de cantera rosa, con el terror por absorber los virus de quien hubiese pasado por allí.

Comenzó a tomar pastillas para dormir.

Aun así se despertaba a las dos o tres de la madrugada con un grito que no lograba salir por su garganta, ligado por una angustia mordaz que obligaba a su corazón a latir acorralado ante la presencia invisible de un enemigo invasor que devoraba todo su entorno, como una polilla monstruosa capaz de carcomer el piso que lo sostenía para llevarlo hacia el abismo donde al final lo esperaba la muerte.

Lo sabía muy bien: antes de llegar al fondo, padecería torturas angustiosas, dolorosas, que lo masticarían hasta que dejara de ser hombre para ser un amasijo de carne, incapaz de pensar, razonar, decidir, para ser sólo un frío registro en el hospital y luego en la morgue. No sería más Juan de Santiago, con su bigote bien cortado, sus ojos negros de pestañas chinas, con sus delgadas manos elegantes, centro de su vanidad. Y no podría estar, como se imaginó su velorio, dentro un bello féretro de maderas lustrosas, elegantemente vestido, guapo y galante como había sido.

A las llamadas de su hermana, y a la ocasional de su amigo Andrés, respondía lejano, evasivo, y al colgar con el dedo de la mano izquierda, en la mano derecha mantenía el auricular durante un minuto en el que no sabía qué hacer, a dónde ir, lisiado por la amenaza silenciosa que lo carcomía. Después de colgar el auricular, de ponerse sus anteojos, su cubrebocas y su careta protectora, con torpes y pesados pasos, salía al patio para dejarse caer derrotado en su banca de madera.

Y allí, entre la fría fuente y las macetas con helechos y geranios, permanecía echado como un forro viejo y desgastado que alguien hubiese dejado olvidado en un desvencijado desván. Sólo con la llegada del frío implacable que se mezclaba con su frío interior se levantaba para no dejarse morir, y entraba a su vivienda para echarse sobre su cama sin lavarse los dientes, sin ponerse su pijama de cuadros azules y blancos, sin estar atento a todo aquello que antes lo hacía sentirse un ser humano.


En esa condición deshumanizada, la tarde de un domingo recibió una llamada telefónica de un número desconocido. Con pasmosa lentitud miró el sonido intruso mientras que, con un lejano y ya casi desvanecido sentido de la curiosidad, se preguntó quién podría ser. Después de quince timbrazos contestó, menos por interés que por no seguir escuchando el ruido.

—Buenas tardes, señor De Santiago. Soy la señora Consuelo, su vecina del número tres —escuchó que le decían sin que lograse identificar a la nueva intrusa.

—¡Ah! Sí, diga —dijo, para tratar de ganar tiempo.

—¡Mire! La verdad no tengo nada especial que decirle. Sólo que en las condiciones actuales no tengo casi a nadie para conversar. Recibo llamadas sólo de mis hijos, que no hacen otra cosa que quejarse de la lata de tener a sus hijos en casa, y, como eso, se quejan de todo lo demás.

—¡Ah! Sí. Sí. Comprendo.

— Y fue por ello que decidí hablar con usted…

—¿Ah, si?

—Pero mire, señor De Santiago, si le molesta no hay problema. Pero es que pensé que usted y yo vivimos solos, casi en la misma casa, y nos conocemos de vista desde hace muchos años, así que pensé qué, bueno, por lo menos con usted podría tener alguna buena conversación.

—Sí. Sí. Claro. Por supuesto. Somos vecinos.

—¿Lo incomodo con mi llamada?

—¡No, no! De ninguna manera.

—Pero bueno, señor De Santiago, parece que usted no es muy conversador.

—…¿?

—…¿?

—…¿?

—En fin. Creo que es mejor que me despida. Buenas tardes, señor De Santiago.

—Sí, sí. Está bien. Buenas tardes.

Él se quedó con el auricular en la mano derecha, sin comprender qué habría querido la señora Consuelo y, sin saber lo que debía hacer después de colgar el aparato se echó sobre el sillón, la mirada puesta en nada, los hombros caídos, las manos derrumbadas sobre sus piernas. Aunque con una casi desapercibida sensación de que había sido torpe y descortés.

“¿La señora Consuelo?, ¿qué querría de mí?”, se preguntó, mientras una borrosa figura comenzó a delinearse en su memoria. ¿Era la mujer que todos los días barría el patio, sacudía los rincones de los corredores y cuidaba las plantas? Al parecer sí. Era también la señora que tenía una jaula con pájaros cerca de su puerta, que sacaba por las mañanas y guardaba por las tardes, más o menos a la hora en que él acostumbraba sentarse en su banca a leer el periódico. Pensó que nunca la había visto en misa, tal vez porque iba a otra hora o a otra iglesia, pero fuera de eso no sabía nada de ella. Tal vez era viuda, porque también vivía sola; sólo que antes de la pandemia salía muy emperifollada los domingos, del brazo de un joven o de una joven, que después la regresaba cerca de la siete de la noche.

Hizo un esfuerzo por recordar. Era más bien bajita, con la redondez de un vientre que ha tenido varios hijos. Solía usar faldas de colores y ponerse algo en el pelo mientras trajinaba en el patio. Advirtió que nunca se había preocupado por saber si le pagaban por esas tareas de cuidado o las hacía por voluntad. A él nunca se le había exigido colaboración para pagar la limpieza del patio, y ahora tampoco se preocupó por ello. Eran asuntos de la administración, que de pronto recordó que también estaba en manos de la señora Consuelo. Él simplemente depositaba en el buzón la mensualidad de la renta, y punto. “En fin —pensó—, poco sé de esa señora y menos puedo imaginarme para que me llamó”, concluyó para cerrar el tema y volver a enfrentarse con la vacuidad del qué hacer y a dónde dirigirse en las muchas horas que aún tenía por delante.

El descuido en que había caído se mostraba en su ropa arrugada, en sus chanclas y en el polvo que se acumulaba en los rincones de su vivienda. Para evitar contagios había suspendido la colaboración de la persona que antes, dos veces por semana, le ayudaba con el aseo. La desidia se acumulaba. Él limpiaba por aquí y por allá con desinterés, y no todos los días, sin realmente preocuparse por el orden que antes predominaba en su vida.

La llamada intrusa lo había perturbado tanto que no tuvo ánimo para salir a su banca. Se quedó entonces moviéndose inquieto de un lado a otro de su estrecha vivienda, como una cuerda estirada más allá de la costumbre, vibrando sin ninguna voluntad. Así, dislocado en su precaria rutina, no supo qué más hacer y se echó sobre el sillón, ansioso de perderse en el sueño.

A la mañana siguiente, un poco menos confundido, salió a las once a su banca de madera para contemplar ese patio tan vacío que parecía una tarjeta postal. A las doce se abrió la puerta del número tres, y la señora Consuelo entró en la escena, con una charola para alimentar a sus pájaros y limpiar su jaula. Él la observó con un poco más de curiosidad. No era tan vieja como la recordaba, se movía con cierto aire juvenil y con su vestido de flores tampoco parecía ser tan gorda como la recordaba.

Ella volteó a verlo, le sonrió y lo saludó con la mano. Él, incómodo por la nueva intromisión, se puso un líquido sanitizante en ambas manos. Sin embargo, no podía dejar de verla. Algo había en sus movimientos que mostraban que esa mujer sí tenía una vida y sabía qué hacer con ella, aunque fuese limpiar, barrer y darle agua a los pájaros.

Fatigado, regresó a la quietud vacía de su vivienda para no pensar.

A las cuatro de la tarde volvió a sonar el teléfono.

—Buenas tardes, señor De Santiago. Aquí, su vecina otra vez. Espero que esté usted bien, porque en la mañana lo vi muy desmejorado.

—No. No —se apresuró a contestar, nuevamente confuso ante la reiterada intromisión de su vecina.

—¿Sabe usted por qué riego las plantas, cuido a mis pájaros y limpio el patio?

—No. Ayer me lo preguntaba.

—Mire señor De Santiago. Como seguramente usted sabe, soy un médico jubilado y además soy viuda. Hace tres años perdí a mi esposo, que en paz descanse. ¿Se imagina? Después de 35 años de casados nos separamos. Fue por un cáncer fulminante en el pulmón.

—¡Qué barbaridad! Lo siento mucho.

—Gracias. Lo que quiero decirle es que en las semanas últimas de su agonía yo no tuve más cabeza que estar con él en el hospital y acompañarle en su morir. Y cuando regresé, después del velorio y el entierro, mis pájaros estaban muertos y las plantas del patio se habían secado. Y me puse a llorar más y más fuerte de lo que había llorado por mi esposo. ¿Sabe por qué?

—No. No sé.

—Porque mi esposo se enfermó sin que fuera su voluntad. Luchó cinco años contra el cáncer, y yo con él, y perdimos la batalla. Pero no fue su culpa ni la mía. Dios así lo quiso, y nada más. Pero mis pájaros y mis plantas se murieron también y allí yo sí tuve que ver. Que mi esposo estaba muy enfermo, que me la vivía en el hospital, todo eso es cierto, pero no debo usarlo de pretexto para evadir la responsabilidad de mi olvido.

—¡Ah! Sí. Por supuesto.

—Y dada esa explicación ¿ya sabe usted por qué le llamo?

—No. La verdad, no.

—Porque usted, como mis pájaros, como mis plantas, como la fuente y sus pilares, son parte de mi patio, y yo no podría vivir con la pena de dejarlo morir, como lo hice con mis pajaritos, que también descansen en paz.

—¿¡¡Yo!!?

—¿Qué, no se ha visto en un espejo? De unos meses para acá usted está más amarillo que mis canarios. La muerte la trae encima y se le nota a leguas. Y yo no quiero esa sombra en mi patio. Porque es mío, ¿no lo sabía usted? Esta casa fue de mis abuelos y aquí crecí y aquí me moriré cuando Dios así lo quiera; pero mientras, no quiero pájaros de mal agüero rondando por mi patio. Y usted más que hombre, más que persona, parece un muerto en pena y cuando lo veo me dan ganas de llorar. Así que, aunque usted no lo quiera, así como arreglo mi patio, voy a tener que cuidarlo a usted, porque usted ya forma parte de él y se está muriendo. Por eso ya decidí que llamarlo todas las tardes será parte de mis tareas. ¿Está de acuerdo?

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ISBN:
9786077116240
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