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Primera parte:

El discipulado

1 ¿Qué es un discípulo?

¡Los cristianos primero fueron llamados “discípulos”! Quizá esto te sorprenda un poco porque estamos acostumbrados al término “cristianos” para referirnos a los seguidores de Jesús. El apelativo “cristiano” es mucho más popular que “discípulo”, pero la Biblia habla mucho más de discípulos que de cristianos. Fue en Antioquía, donde Pablo y Bernabé enseñaban, “donde a los discípulos se les llamó ‘cristianos’ por primera vez” (Hch. 11:26).

En el siglo I, todo el mundo sabía lo que era un discípulo, porque estaban muy extendidos en su cultura. Un discípulo era alguien que se apegaba a alguien más entendido, sabio o experimentado para aprender de esa persona. El término griego que se usa para “discípulo” es mazetes, que significa aprendiz, y la persona con quien estaba relacionado era un didaskalos, que significa maestro. Los griegos usaban el sistema maestro-discípulo para educar a las personas, durante el transcurso habitual de sus vidas, experimentando juntos los sucesos cotidianos. Normalmente, vivían juntos y compartían experiencias, aprendiendo unos de otros.

Jesús empleó el mismo método para formar a sus discípulos, quienes constituirían el núcleo del nuevo movimiento. En las escuelas griegas de la época, los alumnos, en su calidad de “discípulos”, no tenían que estar sentados en un aula cada día, sino que aprendían paseando, observando y debatiendo con su maestro. Según la concepción griega, el discipulado conllevaba seguir, imitar y aprender.

Marcos nos dice que Jesús “designó a doce, a quienes nombró apóstoles, para que lo acompañaran y para enviarlos a predicar” (Mc. 3:14). Por lo tanto, el fundamento del discipulado es estar “con él” en una relación cotidiana, aprender de él y ser “enviados” a ministrar a otros de la misma manera.

Una buena definición de un discípulo es la que acuñó un pariente lejano mío, Stuart Briscoe.

“Un discípulo es una persona que mantiene una relación constante con Jesucristo, una relación que transforma la vida, y que comparte con alegría con otros lo que él o ella ha aprendido”.

Recuerdo una vez que volvía a casa en coche, después de unas vacaciones en familia, y no estaba seguro de qué carretera debía seguir. Al salir del centro vacacional vi que nos seguían tres coches. Al cabo de pocos kilómetros no me cupo ninguna duda de que nos habíamos perdido, y decidimos aparcar y consultar el mapa para dilucidar qué ruta teníamos que seguir. Los tres vehículos nos siguieron. Pregunté a uno de los conductores si sabían cuál era la carretera correcta y me contestó: “¡No, si le estábamos siguiendo a usted!”.

Ese día aprendí dos cosas. La primera es que, si quieres guiar a alguien, tienes que saber adónde vas. La segunda es que, si estás siguiendo a alguien, ¡debes estar seguro de que sabe lo que está haciendo!

Un discípulo es un aprendiz, que aprende de alguien que tiene más sabiduría y más experiencia. Por supuesto, nuestro maestro por antonomasia es el propio Jesús, pero tenemos que relacionarnos con otro discípulo que nos ayude a conocer mejor a Jesús. Debemos elegir cuidadosamente a quién nos apegamos. Ese discípulo debe ser alguien que sepamos que sigue a Jesús y obedece a las Escrituras. Pablo podría decir: “imitadme a mí, como yo imito a Cristo” (1 Co. 11:1).

A un discípulo se le llama a caminar “con” Cristo (evangelización), se le prepara para vivir “en” Cristo (capacitación), se le envía a vivir “para” Cristo (servicio) y recibe el mandamiento “de” Cristo para ministrar a otros (empoderamiento).

Algunas de las últimas palabras que dijo Jesús a sus discípulos después de su resurrección fueron el mandamiento de “id y haced discípulos…” (Mt. 28:19). Ellos debían reproducir y transmitir a otros lo que habían aprendido de él.

El propósito del discipulado

El propósito y la meta última del discipulado es la madurez en Cristo. “A este Cristo proclamamos, aconsejando y enseñando con toda sabiduría a todos los seres humanos, para presentarlos a todos perfectos en él” (Col. 1:28). El término griego para “maduro” es teleios, que significa completo, adulto y perfecto.

El desarrollo de esta madurez requiere una transformación tripartita. Jesucristo realiza un cambio que afecta a todas las áreas de nuestra vida. Vemos esta transformación en tres niveles que son interdependientes:

 Ser una nueva persona: recibo una identidad nueva. Cristo vive en mí. Vivo conforme a un conjunto de valores nuevo: nuevas prioridades, nuevos objetivos, nuevas esperanzas. ¡Se me ha concedido una vida nueva! “Por tanto, mediante el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, a fin de que, así como Cristo resucitó por el poder del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva” (Ro. 6:4).

 Ver con otros ojos: obtengo una mente nueva. La mente de Cristo me moldea; él transforma nuestras actitudes y nuestra cosmovisión. El Espíritu Santo desarrolla en nosotros la mente de Cristo, de modo que podamos realizar juicios precisos de cualquier situación. “En cambio, el que es espiritual lo juzga todo, aunque él mismo no está sujeto al juicio de nadie, porque ‘¿quién ha conocido la mente del Señor para que pueda instruirlo?’. Nosotros, por nuestra parte, tenemos la mente de Cristo” (1 Co. 2:16).

 Vivir una vida nueva: tengo una ética diferente. El amor de Cristo me motiva. No solo consigo nuevas relaciones, sino una actitud nueva hacia las relaciones anteriores (perdón, reconciliación y paz). “Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos los unos a los otros, pues así lo ha dispuesto” (1 Jn. 3:23).

Cristo desarrolla progresivamente en nosotros un nuevo carácter moral que es un espejo del suyo propio. Por consiguiente, se trata de una transformación holística: existencial, emocional, ética, relacional. La condición para esta madurez es “estar en Cristo”. “Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!” (2 Co. 5:17).

La pregunta clave es: ¿cómo es posible esto? Desde el punto de vista humano, no lo es. En esta experiencia que transforma la vida hay un elemento sobrenatural que va mucho más allá de los esfuerzos o los recursos humanos. La capacidad de transformación no procede solamente del mensaje de Jesús per se (sus ideas y su ejemplo), sino de su poder. Tal como dijo lisa y llanamente el ciego al que sanó Jesús: “si este hombre no viniera de parte de Dios, no podría hacer nada” (Jn. 9:33).

El llamamiento principal en nuestra vida como discípulos es el de seguir un proceso constante de transformación para asemejarnos a Cristo. Randy Alcorn afirmó lo que la mayoría de personas ha experimentado como el propósito de su vida. Dijo: “Durante toda tu vida has estado buscando un tesoro. Has estado buscando a la persona perfecta y el lugar perfecto”. Yo encontré a esa persona perfecta, Jesús, y también el lugar perfecto al que me condujo… el reino de Dios.

Un discípulo sigue… ¡y luego se marcha!

“Venid, seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Esta es la invitación que extendió Jesús a los hombres dedicados al negocio de la pesca, que eran Simón, Andrés, Jacobo y Juan. Se nos dice que “al momento dejaron las redes y lo siguieron” (Mc. 1:17-18).

Dejaron sus redes, sus barcas, su familia, a sus jefes, su negocio y su forma de vida, todo para seguir a Jesús. Hacer esto supuso una decisión repleta de emociones profundas y duraderas. Más tarde, Simón, llamado entonces Pedro, exclamó dirigiéndose a Jesús: “¡Nosotros hemos dejado todo lo que teníamos para seguirte!”.

Jesús prometió: “Os aseguro que todo el que por mi causa y la del evangelio haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o terrenos recibirá cien veces más ahora en este tiempo (casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y terrenos, aunque con persecuciones); y en la edad venidera, la vida eterna” (Mc. 10:28-29).

Ese “dejarlo todo” nos inquieta. Sin duda es lo que pasó en la historia del “joven rico”, a quien Jesús invitó a vender todo lo que tenía y darlo a los pobres. Dio la espalda a Jesús y se alejó, triste.

Puede que nos ayude darnos cuenta de que los discípulos retomaron su negocio pesquero varias veces durante el tiempo que siguieron a Jesús, de modo que el negocio familiar permaneció intacto. Pedro no abandonó a su esposa, quien más tarde viajó con él en su misión (1 Co. 9:5).

Entonces, ¿qué significa dejarlo todo? Supone estar disponible para dejar cualquier cosa que estés haciendo y obedecer el mandato de Cristo. Esto significa cortar el cordón umbilical que nos vincula con demasiada fuerza a nuestro trabajo, nuestros sueños, nuestras ambiciones y nuestros bienes materiales. Significa dar prioridad a los mandamientos de Cristo, dejándolo todo para obedecerle. Supone poner en sus manos todo nuestro dinero, bienes, dones y talentos, para recibirlos luego de vuelta como administradores o gestores de todo lo que él nos da para que lo usemos.

Recuerdo estar una vez en una fiesta que un ejecutivo italiano muy bien posicionado celebró en el jardín de su casa. Cuando hablé con su esposa, agradeciéndole su hospitalidad, comenté: “Tienen aquí un hogar maravilloso. Deben ser muy felices”. “En realidad, no”, contestó ella. “Como soy italiana, echo mucho de menos a mi familia, que está lejos”. “Entonces, ¿por qué no vuelven a Italia?”.

“No es posible”, dijo ella. “Tenemos una hipoteca y un estilo de vida muy alto. No podríamos sencillamente hacer las maletas y marcharnos. No soy nada feliz”. Luego añadió: “Es como si viviéramos en una jaula dorada”.

Mi esposa y yo decidimos que, a lo largo de nuestro matrimonio, viviríamos de tal manera que mantuviésemos al mínimo nuestros gastos cotidianos, de modo que cuando Cristo nos llamase para hacer algo, estuviéramos preparados. Yo abandoné tres veces mi trabajo para escuchar su llamamiento a iniciar un movimiento cristiano. Primero, un empleo bien pagado como director ejecutivo de una filial holandesa de una compañía química internacional. Luego, dejé de trabajar en mi propia empresa porque el ministerio se había hecho muy grande. Más tarde, en 2007, dejé un empleo bien remunerado como director ejecutivo de una empresa aeroespacial. Todas esas son cosas que no podría haber hecho si hubiéramos tenido muchas cargas financieras. En cada uno de esos casos nuestro presupuesto cayó en picado, pero el Señor fue fiel y nunca nos ha faltado nada.

¡He descubierto que Dios siempre paga lo que pide!

Un discípulo sigue y luego se marcha para tener la libertad de colaborar con Jesús en su misión.

La misión del discípulo

La práctica del discipulado consiste en seguir a Jesús en su misión. Él declaró el propósito de su misión en Marcos 10:45, exponiendo con toda claridad qué era lo que vino a hacer. “Porque ni aun el Hijo del hombre vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos”.

Su misión consistía, sencillamente, ¡en servir a otros y darles libertad!

La misión de un discípulo es, antes que nada, servir. Servir significa buscar el beneficio de otros y ayudarles a alcanzar lo que sea mejor para ellos. Servir es amar y Jesús nos llama diciendo: “ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser, con todas tus fuerzas y con toda tu mente” y “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Lc. 10:27).

Como discípulos, debemos servir a los propósitos del Señor y obedecer todos sus mandamientos. La consecuencia natural de nuestro servicio a Dios es amar y servir a nuestro prójimo, tratándolo como nos gustaría que otros nos tratasen. El servicio es el amor en acción.

La segunda parte de la misión de un discípulo, que es seguir a su Maestro, consiste en entregar su vida como rescate para dar libertad a otros. La libertad tiene dos dimensiones: ser libres de las cosas que nos atan y ser libres para hacer lo que queremos hacer.

Dios nos puede usar para liberar a las personas de la ansiedad, la preocupación, las deudas, el materialismo, el consumismo, la codicia y la idolatría.

Entonces, podemos ayudar a los demás a ser libres para conocer a Dios, amarle y servirle, y para amar a nuestro prójimo. Libres para ser generosos y estar satisfechos. Libres para estar disponibles para la obra del Señor. Libres para poder alcanzar los objetivos de nuestra vida.

¿Te unirás a Jesús en su misión de servir a los seres humanos y darles libertad?

2 El precio del discipulado

El coste de seguir a Jesús como discípulos no es poca cosa. Cuanto más valioso es algo, más caro se vuelve. “Luego dijo Jesús a sus discípulos: Si alguien quiere ser mi discípulo, tiene que negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirme” (Mt. 16:24).

Jesús presenta un tremendo desafío a quienes desean ser discípulos financieros, aprender de él y seguirle. Llevar tu cruz cada día supone depositar sobre el altar de la obediencia a Dios tus propios deseos y ambiciones. Su voluntad y su plan para mi vida deben ser lo primero, porque su plan tiene como objetivo primordial el bienestar de nuestras almas. Todo lo que se interponga en el camino del seguimiento a Jesús (los bienes materiales, la ambición, los deseos) debe ser llevado a la cruz y depositado a sus pies. Esto producirá una recompensa eterna en proporción a nuestra obediencia.

Nada ni nadie debe tener prioridad sobre la obediencia al Maestro. El discipulado barato no existe. Seguir a Jesús tiene un precio; este precio es la negación de uno mismo. Por consiguiente, debemos darnos cuenta de cuál es el precio de seguir a Jesús, que inevitablemente nos llevará a una cruz; ¡ese es el camino que tomó él! Se nos desafía a entregar al Padre todo lo que poseemos, de modo que él pueda utilizar conforme a sus propósitos cualquier cosa que le demos. ¡Recuerda que lo que ponemos en sus manos él lo multiplica y lo usa para nuestro beneficio!

Jesús afirmó enfáticamente que “cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo” (Lc. 14:33).

¡Emprender el viaje del discipulado financiero significa entregarnos plenamente al señorío de Cristo!

Esto es lo que describe vívidamente Jesús en Lucas 14…

1 Cristo ES la prioridad: “Si alguno viene a mí y no sacrifica el amor a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14:26).

2 Niégate a ti mismo: “Y el que no carga su cruz y me sigue no puede ser mi discípulo” (Lc. 14:27).

3 Calcula el precio: “Supongamos que alguno de vosotros quiere construir una torre. ¿Acaso no se sienta primero a calcular el coste, para ver si tiene suficiente dinero para terminarla?” (Lc. 14:28).

4 Renuncia a todo y síguele: “De la misma manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo” (Lc. 14:33).

El Señor dijo en repetidas ocasiones “el que renuncie a su propia vida por mi causa la encontrará”. De hecho, de entre todas sus afirmaciones, esta es la que figura con mayor frecuencia en los cuatro evangelios, más que casi cualquier otra cosa que dijo. (Ver Mt. 10:39; 16:25; Mc. 8:35; Lc. 9:24; 17:33; Jn. 12:25). ¿Por qué se repite tanto? ¿No será porque establece uno de los principios más fundamentales de la vida cristiana, a saber, que la vida invertida en uno mismo es una vida perdida, pero la vida entregada a Dios se encuentra, se salva, se disfruta y se guarda por toda la eternidad?

Y si se puede decir que la vida del verdadero discipulado es la vida espiritualmente más satisfactoria del mundo, se puede afirmar con la misma certidumbre que será la más recompensada en la era venidera. “Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces recompensará a cada persona según lo que haya hecho” (Mt. 16:27).

William Borden, que nació en el seno de una familia estadounidense acomodada, asistió al Seminario de Princeton y se licenció en Yale. A pesar de su educación de clase alta, sus viajes por todo el mundo le revelaron la necesidad de Jesucristo que tenía el mundo pagano y decidió hacer que sus decisiones apuntasen a ese objetivo. Mientras Borden se formaba para una vida de servicio al pueblo de los Kansu en China, su corazón y su esfuerzo se centraron de maneras muy prácticas en las viudas, los huérfanos y los discapacitados de los callejones de Chicago. Borden, un hombre callado pero carismático, procuró con diligencia ganar a otros jóvenes universitarios para Cristo y para su servicio.

Su llegada a Egipto en 1913 quedó marcada, trágicamente, porque contrajo meningitis espinal. La noticia de su muerte prematura a los 25 años de edad apareció en prácticamente todos los periódicos de Estados Unidos como testimonio de Cristo. Aunque desde el punto de vista humano “desperdició” su vida, tanto esta como su muerte han sido un testimonio y un reto incluso más allá de su propia generación: “el de tener a la vista los valores eternos”.

Por lo tanto, el hombre realmente bendecido en el tiempo y en la eternidad es aquel que puede decir, como hizo William Borden: “Señor Jesús, por lo que respecta a mi vida, aparto mis manos. Te coloco en el trono de mi corazón. Cámbiame, límpiame, úsame como desees hacerlo”.

Dallas Willard dijo: “El coste de no discipular es muy superior al coste de discipular. El discipulado es una ganga”. En otras palabras, Jesús no está hablando de hacer un sacrificio porque sea lo correcto; está hablando de un sacrificio que en realidad se convierte en una inversión que arroja dividendos.

Jesús nos invita a que hagamos un análisis de costes/beneficios y a que tomemos una decisión sabia. El tipo de sacrificio al que nos llama Jesús no es aquel que nos deja sin nada, sino un sacrificio que se convierte en una inversión, igual que plantar cosechas que, al final, producen rendimientos centuplicados.

¡Nos llama a invertir! Nos dice que lo vendamos todo, como el mercader que encontró la perla de gran precio y vendió todo lo que tenía para “comprar” el reino, ¡porque de hecho tiene un valor infinitamente superior a todo lo que tenemos ahora!

Jim Elliot, el misionero que fue a Ecuador y que perdió la vida a manos de los mismos indios a los que estaba predicando el evangelio, dijo: “No es un necio el que entrega lo que no puede conservar para obtener lo que no puede perder”.

Es decir, que el discipulado no consiste en el sacrificio. Al principio nos da la sensación de que es así, porque damos todo lo que tenemos para obtener el reino, pero al final la vida que recibimos es muchísimo más valiosa que cualquier sacrificio que hayamos hecho. “Apostarlo todo” al reino es un negocio fabuloso; no hay necesidad de diversificar la cartera de valores. En otras palabras, el discipulado de Jesús es la mejor oportunidad de inversión que pueda tener jamás un ser humano.

El misionero C. T. Studd exclamó: “Si Jesucristo es Dios y murió por mí, ningún sacrificio que yo pueda hacer por él será demasiado grande”.

¿Puedes repetir estas palabras del maravilloso himno de Isaac Watts, “La cruz sangrienta al contemplar”?

¿Y qué podré yo darte a Ti

a cambio de tan grande don?

Todo es pobre, todo ruin.

Toma, ¡oh Dios!, mi corazón.

3 Los términos del discipulado

Estos son los términos del discipulado tal como los estipuló el salvador del mundo.

1. Arrepentirse y creer

“Se ha cumplido el tiempo —decía—. El reino de Dios está cerca. ¡Arrepentíos y creed las buenas nuevas!” (Mc. 1:15).

Jesús inició su ministerio público con un llamamiento muy claro al arrepentimiento. Debíamos apartarnos de nuestros viejos caminos, que eran diametralmente opuestos a los caminos del reino. Tenemos que confesar nuestros pecados, aceptar que Jesús pagó el precio por cada uno de ellos mediante su muerte y su resurrección, y creer las estupendas noticias que Jesús quiere aportar a nuestras vidas. Estas son las condiciones de acceso al nuevo reino del que somos ciudadanos.

2. Un amor supremo por Jesucristo

“El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí” (Mt. 10:37).

Esto no quiere decir que debamos albergar animosidad o mala voluntad en nuestros corazones hacia otros, sino que nuestro amor por Cristo debería ser tan grande que todos los demás amores, en comparación, fueran hostiles. En realidad, la frase más difícil en este pasaje es la expresión “y a su propia vida”. El amor por uno mismo es uno de los obstáculos más recalcitrantes en el camino del discipulado.

Hasta que no estemos dispuestos a poner nuestra vida misma por él, no estaremos en el lugar en que Dios quiere que estemos.

3. La negación de uno mismo

“Si alguien quiere ser mi discípulo, tiene que negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirme” (Mt. 16:24).

La negación de uno mismo no es sinónimo de austeridad. Esta significa renunciar a determinados alimentos, placeres o bienes. La negación de uno mismo supone una sumisión tan completa al señorío de Cristo que el yo no tiene derechos ni autoridad alguna. Significa que el yo se baja del trono.

Este concepto queda expresado en palabras de Henry Martyn, uno de los primeros misioneros a India y a Persia: “Señor, no me permitas tener voluntad propia, ni pensar que mi felicidad genuina depende ni en el menor grado de cualquier cosa externa que pueda suceder; sino que consiste enteramente en adaptarme a tu voluntad”.

4. La elección deliberada de la cruz

“Dirigiéndose a todos, declaró: Si alguien quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, lleve su cruz cada día y me siga” (Lc. 9:23).

La cruz no es una enfermedad física ni angustia mental; estas son cosas comunes a todos los hombres. La cruz simboliza la vergüenza, la persecución y el abuso que el mundo apiló sobre el Hijo de Dios, y que el mundo echará también sobre todos los que decidan ir contracorriente. Cualquier creyente puede eludir fácilmente la cruz al adaptarse al mundo y a sus caminos, pero esto no te permitirá seguir a Jesús. Su camino es otro distinto.

5. Una vida dedicada a seguir a Cristo

“Al irse de allí, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado a la mesa de recaudación de impuestos. ‘Sígueme’, le dijo. Mateo se levantó y lo siguió” (Mt. 9:9).

Para entender lo que significa esto, solo tenemos que preguntarnos: “¿Qué caracterizó la vida del Señor Jesús?”.

Fue una vida de obediencia a la voluntad de Dios.

Fue una vida vivida en el poder del Espíritu Santo.

Fue una vida de servicio altruista a otros.

Fue una vida de paciencia y resignación frente a las ofensas más graves.

Fue una vida de celo, de autocontrol, de mansedumbre, de amor, de fidelidad y de devoción (Gl. 5:22, 23).

Para ser sus discípulos, debemos andar como él anduvo.

6. Un amor ferviente por todos los que son de Cristo

“De este modo todos sabrán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros” (Jn. 13:35).

Este es el amor que considera a los demás mejor que uno mismo. Es el amor que cubre multitud de pecados. Es el amor sufriente y amable. No se jacta, no se envanece.

“El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co. 13:4-7).

Sin este amor, el discipulado sería un ascetismo frío y legalista.

7. La perseverancia constante en su Palabra

“Si os mantenéis fieles a mis enseñanzas, seréis realmente mis discípulos” (Jn. 8:31).

Un discípulo debe perseverar y continuar en el viaje durante toda su vida. Es bastante fácil comenzar bien, pero la prueba consiste en perseverar hasta el final. “Nadie que mire atrás después de poner la mano en el arado es apto para el reino de Dios” (Lc. 9:62).

No basta con obedecer las Escrituras de vez en cuando. Seguir a Cristo conlleva una obediencia constante e incuestionable.

8. La renuncia a todo para seguirle

“De la misma manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo” (Lc. 14:33).

Esta es quizás la condición más impopular de las que pone Cristo para el discipulado y bien podría ser que fuera el versículo más impopular de toda la Biblia. Los agudos teólogos te darán mil razones para sostener que no quiere decir lo que dice, pero los discípulos sencillos la aceptan con alegría, dando por hecho que el Señor Jesús sabía lo que estaba diciendo.

¿Qué quiere decir renunciar a todo? Significa el abandono de todos los bienes materiales que no sean absolutamente esenciales y que pudieran usarse para la extensión del evangelio.

Aquel que renuncia a todo no se vuelve perezoso; trabaja duro para cubrir las necesidades habituales de su familia. Pero dado que la pasión de su vida es promover la causa de Cristo, invierte en la obra del Señor todo lo que no requieran las necesidades comunes, y deja su futuro en sus manos. Al buscar primero el reino de Dios y su justicia, cree que nunca le faltará nada para satisfacer sus necesidades cotidianas.

No puede, en toda conciencia, aferrarse a un dinero extra cuando hay almas que mueren por falta del evangelio. No quiere desperdiciar su vida acumulando riquezas que caerán en manos del diablo cuando Cristo regrese a por sus santos.

Quiere obedecer el mandato del Señor de no acumular tesoros en el mundo.

Uno de los versos del himno de Frances Havergal dice: “Que mis bienes dedicar yo los quiera a ti, Señor”. En 1878, cuatro años después de haber escrito este himno, la señorita Havergal escribió a una amiga: “El Señor me ha mostrado otro pequeño paso y, claro está, lo he dado con extremo deleite. Ahora ‘que mis bienes dedicar yo los quiera a ti, Señor’ significa enviar todos mis adornos a la Church Missionary House, incluyendo un mueble joyero que es digno de una condesa, donde los aceptarán y dispondrán de ellos por mí… Han empaquetado casi cincuenta artículos. No creo que nunca haya empaquetado algo con tanto placer”.

Los obstáculos para el discipulado

En su libro El verdadero discipulado, William MacDonald describe tres tipos de personas que buscan rutas de escape para el llamamiento, extremadamente desafiante, del discipulado.

Esto queda representado en la historia que contó Jesús sobre tres candidatos a discípulos que permitieron que otras prioridades pesaran más que el seguimiento de Cristo. “Iban por el camino cuando alguien le dijo: ‘Te seguiré a dondequiera que vayas’. ‘Las zorras tienen madrigueras y las aves tienen nidos’, le respondió Jesús, ‘pero el Hijo del hombre no tiene dónde recostar la cabeza’.

A otro le dijo: ‘Sígueme’. ‘Señor’, le contestó, ‘primero déjame ir a enterrar a mi padre’. ‘Deja que los muertos entierren a sus propios muertos, pero tú ve y proclama el reino de Dios’, le replicó Jesús.

Otro afirmó: ‘Te seguiré, Señor; pero primero déjame despedirme de mi familia’. Jesús le respondió: ‘Nadie que mire atrás después de poner la mano en el arado es apto para el reino de Dios’” (Lc. 9:57-62).

Vemos a tres individuos diferentes que están cara a cara con Jesucristo y sienten la compulsión interior de seguirle. Sin embargo, permitieron que otra cosa se interpusiera entre sus almas y la dedicación completa a él.

Don Prisas

Al primer hombre podríamos llamarle don Prisas. Se presenta voluntario con gran entusiasmo para seguir al Señor adonde sea. “Te seguiré a dondequiera que vayas”. Ningún precio sería demasiado alto; ningún camino demasiado arduo.

Jesús le dijo: “Las zorras tienen madrigueras y las aves tienen nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde recostar la cabeza”. Es como si Jesús estuviera diciendo: “Ese hombre afirmaba que me seguiría a todas partes, pero, ¿estaba dispuesto a sacrificar las comodidades materiales de la vida? Las zorras viven más cómodamente que yo. Los pájaros tienen un nido que pueden considerar propio”. ¿Estaba aquel hombre dispuesto a sacrificar la seguridad y las comodidades de un hogar para seguir a Jesús?

Según parece, ¡los bienes materiales eran más importantes para él que su dedicación a Cristo!

Don Pausado

Al segundo hombre podemos llamarle don Pausado.

No es que mostrase un desinterés absoluto por el Señor o se negara a seguirle. Es que había algo que quería hacer antes. Puso sus propias exigencias por encima de las de Cristo.

Fíjate en su respuesta: “Primero déjame ir a enterrar a mi padre”. Un hijo debe honrar a sus padres y, si un progenitor ha muerto, sin duda que es correcto que el hijo le proporcione un sepelio digno.

Parece ser que aquel hombre no se dio cuenta de que después de escuchar el llamamiento de Jesús no debería haber pronunciado las palabras “Señor, primero…”. Si Cristo es Señor, debe ocupar el primer lugar. La tarea primordial de su vida debía ser propagar la misión de Cristo en la tierra.

Según parece, ese era un precio demasiado alto para don Pausado.

Si don Prisas ejemplificaba las comodidades materiales como un obstáculo para el discipulado, don Pausado nos puede hablar de un empleo o de una ocupación que toman precedencia sobre el motivo principal para la existencia de un cristiano. Sin duda que el empleo secular no tiene nada de malo. Dios quiere que trabajemos para cubrir nuestras necesidades y las de nuestra familia. Sin embargo, cuando llega el llamamiento debemos estar dispuestos a poner en primer lugar la misión de Cristo.

Don Facilón

Al tercer hombre podríamos llamarle don Facilón. Como el primero, se ofreció voluntario para seguir al Señor, pero al igual que el segundo también usó las palabras tabú: “Señor, primero…”. Le dijo: “Te seguiré, Señor, pero primero déjame que vaya a despedirme de mi familia”.