Kitabı oku: «Veneficus El Embaucador», sayfa 3

Yazı tipi:

Macetas de jaspe se alternaban con otras de pórfido, morteros con vegetales de diverso tipo, troceados y luego destilados con aquellas retortas curvas. Ramitas de anís, ramos de menta y berros, acedera e hisopo, al lado de una variedad de sales: gris de Bretagna, negra de Chipre y la sal gema azul de Persia. De aquellos elementos y de aquellas mezclas, el conde Alessandro obtenía pociones, placebos y pastillas capaces de lograr un beneficio según las circunstancias.

Cagliostro levantó la mirada hacia Mathis. Recorrió lenta y repetidamente la figura del conde.

El joven era atlético y de bello aspecto. Los espesos cabellos castaño claro estaban bien peinados, los ojos verdes y penetrantes completaban un rostro regular y angelical.

―La duquesa de Beaufortain os tiene en gran estima.

―Gracias a ella sean dadas ―respondió Mathis.

―¿Sois su amante? ―Cagliostro interrogó al joven no consiguiendo contener su curiosidad.

El conde, cogido por sorpresa, farfulló algunas palabras y el alquimista lo presionó.

―No es improbable. La duquesa es todavía deseable y provocadora, los placeres de la carne deben ser secundados.

Mathis estaba realmente avergonzado y Cagliostro lo intuyó.

―Vayamos al grano, vos serviréis a mis necesidades ―ordenó perentorio el mago ―en breve se nos unirá una espía del Estado Pontificio. Pio VI, por suerte, ha mandado a una mujer. Vuestra obligación será complacerla en todo. Complacedla, escuchadla, haced preguntas también y contádmelo todo.

Mathis inclinó la cabeza en señal de asenso:

―A vuestras órdenes.

―El Papa quiere respuestas a sus dudas y nosotros se las suministraremos, pero con mis condiciones. Esa mujer debe ser convertida a mi causa, de cualquier manera.

―Confiad en mí, monsieur, estaré a la altura de la misión que me estáis pidiendo ―afirmó categórico el joven sosteniendo la mirada de su interlocutor.

Los ojos de Cagliostro eran insondables, él estaba decidido, aquella expresión fría asombró a Mathis.

―Conde Armançon, vuestra presencia aquí es un privilegio. Mi atención es un beneficio, si sabéis interpretar mis deseos, obtendréis una ventaja impensable.

―Palabras sagradas, miradme ―exclamó el cardinal orgulloso de su puesto al lado del mago.

―Dicho esto, sois libre. Si, sin embargo, queréis permanecer aquí y observar mi obra, hacedlo.

Mathis se quedó en muda contemplación delante de una damajuana. Pero la curiosidad lo empujó a hacer una pregunta:

―¿Qué habéis preparado?

―Vino egipcio. Será servido en la cena en honor de la enviada del Papa.

―Es muy especiado ―exclamó Mathis al olerlo profundamente.

―El sabor de la canela y de la nuez moscada es dulce y exótico y mitiga el más picante de la cúrcuma zedoaria. El cardamomo y el jazmín completan este precioso néctar.

―Parece delicioso.

El cumplido del joven alegró al alquimista.

―Conquistaré a la papista.

―¿Por qué el Papa os ha mandado a una espía?

―¡Me teme!

―¿Os teme a vos o tiene miedo de vuestra influencia sobre los otros?

―Para él soy el demonio. El éxito de mis experimentos lo aterroriza. En el pasado mi nombre era susurrado, ahora ya muchos lo gritan. Muchos poderosos de Europa se enorgullecen de mi amistad.

―Sois codiciado.

―Así me parece.

Mathis se movía en el laboratorio pasando delante de distintas retortas humeantes. Los olores eran intensos, el aire estaba viciado.

Cagliostro sacó de una carpeta de cuero unos folios. Eran pedidos de clientes. El conde intentó echar un vistazo, a lo mejor entre tantos habría podido encontrar a algún personaje muy importante.

―Por lo que parece tenéis mucho trabajo.

―Son tantos los que vienen, éste, por ejemplo, es vuestro tío Nicolas Armançon.

―¿Ah, sí? ¿Qué os ha pedido? Si es lícito...

―Mis famosas gotas amarillas.

―¿Qué beneficio aportan?

―Preservan del contagio, es un antídoto.

―Tan sólo puedo imaginar el uso que pueda hacer de él ―replicó conmocionado Mathis que no soportaba muy bien al tío. ―Si me permitís… vuestra riqueza es debida también a estas innumerables peticiones, aparte de a la transmutación del oro.

―En parte es verdad, pero mi tesoro son mis valiosos libros.

Mathis miró a su alrededor y asintió.

―También Pío VI querría meter en ella sus manos. Algunos son piezas únicas, imposibles de encontrar. Algunos ya han intentado sustraérmelos.

―¿Cuál es el que más apreciáis?

―Me gustan todos, pero… ―mientras se movió buscando un texto particular Cagliostro retiró mucho polvo ―Este es el que busca Pío VI.

Mathis cogió de las manos de Cagliostro un libro de medianas dimensiones.

―¿Sceptical chymist de Robert Boyle?

―Sí, el detractor de Paracelso. Ojeadlo y admiraros.

El joven conde atendió a la orden. Comenzó con curiosidad a pasar las páginas del libro publicado en el 1661. Valioso pero apestoso.

Hacia la mitad descubrió un tesoro. El interior del libro guardaba diversas monedas de oro. Apiladas unas sobre otras, encajadas en cinco agujeros hechos en el interior de las páginas.

―Estos son algunos de los florines de oro del banquero de Dios, Giovanni XXII, que hace más de cuatrocientos años, ha condenado la alquimia y producido víctimas ilustres. Sustrayendo a ellos textos raros ha cedido a continuación él mismo a los poderes de esta magia. Con unos pocos hombres, en gran secreto, ha creado doscientas barras de oro de un quintal cada una, transformándolas a continuación en dieciocho millones de florines de oro. Hoy en día, para la Iglesia, este experimento de Giovanni XXII no es un orgullo. Pío VI sabe que conservo las pruebas de la avaricia del pontífice.

―Así que, ¿la papista que viene hacia aquí, lo está haciendo para entrar en posesión de este tesoro?

―No lo puedo excluir.

―Sois realmente una amenaza para la Iglesia.

Celosamente Cagliostro volvió a coger el libro. Lo volvió a cerrar y dijo a Mathis de manera despótica:

―Ya os he dicho demasiado ―hizo una breve pausa y continuó molesto ―por lo que respecta a las pociones y a las pastillas ordenadas por vuestra duquesa, estarán listas antes de que partáis.

―Perfecto ―asintió Mathis, continuando con una petición ―os quería preguntar si entre vuestros compuestos tenéis también alguno que sea irritante para la piel humana.

―Nada más fácil, os la pondré en la orden de la duquesa ―le aseguró Alessandro.

El joven noble insistió:

―Sinceramente, lo necesitaría esta noche.

A Mathis se la había ocurrido una bienvenida especial para el barón de Seguret que llegaría al castillo durante la noche.

―Puedo intuir vuestras intenciones pero no quiero saber más.

―¿Satisfaréis mi petición?

―Secundaré vuestro deseo de manera discreta. Pero, visto que estáis más interesado en las bromas que en la ciencia, preferiría que me dejarais a solas con Rohan, el trabajo nos tendrá ocupados toda la tarde ―la orden de Cagliostro era categórica.

Mathis hizo una reverencia a los dos hombres y mientras salía, con cuidado de no dejarse ver, se acercó de nuevo a los libros y con rapidez de ladrón cogió un volumen y desapareció.

Aquella noche a los huéspedes se les sirvió la cena en la habitación. El vizconde du Grépon se estaba recuperando de la encendida confrontación que había tenido con Cagliostro y Rohan. La condesa Seraphina tenía una fuerte migraña y la marquesa de Morvan debía escribir unas cuantas cartas.

Mathis se echó sobre la cama y cogió el volumen sustraído en la cueva del alquimista hojeándolo con curiosidad. Inscrutabile Divinae era el titulo impreso sobre el pequeño libro. Al abrirlo pegó un bote, era la encíclica del Papa Pio VI del 25 de diciembre de 1775 contra la nueva filosofía de la Ilustración.

Las páginas estaban llevas de apuntes injuriosos, de viñetas satíricas y de comentarios ultrajantes contra el pontífice. El joven conde tenía entre las manos la prueba que la marquesa de Morvan le había pedido que le suministrase, aquella contra Cagliostro que le permitía difamarlo de manera irreparable.

Con la mirada perdida en el vacío, soñaba. Llamaron a la puerta. Olga, la camarera, entró, ayudada por Andràs, con la rica cena. Mathis escondió el librito debajo de la almohada y dio las gracias por el servicio prestado. El fiel matón al salir le dio la ampolla con la sustancia urticante que había ordenado.

Más tarde, con la preciosa botellita en el bolsillo, fue hasta la habitación destinada al barón de Seguret y, después de haber esparcido los polvos sobre las sábanas, volvió a su habitación para escribir su habitual carta.

Mi sublime Señora:

Hoy la jornada ha transcurrido placenteramente.

El Gran Limosnero ha organizado un concierto al aire libre. El conde Cagliostro nos ha dignado con su visita y el viejo león Ignace-Sèverin ha rugido como nunca lo había hecho. Su gran carácter ha sabido mantener a raya al alquimista y al prelado, que lo ha defendido.

Os agradará saber que he ido a las habitaciones secretas del famoso alquimista donde trabaja sin descanso. El señor del laboratorio, con la asistencia de Rohan, me ha asegurado que vuestro encargo está a punto de ser fabricado. Espero que su trabajo os produzca el resultado que esperáis.

He visto de cerca el atanor de Cagliostro. Este horno perpetuo calienta la materia transformando las impurezas. El cardenal, además, me ha hecho ver de cerca un anillo de platino con un fabuloso diamante y me ha susurrado que se trata del anillo de Voltaire.

Ahora dejo que el sueño me envuelva y me despierte mañana con más fuerzas para gozar de esta generosa hospitalidad.

Vuestro Mathis

Capítulo 3

El barón Faust Seguret llegó al castillo a las cuatro de la mañana. A causa del mal tiempo y abatido por el irregular recorrido, en cuanto llegó a la mansión del cardenal se fue a sus habitaciones. Después de liberarse de su indumentaria, se acostó inconsciente del polvillo introducido por el conde.

El sueño no tardó en venir pero le resultó complicado reposar. Un molesto picor lo despertó bastantes veces. Una hora después de haberse acostado, irritado por la constante incomodidad, pidió el cambio de sábanas. Pensando en chinches y pulgas quería aceite de lavanda para esparcir sobre la cama para alejar a los insectos. Ordenó a su personal doméstico y a la camarera del castillo que le aliviasen sus penas con cataplasmas de desinfectante y una crema a base de eucalipto. Esta última operación dio algún alivio al pobre barón que, cansado y exhausto, cayó en un sueño muy profundo y permitió a los huéspedes de las habitaciones adyacentes dormir a su vez. Uno de estos era el conde de Armançon, desde cuya habitación se escuchaban las imprecaciones del barón durante la noche y se divertía riendo debajo de las mantas.

En cuanto se despertó, el dueño de la casa fue informado de que monsieur Faust había llegado al castillo y que estaba reposando después del desagradable inconveniente que le había sucedido.

El cardenal, sólo en aquel momento, intuyó el uso del polvo pedido por Mathis a Cagliostro y movió la cabeza de manera cómplice.

Las camareras, respetando completamente la tranquilidad de los huéspedes, se pusieron a trabajar por los pasillos y las habitaciones, agitadas y frenéticas en sus labores.

En la primera comida de la jornada sólo participaron la marquesa de Morvan y el vizconde haciéndose mutua compañía. Después del desayuno la marquesa Sylvie decidió dedicarse a la lectura. El vizconde fue con ella a la biblioteca y comenzó a inspeccionar con la mirada los distintos volúmenes mientras con lentitud movía las mejillas, una manía debido a su pasatiempo preferido: chupar pastillas de menta o de anís.

Las primeras horas del día estaban a punto de concluir cuando el conde Armançon, descansado y vestido a la moda, decidió bajar para estar con los otros huéspedes. Las salas estaban silenciosas y vacías. Salió y se dirigió hacia el parque pero no escuchó voces familiares. El sol del nuevo día alegraba a Mathis.

Poco antes de la hora de comer, cuando los huéspedes se volvieron a reunir, la llegada de una carroza llamó su atención. Era una carroza fabricada para los largos viajes de un país a otro, concebida para los viajeros que necesitaban atravesar Europa. El habitáculo estaba amortiguado y bien acolchado y esto resultaba de un gran confort para los viajeros menos jóvenes. Tres pares de caballos conformaban el tiro. La carroza estaba adornada con emblemas italianos.

Al acercarse a la entrada del castillo las puertas del imponete edificio se abrieron de par en par y el Gran Limosnero, con un grupo de camareras y mozos de cuera, salió para recibir a los huéspedes que llegaban.

El prelado permaneció en lo alto de la pequeña escalinata y esperó en su mejor ropa eclesiástica. Aquella bienvenida llamó la atención de los nobles que se acercaron con curiosidad por los recién llegados.

Los dos caballeros que escoltaban el vehículo descendieron de los caballos y el gentilhombre más adulto dejó las riendas de su caballo al que era más joven para que lo cuidase. Poniéndose delante de la carroza bajó el peldaño y abrió la puerta de la cual, en primer lugar, apareció una mano enguantada. Sobre el estribo se apoyaron primero unos zapatos extremadamente elegantes, luego la dama descendió con su traje de viaje. La mujer era físicamente robusta y de mediana edad, armoniosamente severa y de marcados rasgos italianos. Miró a su alrededor e hizo una señal con la cabeza en dirección a los nobles reunidos. A la aristócrata italiana le complació la calurosa bienvenida que el cardenal le estaba haciendo y después de subir los pocos escalones que los separaban lo homenajeó con una reverencia respetuosa mientras besaba el anillo pastoral.

La reverencia formaba parte del ceremonial y esto no asombró a nadie, sorprendió, en cambio, la apasionada invitación del dueño de la casa para que dispusiese de él como la señora quisiese y requerir sus servicios.

En segundo plano, de la misma carroza, descendió otra joven mujer, con largas piernas y un seno prominente que llamó la atención del conde y del vizconde extasiados.

Desde el gorrito elegante y brillante unos copiosos rizados y castaños cabellos caían sobre los hombros. El vestido ligero se componía de unas enaguas de raso y un corpiño adherente que ponía en valor sus formas y con ello se demostraba su intención provocadora.

El cochero y los otros hombres bajaron los baúles y las maletas de las damas y los transportaron a las habitaciones destinadas a las recién llegadas.

Llegada la hora de la comida, a la mesa se sentaron la marquesa, el vizconde, el conde Mathis y la señora Cagliostro. Justo después, el Gran Limosnero se les unió, realmente entusiasmado por sus nuevos huéspedes, se puso a la cabecera de la mesa y dio inicio a la comida.

―Cardenal, ¿querríais revelarnos el nombre de las nuevas huéspedes? ―preguntó el vizconde como portador del resto.

―Queridísimos amigos, durante la velada, cuando se hayan recuperado del viaje, las damas se unirán a nosotros y entonces me complacerá hacer las presentaciones.

El dueño de la casa había hecho preparar la mejor estancia para la gran dama y una más que digna para su acompañante, ambas con mantas y sábanas del ajuar principesco del prelado. Dos camareras estaban a su completa disposición. En el saloncito privado de las señoras, las gentiles huéspedes habían sido acogidas por un intenso aroma de flores. Un valioso jarrón de pórfido que contenía una cantidad inverosímil de azucenas blancas se exhibían sobre una mesa. La marquesa italiana, placenteramente asombrada, intuyó la astucia del cardenal que le quería hacer entender que era tan puro como las flores. Rohan había hecho disponer para ellas un suntuoso buffet, con licores y bebidas y una variedad infinita de dulces.

Incluso la comida de los convidados fue rica, acompañado de abundante vino añejo.

Todavía soñoliento y con algo de picor, el barón Seguret se unió a la mesa. Cuando entró el cardenal le dirigió la palabra:

―¡Por fin, barón!

El noble se acercó a él e hizo la reverencia habitual.

―Mi muy amable cardenal, os doy las gracias por vuestra invitación, siempre atento y considerado.

Ante aquellas palabras el cardenal asintió sonriente. El noble Armançon levantó los ojos al cielo considerando al barón demasiado servicial.

Faust homenajeó a las gentiles damas y saludó a su amigo el vizconde de manera fraternal.

―Sentaos al lado de la consorte del conde Cagliostro ―ordenó el dueño de la casa.

Emocionado, el barón honró a Seraphina:

―Sois un verdadero encanto, madame. Vuestros ojos refulgen como diamantes.

La condesa retiró la mano apenas besada por Faust, bajando los ojos conmovida.

Pero los elogios no habían acabado:

―Vuestra mesa es la excelencia, un triunfo del arte culinario, semejante a la mesa del rey. Sois un ejemplo de elegancia, cardenal.

Mathis se llevó una mano a la frente en un gesto de impaciencia. Se contuvo aunque anhelaba decir una de las suyas al adulador que se sentaba enfrente de él.

La comida se desarrolló con tranquilidad con deliciosos manjares que merecieron el consenso de todos y una variedad de dulces que satisficieron el paladar de los nobles.

Al final de la comida, los allí presentes se fueron a otra sala para recuperarse del fastuoso banquete. Sentados en un canapé y distintos asientos, los huéspedes volvieron a hablar. El cardenal el primero:

―Barón, dado la hora tardía en que habéis llegado esta mañana al castillo deduzco que vuestro viaje no ha sido de los mejores.

―Pensadlo bien, Eminencia. Un clima asqueroso pero, por otra parte, si no se procede a poner remedio a la carreteras en mal estado, en caso de lluvia se reducen a sendas fangosas y las ruedas de la carroza se hunden hasta los ejes.

Seraphina se mostró interesada y se metió en la conversación:

―Así que, ¿os habéis atascado?

―Me he arriesgado a que se rompiese un eje pero con tal de llegar hasta Su Excelencia he hecho todo lo que estaba en mi mano.

Ante las continuas sutilezas por parte del barón hacia el dueño de la casa Mathis rompió a reír.

―Conde Armançon, ¿qué os hace reír? ―preguntó con curiosidad el barón.

―Vos y vuestra lengua empalagosa ―respondió secamente Mathis.

―Decidnos barón, ¿cómo van vuestros asuntos con el sur de Francia? ―intervino la marquesa de Morvan para evitar una discusión entre ellos dos.

Seguret respondió como un hombre experto y con madurada experiencia refirió los últimos acontecimientos con los mercaderes de otros países que estaban intentando especular en territorio francés.

Durante el discurso, el barón, de vez en cuando, se frotaba la nuca y parte de la espalda, provocando la curiosidad de los otros nobles y suscitando su interés. El más audaz para hacer la osada pregunta fue el vizconde du Grépon:

―Vuestro extraño rascaros está en la cima de algunos chismorreos. Decidnos, ¿qué os ocurre?

―Señores, pido excusa por mi anómalo comportamiento pero, por desgracia, algo me provoca picor ―antes de continuar Faust atravesó con una mirada de arrogancia a Mathis. ―Mi sirviente y vuestra camarera, cardenal, me han ayudado a calmar este sarpullido repentino. Mi vestimenta ha sido lavada, las sábanas cambiadas y mi cuerpo desinfectado, pero todavía no me encuentro bien.

―Os aseguro, barón, que mi mansión está extremadamente limpia, no entiendo qué pueda haber causado esta molestia ―contestó el cardenal.

―No quería decir que la habitación que me habéis dado estuviese sucia, Eminencia. Perdonadme si os he hecho entender esto.

La marquesa insistió sarcástica:

―¿No habéis descubierto la naturaleza de esta irritación cutánea?

―¿Pensáis en algo premeditado? ―sugirió la condesa Seraphina.

―Sí, y para responder a esta afrenta estará mi acero.

―No exageréis, no suceden estas cosas en mi casa ―gritó con fuerza el prelado que, inmediatamente, desvió la discusión por otros derroteros. ―Hablemos de otra cosa. ¿Sabéis que el conde Cagliostro está aquí, en el castillo?

―¡Lo imaginaba! Estoy deseando conocerlo.

―Esperemos que le pida una poción para la inteligencia ―fue la broma que Mathis susurraba de manera confidencial a madame de Morvan.

―Conde, siento curiosidad por saber qué maldades habéis susurrado a la marquesa.

―Se habla de tantos prodigios hechos por Cagliostro, a lo mejor vos podéis ser el próximo.

―¿De qué manera, si me es lícito preguntarlo?

―Dándoos lo que la madre naturaleza os ha privado desde el nacimiento: la inteligencia.

―Conteneos ―fue la advertencia del dueño de la casa.

―Gracias, cardenal, pero ved, el conde me teme y es por esto que me ataca.

―Iluso ―contestó Mathis con tono despreciativo.

―¡Basta! ―Rohan se impuso ―Parecéis dos gallos en una pelea clandestina. Esto no es una arena.

―Excusad Eminencia ―Faust se tranquilizó, Mathis, en cambio, con una extrema indiferencia por Rohan, no prestó más atención que a su pantalón desempolvando con una mano la tela.

―Bien, amigos os comunico que la cena esta noche será servida en honor de la nueva huésped y de su dama de compañía. La noble dama está enfrentándose a un largo viaje por Europa, parándose en los reinos e imperios en cuanto representante del Estado Pontificio.

El cardenal se levantó de su asiento e invitó al vizconde du Grépon y a la marquesa de Morvan a seguirlo para hablar aparte:

―Estoy orgulloso por esta visita. Os pido, por lo tanto, evitar chismorreos y comportamientos hostiles con respecto a Cagliostro. Sobre todo de vos, Ignace.

―Excelencia, no me veáis como una amenaza. Cagliostro es vuestro problema.

―En nombre de nuestra vieja amistad os pido que me concedáis esta petición.

―Continuando de esta manera, la estáis arruinando.

―Haced como os he dicho o sufriréis mi ira y las consecuencias serán terribles.

La amenaza del cardenal asombro a Sylvie y a Ignaze dejándoles con la boca abierta.

Rohan, de mal humor, se despidió de los amigos, salió de la sala y se dirigió a las cocinas.

Todos los huéspedes estaban en el saloncito. La marquesa de Morvan compartía el pequeño sofá con un farfullador vizconde todavía amargado. La condesa Seraphina se regodeaba con los halagos del barón Seguret que continuaba en su trabajo de adulador. Mathis estaba solo en su asiento.

La camarera Olga entró en la sala pidiendo excusa a los allí presentes. Entregó a Mathis una carta de la duquesa que acababa de traer un servidor de su amada señora. El joven conde se levantó y fue hasta un ventanal para poderla leer un poco apartado.

Mi apasionado Mathis:

He leído con alegría vuestras cartas y me hubiera gustado estar ahí con todos vosotros, disfrutando de la buena compañía. Sed honesto ante las tentaciones, empeñaos solo con mis órdenes.

Aquí, en Versalles, finalmente ha llegado el emperador. Los dos hermanos, Giuseppe II y Maria Antonietta, se abrazaron durante mucho tiempo a expensas de la etiqueta deleitándonos con una escena familiar casi de comedia. El emperador es muy hablador y es poco diplomático poniendo siempre en evidencia a su hermana.

Se habla de una indiscreción, el emperador ha abogado por el compromiso matrimonial entre el principito Francesco I de Borbone, hijo del rey Ferdinando IV de Napoli, con nuestra princesita Maria Teresa Carlotta. A la propuesta del hermano, Maria Antonietta ha tenido sus dudas. Su Majestad ha puesto en conocimiento de Giuseppe II las fuertes presiones que se ha visto obligada a sufrir su hermana, Maria Carolina, reina de Napoli, por parte de la Corte de Madrid. Desacuerdos y ultrajes que deberían evitar a la hija. Con gran secreto madame Campan me ha revelado el epílogo y parece ser que el emperador se lo ha tomado a mal.

No os olvidéis de los remedios preparados para mí por Cagliostro, depende de vuestra diligencia, es una ocasión única.

Vuestra Flavienne.

―¡Buenas noches, Mathis! ―exclamó la marquesa de Morvan con curiosidad.

El joven conde volvió a poner la carta en el bolsillo de la casaca y se acercó a los otros nobles:

―Me ha escrito la duquesa de Beaufortain. Siente no estar aquí con nosotros para gozar de la óptima compañía de amigos como vosotros, madame y vizconde.

―¿Y de la mía? ―se entrometió el barón Seguret.

―No, de vos prescinde con mucho gusto. Por otra parte, si pudiésemos, incluso lo haríamos nosotros.

Mathis fue fulminado por la mirada del barón que no consiguió replicar ya que el joven conde se le adelantó:

―Aquí todos lo pensamos pero nadie lo dice.

―Me dais pena. Sois un mísero nobilucho.

―Imagino que os referís a vos ―contestó Mathis sarcástico ―sois objetivo, por tanto ―concluyó el joven.

―Sois lo que demostráis ser ―respondió Faust.

―Mi modo de hacer y de actuar no alcanza el vuestro.

―Ahora, decidme, dejad a un lado vuestra opinión sobre mi forma de ser ―el barón aprovechó la ocasión para provocar al joven conde. A Faust no le gustaba Mathis, no lo consideraba un aristócrata apropiado para aquel salón y para Flavienne, su pariente.

―La extensión de vuestro linaje os lleva a ser condescendiente y corrosivo, no representáis el valor de vuestro rango. Viene primero vuestro título que vuestro intelecto.

―No me pichéis demasiado, arrogante jovenzuelo, sabéis demasiado bien cuánto me complacería abofetearos.

―No os debería dar tanta pena mi arrogancia y molestaros en lamentaros por mi conducta.

―Me parece ―continuó el barón con desprecio ―que vos sois un libertino irrecuperable. Compadezco a las pobres víctimas y no comprendo qué hayan podido ver en vos tan interesante. Deberíais ser arrestado y deberían tirar la llave. ¿Vuestro crimen? Que os consideráis un aristócrata.

Faust acabó esta frase con una sonrisa burlona, volviéndose también a las damas presentes buscando su consentimiento. Pero no tuvo ni tiempo para terminar el oprobio que el conde replicó.

―Preguntádselo a las mujeres que os he sustraído fácilmente, al parecer los calibres cuentan.

El señor du Grépon, que aún no había dicho una palabra, con una enorme vocalización comentó:

―¡Ohhhhhhhh! Diría que ha sido un buen golpe bajo.

Monsieur Seguret espetó con desagrado levantándose del asiento:

―¡Vos! ¿Cómo osáis? No sois más que un arrogante donjuán, un mantenido que roba a las infelices mujeres que creen en vuestras asquerosas mentiras.

La marquesa, al oír esas palabras, se levantó de repente y se colocó entre los dos contendientes con la intención de parar aquella comedia:

―¡Basta! Deberíais avergonzaros. ¿Dónde está el decoro aristocrático?

Aquel sonido agudo resonó por la sala y más allá. Obtenida su atención el tono de su voz volvió a su volumen tranquilo y continuó hablando de manera remilgada:

―Señores, os recuerdo que sois gentilhombres y estáis de huéspedes en una casa respetable. Si hacéis que os echen del castillo sería desastroso para los dos. En otros salones y en Versalles no esperan otra cosa que ocurra un escándalo para desacreditaros. Volved en vos. Me parecéis más unas mujerzuelas de poca monta que hombres nobles. Vos, barón, debido a vuestro alto linaje deberíais estar por encima de cualquier provocación. A un hombre joven le deberíais dar lecciones de etiqueta. Y vos, conde, no deberíais hacer públicos los motivos de vuestras conquistas.

Ante aquellas palabras los dos hombres se quedaron callados. A continuación, sin mostrar la necesidad de excusarse, salieron de la habitación, por separado, quien por un lado y quien por el opuesto.

La condesa Seraphina le restó importancia al asunto:

―¡¡Hombres!!

El cardenal, mientras tanto, había ido a las cocinas donde los fuegos estaban todos ocupados: las mujeres y los pinches estaban muy atareados y los cocineros, bien coordinados, atentos a la elaboración de platos sofisticados. Para el Gran Limosnero la cena en honor de sus huéspedes necesitaba de un sumo cuidado. El prelado, extasiado por los aromas que inhalaba en la cocina, comenzó a olisquear y a levantar tapas y a girar gruesos cucharones de madera. Su olfato estaba ansioso tanto como su curiosidad, los olores que salían de las cacerolas eran placenteros y abrían el apetito. Su Eminencia observó con atención los ingredientes que estaban sobre las mesas de trabajo: mazos de pimientos, pan de jengibre, granos de pimienta esparcidos por todas partes y tomates rojos. Abriendo un gran contenedor miró el rico contenido. Cogió un cucharón y saboreó con avidez la exquisitez. En menos de tres segundos el rostro de Rohan se iluminó, las redondas mejillas se hicieron todavía más redondas y a pesar de las reverencias de los ayudantes de cocina, continuó con la degustación.

Marmitas de cobre, sartenes de distintas dimensiones, ollas y cazuelas desbordaban con manjares exquisitos, mil sabores y mi recetas llevadas a buen término.

El carnicero estaba ocupado en escoger la carne, en seccionarla para luego cocerla a la brasa, el cardenal probó con el dedo incluso la ternura de los pollos y dio su aprobación. La inspección del dueño de la casa prosiguió en las despensas rebosantes de productos de calidad: en la primera estaban guardadas las harinas de todo tipo, contenedores llenos de leche, quesos curados y frescos, mantequilla de Vanues, tarros de miel, macetas de semillas de anís y cajas de canela en polvo. En la otra, en cambio: huevos de varios tamaños, tocino y grasa de cerdo, jamones y embutidos colgados de las vigas, cestas de verdura y fruta.

El apreciable olor acre del humo sobrevolaba en una zona de la gran cocina donde los rojizos brazos, bien dispuestos en el horno, estaban cociendo un aromático pan. Un hombretón, con poca vestimenta y brillante de sudor, se las apañaba de manera fantástica en aquel arte.

Algunas muchachas estaban sentadas cerca de cestas rebosantes de verduras, empeñadas en limpiar las hortalizas con las mangas de a camisa remangadas hasta los codos. Con velocidad cortaban y hablaban amistosamente. Barreños llenos de fruta perfumada y de todos los colores esperaban su turno. En la cocina hacía mucho calor, en la chimenea la madera crepitaba, produciendo una coloración hipnotizadora.

₺156,91

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Litres'teki yayın tarihi:
17 aralık 2020
Hacim:
270 s.
ISBN:
9788835411451
Telif hakkı:
Tektime S.r.l.s.
İndirme biçimi:
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок