Kitabı oku: «El último elefante»

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A Paz por los perros (y todo lo demás).

Título original: L’ultimo elefante

© 2016 Giunti Editore S.p.A., Firenze-Milano

www.giunti.it

Autor: Pino Pace

Ilustración de cubierta: Giorgio Baroni

Traducción: Carmen Ternero Lorenzo

© 2021 Ediciones del Laberinto, S.L., para la edición mundial en castellano

www.edicioneslaberinto.es

ISBN: 978-84-1330-913-2

IBIC: YFT / BISAC: JUV016020

Impreso en España

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Contenido

cover

Créditos

Título

LLAMADME MES

OLOR A ASADO

37 ELEFANTES

SILENO DE CALEACTE

EL MOMENTO PROPICIO

¡EN MARCHA!

BLANCO COMO EL INFIERNO

UN OBSTÁCULO INSUPERABLE

A ORILLAS DEL ERÍDANO

PERDER EL SENTIDO

ANÍBAL

EL LEÓN, EL ÁGUILA Y LA LOBA

LARGOS DÍAS DE ABURRIMIENTO Y unOS INSTANTES DE TERROR

LO INESPERADO LLEGA

¿QUÉ HAY MÁS ALLÁ DEL MAR?

MI GUERRA

DONDE MANDAN LOS DEMONIOS

EL ÚLTIMO ELEFANTE

Pino Pace

Capítulo 1

LLAMADME MES

Llamadme Mes, aunque mi nombre es Mesilea.

En la aldea son pocos los que me llaman Mes, y Mesilea nadie menos mi madre, Sylia. Algunos me llaman Liebre porque corro muy rápido. Yo prefiero Mes porque es corto. Las cosas largas se parecen a la serpiente, y a mí la serpiente no me gusta. La liebre tampoco me gusta, a no ser que sea asada, porque la liebre es cobarde y yo no. Tengo 12 inviernos, o tal vez 13, mi madre no se acuerda, y guardo a las ovejas. No me gusta mucho guardar a las ovejas, pero hay trabajos peores, y a mí me gustan los animales. Lo que más me gusta es Blez, mi perro, que es blanco, tiene el pelo largo y cuando me pone las patas en los hombros es más alto que yo.

Aunque haya nacido hace pocos inviernos, sé muchas cosas del mundo. Por ejemplo, sé que cuando tienes ovejas, lo mejor es tener un perro blanco porque de noche se parece a las ovejas, mientras que los lobos son oscuros, y cuando los lobos atacan, sabes donde dar bastonazos. El blanco vive y el negro muere. O eso espero.

También sé que si quieres que algo suceda, tienes que repetirlo diez y diez y diez veces, y entonces sucede. Yo lo he hecho muchas veces. El invierno pasado se me perdió un cordero y empecé a decir: «Vuelve cordero, vuelve cordero, vuelve cordero…», y al poco tiempo lo encontré. La primavera pasada dije muchas veces: «Esta noche papá vuelve de la cacería, esta noche papá vuelve de la cacería, esta noche papá vuelve de la cacería…», y aquella noche noté cómo mi padre me daba un beso en la frente. A veces no pasa, es verdad, pero solo a veces.

Desde esta primavera saco a las ovejas a pastar yo solo. Me quedo uno o dos días en los pastos. No me da miedo quedarme a dormir solo por la noche si hay luna, tengo el bastón y Blez está conmigo. Él se da cuenta de todo antes que nadie.

Por la noche miro la luna. Da mucha luz, pero no es como el sol, parece la luz de muchas lámparas de aceite, tantas como hojas tienen los árboles. A veces me pregunto si la luna también verá lo que veo yo: las rocas, los rebaños, los arroyos, los árboles, la hierba, la nieve en invierno y las flores en verano.

Si tuviera alas volaría para ver la luna de cerca, y las estrellas, y tal vez el sol.

La luna siempre ha estado ahí, como siempre han estado el sol, las montañas y el bosque. Me lo ha dicho mi abuelo. Su abuelo también vio la luna. Está bien que la luna esté alta y brille en el cielo de la noche, porque así se ven mejor los lobos, aunque este verano no se han visto muchos, y eso está bien.

Después de dos noches fuera, ya es hora de volver a la aldea. Me estará esperando mi madre, Sylia, porque mi padre, Tanet, salió a cazar con casi todos los hombres.

Me encanta cuando mi padre vuelve de las cacerías porque siempre me trae algo, además de la caza. Una vez me trajo un cristal transparente que, cuando lo pones al sol, te enseña el arcoíris, y otra vez me trajo un fruto lleno de semillas rojas, dulces y ligeramente ásperas. Estaba buenísimo, todavía me acuerdo.

La primavera que viene yo también saldré a cazar con mi padre y mis primos. Ya soy lo bastante mayor.

—Venga, Blez. Nos vamos a casa.

El perro no habla, pero Blez me entiende siempre. Esta vez también. Corre hasta el fondo del prado y ladra, el rebaño se mueve lentamente, silbo y le doy con el bastón al carnero que tengo más cerca mientras Blez corretea por todos lados ladrando. Al cabo de un rato ya están todas las ovejas en el sendero. Si todo va bien, esta noche estaremos en casa. Pero se ha levantado un viento fresco que ya huele a invierno, es como antes de una tormenta, aunque en esta época el dios de las tormentas duerme, lo sabe todo el mundo, y el cielo está límpido.

De todas formas, noto algo distinto en el aire, no sé cómo explicarlo…

El águila ratonera traza grandes círculos entre las nubes blancas y el azul del cielo.

—No es buena señal —diría mi madre, y yo también lo digo en voz alta.

Yo no me creo mucho ese tipo de cosas que dice Sylia. El águila vuela por el cielo todos los días y va a cazar para vivir y dar de comer a sus polluelos. Esa es la verdad, aunque… Yo sé muchas cosas, pero hay otras que no llego a entender. Y eso también lo sé.

Cuando llego al arroyo me paro para beber y descansar un poco. Tanet, mi padre, me ha enseñado a interpretar las señales de la naturaleza para cuando tenga que salir a cazar con él. Lo estoy deseando.

«Si quieres seguir vivo, tienes que aprender a ver», me dijo.

«Pero si yo veo…».

Tanet me dio una colleja, aunque ligera.

«Tú crees que ves, pero tienes que aprender a ver también los detalles más pequeños, escuchar, estar presente, ¿ves como ni siquiera eres capaz de entender algo tan sencillo?».

Y, sin embargo, lo entiendo.

Retomamos nuestro camino y cuando el sol está a punto de rozar el horizonte, llego al Árbol Quemado y empiezo a pensar que Tanet y Sylia tienen razón. No hay ni un centinela; ni los hermanos Roshi ni el viejo Susil. No es buena señal. En el Árbol Quemado siempre hay alguien de guardia, porque es el camino que lleva a la aldea.

—Aprende a ver —me repito a mí mismo, y es como si estuviera oyendo la voz de mi padre.

Me agacho sobre el polvo del camino, veo huellas de cascos y, un poco más allá, estiércol. Tiene que ser estiércol de caballo. Por aquí han pasado caballos y caballeros, muchos, en el aire aún se respira el olor del sudor de los caballos. Es sutil, pero se nota. Puede que haya habido una lucha. Miro entre los arbustos, hay ramas rotas y piedras arrancadas de la tierra. En una piedra hay manchas de sangre, es oscura, casi negra...

—¡Vamos, Blez! —lo llamo y echa a correr.

Dejo al rebaño y sigo andando, pero no por el sendero. Voy por el bosque, sin hacer ruido. Espero que mientras tanto no se pierdan muchos corderos.

Cuanto más avanzo, más seguro estoy de que ha pasado algo malo. Ando todavía más despacio, el corazón me late con fuerza. Un poco más allá se termina el bosque y se abre el claro de la aldea. Dos vacas flacas rumian a la luz rosada del atardecer. Las finas columnas de humo de las hogueras, los tejados de paja, el barro de las chozas. Todo parece normal, si no fuera porque los perros ladran histéricos. Blez aúlla.

—¡Shh!

Salimos a pleno sol, camino agazapado, escondido entre los arbustos. Y entonces los veo.

Son hombres de piel oscura, llevan corazas ligeras de cuello reluciente y rojizo; hablan una lengua de sonidos secos, creo que nunca la había oído antes. No son celtas, o eso creo, porque los vi una vez, pero a estos no los he visto nunca.

Se están llevando a unas mujeres, cuatro o cinco, atadas a una cuerda larga. Mi madre no está, creo; no, creo que no. En el suelo se entrevé la forma de unos cuerpos tirados en el suelo, heridos o tal vez muertos. No los distingo. Tienen que ser los que han intentado defender la aldea, aunque solo podían ser viejos o niños.

—Vamos, Blez —susurro y se me quiebra la voz.

Ni mi perro ni yo podemos hacer nada, aparte de intentar que no nos capturen a nosotros también. O que nos maten. No hay tiempo para llorar ni para pensar en qué habrá sido de Sylia, de mis primos, de mis amigos, del viejo Susil. Tengo que huir lejos de aquí, lo más lejos de aquí…

De pronto oigo un caballo al galope. Me doy la vuelta, un caballero con armadura de cuero que monta un caballo de manchas negras corre hacia mí. Lleva un escudo redondo, la espada envainada y una lanza en la mano.

—¡Corre, Blez, corre! —grito, el bosque está cerca, el caballo es rápido pero puedo conseguir escapar.

Cuando estoy a pocos pasos de los árboles, el caballero me alcanza. Levanta la lanza, me caigo, corro a cuatro patas, me acuerdo del jabalí cuando intenta escapar y sabe que el cazador no tendrá piedad. El caballo se empina y relincha, Blez ladra furioso, el caballero se ríe.

Salto sobre un par de arbustos, me araño la cara y los brazos. A tres pasos de mí hay dos árboles, podría pasar por ahí y meterme en el bosque. Un golpe y todos los rayos de la tormenta se desencadenan dentro de mi cabeza, o eso me parece. Y sin más, el mundo se apaga.

Capítulo 2

OLOR A ASADO

Lo primero que noto es olor a asado.

No abro los ojos, tengo miedo. Me duele la cabeza, me la toco con cuidado, tengo un chichón en la coronilla que parece la salida de un hormiguero y late con la fuerza del corazón de un cordero cuando sabe que ha llegado su hora.

Yo sé muchas cosas para tener solo 13 primaveras, sé distinguir un asado de borrego de uno de liebre o uno de marmota.

«Están asando mis ovejas», pienso.

Estoy tumbado sobre una piel de gamo o de ciervo, no sé. Apesta. Oigo hablar una lengua que no he oído nunca, luego otra un poco distinta. A lo mejor sigo durmiendo y estoy soñando. En cuanto abra los ojos sabré si todavía estoy soñando. Y si el olor a asado es el de mis ovejas. Antes o después tendré que abrirlos. Los abro. No estoy soñando.

Estoy en un campamento. Las tiendas están hechas con pieles de animales colocadas alrededor de largas ramas entrecruzadas. Es inmenso, ocupa todo el valle, desde el bosque hasta el río, no se ve el final.

Unos hombres de piel oscura, vestidos con chalecos de cuero y telas de colores que nunca había visto, van y vienen, y hay quienes remueven un palo de madera en ollas de cobre puestas al fuego, huele a cebolla y carne hervida. Otros tiran de unos caballos pequeños y nerviosos; no hay niños, no hay mujeres. Todos parecen guerreros, son robustos, musculosos, con los rostros endurecidos de los que no temen a nada. Algunos se están entrenando con las armas: prueban golpes de espada y de lanza, o los paran con sus escudos, gritan y se ríen, se colocan las armas —espadas y puñales— en el cinto o en la espalda. Hay quienes llevan armaduras de bronce y otros tienen chalecos de cuero más finos. Hasta hay algunos que se entrenan para luchar con las manos. Dentro de una tienda hay hombres durmiendo. Nadie repara en mí, una buena señal, por fin. Blez no está, puede que el caballero lo haya matado, o a lo mejor se ha escapado.

Me siento. Reconozco a mis ovejas en un recinto que está un poco más allá.

Mientras me enderezo con cierta dificultad, llega un hombre. Tiene la cara y las manos sucias y cojea un poco. Empieza a gritarme cosas incomprensibles. Me agarra por la oreja con las manos mugrientas y me arrastra con los animales. Con gestos me da a entender que tengo que ordeñar. Para que lo entienda mejor me suelta un manotazo en la oreja, que me empieza a pitar… A los prepotentes no los soporto, aunque lleven la espada al cinto, aunque tengan una cara que espantaría hasta a un puma. El Mugriento me agarra por el cuello una vez más de lo que puedo aguantar. Me vuelvo de repente y le muerdo la mano con todas mis fuerzas. Grita. Entre los dientes noto cómo le crujen los huesos y escapo.

Corro muy rápido, pero rápido de verdad. Siempre he sido el más rápido de la aldea, por eso me llaman Liebre. No corro tan rápido como la liebre o el gamo, pero casi. El hombre está enfurecido, me persigue, grita y no se detiene. Nadie intenta detenerme, es como si todo quedara entre el Mugriento y yo, pero todos se ríen. No pensaba escapar, pero a lo mejor consigo llegar hasta el bosque que se ve a lo lejos, y luego quién sabe. Podría intentarlo.

Salto sobre la leña de una hoguera medio apagada y humeante, rodeo una tienda de piel, espanto a un caballo de manchas negras, un perro ladra y a mí casi me da por reír. El Mugriento está cansado, cojea, a lo mejor lo consigo… Pero me choco contra algo, reboto y me caigo al barro.

Tardo un momento en recuperarme.

Delante de mí hay un hombre grande de piel tan negra como una caverna y los brazos del tamaño de los muslos de un ciervo. Creía que había ido a parar contra un árbol, y sin embargo me he chocado contra el pecho del hombre, que lleva un chaleco de cuero grueso y rojizo. Me levanto de un salto e intento salir corriendo, pero el gigante me tira al suelo de un bofetón y suelta una carcajada.

Llega el Mugriento, se detiene para tomar aliento, le sangra la mano por el mordisco. No me gusta ni un pelo. Grita algo y me señala haciendo un gesto con la cabeza, pero el gigante negro no parece impresionado. Me mira de arriba abajo, le dice algo con tono seco y el otro se va resoplando y farfullando algo en su idioma incomprensible. Le digo adiós con la mano, aunque no sé si he ganado algo con el cambio.

El hombre negro se agacha y me observa sin decir nada. Se da una palmada en el pecho con su manaza y dice «Shafá», o algo por el estilo.

Luego me señala y me hunde el dedo en el pecho, y es como si me hubiese atravesado.

—Mes —le digo y me sonríe, tiene los dientes blanquísimos y son muchísimos.

—¡Mes! —grita, y él también me agarra, esta vez por el cuello, y me levanta.

Debe de ser una costumbre de aquí. Pero esta vez no hago nada. Shafá es casi el doble de grande que el otro y, en esa mano enorme, mi cuello parece tan frágil como una aguja de pino.

Caminamos pocos pasos. Llegamos a una explanada sin tiendas, en los límites del bosque. Me pone en el tobillo una argolla de hierro de la que sale una cadena que llega hasta una estaca clavada en el suelo y se va. Creo que no he ganado mucho con el cambio. Miro a mi alrededor. No hay nadie. Intento sacar la estaca del suelo, tiro con todas mis fuerzas, la agarro y la intento mover, sudo, pero nada, parece que tiene las raíces de un roble.

«Tengo que escapar, tengo que escapar, tengo que escapar…».

Sé que para que pase algo tengo que repetirlo diez y diez y diez veces, y entonces ocurre.

Y, sin embargo, no pasa nada de nada. Solo pasa el tiempo, y el dolor de cabeza también se me pasa. Tengo hambre y sed, de tanto tirar de la cadena me he hecho daño en las palmas de las manos, el sol empieza a ponerse al otro lado de las montañas. ¿Qué habrá sido de mi madre? ¿Mi padre vendrá a buscarme? ¿Estos hombres lo matarán? El gigante negro, ¿qué come? ¿Dónde están mis amigos? ¿Y Blez?

Antes de que me dé tiempo a suspirar, los ojos se me llenan de lágrimas aunque no quiera. Ya tengo 12 inviernos, o puede que 13, una edad en la que ya no se llora. Mientras me seco las lágrimas sale del bosque un animal que no había visto nunca y que jamás habría pensado que pudiera existir. Una bestia tan grande es imposible de imaginar.

Tiene las patas como el tronco de un pino y las orejas, enormes, es como si estuvieran cubiertas de fieltro. En la cara, en vez de nariz, tiene una especie de tentáculo como el del pulpo, pero tan grande como la rama de un haya. Por debajo del tentáculo le salen dos colmillos puntiagudos y larguísimos. Más largos que los del lobo, incluso más largos que los del oso. Y de pronto lo entiendo todo. Estoy muerto. Me he salvado del puma, del lobo y hasta del oso, pero seré la cena de esa bestia.

Shafá me mira y se ríe. Planta una estaca en la tierra con las manos y ata al animal. Pero el animal no protesta. Con la enorme nariz arranca manojos de hierba, se los mete en la boca y mastica despacio. Sé que eso no quiere decir nada, hasta el gato come hierba de vez en cuando pero lo que quiere es carne. Y si fuera tan grande como el puma, el gato también se comería a los hombres, estoy seguro.

No puedo dejar de mirar esos colmillos.

El hombre se seca el sudor con el brazo y se golpea de nuevo el pecho.

—Shafá —repite.

—Ya me he enterado —le digo, pero no me entiende y me mira mal. Me golpea el pecho.

—Mes —dice, se acerca al animal y pone la manaza negra sobre el enorme cuerpo gris.

—Nuura —dice y se va.

No entiendo nada. No se hacen presentaciones con las cosas de comer, mi madre no me presenta la pata de jabalí que nos vamos a comer de cena.

¿Cómo ha dicho que se llama? Un nuura, creo. Ahora parece que no tiene hambre, ni siquiera me mira. Pero esos colmillos…

Me paso casi toda la noche despierto, el nuura puede empezar su banquete cuando quiera. En cambio, se tumba y se echa a dormir, y yo casi me siento ofendido. Él es tan grande y yo tan poca cosa que a lo mejor ni siquiera le apetezco, o igual me está dejando para el desayuno. La noche discurre despacio, la luna brilla en el cielo, se me cierran los ojos de sueño. Empieza a hacer frío y ni siquiera tengo la piel de gamo apestosa para taparme. Me acerco al nuura y le pongo la mano en la barriga. Tiene el pelo hirsuto, pincha como las agujas de pino. Huele muy mal, ¡pero qué caliente está! Me recuesto sobre la barriga, el animal gira un poco la cabeza, mueve esa nariz tan rara que tiene y me da dos golpecitos ligeros en la cabeza. Luego alarga la nariz, me coge por debajo de los brazos y me pone un poco más arriba. Que me agarre esa cosa que parece una serpiente no es nada agradable, pero me coge más como una madre que como una bestia feroz. La barriga le hace un ruido raro, pero ya no creo que me vaya a comer. Me quedo dormido enseguida.

El alba llega al cabo de un momento, anunciada por los ruidos de los animales y los hombres. He dormido poco, pero bien. Otros nuuras se acercan, son inmensos, en las grupas llevan a otros muchachos que tendrán mi misma edad. Les gritan órdenes a los animales, les fustigan con un palo flexible y los animales les obedecen. Solo hay uno de ellos que no tiene muchas ganas de hacer caso y hace lo que quiere. El niño que tiene encima se pone nervioso, le da en la espalda con la fusta y grita un par de veces la misma palabra.

—¡Vuélvete! ¡Vuélvete! ¡Maldita sea! —impreca.

—¡Eh, tú! ¡Espera! ¡Hablas mi idioma! —grito.

—Sí, ¿y qué? Aquí se hablan muchas lenguas —resopla—. Déjame en paz, ¿no ves que estoy ocupado?

Pero yo no quiero que se vaya uno que habla mi mismo idioma, o casi. Tiene un acento raro, puede que sea de una aldea cercana, pero nos entendemos y eso es lo que importa.

—Quiero saber dónde estoy. Me llamo Mes.

El animal ha empezado a arrancar hierba con la trompa, se la lleva a la boca y mastica despacio.

El niño se baja de un salto, pero se le engancha el pie en la cuerda que el animal lleva al cuello y cae de cabeza en el barro. Me aguanto una carcajada.

—¡Eres tonta! —le grita a la bestia, que ni siquiera se vuelve a mirarlo.

—¿Te has hecho daño? —le pregunto mientras lo ayudo a limpiarse.

—No, estoy bien —contesta. Es alto y fuerte, y tiene una cicatriz debajo del ojo. Puede que tenga algunas primaveras más que yo—. ¿Cómo has dicho que te llamas?

—Mesilea, pero puedes llamarme Mes.

—Yo soy Yann.

—¿A ti también te han cogido? —le pregunto.

—Sí, hace dos lunas.

—No son celtas, ¿verdad?

—Son cartagineses, van a Roma.

—¿A Roma?

He oído hablar de Roma a los vagabundos que pasan por la aldea. Uno dijo una vez que en Roma las personas son más numerosas que las piedras de una montaña, que es una ciudad llena de maravillas, magnífica, y que está lejísimos.

Yann mira a su alrededor y dice en voz baja:

—El general ha jurado que sus elefantes destruirán los edificios de Roma.

—¿Quién es el general?

—Se llama Aníbal Barca.

—¿Y los elefantes?

—Esto es un elefante —dice señalando a su animal.

—Ah, creía que eran nuuras.

Yann me mira como si fuera idiota y se ríe.

—No te has enterado de nada. La mía se llama Silica, ¡y es tonta!

Hace como si fuera a darle una patada en la pata, pero se ríe. Silica le da un golpe ligero en la nuca con la trompa.

—¡Estate quieta! Tu elefante se llama Nuura, y también es hembra.

—¿Tengo que montarme encima? —pregunto preocupado, aunque en el fondo me gustaría.

—No creo, acabas de llegar. De todas formas, decide Shafá, el jefe mahout.

—¿Qué es un mahout?

—Es un conductor de elefantes. Shafá es el jefe mahout, un oficial superior que manda sobre todos los elefantes. Yo también soy mahout… —Me da por reír y él también se ríe—. Sí, bueno, solo desde ayer.

—¿Es difícil montar en elefante?

—No…, bueno, un poco —se ríe Yann.

Miro alrededor para ver si alguien nos está oyendo, pero creo que no.

—Yann, ¿por qué no te escapas? —le pregunto.

—¿Para qué? —contesta encogiéndose de hombros—. Mi padre me pegaba con el bastón todos los días y no me daba de comer. Aquí, por lo menos, como. ¡Y mira qué trabajo tan bonito! Además, a los que se escapan, los cogen y ya no vuelven a escaparse, créeme.

—¿Los encierran?

—No, el conductor de Nuura, tu elefante, intentó escaparse hace dos días. Los caballeros del comandante Maharbal lo cogieron antes del alba, me han contado…

—¿Y qué le hicieron? —quiero saber.

Yaan se pasa el dedo por el cuello, de una oreja a otra.

—¡Zac! —dice.

Entendido.

Capítulo 3

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