Kitabı oku: «Obras Completas de Platón», sayfa 46
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿Es posible que el que no descubra la esencia, descubra la verdad?
TEETETO. —No.
SÓCRATES. —¿Se obtendrá la ciencia cuando se ignora la verdad?
TEETETO. —¿Cómo, Sócrates?
SÓCRATES. —La ciencia no reside en las sensaciones sino en el razonamiento sobre las sensaciones, puesto que, según parece, solo por el razonamiento se puede descubrir la ciencia y la verdad, y es imposible conseguirlo por otro rumbo.
TEETETO. —Así parece.
SÓCRATES. —¿Dirás que lo uno y lo otro son una misma cosa, cuando hay entre ellas una gran diferencia?
TEETETO. —Eso no sería exacto.
SÓCRATES. —¿Qué nombre das a estas afecciones, ver, oír, olfatear, resfriarse, calentarse?
TEETETO. —A todo esto lo llamo sentir, porque ¿qué otro nombre puede tener?
SÓCRATES. —Comprendes todo esto bajo el nombre genérico de sensación.
TEETETO. —Así es.
SÓCRATES. —Sensación, que, como decimos, no puede descubrir la verdad, porque no afecta a la esencia.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Ni tampoco, por consiguiente, a la ciencia.
TEETETO. —Tampoco.
SÓCRATES. —La sensación y la ciencia, ¿no podrían ser una misma cosa, Teeteto?
TEETETO. —Parece que no.
SÓCRATES. —Ahora, sobre todo, es cuando vemos con la mayor evidencia que la ciencia es una cosa distinta que la sensación. Es cierto que hemos comenzado esta conversación con el propósito de descubrir, no lo que no es la ciencia, sino lo que ella es. Sin embargo, estamos bastante adelantados en este descubrimiento, para no buscar la ciencia en la sensación, sino en el nombre que se da al alma, cuando considera ella misma los objetos.
TEETETO. —Me parece, Sócrates, que este nombre de que hablas, es el juicio.
SÓCRATES. —Tienes razón, mi querido amigo; mira, pues, de nuevo, después que hayas borrado de tu espíritu todas las ideas precedentes, si en el punto en que estás ahora se te muestran las cosas más claramente, y dime otra vez qué es la ciencia.
TEETETO. —No es posible, Sócrates, decir que es toda clase de juicios, puesto que los hay falsos; pero me parece que el juicio verdadero es la ciencia, y esta es mi respuesta. Si discurriendo más, descubrimos, como sucedió antes, que no es esto cierto, trataremos de decir otra cosa.
SÓCRATES. —Vale más, Teeteto, explicarse así, con resolución, que no con la timidez con que lo hacías al principio. Porque si continuamos, sucederá una de dos cosas: o encontramos lo que buscamos, o creeremos menos que sabemos lo que no sabemos, lo cual no es una ventaja despreciable. Ahora, ¿qué es lo que dices? ¿Que hay dos especies de juicio, el uno verdadero, el otro falso, y que la ciencia es el juicio verdadero?
TEETETO. —Sí, es mi opinión por ahora.
SÓCRATES. —¿No es conveniente decir algo sobre el juicio?
TEETETO. —¿Qué dices?
SÓCRATES. —Que es una cuestión que me turba, y no por primera vez; de suerte, que yo enfrente de mí mismo y de los demás, me he visto en el mayor embarazo, al no poder explicar lo que es este fenómeno y de qué manera se forma en nosotros.
TEETETO. —¿Qué fenómeno?
SÓCRATES. —El juicio falso. Estoy pensando en este momento y dudo, si dejaremos a parte este punto, o si le discutiremos en distinta forma que de la que lo hemos hecho antes.
TEETETO. —¿Por qué no, Sócrates? Discutámoslo, aunque te parezca poco necesario. Decíais con razón, no hace un momento, Teodoro y tú, hablando de lo que se prolongaba la discusión, que nunca debemos apurarnos al tratar semejantes materias.
SÓCRATES. —Has recordado este hecho muy oportunamente. Quizá no haremos mal en volver en cierta manera atrás; porque vale más profundizar pocas cosas, que recorrer muchas de un modo insuficiente.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Pues bien, ¿qué diremos? ¿Que es muy común formar juicios falsos, que los hombres juzgan tan pronto falsa como verdaderamente, y que tal es la naturaleza de las cosas?
TEETETO. —Así lo decimos.
SÓCRATES. —Con relación a todos los objetos juntos o a cada objeto en particular, ¿no es para nosotros una necesidad saber o no saber? No hablo aquí de lo que se llama aprender y olvidar, como término medio entre saber e ignorar, porque esto nada importa a la discusión presente.
TEETETO. —Siendo así, Sócrates, no queda otro partido, respecto de cada objeto, que o conocerlo o ignorarlo.
SÓCRATES. —Cuando se juzga, ¿es necesario juzgar sobre lo que se sabe y sobre lo que no se sabe?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Es imposible que, sabiendo una cosa, no se la sepa, o que, no sabiéndola, se la sepa.
TEETETO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Cuando se juzga falsamente sobre lo que se sabe, ¿se imagina uno que la cosa que se sabe, no es tal cosa, sino otra, que se sabe también, de suerte que, conociéndolas ambas, ambas al mismo tiempo son ignoradas?
TEETETO. —Eso no puede suceder, Sócrates.
SÓCRATES. —¿Se figura uno que aquello, que no se sabe, es otra cosa que tampoco se sabe, y puede suceder que un hombre, que no conoce ni a Teeteto ni a Sócrates, crea que Sócrates es Teeteto o que Teeteto es Sócrates?
TEETETO. —¿Cómo puede ser eso?
SÓCRATES. —Tampoco nos imaginamos que aquello que se sabe, es lo mismo que se ignora, y aquello que se ignora es lo mismo que se sabe.
TEETETO. —Eso sería prodigioso.
SÓCRATES. —¿Cómo se formaría un juicio falso, ya que el juicio no puede tener lugar fuera de los casos que acabo de decir, puesto que todo está comprendido en lo que sabemos o no sabemos, y que en todos estos casos nos parece imposible el juzgar falsamente?
TEETETO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —Quizá no convenga examinar lo que buscamos bajo el punto de vista de la ciencia y de la ignorancia, sino bajo el punto de vista del ser y del no ser.
TEETETO. —¿Cómo dices?
SÓCRATES. —¿No podría sentarse como verdad absoluta, que el que juzgue sobre una cosa que no existe hace un juicio necesariamente falso, piense lo que quiera su espíritu?
TEETETO. —Así parece, Sócrates.
SÓCRATES. —Qué diremos, Teeteto, si se nos pregunta, cómo puede hacerlo todo el mundo, lo siguiente: «¿Qué hombre juzgará sobre lo que no existe, ya sea un objeto real o ya un ser abstracto?». Responderemos a esto, a mi parecer, que está en este caso aquel que no juzga según la verdad; porque no cabe otra respuesta.
TEETETO. —Ninguna otra.
SÓCRATES. —¿Pero tiene lugar esto en cualquier otro caso?
TEETETO. —¿Cuándo?
SÓCRATES. —¿Puede darse el caso de que se vea alguna cosa, y que aquello, que se ve, no sea nada?
TEETETO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Cuando se ve un objeto, ¿aquello que se ve es alguna cosa real, o piensas que aquello, que es alguna cosa, no es nada?
TEETETO. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —Aquel, que ve una cosa, ¿ve una cosa que existe?
TEETETO. —Me parece que sí.
SÓCRATES. —¿Y aquel que oye una cosa, oye una cosa, y, por consiguiente, una cosa que existe?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —En igual forma, el que toca una cosa, ¿toca un objeto que existe, puesto que es alguna cosa?
TEETETO. —Es cierto igualmente.
SÓCRATES. —El que juzga ¿no lo hace sobre un objeto?
TEETETO. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Y juzgando sobre algún objeto, ¿no juzga sobre algo que existe?
TEETETO. —Lo concedo.
SÓCRATES. —Luego el que juzga sobre lo que no existe, no juzga nada.
TEETETO. —Parece que sí.
SÓCRATES. —Y juzgar de nada es no juzgar absolutamente.
TEETETO. —Parece evidente.
SÓCRATES. —Luego no es posible juzgar ni sobre lo que no existe, ni sobre un objeto real, ni sobre un ser abstracto.
TEETETO. —Parece que no.
SÓCRATES. —Juzgar falsamente no es, pues, otra cosa, que juzgar sobre lo que no existe.
TEETETO. —Al parecer.
SÓCRATES. —Así, pues, el juicio falso no se forma en nosotros de esta manera, ni de la manera que antes expusimos.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Pero veamos si se forma de esta otra manera.
TEETETO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Llamamos juicio falso todo yerro de cierto género en que incurrimos cuando, tomando un objeto real por otro objeto real, se afirma que tal objeto es tal otro. De esta manera se juzga siempre sobre lo que existe, pero tomando una cosa por otra; y puede decirse con razón que cuando falta el verdadero objeto que se considera, el juicio es falso.
TEETETO. —Eso me parece muy bien dicho, porque cuando se tiene una cosa fea por bella, o una bella por fea, entonces es cuando verdaderamente el juicio es falso.
SÓCRATES. —Se ve claramente, Teeteto, que ni me tienes en consideración ni me temes.
TEETETO. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Porque no crees, a lo que parece, que yo no dejaré pasar esta expresión, verdaderamente falso, preguntándote si es posible que lo que es rápido se haga con lentitud, lo que es ligero con pesadez, y cualquier otra cosa, no según su naturaleza, sino según la de su contraria y en oposición consigo mismo. Pero dejo esta objeción para que no decaiga la confianza que me muestras. ¿Crees, como dices, que juzgar falsamente es tomar una cosa por otra?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Podemos, según tu opinión, representarnos por el pensamiento un objeto como siendo otro que el que realmente es, y no tal como es.
TEETETO. —Sí, podemos.
SÓCRATES. —Cuando se cae en semejante error, ¿es una necesidad que se tengan presentes en el pensamiento uno y otro objeto o uno de los dos?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Los dos a la vez o uno después del otro.
TEETETO. —Muy bien.
SÓCRATES. —¿Entiendes tú por pensarlo mismo que yo?
TEETETO. —¿Qué entiendes por pensar?
SÓCRATES. —Un discurso que el alma se dirige a sí misma sobre los objetos que considera. Me explico como un hombre que no sabe muy bien aquello de lo que habla, pero me parece que el alma, cuando piensa, no hace otra cosa que conversar consigo misma, interrogando y respondiendo, afirmando y negando; y que cuando se ha resuelto, sea más o menos pronto y ha dicho su pensamiento sobre un objeto sin permanecer más en duda, en esto consiste el juicio. Así, pues, juzgar, en mi concepto, es hablar, y la opinión es un discurso pronunciado, no a otro, ni de viva voz, sino en silencio y a sí mismo. ¿Qué dices tú?
TEETETO. —Lo mismo.
SÓCRATES. —Cuando se juzga que una cosa es otra, a mi parecer, se dice uno a sí mismo que tal cosa es tal otra.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Recuerda si alguna vez te has dicho a ti mismo que lo bello es feo, o lo injusto justo; y para decirlo en una palabra, mira si has intentado nunca persuadirte de que una cosa es otra; o si, por el contrario, jamás te ha venido a las mientes, ni en sueños, que el impar es ciertamente el par o cosa semejante.
TEETETO. —Nunca.
SÓCRATES. —¿Piensas que cualquier otro que tenga sentido común, o aunque esté demente, habrá intentado decirse y probarse seriamente a sí mismo que un caballo es de toda necesidad un buey, o que dos son uno?
TEETETO. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Si, pues, juzgar es hablarse a sí mismo, nadie, hablando y juzgando sobre dos objetos y abrazando ambos por el pensamiento, dirá ni juzgará que el uno es el otro. Es preciso abandonar esta teoría a tu propio juicio, porque no temo decir que nadie juzgará que lo feo es bello, ni otra cosa semejante.
TEETETO. —También la abandono yo, Sócrates, y me adhiero a tu opinión.
SÓCRATES. —Es imposible que, juzgando sobre dos objetos, se juzgue que el uno sea el otro.
TEETETO. —Así me parece.
SÓCRATES. —Pero si el juicio solo recae sobre uno de los dos y no sobre el otro, nunca se juzgará que el uno sea el otro.
TEETETO. —Dices verdad, porque sería preciso en este caso que se abrazara por el pensamiento el objeto mismo, que no se juzgaría.
SÓCRATES. —Por consiguiente, no puede suceder que se juzgue que una cosa es otra, ni cuando se juzga sobre ambas, ni cuando se juzga sobre una de las dos. Así es que definir el juicio falso diciendo que es el juicio de una cosa por otra, es no decir nada, y no parece que por este camino, ni por los precedentes, podamos formar juicios falsos.
TEETETO. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Sin embargo, Teeteto, si no reconociésemos que existen juicios falsos, nos veríamos precisados a admitir una multitud de absurdos.
TEETETO. —¿Qué absurdos?
SÓCRATES. —Te los diré cuando hayamos considerado la cosa bajo todas sus fases, porque sería vergonzoso para ti y para mí, si en el conflicto en que estamos nos viésemos reducidos a admitir lo que yo quiero decir. Pero si llegamos a descubrir lo que buscamos y a estar fuera de todo peligro, entonces, no pudiendo temer ya que nos pongamos en ridículo, hablaré de esos absurdos como de un inconveniente con el que tropiezan otras personas. Por el contrario, si no aclaramos nuestras dudas, creo que nos colocaremos en una triste posición y a merced del razonamiento, para vernos batidos y tener que pasar por todo lo que este quiera; nos encontraremos en una situación análoga a la de los que están mareados. Escucha, pues, el recurso, que encuentro aún para salir de esta cuestión.
TEETETO. —Habla, pues.
SÓCRATES. —No creo que hayamos hecho bien en conceder que es imposible creer que lo que se sabe sea lo mismo que lo que no se sabe y que engañarse, sino que sostengo que, bajo ciertos puntos de vista, esto puede suceder.
TEETETO. —¿Has tenido presente lo que yo he sospechado cuando hacíamos esa confesión, a saber: que algunas veces, conociendo a Sócrates y viendo de lejos una persona que no conocía, le he tomado por Sócrates, a quien yo conozco? Aquí tienes el caso que acabas de proponer.
SÓCRATES. —¿No hemos renunciado a esta idea, puesto que resultaba que no sabíamos lo que sabemos?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —No hablemos más de esto, sino del siguiente modo, y quizá todo nos saldrá perfectamente, si bien también así podremos encontrar obstáculos. Pero estamos en una situación crítica, en la que es una necesidad para nosotros examinar los objetos por todos lados, para penetrar la verdad. Mira si lo que te digo es fundado; ¿es posible que, no sabiendo una cosa antes, se la aprenda después?
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Después una segunda cosa y luego una tercera?
TEETETO. —¿Por qué no?
SÓCRATES. —Supón conmigo, siguiendo nuestra conversación, que hay en nuestras almas planchas de cera, más grandes en unos, más pequeñas en otros, de una cera más pura en este, menos en aquel, demasiado dura o demasiado blanda en algunos y un término medio en otros.
TEETETO. —Lo supongo.
SÓCRATES. —Decimos que estas planchas son un don de Mnemósine,[16] madre de las Musas, y que marcamos en ellas como con un sello la impresión de aquello de que queremos acordarnos entre todas las cosas que hemos visto, oído o pensado por nosotros mismos, estando ellas dispuestas siempre a recibir nuestras sensaciones y reflexiones; que conservamos el recuerdo y el conocimiento de lo que está en ellas grabado, en tanto que la imagen subsiste; y que cuando se borra o no es posible que se verifique esta impresión, lo olvidamos y no lo sabemos.
TEETETO. —Sea así.
SÓCRATES. —Cuando se ven o se escuchan cosas que se conocen, y se fija la consideración en alguna de ellas, mira si se puede entonces formar un juicio falso.
TEETETO. —¿De qué manera?
SÓCRATES. —Imaginándose que lo que se sabe es tan pronto aquello que se sabe como aquello que no se sabe; porque ha sido un error nuestro el haber concedido antes que esto es imposible.
TEETETO. —¿Cómo lo entiendes ahora?
SÓCRATES. —He aquí lo que es preciso decir sobre esta materia, tomando las cosas desde su principio.
Es imposible que lo que se sabe, cuya impresión se conserva en el alma, y que no se siente actualmente, imaginemos que es alguna otra cosa que se sabe, cuya impresión se tiene también y que no se siente; y asimismo que aquello que se sabe es otra cosa que no se sabe y de la que no se tiene impresión; y también que aquello que no se sabe es otra cosa que tampoco se sabe; y aquello que se siente, otra cosa que también se siente; y aquello que se siente, otra cosa que no se siente; y aquello que no se siente, otra cosa que tampoco se siente; y aquello que no se siente otra cosa que se siente.
Es aún más imposible, si cabe, figurarse que lo que se sabe y se siente, cuya impresión tenemos en el alma por la sensación, es alguna otra cosa que se sabe y que se siente, y cuya impresión tenemos igualmente por la sensación.
Es igualmente imposible que aquello que se sabe, aquello que se siente, cuya imagen conservamos grabada en la memoria, imaginemos que es alguna otra cosa que se sabe; y también que aquello que se sabe, que se siente y cuyo recuerdo se guarda, es otra cosa que se siente; y que aquello que no se sabe, ni se siente, es otra cosa que no se sabe, ni se siente igualmente; y aquello que no se sabe, ni se siente, otra cosa que no se sabe; y aquello que no se sabe ni se siente, otra cosa que no se siente.
Es de toda imposibilidad que en todos estos casos se forme un juicio falso. Si el juicio, pues, tiene lugar en alguna parte, será en los casos siguientes.
TEETETO. —¿En qué casos? Quizá comprenderé mejor por este medio lo que dices; porque en lo anterior apenas he podido seguirte.
SÓCRATES. —En estos. Con relación a aquello que se sabe, cuando imaginamos que es alguna otra cosa que se sabe y que se siente, o que no se sabe, pero que se siente; o con relación a lo que se sabe y se siente cuando se toma por otra cosa que se sabe e igualmente se siente.
TEETETO. —Ahora te comprendo menos que antes.
SÓCRATES. —Escucha lo mismo con más claridad. ¿No es cierto que, conociendo a Teodoro y teniendo en mí el recuerdo de su figura, y conociendo lo mismo a Teeteto, unas veces los veo, otras no los veo, tan pronto los toco como no los toco, los oigo, y experimento otras sensaciones con ocasión de ellos? ¿O bien no tengo absolutamente ninguna, pero no por eso dejo de acordarme de ellos y de tener conciencia de este recuerdo?
TEETETO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —De todo lo que quiero explicarte, concibe por lo pronto lo siguiente: que es posible que no se sienta lo que se sabe e igualmente que se sienta.
TEETETO. —Es cierto.
SÓCRATES. —¿No sucede igualmente respecto de lo que no se sabe, que muchas veces no se siente, y muchas se siente y nada más?
TEETETO. —También es cierto.
SÓCRATES. —Ahora, mira si te será más fácil seguirme. Sócrates conoce a Teodoro y a Teeteto, pero no ve ni al uno ni al otro, y no tiene ninguna otra sensación respecto de ellos. En este caso nunca formará en sí mismo este juicio: que Teeteto es Teodoro. ¿Tengo razón o no?
TEETETO. —Tienes razón.
SÓCRATES. —Tal es el primer caso del que he hablado.
TEETETO. —En efecto, es el primero.
SÓCRATES. —El segundo es que, conociendo a uno de vosotros dos y no conociendo al otro y no teniendo por otra parte ninguna sensación ni del uno ni del otro, no me figuraré jamás que aquel que yo conozco es el otro que yo no conozco.
TEETETO. —Muy bien.
SÓCRATES. —El tercero es que no conociendo ni sintiendo el uno ni el otro, no pensaré nunca que el uno, que no me es conocido, es el otro, que tampoco conozco. En una palabra, imagínate oír de nuevo todos los casos que he propuesto en primer lugar, en los cuales jamás formaré un juicio falso sobre ti, ni sobre Teodoro; ya os conozca o no os conozca a ambos, ya conozca al uno y no al otro. Lo mismo sucede respecto a las sensaciones. ¿Me comprendes?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Resta, por consiguiente, formar juicios falsos en el caso en que, conociéndoos a ti y a Teodoro, y teniendo vuestras facciones grabadas sobre las citadas planchas de cera, viéndoos a ambos de lejos, sin distinguiros suficientemente, me esfuerce yo en aplicar la imagen del uno y del otro a la visión que le es propia, adaptando y ajustando esta visión sobre las huellas que ella me ha dejado, a fin de que el reconocimiento tenga lugar; y cuando en seguida, engañándome en este punto y tomando el uno por el otro, como sucede a los que ponen el zapato de un pie en el otro pie, yo aplico la visión del uno y del otro a la fisonomía que no es la suya, o cuando caigo en el error, experimentando lo mismo que cuando se mira en un espejo, donde lo que está a la derecha aparece a la izquierda; entonces sucede que se toma una cosa por otra, y se forma un juicio falso.
TEETETO. —Esta comparación, Sócrates, conviene admirablemente a lo que pasa en el juicio.
SÓCRATES. —Lo mismo acontece cuando, conociéndoos a los dos, tengo, además de esto, la sensación del uno y no del otro y no tengo conocimiento de este otro por la sensación, que es lo que yo decía antes, y que entonces no me comprendiste.
TEETETO. —Verdaderamente no.
SÓCRATES. —Decía, pues, que conociendo una persona, sintiéndola, y teniendo conocimiento de ella por la sensación, jamás nos imaginaremos que es otra persona que ya se conoce, que se siente, y de la que se tiene igualmente un conocimiento distinto por la sensación. Esto es lo mismo que yo decía, y que no entendiste.
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Queda el caso de que voy a hablar ahora. Decimos que el juicio falso tiene lugar cuando, conociendo estas dos personas y viendo la una y la otra, o teniendo cualquier otra sensación de ambas, yo no achaco la imagen de cada una a la sensación que tengo de ella, y semejante a un tirador poco diestro, no doy en el blanco, y que esto es lo que se llama errar.
TEETETO. —Con razón.
SÓCRATES. —Por consiguiente, cuando teniendo la sensación de los signos del uno y no de los signos del otro, se aplica a la sensación presente lo que pertenece a la sensación ausente, el pensamiento en este caso yerra absolutamente. En una palabra, si lo que decimos aquí es racional, no parece que pueda caber engaño, ni formar un juicio falso sobre lo que jamás ha sido conocido, ni sentido; y el juicio falso o verdadero gira y se mueve en cierta manera en los límites de lo que sabemos y de lo que sentimos; es juicio verdadero, cuando aplica e imprime a cada objeto directamente las señales que le son propias; y falso, cuando las aplica de soslayo y oblicuamente.
TEETETO. —Dices bien, Sócrates.
SÓCRATES. —Aún estarías más conforme después de haber oído lo que sigue. Porque es muy bueno formar juicios verdaderos, y vergonzoso formarlos falsos.
TEETETO. —Sin duda.
SÓCRATES. —He aquí cuál es la causa. Cuando la cera que se tiene en el alma es profunda, grande en cantidad, bien unida y bien preparada, los objetos que entran por los sentidos y se graban en este corazón del alma, como le ha llamado Homero, designando así de una manera simulada su semejanza con la cera, dejan allí huellas distintas de una profundidad suficiente, y que se conservan largo tiempo.
Los que están en este caso tienen la ventaja, en primer lugar, de aprender fácilmente; en segundo, de retener lo que han aprendido, y en fin, la de no confundir los signos de las sensaciones y formar juicios verdaderos. Porque como estos signos son claros y están colocados en un lugar espacioso, aplican con prontitud cada uno a su sello, es decir, a los objetos reales; y a estos se da el nombre de sabios. ¿No eres de este parecer?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —Por el contrario, cuando este corazón está cubierto de pelo (lo cual alaba el muy sabio Homero) o la cera es impura y llena de suciedad, o es demasiado blanda o demasiado dura; por lo pronto, los que la tienen demasiado blanda aprenden fácilmente, pero olvidan lo mismo, que es lo contrario de lo que sucede a los que la tienen demasiado dura. En cuanto a las personas, cuya cera está cubierta de pelo, es áspera y en cierta manera petrosa o mezclada de tierra y cieno, el signo de los objetos no es limpio en ellas; tampoco lo es en aquellos que tienen la cera demasiado dura, porque no hay profundidad; ni en aquellos que la tienen demasiado blanda, porque, confundiéndose las huellas, se hacen bien pronto oscuras. Menos claros son, cuando además de esto se tiene un alma pequeña, puesto que, siendo estrecho el local, los signos se mezclan los unos con los otros. Todos estos están en situación de formar juicios falsos. Porque cuando ven, oyen o imaginan alguna cosa, al no poder aplicar en el acto cada objeto a su signo, son lentos, atribuyen a un objeto lo que corresponde a otro, y generalmente ven, oyen y conciben caprichosamente. Y así se dice de ellos que se engañan y que son unos ignorantes.
TEETETO. —No es posible hablar mejor, Sócrates.
SÓCRATES. —Bien, ¿diremos que se dan en nosotros juicios falsos?
TEETETO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Y juicios verdaderos?
TEETETO. —Sí.
SÓCRATES. —¿Consideraremos ya como punto suficientemente probado que hay estos dos juicios?
TEETETO. —Sí; ya está bien decidido.
SÓCRATES. —En verdad, Teeteto, es preciso convenir en que un hombre hablador es un ser muy importuno y fastidioso.
TEETETO. —Cómo, ¿a qué viene eso?
SÓCRATES. —Porque yo estoy de mal humor con mi pobre inteligencia, o a decir verdad, contra mi charlatanismo; porque, ¿qué otro término se puede emplear cuando un hombre por estupidez provoca la conversación por arriba y por abajo, no se da nunca por convencido y no abandona el asunto sino con una extrema dificultad?
TEETETO. —¿Qué es lo que tanto te incomoda?
SÓCRATES. —No solo estoy incomodado, sino que temo no saber qué responder, Si se me pregunta: «Sócrates, ¿has averiguado que el juicio falso no se encuentra en las sensaciones comparadas entre sí, ni en los pensamientos, sino en el concurso de la sensación y del pensamiento?». Yo le diré que sí, me parece, complaciéndome de esto como de un magnífico descubrimiento.
TEETETO. —A mí, Sócrates, me parece que la demostración, que acabamos de hacer, no es de desechar.
SÓCRATES. —Pero tú dices, replicará él, que conociendo un hombre por el pensamiento solamente y no viéndolo, es imposible que se le tome por un caballo, que no se ve, que no se toca, y que no se conoce por ninguna otra sensación, sino únicamente por el pensamiento. Yo le responderé que esto es verdad.
TEETETO. —Con razón.
SÓCRATES. —Pero, proseguirá él, ¿no se sigue de aquí, que no se tomará nunca el número once, que solo se conoce por el pensamiento, por el número doce, que igualmente es solo conocido por el pensamiento? Vamos, responde a esto, Teeteto.
TEETETO. —Responderé que, respecto de los números que se ven y que se tocan, se puede tomar once por doce, pero nunca diré esto con respecto a los números, que están en el pensamiento.
SÓCRATES. —Qué, ¿crees tú que nadie se ha propuesto examinar en sí mismo los números cinco y siete? No digo cinco hombres, siete hombres, ni nada que a esto se parezca, sino los números cinco y siete, que están grabados como un monumento sobre las planchas de cera de que hablamos, no siendo posible que se juzgue falsamente respecto de ellos. ¿No ha sucedido que, reflexionando sobre estos dos números y hablando consigo mismo y preguntándose cuánto suman, el uno ha respondido que once y lo ha creído así, y el otro que doce? ¿O bien todos dicen y piensan que suman doce?
TEETETO. —No ciertamente; muchos creen que suman once; y aún se engañarían más, si examinaran un número mayor, porque presumo que hablas aquí de toda especie de números.
SÓCRATES. —Adivinas bien; y mira si en este caso no es el número abstracto doce el que se toma por once; o si esto se verifica respecto de otros números.
TEETETO. —Así parece.
SÓCRATES. —He aquí, por consiguiente, que hemos entrado donde decíamos antes. Porque el que está en este caso, se imagina que lo que él conoce es otra cosa que él conoce igualmente; lo cual hemos dicho que es imposible, y de donde hemos concluido, como necesario, que no hay juicio falso, para no vernos precisados a conceder que el mismo hombre sabe y no sabe al mismo tiempo la misma cosa.
TEETETO. —Nada más cierto.
SÓCRATES. —Así, es preciso decir que el juicio falso es otra cosa que el error, que resulta del concurso del pensamiento y de la sensación. Porque si esto fuera así, nunca nos engañaríamos cuando solo se tratase de pensamientos. Por esto, o no hay juicio falso, o puede suceder que no se sepa lo que se sabe. ¿Cuál de estos dos extremos escoges?
TEETETO. —Me propones una elección muy embarazosa, Sócrates.
SÓCRATES. —No pueden dejarse a un tiempo subsistentes estas dos cosas. Pero puesto que estamos dispuestos a atrevernos a todo, si llegáramos a perder todo pudor…
TEETETO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Intentando explicar lo que es saber.
TEETETO. —¿Qué impudencia habría en eso?
SÓCRATES. —Me parece que no reflexionas que toda nuestra discusión tiene por objeto, desde el principio, la indagación de la ciencia, como si fuera para nosotros una cosa desconocida.
TEETETO. —Verdaderamente me haces reflexionar.
SÓCRATES. —¿Y no adviertes que es una impudencia explicar lo que es el saber, cuando no se conoce lo que es la ciencia? Pero, Teeteto, después de tanto hablar, nuestra conversación es un hormiguero de defectos. Hemos empleado una infinidad de veces estas expresiones: conocemos, no conocemos, sabemos, no sabemos, como si nos entendiéramos uno a otro, mientras que ignoramos aún lo que es la ciencia; y para darte una nueva prueba de ello, te haré notar que en este momento mismo nos servimos de las palabras ignorar y comprender, como si nos fuese permitido usarlas, estando privados de la ciencia.
TEETETO. —¿Cómo podrás conversar, Sócrates, si te abstienes de usar estas expresiones?
SÓCRATES. —De ninguna manera, mientras yo sea quien soy. Es cierto, por lo menos, que si yo fuese un disputador o se encontrase aquí alguno, me miraría y mediría con el mayor cuidado las palabras de que me sirvo. Pero, puesto que nosotros somos unos pobres discursistas, ¿quieres que me atreva a explicarte lo que es saber? Creo que esto nos permitirá avanzar algún tanto.