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El criollismo: vuelta al llamado de lo propio

De entrada tomo partido en la discusión sobre si las manifestaciones criollistas en poesía deben llamarse así o, como también se les ha denominado, «nativistas». La distinción es extraña: no encuentro ninguna razón de peso para que a lo que se manifiesta en narrativa se le llame «criollismo» y para lo mismo en poesía se le denomine «nativismo», de modo que asumo el término con el que titulo el capítulo, zanjando, por mi parte, de una vez la diatriba.

Si el criollismo encuentra a Luis Manuel Urbaneja Achelpohl como uno de sus máximos cultores en narrativa, en poesía el nombre de Francisco Lazo Martí es inevitable. Tanto en un género como en otro, la savia que nutre el criollismo es la búsqueda de lo propio; de allí que no sea gratuito su florecimiento cuando el modernismo ha tocado a la puerta en Venezuela, aunque ya antes, en las manifestaciones parnasianas, brillaba el cosmopolitismo que exasperaba a los criollistas. Incluso antes, en cierto romanticismo viajero, también esplendía el mismo cosmopolitismo que moviliza a los criollistas a pronunciarse en contra. De allí que el criollismo sea una suerte de llamado al orden nacional, al orden conservador de lo propio, frente a lo que para ellos eran los devaneos exóticos del modernismo. Es difícil entender el uno sin el otro, aunque es preciso decir que el criollismo no fue una reacción aislada frente al cosmopolitismo modernista. Encontró sus antecedentes nada menos que en el fundador de la poesía venezolana: Andrés Bello, y en un poeta zuliano de señalada finura: José Ramón Yepes.

También hay que consignar otro aspecto esclarecedor: el criollismo surge como bandera de una sociedad rural que ve amenazada su querencia por el avance del proceso urbano. La Venezuela finisecular incluye en el menú del día el enfrentamiento ciudad-campo con mucha acritud, especialmente por parte de los defensores de la vida rural, que siempre levantan el estandarte de la sanidad campesina frente a la perdición citadina. Este fácil esquema está presente en la irrupción criollista, pero, como veremos más adelante, algunos de sus cultores van más allá de lo simple para ofrecernos obras tejidas a partir de relaciones más complejas.

Lo que ocurre con el criollismo es similar a lo que pasa con los ríos subterráneos: unas corrientes de agua van por la superficie haciéndose evidentes, mientras otras, soterradas, siguen su curso sin ser vistas, hasta que de pronto afloran, mientras casi nadie había advertido su naturaleza subrepticia. En verdad, el espíritu de lo propio está presente en los neoclásicos, en los románticos y hasta en los modernistas, pero los que hacen de este espíritu su bandera prácticamente única son los criollistas. Incluso, pueden advertirse rasgos criollistas cuando ya la vanguardia posterior al modernismo ha copado todos los espacios y, sin embargo, este río subterráneo sigue su camino en las obras de Sergio Medina y de Alberto Arvelo Torrealba.

Aunque un sector de la crítica se ha empeñado en hallarle rasgos propios, más allá de los temáticos, al criollismo, la verdad es que es difícil adelantar esa operación. No niego el valor de lo temático, de la asunción de un paisaje, incluso de la espiritualización de ese paisaje, pero los rasgos propios del criollismo que nos lleven a hablar de un movimiento literario, como puede hacerse con el romanticismo y el modernismo, no me parecen convincentes. Creo, eso sí, que se trata de una legítima respuesta de poetas que no se sintieron del todo invitados a la fiesta modernista, poetas que singularizaron de tal manera lo particular que, en ese empeño, también negaron lo ajeno, lo extranjero.

La detenida lectura de algunos de los mejores poemas criollistas arrojará como saldo el encuentro de formas del neoclasicismo y del romanticismo y, también, del modernismo, como es lógico; ninguna poesía surge de la nada, como ingenuamente se afanan en querer demostrarlo los críticos más laudatorios del criollismo. Detengámonos en dos obras criollistas, una de logros indudables y otra de resultados menos altos. En el examen de estas obras irán surgiendo otros elementos del espíritu criollista que, como es fácil advertir, es fruto de una combinatoria de elementos de diversa fuente literaria.

Francisco Lazo Martí (1869-1909) nació en Calabozo y, prácticamente, pasó toda su vida en la región llanera del país. En su ciudad natal se preparó para presentar los exámenes de Medicina en la capital de la república, de modo que ni siquiera como estudiante vivió más de algunos meses en Caracas. Su relación con el llano es consustancial, a tal punto que se dedicó a ejercer la medicina de pueblo en pueblo, como también lo hiciera el sabio Lisandro Alvarado, de quien fue amigo predilecto, llegando a ser casi venerado por los habitantes de aquellas llanuras golpeadas por diversas inclemencias. En su hoja de vida se encuentra su filiación a las huestes del general Manuel Antonio Matos en contra de Cipriano Castro, aunque ya antes había cerrado filas con Joaquín Crespo, demostrando que la vida caudillesca de su país no le era ajena. Pero al margen de la escaramuza guerrillera, lo pivotal de su tránsito fueron la medicina y la fuerza poética, aunque fue muy poco prolífico en esta última y muy generoso con la primera. La muerte lo encontró temprano (apenas cuarenta años), pero no he hallado en ninguna de sus biografías la causa de su fallecimiento. No es raro: entre nosotros se guarda un incomprensible silencio frente a la muerte; es como si una extrañísima vergüenza impidiera hablar de sus causas.

La obra cumbre de Lazo Martí es, obviamente, la famosísima «Silva criolla», publicada en El Cojo Ilustrado en 1901, una vez que el poeta decidiera bautizarla como tal, desechando el título de «Regional», con el que, mientras trajinaba las distintas versiones que compuso, pensó denominarla. En verdad, el título definitivo es el más justo, ya que se trata de una silva y, como sabemos, esta palabra viene del latín y quiere decir «selva», lo que da una idea de variedad y de frondosidad. La silva, como estructura de poema, está compuesta por versos endecasílabos que respetan la rima consonante, pero que no se ciñen a un número predeterminado de versos, como sí lo hace el soneto, que consta de catorce. Esta libertad en su extensión ha llevado a que las silvas sean, por lo general, extensas, tanto como algunos cantos.

El parentesco de la «Silva criolla» con la «Alocución a la Poesía» y la «Silva a la agricultura de la zona tórrida», de Andrés Bello, no viene dado exclusivamente por la escogencia de esta forma poética, tan cara al neoclasicismo. La filiación va más allá de esta simple hermandad. Comparte, aunque un sector de la crítica se empeñe en negarlo, una cosmovisión según la cual la virtud está en el campo y el vicio en la ciudad. Si Bello invita a la poesía (en la Alocución) a fijarse en América antes que en las ciudades europeas, Lazo Martí invita a un amigo no señalado a abandonar el festín citadino, donde prospera el vicio. Si Bello en su proyecto americano, implícito en su poesía, convida a la vida sana y productiva del campo, Lazo Martí hace lo mismo por distintas razones. Para Bello, se trata de la urgente construcción de unas repúblicas sobre la base de economías necesariamente agrícolas; para Lazo Martí, se trata de cantar a su tierra, de la que está prendido, pero señalando la ciudad como la fuente de los vicios. Por otra parte, Lazo Martí jamás se sintió ofendido por el señalamiento de filiación bellista; todo lo contrario, es tan evidente que se propone retomar el proyecto americano de Bello que habría sido imposible negarlo. Sin embargo, entre la «Silva criolla» y los poemas de Bello han transcurrido casi ochenta años, de modo que el trabajo de Lazo Martí con el paisaje va mucho más allá de lo descriptivo; no estamos frente a una fotografía meramente documental. Entre el poeta y su medio hay una relación emocional que subjetiviza el paisaje y lo hace otro, por más que el poema acepte una suerte de severidad neoclásica como conveniente. En el instante en que este rigor amenaza con hacerse retórico, el poeta apela a sus pulsiones románticas y matiza el discurso. Pero en esta combinatoria no se percibe con claridad la huella modernista; es probable que el contacto de Lazo Martí con este movimiento fuese superficial o, por el contrario, fuese profundo y, en ese caso, la «Silva criolla» sería un alegato contra el modernismo. ¿Cómo saberlo? Tan solo podemos señalar que esta silva retoma el hilo abandonado de cierto rigor neoclásico, y a veces parnasiano, sin olvidar las pulsiones románticas. No solo el romanticismo en el poema es formal, sino que también se expresa en el punto de vista, en la simplificación dicotómica entre el campo y la ciudad como si fuesen el cielo y el infierno. En la «Silva criolla» hay un juicio implícito, una moral conservadora que proclama la atención al terruño como base exclusiva del discurso.

Paradójicamente, de los poemas criollistas escritos en Venezuela, la «Silva criolla» es el de mayor entidad. Y digo paradójicamente porque pareciera que un discurso poético que se fundamenta en esta moralidad excluyente arrojaría un resultado deleznable, pero de ninguna manera es así, y no es así porque el poema se va creciendo después de su primera parte, la parte dicotómica simple; y en la medida en que Lazo Martí canta a su tierra y ofrece su interpretación anímica del paisaje, pues la silva va perdiendo moralina y ganando sustancia, complejidad. Y para colmo de la ironía, la complejidad de la «Silva criolla» estriba en su sencillez, en esos versos que tocan la diana de lo cristalino, de lo diáfano, de lo metafísico subyacente en el paisaje llanero. Porque es bueno recordar que la consustanciación del poeta con el llano no solo lo lleva a blandir una lanza contra la ciudad, sino que también lo hace contra las montañas. Dice:

Guárdate de las cumbres…

Colosales, enhiestas y sombrías

las montañas serán eternamente

la brumosa pantalla de tus días.

De modo que la epifanía lazomartiana solo ocurre en su paisaje llanero, y la apología del llano se fundamenta en la negación de lo otro, pero, insisto, los mejores momentos de la silva no son los negadores, son los que hacen la trama de lo propio; asunto distinto es si la epifanía a la que aludo se instaura sobre la flor de la tristeza o de la melancolía; ese es otro aspecto. ¿El reclamo de cierta crítica por la tristeza que respira en la «Silva criolla» no es acaso prueba de su valía, no se le está reclamando el hecho de que no sea objetiva? Pues, precisamente, uno de los rasgos más favorables de este poema es la subjetivización del paisaje. Lo significativo que ofrece es que no pretendió hacer la relación objetiva del paisaje y la vida llanera; no quiso ser un fresco, un mural realista. Lo que se ha esgrimido como su falta es, irónicamente, una de sus virtudes principales. Su fuerza está en haber construido un castillo subjetivo —en cierto sentido impresionista— y en no haberse dejado tentar por el relato épico.

La atención exclusiva a lo propio, a lo particular, encuentra en el marabino Udón Pérez (1871-1926) su máxima expresión. El criollismo de este poeta se circunscribió a los alrededores del lago de Maracaibo, y su abundancia lírica no se hizo esperar. Pero no solo lo sedujo la descripción paisajística, sino que retomó el hilo que trajinó Yepes y se adentró en la selva de las leyendas indígenas. Buscaba una imposible objetividad con el discurso de sus cantos y, hasta en sus títulos, lo nacional se anunciaba con brío: La leyenda del lago (1908), Ánfora criolla (1913), entre otras obras de su pluma generosa. A diferencia de Lazo Martí, Pérez buscó el discurso épico, el discurso realista por encima del de la subjetivación del paisaje; de allí que sus logros líricos sean menores que los del poeta llanero.

También el criollismo halló en Sergio Medina (1882-1933) un cultor esmerado. Sus poemas cantan al paisaje aragüeño y sus faenas naturales. En su obra, como en alguna medida ocurrió con la de Lazo Martí, se escucha el eco de formas neoclásicas, emparentadas con el ambiente bucólico y virgiliano de los poetas de comienzos del siglo XIX, aunque también es audible una voz romántica en sus versos. Tanto Pérez como Medina, como José Domingo Tejera y Mercedes de Pérez Freites siguen la trocha que se reanima a partir de la obra de Lazo Martí, pero es de hacer notar que sus poemarios fueron contemporáneos de las agrupaciones de comienzos del siglo venezolano, que ya iban en camino de la vanguardia.

Si el modernismo viene a sembrar sus semillas cosmopolitas, junto con las del hedonismo, el exotismo y también el escepticismo, pues el criollismo, como he tratado de afirmar en líneas precedentes, trae en sus alforjas el llamado al orden del nacionalismo. Lo que late detrás de sus enunciados es el corazón de las ideas nacionalistas de principios del siglo XIX. De allí que no sea gratuito el homenaje que Lazo Martí le tributa a Bello: ninguno más urgido por la afirmación de un proyecto nacional que el poeta caraqueño. El poder subversivo del modernismo encuentra su contrapartida conservadora en el criollismo, sin que, por el hecho de ser una manifestación reaccionaria, pueda decirse que sus logros sean deleznables.

El grupo La Alborada (Salustio González Rincones) y la Generación del 18: el camino hacia la vanguardia

Como hemos visto, los movimientos literarios en Hispanoamérica no ocurren de manera excluyente. Conviven, en perfecta sintonía con nuestra condición mestiza, manifestaciones de distinta índole. En un momento dado, como este que hemos visitado, el romanticismo, el parnasianismo y el modernismo —y hasta el neoclasicismo— se dan la mano en una suerte de danza lírica. En algunos autores pesa más una estética que otra, y no es común hallar un poeta en el que solo se asome una perspectiva del mundo, una ética, una erótica y una política. La diversidad en nosotros se expresa sincrética, la variedad convocada a un solo espacio es nuestro signo. Entre el unívoco rito religioso y la fiesta pagana se discierne nuestra condición.

Los primeros años del siglo XX encuentran a Venezuela en brazos de otro caudillo: Cipriano Castro, uno más en la lista que viene engrosándose desde el siglo que recién culmina. En la nomenclatura de los «hombres fuertes» se escuchan resonar, como lo hacen los cascos de sus caballos, los apellidos Páez, Monagas, Guzmán Blanco y un largo etcétera que no termina aún. Precisamente, la sibilina traición que lleva a Gómez al trono de su compadre Castro llena de repentino entusiasmo a unos muchachos que rondan la veintena. Por ello se reúnen y publican una revista llamada La Alborada, hallan en los nuevos designios gomecistas una esperanza: el fin del régimen de Castro; pero sin duda pronto cunde entre ellos el desencanto y, como reza el refrán: resultó peor el remedio que la enfermedad. Creyendo que en el cambio iba la mejoría y la ruptura con aquella cadena de tiranía, hallaron pronto el mismo silencio autoritario.

Si leemos el manifiesto de la revista La Alborada (31 de enero de 1909) pulsaremos un texto de naturaleza más sociopolítica que literaria. Es un retrato del agobio que les produjo la presidencia de Castro. A este grupo pertenecían Julio H. Rosales, Henrique Soublette, Julio Planchart, Rómulo Gallegos y Salustio González Rincones. Curiosamente, los textos más abundantes en los números de la revista fueron los ensayísticos, a la par que no ocultaban su afición por la escritura dramatúrgica. De todos ellos el que se dedica a la poesía con mayor énfasis es González Rincones. La suerte de los otros, como sabemos, cursa las aguas del río narrativo o del crítico, cuando no la desaparición temprana (Soublette). En este momento inicial, los de La Alborada están más tomados por la ética de los asuntos públicos que por los problemas literarios, aunque responden obviamente al clima estético de su tiempo, dominado por un modernismo que ya comienza a mostrar el rostro ajado de la retórica. Un modernismo colindante con el positivismo que había florecido desde que Adolfo Ernst y Rafael Villavicencio lo abrazaron, en las aulas de la universidad, como el enfoque más serio y científico de aproximación a la realidad. Corrían, entonces, los tiempos modernizadores del general Guzmán Blanco, el pomposamente autodenominado «Ilustre Americano», en la década de los setenta del siglo XIX. Si el modernismo iluminaba el espacio de la narración, del poema y del ensayo, el positivismo sentaba las bases de estudios científicos de la realidad social, política, histórica. También, a la juventud de «los alborados» (así los llamaban) les llegaba desde muy cerca el aliento del criollismo, de la exaltación de lo vernáculo, que siempre se presentaba como una factura nacionalista y moral pendiente.

La vida y la obra de Salustio González Rincones (1886-1933) estuvieron en la penumbra durante mucho tiempo por varias razones: emigró en 1910, después de haber intentado infructuosamente hacerse del título de ingeniero en la Universidad Central de Venezuela. Su destino inicial fue Madrid, luego Barcelona y, con más detenimiento, París, Ginebra y Roma. En algunos sitios desempeñó discretos cargos diplomáticos bajo el régimen gomecista, y en otros se mantuvo con fuentes alternas, entre ellas la de corresponsal periodístico. En sus inicios se acerca al texto dramatúrgico y al poético, pero al final se impone su veta lírica, aunque dos de sus obras teatrales fueron montadas en Caracas con buena acogida. En su vida europea adquirió el llamado «mal de la época», la sífilis, y por su causa se embarca hacia La Guaira en 1933, a bordo del vapor Caribia, buscando morir en tierra propia, pero fallece en alta mar a los cuarenta y siete años. Según cuenta Uslar Pietri, quienes lo despidieron en el puerto francés lo vieron tan mal que embarcaron, también, una urna.

La penumbra bibliográfica a la que aludí en líneas anteriores se debió a que sus libros fueron publicados en París (otros no salieron de la gaveta) con escasa difusión en Venezuela, y no fue sino hasta 1977 cuando se publicó una Antología poética de su obra. Este hallazgo se lo debemos a la paciente labor de Jesús Sanoja Hernández, que prologó y seleccionó su obra, y al cuidado de una sobrina (Ivonne González Rincones de Klemprer) que conservó la totalidad de sus libros y su archivo personal. La aparición de este título antológico fue un acontecimiento singular: revelaba la existencia de una conciencia poética moderna, que se expresaba a través del humor, la conversacionalidad, las máscaras, el pseudónimo, el invento de supuestas lenguas indígenas, el desacato a los rigores genéricos, la creación de personajes y alter egos poéticos, el juego con el arte de la traducción. En suma, una suerte de castillo lúdico moderno sobre las piedras de la ironía.

Afirma Juan Liscano en una nota sobre González Rincones: «Para esa fecha de 1909, Salustio guardaba en sus gavetas cuatro sorprendentes poemarios, cuyo gran valor creativo posmodernista no parecen haber calibrado sus amigos, a quienes, seguramente, leyó algunos versos, puesto que el propio Gallegos recuerda que componía poemas» (Liscano, 1985: 199). En la misma nota, Liscano enfatiza la inadvertencia con que los alborados leyeron la poesía de Salustio, circunstancia que revela la escasa formación poética del grupo, pero más importante aún es la valoración que Liscano hace de su poesía como posmodernista. En verdad, lo que el escritor quiere señalar es el valor crítico de la poesía de Salustio dentro del clima modernista. Un sector de la crítica ha apelado a dos denominaciones para ubicar el interregno entre el modernismo y la vanguardia. Con frecuencia se les llama posmodernistas o prevanguardistas, pero, en verdad, si el modernismo comienza a presentar signos de agotamiento en Hispanoamérica hacia 1910 y fenece simbólicamente hacia 1916 con la muerte de Darío; y si, por otra parte, la vanguardia hispanoamericana surge con Vicente Huidobro entre 1916 y 1918: ¿dónde queda el espacio para estas dos denominaciones? Más apropiado es hablar de un tránsito entre el modernismo y la vanguardia, como bien lo establece Octavio Paz en Los hijos del limo, representado en el caso venezolano, precisamente, por esto que observa Liscano en la poesía de Salustio y, como veremos más adelante, por algunos integrantes de la llamada Generación del 18.

Me gustan los matices, pero creo que en este caso contribuyen a enrarecer las aguas en vez de a esclarecerlas. Insisto: en vez de apelar a una taxonomía de síntomas que se solapan abigarradamente, como sería el caso de los supuestos posmodernistas y los supuestos prevanguardistas, es más fácil ubicar, como lo hace Paz en el libro ya citado, una zona epigonal del modernismo en la que lejos de sucumbir en la retórica de este, se hallan los gérmenes de la futura vanguardia. En otras palabras: la crítica del modernismo es hecha con sus propios instrumentos, con la ironización, el trastrocamiento y el señalamiento tácito de su propia retórica, como lo comienza a hacer Salustio, vislumbrando, sin saberlo, las que serán algunas de las proposiciones vanguardistas.

Las operaciones desacralizadoras que pone en marcha González Rincones solo pueden hacerse desde una perspectiva crítica, pero lamentablemente la influencia de estas intuiciones no calaron en el ambiente poético de la Venezuela de su tiempo, entre otras razones por las que señalé al principio: ya Salustio estaba en Europa, por una parte, y por otra, resultaba difícil advertir estos rasgos en un clima literario dominado por el modernismo, cuyos cultores además comenzaban a afiliarse al gomecismo o, también, por un vetusto romanticismo que todavía mimaban algunos bardos rezagados. En suma, no estaban los resortes críticos nuestros suficientemente alertas como para ver lo que iba vislumbrando aquel joven cultor de poesía humorística, irónica, conversacional que, para colmo, ni siquiera vivía en Venezuela. La penumbra salustiana ha sido tal que no es sino a partir del trabajo de Sanoja Hernández cuando se le comienza a considerar en las antologías; antes, un manto de oscuro silencio se posaba sobre sus indudables aportes. Salustio escribe, trastoca, revoluciona, le da curso a la operación crítica por excelencia, es decir, toma distancia y sonríe, ironiza, juega, pervierte, pero su trabajo queda como en una suerte de limbo; es como si sus libros naufragaran en el Atlántico o como si su voz fuese raptada en la mitad de su trayecto. Dramático e injusto, pero así fue.

Pero si el humor, la sátira y la conversacionalidad ya insurgen en sus primeros libros (Caminos noveles, 1907, Llamaradas blancas, 1907, Las cascadas asesinas, 1907), el uso del pseudónimo (Ottius Halz) y de otros recursos esplenden en su libro La yerba santa, de 1929. Aclaro que, por razones desconocidas para mí, González Rincones no publicó en su momento de escritura los libros fechados en 1907, pero —según Liscano— sí se los dio a conocer a sus compañeros de grupo, los alborados, recibiendo, como vimos antes, una tibia respuesta. De La yerba santa, afirmó Julio E. Miranda: «Su poemario más sorprendente es sin duda La yerba santa, en el que, en la mayoría de los casos, se articulan cuatro textos cada vez: un poema indígena, en idioma inventado por el autor; su traducción literal al castellano; su versión “literaria”; la nota del traductor. Máscaras ficcionales, creación de personajes, apuntes de ciencia ficción, transgeneridad poesía/ensayo-ficción hacen de este libro un proyecto único en la época» (Miranda, 1999: 9). Mientras nuestros vanguardistas están abriendo el cauce del verso libre y torciéndole el cuello al cisne, Salustio está atareado con la creación de personajes, construyendo un tejido especular, desdoblándose, enmascarándose, cultivando el poema en prosa, jugando —como un pequeño Dios en un laboratorio— con unos instrumentos nuevos y viejos, al margen de sus paisanos, en el silencio lluvioso de París.

El descubrimiento de la poesía de González Rincones aún está por hacerse. En la medida en que naveguemos por el océano de su obra nos veremos obligados a hacer una relectura de la poesía venezolana de principios de siglo, en particular este capítulo de finales del modernismo, cuando un solitario comenzó a cavar túneles que lo llevarían hacia las zonas de luz de la vanguardia, pero lo hizo tan calladamente que sus contemporáneos no se dieron cuenta.

Entre el grupo La Alborada y la llamada Generación del 18 hubo un espacio común: el Círculo de Bellas Artes. Como su nombre lo indica, no se trató de un espacio literario, sino de uno pictórico. La denominación de «Círculo» fue acuñada en 1912, pero ya desde algunos meses antes los alumnos de la Academia de Bellas Artes, dirigida por el pintor Antonio Herrera Toro, estaban en contra de la severidad de sus instrucciones. Querían salir de la pintura clásica intramuros para buscar el paisaje, al aire libre, según las prácticas que les llegaban como un eco lejano desde la adelantada Europa. No es este el sitio para detenernos en la indudable importancia de este plantel de pintores para la historia plástica nacional. Simplemente señalemos que, mientras ellos batallaban frente al lienzo, los escritores departían allí y contaminaban sus palabras con la plasticidad impresionista que anidaba en los pinceles.

Los años del Círculo son, también, los años de la Primera Guerra Mundial, episodio de indudable influencia en la musculatura de las manifestaciones artísticas. Son, localmente, los años de consolidación de la dictadura gomecista, del cierre preventivo de la Universidad Central de Venezuela por parte del Gobierno. Poéticamente, son los años del leve inicio de declive del modernismo retórico, aquel que viene haciendo aguas a partir de la asunción superficial de sus postulados; y son, obviamente, los años de gestación de la crítica del modernismo desde el modernismo mismo. La situación política venezolana no es la más propicia para el libre tránsito de las corrientes artísticas; de allí que la vanguardia europea, que comienza a manifestarse a partir de 1909 con Picasso y sus compañeros —que estaban sentando las bases críticas de lo que vendría después—, no llega a Venezuela sino, quizás, como un eco lejano y prácticamente inaudible. Se ha dicho siempre y es cierto: Venezuela llegó tarde a la vanguardia, pero de este tema nos ocuparemos en un capítulo posterior.

Nunca antes en nuestra historia del arte se había dado una conjunción más fértil que aquella entre los pintores y los escritores, pero para ser más exactos, quienes se nutrieron más de esta junta fueron los que iban a integrar la llamada Generación del 18 y, entre ellos, particularmente, Enrique Planchart y Fernando Paz Castillo. De hecho, es en la obra de ambos, así como en la de Rodolfo Moleiro, donde se van a manifestar más claramente sus lecturas plásticas. La cercanía con el hecho pictórico fue tal que Planchart, que se inicia como poeta, muy pronto se entrega a la crítica y la historiografía de las artes plásticas venezolanas, abandonando la poesía. Sin embargo, los historiadores están de acuerdo en aceptar que el nombre de esta generación se debe a que en ese año estos camaradas juveniles adoptaron la modalidad de los recitales públicos con insistencia, y estas apariciones le dieron al grupo una suerte de señal de identidad y de partida de nacimiento para la vida literaria. Además, al año siguiente, la tarjeta de presentación de la generación celebra la edición príncipe de uno de sus integrantes; me refiero a los Primeros poemas, de Enrique Planchart. Como vemos, la asunción del año 18 como pivotal responde más a un criterio si se quiere anecdótico que propiamente literario. Sobre todo si tomamos en consideración que los libros más significativos de estos autores surgen años después, en algunos casos muchos años después. Para 1918, Ramos Sucre tiene veintiocho años; Paz Castillo tiene veinticinco; Planchart, veinticuatro; Mármol y Blanco, veintiuno; Moleiro y Barrios Cruz, veinte; Fombona Pachano, diecisiete; Sotillo, dieciséis. Estas disparidades explican por qué algunos autores ubicados tradicionalmente en esta generación en verdad pertenecen en mayor propiedad a los tiempos de la vanguardia. Es el caso de Fombona y Sotillo, por ejemplo. Pero lo que quiero significar es que la escogencia del año pareciera haber sido más fruto de la costumbre que de un proyecto premeditado.

La crítica se ha empeñado, no sin dificultades, en hallar un conjunto de características comunes a esta generación. Incluso Paz Castillo, que fue en cierto sentido el historiador del grupo, se esmeró en fijar una caracterología común. En verdad, vistos a la distancia, cada uno de ellos hizo una obra tan personal que es difícil establecer estos vínculos. Puede ser que al principio se diera una comunidad de propósitos, pero el tiempo se encargó de matizarla. Paz Castillo, refiriéndose a su generación, afirma:

La Generación del 18 en mi concepto cumple un papel dentro del desarrollo de nuestra cultura. Define la reacción contra el positivismo, que tímidamente ya se había iniciado. Se inclina francamente hacia la corriente espiritualista que invade el mundo. Es una generación de cultura principalmente francesa. Por consiguiente, es justo que reciba y capte, bien en el propio ambiente y en la enseñanza del maestro, bien de segunda mano en versiones españolas, la influencia de Bergson. Yo no vacilaría en decir que fue una generación bergsoniana, tanto por el sentido poético de su filosofía como por su posición elegante en la vida intelectual de la época. (Paz Castillo, 1995: 74)

Ciertamente, si a estas inclinaciones comunes (aunque podrían discutirse) se suma el hecho de haber sido una generación de entreguerras, pues sí hay unos rasgos de comunión en sus puntos de partida pero, insisto, luego se desdibujan notablemente. Por ejemplo, al comienzo quisieron permanecer alejados de la actividad política, en defensa moderna de su condición de artistas, pero pronto la realidad los llevó a meterse hasta los tuétanos en la lucha política. Es el caso de Blanco, de Fombona y de Sotillo. Otro ejemplo: mientras el maestro Paz Castillo afirmaba que rompían con el pasado, en sus poemas emergía, otra vez, el gesto romántico e incluso ciertas maneras modernistas. A todas luces, cuando fijó la caracterología estaba estableciendo más un programa de base, un ideario, que una realidad. Antes ha dicho el mismo maestro Paz Castillo que la Generación del 18 «nacionaliza el paisaje»; quiere decir el poeta que su generación asume el paisaje, de la mano con sus compañeros pintores, desde una perspectiva impresionista, no ajustada a la realidad objetiva y, ciertamente, este es un aporte importante, aunque ya se encuentra en la Silva criolla de Lazo Martí. Pero, en verdad, quienes asumen el paisaje desde esa perspectiva subjetiva y de manera casi programática son los miembros de la Generación del 18. También es común a los del 18 la asunción del futuro con preocupación existencial; el mundo viene de una guerra que ha estremecido sus cimientos y los poetas no son indiferentes a esa crisis. Y a la crisis de posguerra, de interés universal, los del 18 le suman una de esfera nacional: quieren diferenciarse a toda costa de la fácil bohemia de algunos de sus antecesores, que entendían el cultivo de las letras como una afición que adornaba lauros públicos, a diferencia de lo que ellos entendían que era: un destino personal que entrañaba una responsabilidad particular. Y aquí sí hizo, esta generación, un aporte actitudinal importante; con ella la poesía va alcanzando un respeto más acorde con su estadio espiritual; abandona su condición secundaria, de adorno del político o del diplomático, para ser razón de vida. Estos hombres, con sus ejemplos, asentaron la dignidad de la poesía como una opción existencial profunda.

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