Kitabı oku: «Ciudadanía global en el siglo XXI», sayfa 5

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El crecimiento y el impacto de estos discursos nativos se transforma cualitativamente cuando un determinado conglomerado, político, social y mediático, generalmente ligado a posiciones de derecha extrema y de extrema derecha, los politiza y sistematiza, reivindicando la “vieja” comunidad nacional, y culpando a la inmigración de los malestares sociales reales, con el fin de obtener hegemonía social, electoral y política. La expansión de este fenómeno de politización de la inmigración se ha apoyado en tres factores esenciales (porCausa, 2019a):

• Relevancia creciente del eje identitario “ellos versus nosotros” por oposición al ideológico “derecha versus izquierda” como factor de segmentación social.

• Proliferación de la desinformación como consecuencia de la revolución informativa digital y la deslegitimación de los intermediarios informativos tradicionales.

• Ofensiva antiinmigración sobre la base de un modelo MacPopulista bien coordinado y adaptado de manera inteligente a los contextos nacionales.

Una política migratoria restrictiva concebida para detener los flujos a toda costa, no para gobernarlos, y que olvida las políticas de integración activas.

Los países desarrollados —que, en su mayoría, constituyen un destino atractivo para los migrantes de regiones menos prósperas— muestran importantes similitudes en su gestión de las fronteras exteriores. Una de las fundamentales es la obsesión por la entrada irregular de inmigrantes. Para la Unión Europea, Estados Unidos o Australia y, en menor medida, para otros destinos como Canadá o Nueva Zelanda, el objetivo práctico de las políticas de inmigración es controlar o detener la llegada de trabajadores y solicitantes de asilo, antes que gobernar estos flujos con incentivos negativos y positivos que fomenten la colaboración real de los países de origen y de los propios migrantes (Fanjul, 2015; Fanjul y Rodríguez, 2018; Naïr, 2016).

La movilidad humana, sin embargo, se rige por pulsiones que escapan a menudo del control último de los gobiernos, lo que genera una disociación entre la realidad y las políticas migratorias (Clemens et al., 2016). En su empeño por controlar los flujos a toda costa, los países de destino han encarecido, obstaculizado y encanallado las rutas migratorias, pero no han sido incapaces de cerrarlas. Esto no ha solo ha derivado en dramáticas consecuencias humanitarias para los migrantes y en el deterioro de los Estados de derecho, sino también en un fabuloso coste de oportunidad para todas las partes en forma de beneficios económicos y demográficos no realizados. Para todos menos para la floreciente industria del control migratorio, nacido a la sombra de estas políticas (porCausa, 2017).

En segundo lugar, hay que señalar que. como consecuencia de la combinación de tres elementos —los crecientes recortes del estado social, la confusión sobre los modelos de gestión de la diversidad y el auge de partidos y posiciones políticas nativistas— se ha producido un proceso de recorte o desmantelamiento de las políticas de integración social en los países desarrollados. El efecto ha sido el empeoramiento de las condiciones de vida de la población inmigrante y el deterioro del trabajo comunitario y de gestión de la diversidad en lo local, especialmente en barrios populares.

Tres los elementos nucleares que toda buena política migratoria debería tener

Una nueva narrativa sobre las migraciones

Nos movemos en un marco narrativo securitario que vincula la migración con ideas de amenaza, invasión y recursos escasos, planteando la necesidad y posibilidad de ponerle freno. Este discurso ha generado un entorno de miedo en el que difícilmente pueden prosperar políticas alternativas a la contención. Por ello es fundamental cambiar de raíz el marco de referencia y plantear un debate diferente para el que proponemos algunas medidas (porCausa, 2019):

• Estructurar una narrativa que haga justicia a la complejidad de la migración como fenómeno natural y universal, inherente a la condición humana, y que no se puede parar, como muestra la abundante literatura al respecto. Frente a los discursos reduccionistas más extendidos es fundamental transmitir que, ante este hecho inevitable, está en nuestras manos que sea algo positivo para la sociedad en los planos económico, social y cultural. Hay que articular los discursos en torno a rostros de la migración que apenas tienen protagonismo: la migración como desarrollo, ya tratada previamente, o la riqueza cultural fruto de la diversidad y del movimiento.

• Cambiar el marco narrativo implica no hacer referencia a ninguno de los elementos que construyen normalmente los discursos migratorios. A menudo, esto implica dejar de hablar de migrantes para centrar el debate público en cuestiones relevantes pero invisibilizadas, como el malestar social o la precarización.

• Mostrar que la población inmigrante es, ya, parte consustancial de la población de los países de acogida y de su vida cotidiana. Una población con unos niveles de naturalización muy elevados, que está profundamente arraigada personal, familiar y socialmente, y que forma parte de su presente y su futuro.

• Es relevante, finalmente, atender a las audiencias en las que se desea influir al cambiar la narrativa. Diferentes estudios sobre el tema coinciden en distinguir tres grupos: odiadores o haters, sector antimigratorio convencido en el que difícilmente va a lograrse un cambio de percepción; convencidos o believers, aquellos posicionados claramente en favor de la migración y sobre los que no interesa enfocarse por estar ya ganados; y los indecisos o swingers, la zona gris, el colectivo intermedio cada vez más amplio, que no se declara fervientemente en contra, pero que en un momento dado sí puede ser permeable a los discursos de rechazo a la migración. Estos indecisos constituyen la audiencia objetivo del nuevo relato migratorio, por lo que es fundamental prestar atención a sus miedos e intereses a la hora de establecer los principios del debate y las estrategias de comunicación.

Una nueva gestión de flujos para optimizar el impacto de las migraciones en la prosperidad y el desarrollo

La movilidad de los trabajadores y de sus familias constituye una de las fuentes más eficaces de prosperidad para los migrantes y para sus países de origen. Pero los beneficios no se limitan en ningún caso a los migrantes y a sus comunidades de origen. Los estudios más ambiciosos sobre el impacto de los migrantes en las economías de destino (OCDE, por ejemplo) coinciden en señalar aportaciones destacables en materia de crecimiento, generación de empleo, incremento de la productividad o fomento del emprendimiento y la innovación. Esto ocurre sin que se produzca un impacto sensible en el nivel salarial de las poblaciones nativas ni en la calidad de servicios públicos como la sanidad.

Si las migraciones suponen un beneficio objetivo y las regiones más desarrolladas necesitarán en el futuro que los trabajadores migrantes sigan llegando —debido al envejecimiento demográfico—, se hace necesaria una reforma del modelo de puerta estrecha que impera hoy en la mayor parte de destinos. Algunos países, como Canadá, Nueva Zelanda o Alemania, se han adelantado proponiendo modelos de gestión de los flujos más flexibles. Su capacidad para amortiguar en parte las cautelas extremas del sistema y construir modelos mejor adaptados a la realidad puede granjearles importantes ventajas en el futuro. Y España puede abrir este debate para regiones como América Latina (Fanjul, 2019).

Lamentablemente, estos países son todavía mucho más la excepción que la regla. Por eso es importante que iniciativas como el Pacto Mundial por una Migración Ordenada, Regular y Segura, aprobado en diciembre de 2018, ayuden a replicarlas y llevarlas a escala (Fanjul, 2018).

Una política de integración

Finalmente, la tercera medida, pasa por impulsar un nuevo ciclo político en materia de integración, cuestión que debe ser clave en nuestra nuevas sociedades precarias y diversas. Una nueva política de estado, destinada no solo a la inmigración, sino al conjunto de una sociedad que ya es étnicamente diversa. Una política cuyos dos elementos centrales deberían ser las medidas de cohesión social para todos y las medidas de gestión de la diversidad en contextos sociales, especialmente los barrios populares, cada vez más marcados por la pluralidad étnica y racial (Fanjul y Moltó, 2019).

¿Qué nueva ciudadanía global nos permitirá cambiar el modelo migratorio imperante?

El concepto de ciudadanía global contempla el ejercicio de los derechos poniendo el foco en el ciudadano a título individual, en su capacidad de agencia en sus comunidades y en su consciencia del funcionamiento del sistema global. Esta articulación de lo local y de lo global pasa po r la aceptación del movimiento de las personas en un mundo interconectado y la gestión de la diversidad dentro de la propia sociedad (Carens, 2013). Sin embargo, el contexto en que se fraguó este proyecto ha cambiado. Este potencial escenario comprende unos derechos que hoy están siendo cuestionados, dándose de bruces con discursos nativistas que instan a los territorios a replegarse dentro de sus fronteras nacionales, bloqueando el movimiento de las personas. Se hace, por tanto, necesaria una adaptación del concepto de ciudadanía global frente a las crecientes reticencias en materia de interculturalidad y diversidad.

Ante estas dificultades, las nuevas narrativas son una herramienta clave capaz de reintroducir algunas certezas olvidadas o ignoradas en el debate público e interesantes para reformular el concepto. La principal de ellas es que “todos somos migrantes”. Los discursos más recurrentes sobre la migración hacen de esta una cuestión que parece concernir solo a un tipo de movimiento y a un perfil social cargado de connotaciones, reservándose para el resto otros términos como “expatriación”.

Al ser difícil generar movilización ante una cuestión que resulta ajena, es fundamental una ciudadanía global asentada y consciente de la universalidad de la migración. Solo una sociedad que se sienta migrante puede facilitar un cambio en el paradigma migratorio. Una nueva narrativa migratoria constituye una forma tanto de alcanzar una ciudadanía global como de ejercerla. Sin tratarse de un medio de comunicación, se convierte en una herramienta de cambio social en manos de los diferentes perfiles sociales que se adapta a los distintos grados de participación, desde ciudadanos de a pie cuyos espacios de incidencia no abarcan más de sus barrios o entornos íntimos, hasta activistas involucrados en movimientos sociales.

Algunos aprendizajes para el mundo educativo

Todos los resultados muestran que hay una profunda segmentación étnica y de clase en los resultados educativos. Con el fin de superar esos resultados es necesario construir una escuela pública, que no tiene por qué ser solamente estatal, que ofrezca igualdad de oportunidades y de resultados para todos, pero especialmente en los nuevos barrios populares étnicamente diversos. Una tarea que, al menos, necesita de tres elementos: inversión pública y dotación de medios, nuevas metodologías de trabajo que integren escuela y comunidad, y gestión de la diversidad. En España hay ejemplos prácticos y maravillosos de este tipo de escuelas que podrían servir de inspiración.

A su vez, se hace necesario que los programas educativos cuenten y normalicen el fenómeno migratorio, su nativismo y sus potencialidades, incorporando una perspectiva migratoria (Aja et al., 2000). Asignaturas como Historia, que normalmente no se estructuran en torno a este fenómeno, podrían hacerlo con plena legitimidad.

Capítulo seis

Mujeres, feminismo y ciudadanía global. Repensar la igualdad, los cuidados y la vida

Carmen Magallón

Enriquecer la igualdad con los legados femeninos

La igualdad formal entre hombres y mujeres está recogida como principio jurídico en la legislación internacional, siendo el hito más reseñable la aprobación, en 1979, de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (Cedaw, en sus siglas en inglés), por parte de la Asamblea General de las Naciones Unidas. En 1983, España ratificó esta convención. Ahora bien, ¿cuál o más bien quién es medida y referente de esa igualdad? ¿Es igualdad entre o igualdad a? Hoy por hoy, lo que predomina no es la igualdad entre, sino la igualdad a, tomar al hombre como medida. Ante lo que nos preguntamos: ¿Puede el universo femenino insertarse en lo universal si lo universal está concebido en masculino? ¿Pueden las mujeres tener un lugar si los hombres lo ocupan todo? Radicalmente, no. Ser igual al hombre no es suficiente. Es preciso reestructurar el marco normativo y de relación, social, político, económico y simbólico, desmontar el reduccionismo de tomar como universal la experiencia y saberes masculinos.

Alimentados por la noción aristotélica, se sigue pensando que las mujeres son hombres deficitarios, se pregunta qué les pasa a las mujeres, por qué no entran más en la política, por qué no están en determinados lugares, por qué hay tan pocas en la ciencia. ¿Acaso les falta algo a las mujeres? Desde luego, les falta ganar igual salario por igual trabajo, romper el techo de cristal para llegar a los puestos de poder en la misma proporción, en suma, eliminar la desigualdad construida sobre su diferencia. ¿Qué igualdad de género concebir para no dejar atrás la riqueza de una diferencia que constituye, de hecho, un legado histórico?

Para una ciudadanía global la igualdad no puede ser la que se concibe como homogeneización, sino la que respeta la diferencia, va más allá de la igualdad de derechos y opciones, exige un aprendizaje mutuo y una reestructuración de la universalidad del modelo humano. Solo lograr derechos, también sería igualdad, pero una igualdad muy chata. Se trata de remover estructuras y lógicas y de sustituir valores caducos. La igualdad ha de tener como meta la construcción de un mundo que valore lo mejor de la experiencia vital de ambos sexos. Me gusta hablar de una igualdad construida con los mejores ladrillos de la experiencia de mujeres y de hombres. Para lograrlo, hay que producir y airear discursos que permitan la construcción de identidades más libres, enriquecidas con la experiencia humana plural, y reestructurar las instituciones y normas que las distintas culturas, y ahora el mundo globalizado, construyeron bajo la hegemonía masculina. Dejar atrás la biodiversidad humana sería una pérdida irreparable.

Para construir el mundo que queremos, también las mujeres han de ser referentes, sus vidas, conocidas, y escuchadas sus aportaciones en todos los campos. No hay que olvidar que son los grupos excluidos quienes tienen la motivación y el deseo de cambiar las cosas y que las mujeres están en todos los grupos excluidos; les toca liderar y, junto a los hombres, hacer del mundo un mejor lugar para todos. Defiendo un liderazgo de mujeres y la inclusión de su plural legado en el referente de igualdad.

Pensemos en lo que nos perdemos si nuestras políticas de igualdad hacen de las mujeres un hombre más y borran de la universalidad los saberes y las prácticas femeninas desarrolladas por ellas en la historia. Pongamos el caso del conocimiento instituido. La corriente principal de la tradición científica ha transmitido los “saberes de hombres”, falta transmitir los “saberes de mujeres”, teniendo en cuenta, eso sí, que la construcción de un saber integral demanda algo más que añadir mujeres.

De los muchos ejemplos que podrían traerse a colación mostraré dos inspiradores episodios de una genealogía femenina que se piensa como paradigma propio, holístico e inclusivo.

Uno me lleva a la imagen de las 1.136 mujeres reunidas en el Congreso de La Haya, en 1915. En medio de la I Guerra Mundial, mientras los hombres de sus países se estaban matando, ellas debatían y consensuaban las condiciones necesarias para lograr una paz permanente y las leyes internacionales que habrían de respaldarlas. Remarcaban la necesidad de un ordenamiento jurídico y un foro internacional que permitiera dirimir los conflictos sin recurrir a la guerra, proponían la libertad de comercio, la educación para la paz, mejoras significativas y positivas para toda la población, e incluían la reclamación del sufragio femenino como derecho y como parte de la democratización de las políticas internacionales. En el Congreso de La Haya se pondrían las primeras piedras del orden internacional que dio origen a la Sociedad de Naciones y, más tarde, a las Naciones Unidas. En él nacería la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad (Wilpf en sus siglas en inglés), la organización de mujeres por la paz más antigua del mundo (Magallón, 2014).

La otra imagen es más cercana en el tiempo. Es febrero de 2011 y un millón de personas llena la Piazza del Poppolo en Roma en una manifestación convocada bajo el lema: Se non ora, quando? (Si no es ahora, ¿cuándo?). Su objetivo: protestar contra los desaguisados y escándalos del todavía gobernante Berlusconi, que dimitiría en noviembre de 2011. En aquel escenario, las palabras de la filósofa Alexandra Bochetti, llamando a las mujeres a entrar en política a partir de su propia experiencia, sacuden la inercia de todos:

Cada mujer sabe de la vida más que cualquier hombre porque ha visto siempre al género humano de cerca, desde el nacimiento hasta la muerte y conoce el esplendor y la miseria de los cuerpos. El cuidado de los cuerpos ha sido a lo largo de la historia nuestra servidumbre, pero ha sido también la fuente de grandes conocimientos. Así nuestra fuerza radica en la necesidad de nacer, comer, dormir, saber llorar, reír y saber morir. Es una fuerza grandísima. Y ahora más que nunca debemos emplearla.

Bocchetti, 2011.

Alessandra Bocchetti es un magnífico referente del pensamiento que defiende la diferencia de la experiencia de las mujeres como riqueza de la humanidad. Es fundadora del Centro Cultural Virginia Woolf de Roma y en su texto Lo que quiere una mujer pueden leerse los contenidos sustantivos de su filosofía, una joya cuyas enseñanzas tenemos muy presentes. Para Bochetti, la política es amor y cuidado del bien común y arte de estar juntos, accede a ella, dice, a través del ser mujer:

El ser mujer como lo que tengo, no como carencia, no como esperanza, no como proyecto, sino como lo que ya tengo. Por consiguiente, mi actitud es qué puedo verdaderamente dar, yo mujer, y no qué lograré tomar (…). Partir de la condición de carencia no conduce verdaderamente a la política, sino a una ilusión de política que solo permite gestos limitados, como pueden ser, por ejemplo, reivindicaciones o peticiones de justicia; conduce tan solo a esperar siempre algo de los otros. No hay acceso a la política a partir de lo que carecemos, en cambio hay acceso a la política a partir de lo que tenemos.

Bochetti, 1996, 313.

Escuchando y glosando sus palabras encuentro sentido a la noción de igualdad entre hombres y mujeres, una igualdad enriquecida, una igualdad que parta de lo que poseemos, unos y otras, no desde las carencias. Esta idea de igualdad me parece una gran contribución feminista a la construcción de una ciudadanía global.

El conflicto capital-vida y la crisis de los cuidados

Para lograr el mundo que queremos, necesitamos construir una ciudadanía global que asuma una crítica a la economía existente desde sus mismas bases y que defienda las transformaciones necesarias para transitar hacia una vida que valga la pena.

El sistema económico globalizado actual no recoge las necesidades humanas, alimenta la codicia, mantiene la brecha entre una pequeñísima parte de la población poseedora de la mayoría de la riqueza y el resto, y excluye y sitúa en la indigencia y la falta de condiciones de vida dignas a millones de personas. La vida de muchos seres humanos y de la misma Tierra se está fragilizando, pues la dinámica hegemónica prioriza la acumulación de capital. Si la vida continúa es por el trabajo invisible de cuidado, el trabajo de los afectos llevado a cabo fundamentalmente por mujeres, un trabajo que no cuenta como empleo porque no es ni reconocido ni pagado y que tiene gran peso en los países objeto de políticas de desarrollo.

El grupo de mujeres de la revista En pie de paz comenzamos a hablar de la importancia del cuidado a finales de los 80 del siglo pasado. A través de la reflexión sobre nuestras vidas, detectamos su invisibilidad, los vacíos y desencuentros entre hombres y mujeres en torno a la tarea de los afectos, hablamos de la plusvalía afectiva y defendimos la riqueza de la experiencia femenina (Magallón, 1990, 10). En esos años, Elena Grau escribía:

Aspiramos a mantener la diferencia sexual que nos permite preservarnos con respecto a los modelos de vida y de trabajo dominantes y a transformar las relaciones de poder que se han construido sobre esta diferencia considerada como inferioridad… Esta voluntad de existencia social libre de las mujeres no se contradice, sino, al contrario, va pareja a las aspiraciones de emancipación y de preservación de la vida en el planeta. Por ello, nos sentimos sujetas activas y protagonistas, junto con otros y otras, de un proyecto polícromo en favor de la supervivencia y la liberación.

Grau, 1990, 3.

Desde esta perspectiva, considero muy relevante para la constitución de una ciudadanía global incorporar las aportaciones de economistas feministas que se vienen ocupando del análisis del uso del tiempo y del trabajo de cuidado, a menudo nombradas como tareas de sostenimiento de la vida. Desde las vidas de las mujeres es patente que las teorías económicas hegemónicas dejan fuera gran parte de la actividad humana, pues se limitan a recoger las actividades de mercado. En su reduccionismo, la ciencia económica al uso toma como base para sus elaboraciones teóricas un ser humano: el homo economicus, caracterizado como un átomo: independiente, individualista y cuya finalidad es producir (Tello, 2015). De manera bien diferente, la economía feminista parte de lo que podríamos llamar la humanización del ser humano, redundancia necesaria por haber sido negada, y que consiste en tomar como referencia un ser dotado de las características realmente humanas, con su vulnerabilidad radical, su interdependencia y su dependencia de la naturaleza o ecodependencia (Riechmann, 2012); un ser que nace, crece, enferma, necesita cuidados y afectos, un ser social que se construye en la relación.

La economista feminista Amaia Pérez Orozco critica los dos paradigmas dominantes en el sistema económico, que designa como la teocracia mercantil y el estrabismo productivista. Nos hace caer en la cuenta de que “el núcleo duro del problema es la existencia de un conflicto irresoluble entre la acumulación de capital y la sostenibilidad de la vida”. Y es que “bajo la preeminencia de la acumulación de capital, la vida está siempre bajo amenaza, porque no es más que un medio para el fin del beneficio. Siempre hay dimensiones de la vida y vidas enteras sobrantes, que no son rentabilizables; o que son más rentables destruidas que sostenidas. Es un sistema que jerarquiza las vidas particulares, que ataca la vida en su sentido holístico —vida humana y vida no humana — y colectivo —todas las vidas—, poniéndolas al servicio de unas pocas vidas individualizadas que se convierten en las dignas de ser lloradas y rescatadas. Sin embargo, la vida ha de resolverse y se resuelve delegando esta responsabilidad en las esferas socioeconómicas privatizadas, feminizadas e invisibilizadas” (Pérez Orozco, 2014, 52-53).

Nos salva el cuidado, precisamente lo que no se contabiliza en la economía: el trabajo femenino invisible. Por eso, para orientar la construcción de una ciudadanía global cuidadora de las personas y del medio ambiente, es muy importante atribuir valor al cuidado y analizar su problemática.

El cuidado no solo es importante desde la perspectiva económica, afecta a la cultura y a la construcción de identidades (Comins, 2009). Las políticas públicas lo orientan hacia la conciliación, pero la conciliación se queda corta: sigue tomando “el trabajo de cuidados no remunerado como algo menos que trabajo… (y) se aplica sobre todo a las mujeres” (Pérez Orozco, 2014, 51). Lo que reclamamos es la corresponsabilidad, pues quienes se hacen cargo de las tareas de sostenimiento de la vida, esas que no cuentan para la economía, soportan sobre sus hombros una múltiple carga, un exceso que las convierte en malabaristas de la vida (Bosch, Carrasco et al. 2003).

La diversidad de enfoques y situaciones del trabajo de cuidado, que ha cambiado a lo largo del tiempo, tiene historia, (Carrasco, Borderías y Torns, 2011) y que también se afronta de manera diferente en distintos lugares del mundo, se capta muy bien en las contribuciones realizadas desde diversas partes del mundo en el Congreso sobre Economía del cuidado: voces y perspectivas para un cambio de paradigma, organizado por la revista Nueva Sociedad en noviembre de 2014 en Argentina (Economía del cuidado, 2015). En él, la economista Cristina Carrasco reafirmaba que el sistema dominante solo tiene en cuenta la producción y la acumulación de capital, mientras la vida humana y la naturaleza son tomadas como “externalidades”, algo que se coloca fuera del ámbito económico. Abusiva, contradictoriamente y sin reconocerlo, las posibilidades de acción de la economía se apoyan en los dos pilares externalizados: la naturaleza, de donde se extraen recursos, y el trabajo de cuidado, necesarios ambos para la supervivencia. El conflicto capital-vida se está convirtiendo en algo insostenible.

Desde el desprecio por los cuidados mostrado por los sistemas desarrollados, las mujeres se vieron obligadas u optaron por relegarlos, lo que ha conducido a una crisis, la crisis de los cuidados, resuelta a través de una cadena que circula de país a país. En la cadena del cuidado, las mujeres de clase media o media alta contratan a otras mujeres, a menudo, pobres y emigrantes, y dejan en sus manos el cuidado de los ancianos, niños y niñas, mientras estas cuidadoras, a su vez, dejan en sus países de origen a sus niños y a sus ancianos. Se crea así una cadena que produce insostenibilidad vital (Carrasco, 2015). Una ciudadanía global ha de buscar otras soluciones, no puede construirse sobre este injusto desequilibrio.

¿Qué desarrollo y qué vida para construir una ciudadanía global digna?

Cuando se aborda la ciudadanía global desde una perspectiva de sistema-mundo en la que se contemplan las condiciones de vida de las mujeres empobrecidas no solo en Europa, sino también en América Latina, África y Asia, nos vemos inexorablemente obligados a replantear los modelos de desarrollo imperantes y asumir las nuevas propuestas provenientes del ecodesarrollo. En su emblemático libro La invención del Tercer Mundo, Arturo Escobar explica cómo el discurso del desarrollo logró convertirse en forma hegemónica de representación. Fue un proceso en el que la coherencia, una estrategia sin estrategas, dice, fue la clave de su éxito:

La construcción de los “pobres” y “subdesarrollados” como sujetos universales, preconstituidos, basándose en el privilegio de los representadores; el ejercicio de poder sobre el Tercer Mundo, posibilitado a través de esta homogeneización discursiva — que implica la eliminación de la complejidad y diversidad de los pueblos del Tercer Mundo, de tal modo que un colono mexicano, un campesino nepalí y un nómada tuareg terminan siendo equivalentes como “pobres” y “subdesarrollados” —; y la colonización y dominación de las economías y las ecologías humanas y naturales del Tercer Mundo.

Escobar, 2007, 99-100.

La concepción de desarrollo que se ha impuesto, regida por la lógica del mercado, ha privilegiado y privilegia el crecimiento económico y la explotación de la naturaleza, un proyecto capitalista y de imperialismo cultural, pues toma como modelo los países industrializados. De nuevo encontramos el conflicto capital-vida y la necesidad de debatir lo que entendemos por vida vivible, una vida que merezca la pena vivir y que sea sostenible. No se trata de buscar un desarrollo alternativo, sino alternativas al desarrollo (Unceta, 2015). Para Arturo Escobar y Alberto Acosta la alternativa al modelo hegemónico de desarrollo capitalista es el concepto del buen vivir (Acosta y Escobar, 2019; Acosta, 2011, 2013, 2017; Escobar, 2005, 2007, 2010).

El buen vivir, sumak kawsay en quichua o sumak qamaña en aimara, es una alternativa al desarrollo, tangible, concreta, que está incorporada en las Constituciones de Bolivia y de Ecuador y que, en Colombia, algunos movimientos y asociaciones indígenas y afrodescendientes, algunas comunidades campesinas también están empezando a reivindicar. Surge de las cosmovisiones de los pueblos andinos, acentúa la importancia de la vida comunitaria, los saberes tradicionales, el respeto por la vida humana y la necesidad de armonizar esta con el respeto a la naturaleza.

La visión feminista defiende integrar producción y reproducción como procesos indisociables de la economía, de la generación de riqueza y de condiciones de vida digna en términos materiales e inmateriales. Amaia Pérez Orozco llama buen vivir a “la noción éticamente codificada y democráticamente discutida de vida vivible en condiciones de universalidad e igualdad en la diversidad” (Pérez Orozco, 2014, 79). Y Magdalena León, coordinadora de la Red Mujeres Transformando la Economía (Remte) de Ecuador, una de las que ha trabajado la noción de buen vivir desde la perspectiva feminista, escribe:

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