Kitabı oku: «Por la senda del pensar ontológico»
Inscripción nº: 160.678
© Rafael Echeverría
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POR LA SENDA DEL PENSAR ONTOLÓGICO
RAFAEL ECHEVERRÍA
POR LA SENDA DEL PENSAR ONTOLÓGICO
SEGUNDA EDICIÓN
En recuerdo de mi padre, José Echeverría
ÍNDICE
I
EL PENSAR FILOSÓFICO, LA ENCRUCIJADA ONTOLÓGICA Y EL DESARROLLO DE LA FILOSOFÍA
La filosofía como pensamiento genérico
La encrucijada ontológica
El carácter de la filosofía en la Grecia clásica
1. Filosofía como forma de vida
2. La filosofía y la calle
3. Filosofía y compromiso ciudadano
La crisis de la polis griega
La hegemonía metafísica a partir del desarrollo del cristianismo eclesial en la Edad Media
Hacia el nacimiento de la filosofía moderna
La ruptura de Feuerbach con el idealismo hegeliano
El camino abierto por Nietzsche: el cuestionamiento de Sócrates
Heidegger contra Descartes y la emergencia de la filosofía continental
La filosofía analítica y sus embates contra la metafísica
Hacia una convergencia de las dos grandes corrientes de la filosofía moderna
El asalto final al bastión metafísico
II
EL «CLARO»
Hacia una genealogía de la distinción del «claro»
Nuestra concepción del «claro»: la noción de observador «genérico»
El «claro» como forma de vida
Una experiencia personal
Los vectores del «claro» ontológico
Una segunda experiencia
Palabras de cierre
III
LA INDAGACIÓN FENOMENOLÓGICA
Una advertencia obligada
La opción de la ontología del lenguaje
La opción fenomenológica
Tras la búsqueda de una mirada diferente
La experiencia y la disolución de la polaridad sujeto-objeto
La autoindagación: el ejemplo de Nietzsche
De la autoindagación a la exploración genérica en el fondo del alma humana...
Vida y pensamiento: vínculo y autonomía
El carácter dinámico de la experiencia
Los peligros que nos acechan cuando penetramos en las profundidades del alma humana
Cuestión de piel
La arquitectura del alma humana y el mito de Teseo
El alma se oculta
La indagación en el comportamiento de los demás
Las distintas modalidades del indagar
IV
LA FENOMENOLOGÍA ANALÍTICA
La variante tradicional
El lenguaje es acción
Fenomenología del aburrimiento
Toda distinción trae un mundo a la mano
El cuarto paso
Jardineros y carpinteros
El tránsito de las experiencias (del mundo) al concepto
La salida del laberinto
Ética y pensamiento
Orden de investigación y orden de presentación
V
LA LECTURA
La conveniencia de eludir el contacto prematuro con «la literatura»
Impacto de la escritura en la historia
La invención del alfabeto
Antes del alfabeto: el mundo de la oralidad
El mundo luego del alfabeto
Leer es escuchar
Recapitulación sobre el fenómeno de la escucha
1. La apertura a la comprensión de un otro diferente
2. La apertura a la posibilidad de la transformación personal
La competencia genérica de la lectura
La selección de la lectura no es trivial
Momentos del proceso de la lectura no literaria
1. Diseñar el espacio emocional del lector
2. Situar al texto en su respectivo campo discursivo
3. Procesos conversacionales
4. Escribir es hablar y hablar es actuar
4.1. Las inquietudes y/o quiebres desde los cuales el autor escribe
4.2. Situar al autor en su historia social y personal
4.3. El texto como acción discursiva
4.4. El principio de benevolencia tiene caducidad
4.5. El efecto del desplazamiento del observador
5. El mundo interpretativo que ofrece el texto
6. El tránsito del lector al escritor
VI
LA RECONSTRUCCIÓN ONTOLÓGICA
La «permeabilidad» de la propuesta ontológica
El criterio del poder
La apropiación y reconstrucción ontológica como consecuencia de la lectura
Herederos de la tradición occidental: la coherencia lógica y la concordancia empírica
La capacidad de discernimiento al «interior» de interpretaciones alternativas
La reconstrucción ontológica como condición de la apropiación
«Colocarse en el claro ontológico»
Algunos problemas recurrentes que enfrenta el proceso de reconstrucción ontológica
1. El sustrato metafísico de la interpretación
2. El supuesto de la verdad
3. El cognitivismo
4. El nominalismo
5. El dualismo
6. El psicologismo
6.1. La interpretación alternativa de la habitualidad
6.2. La interpretación alternativa del sistema social
6.3. La interpretación alternativa de nuestra biología
Un ejemplo final: «Carlos, mi hijo, es un irresponsable»
VII
LA ESCRITURA
La noción de «obra»
Sobre el carácter del proceso de escritura
1. Los géneros de la escritura
1.1 Los escritos de ficción y de no ficción
1.2 Los escritos que reportan
1.3 Los escritos que interpretan
2. La noción de «ensayo»
3. La escritura, fase superior del pensamiento
Las etapas del proceso de escritura
1. La selección del tema
2. La recolección de un inventario temático
3. La construcción de un esquema
4. La producción de un borrador
4.1 La apertura
4.2 La acción argumental
4.3 El cierre
5. La revisión del borrador y la elaboración del texto final
ANEXO
EL MODELO OSAR COMO ESTRUCTURA REFLEXIVA
I
EL PENSAR FILOSÓFICO, LA ENCRUCIJADA ONTOLÓGICA Y EL DESARROLLO DE LA FILOSOFÍA
El pensar ontológico, objeto de exploración de este libro, es una modalidad del pensar filosófico. Hacer ontología implica participar por lo tanto en este particular quehacer. Decir esto bastaría para intimidar a muchos que sentirán que no están en disposición para ponerse a hacer filosofía o que pudieran sentir que ello se traduciría en una pérdida de tiempo. Le pedimos al lector que nos dé la oportunidad para procurar mostrarle que este no es el caso y que es mucho lo que puede ganar haciendo filosofía.
La filosofía como pensamiento genérico
¿En qué consiste hacer filosofía? En otras palabras, ¿qué es la filosofía? Sostengo que el quehacer filosófico está fundado en una operación de pensamiento que, aunque de manera embrionaria, realizamos todos los seres humanos. Ello implica que todos nos situamos en el umbral del quehacer filosófico, aunque no siempre estemos conscientes de ello. Es más, es muy posible que no pase un sólo día sin que participemos de esta operación de la que emerge la filosofía. La filosofía, por lo tanto, a un nivel muy básico, nos es algo natural. Todos practicamos la operación que le da nacimiento. Todos realizamos esta operación permanentemente.
Todo ser humano reflexiona sobre sus experiencias, sobre su práctica, sobre lo que le sucede en la vida. Pero puede hacerlo de dos maneras diferentes. En una primera manera, puede reflexionar, por ejemplo, sobre el amor que siente por una determinada persona o por el amor que en el pasado sintió por otra. Puede reflexionar también sobre el amor que percibe de una tercera persona. Todos estos ejemplos poseen un rasgo en común. Se trata de reflexiones sobre situaciones particulares concretas.
Pero a partir de ellas puede entrar también en una modalidad de pensar diferente y reflexionar sobre lo que es el amor. Esta vez se despega del nivel particular concreto, se separa de las experiencias específicas anteriores y, aunque ellas estarán posiblemente en el trasfondo de su reflexión, hace un salto y se concentra en el amor como fenómeno general. En ese momento, aunque en forma embrionaria, se ha situado en el umbral del quehacer filosófico.
Tomemos un ejemplo diferente. En un primer nivel, una persona reflexiona sobre el impacto que tuvo en su vida la muerte de sus padres. Luego piensa sobre la experiencia que debió enfrentar a partir de la muerte de un amigo. Y así, puede escoger diferentes instancias en las que se ha visto impactado por experiencias de muerte. Pero luego descubre que puede cambiar el nivel de la reflexión y que le es posible pensar sobre el significado de la muerte en general, más allá de los casos concretos implicados en las primeras reflexiones anteriores. En ese momento se coloca en el borde del quehacer filosófico.
Este segundo tipo de reflexiones las tenemos todos y cada vez que entramos en ellas nos colocamos en el umbral de la práctica filosófica. Haremos posiblemente una filosofía de aficionados. Es posible que esas reflexiones las realicemos con poco oficio y sin mayor disciplina. Pero cada vez que entramos en ellas nos situamos en el inicio del juego de la filosofía. Bien podría suceder que alguien nos enseñara cómo hacer que estas reflexiones sean más profundas y que nos conduzcan más lejos. Al hacerlo, obtendremos una mayor maestría en esta práctica reflexiva. Algunos podrían incluso llegar a convertirse en filósofos profesionales.
¿Cómo explicar la diferencia que existe entre el primer y el segundo nivel de reflexión? ¿En qué consiste el tránsito del primero al segundo? Hay tres elementos a destacar. El primero implica reconocer que de no existir el primer nivel de reflexión no es posible concebir el segundo. De no conocer el amor o la muerte en sus dimensiones particulares concretas, no es posible pensar en ellos de una manera general. Es sólo por cuanto vivimos experiencias particulares concretas en las que observamos rasgos comunes que nos es posible pensar en el amor o en la muerte como fenómenos generales.
El segundo elemento que es importante advertir es el hecho de que el segundo nivel de reflexión suele plantearse en términos de proposiciones de identidad, del tipo, «¿Qué es el amor?» o «¿Qué es la muerte?». Correspondientemente, las respuestas a tales preguntas asumen la forma de «El amor es...» o «La muerte es...». Estas expresiones son conocidas como proposiciones de identidad. Una de sus características básicas es que suelen recurrir al verbo «ser». Este es un término que técnicamente se conoce con el nombre de «cópula», que significa unión en latín. Copular implica unir o unirse. De allí que usemos ese mismo término para referirnos al acto de hacer el amor y unirnos sexualmente con otro. En las proposiciones de identidad, la cópula, el verbo «ser», cumple la función de unir el sujeto de la oración con un determinado predicado. Las proposiciones de identidad son muy importantes en el proceso de pensamiento, pues nos permiten expandir nuestra comprensión de las cosas1.
El tercer elemento que nos interesa destacar apunta a lo que caracteriza el paso de un nivel de reflexión al otro en nuestros ejemplos iniciales. Lo que define ese tránsito es una particular operación que se encuentra en el corazón del pensar filosófico: el tránsito de la diversidad o de la multiplicidad a la unidad. En el primer nivel de reflexión nos encontramos con un amor y con una muerte que tenían mil caras. Siempre re-sultaba posible añadirle algunas caras más. Por lo demás, ninguna de las experiencias específicas que surgen en este primer nivel de reflexión es reducible a las demás. Todas son diferentes. Cuando en ese primer nivel hablo, por ejemplo, del amor, veo aparecer mi amor por Cristina, por Ana, por Rosa, por Cecilia, etc. Cada uno de estos amores está definido por sus propias particularidades. Sin embargo, cuando paso al segundo nivel de reflexión, todas estas particularidades parecieran replegarse, todas ellas parecieran ahora converger al interior de un mismo y único fenómeno: el amor. De la multiplicidad de esas experiencias he transitado ahora al amor concebido como unidad.
Este es el rasgo fundamental del pensar filosófico. El pensamiento filosófico es un tipo de pensamiento que acomete esa operación reductiva a través de la cual podemos ahora pensar en la diversidad, la multiplicidad, como unidad. A través de la filosofía evitamos quedar atrapados en las particularidades de las experiencias concretas. Situados en ese camino es frecuente que primero pensemos esas experiencias como generalidad. Sin embargo, la generalidad no nos garantiza todavía el acceso a la unidad. Se trata tan sólo de un primer paso hacia ella. Al nivel de lo general, la unidad sólo se expresa parcialmente. Se manifiesta como aquellos rasgos que las instancias diversas poseen en común y, por lo tanto, todavía predomina en este nivel la diversidad. Para acceder a la unidad es necesario dar un salto y despegarnos de la diversidad. La unidad instituye un principio diferente de organización del fenómeno al que este, en su diversidad, ahora pareciera subordinarse.
Recapitulando, sostenemos que lo central del pensamiento filosófico es el hecho de que se trata de un pensar «genérico». Cada vez que pensamos genéricamente estamos en la senda que nos conduce al quehacer filosófico. Y este camino se basa en una operación de recurrencia ordinaria, que hacemos prácticamente todos los días. Reiteramos lo que dijimos al inicio: la filosofía se basa en una operación ordinaria que todos los seres humanos realizamos frecuentemente. Todo ser humano, por lo tanto, participa del trasfondo del que nace el quehacer filosófico. Lo que se propone en este libro es permitirnos desarrollar en mayor plenitud una capacidad que poseemos y practicamos.
Es habitual escuchar decir que la filosofía nació en la antigua Grecia2. En un determinado momento, en las colonias griegas de Asia Menor, surgieron algunos hombres que se hicieron una pregunta que obligaba a efectuar ese tránsito de la multiplicidad a la unidad. Fue la pregunta por lo que ellos llamaron el arché. Por el principio conductor de todas las cosas. Se trataba de encontrar aquel elemento al que todas las cosas podían ser reducidas, aquel elemento que se encontraba en el origen de todas ellas, aquel elemento que también conducía a su desarrollo.
A partir de esta pregunta nace la filosofía, por cuanto con ella nace esta operación que inaugura el pensamiento genérico. El pensamiento mitológico anterior era un pensamiento por naturaleza concreto que remitía siempre a situaciones particulares. Los griegos logran elevarse por sobre el carácter particular y concreto del pensamiento mitológico y comienzan a hablar en términos genéricos de una manera que no tenía precedentes. ¿Qué habilitaba esta operación? ¿Qué ventajas aportaba un tipo de pensamiento como el filosófico que era por naturaleza reduccionista? ¿Era posible y válida esta reducción?
Estas no serán preguntas que se planteen los primeros filósofos griegos. Pareciera existir en ellos una inmensa fé en el poder de esta pregunta y una fuerte creencia en que las respuestas que ella suscitaba eran importantes y necesarias. Ellos no nos entregaron una respuesta sobre la validez de los supuestos que involucraba tal pregunta. Pero las respuestas que sí nos entregaron exhibieron un impacto tan claro e inconfundible que no condujeron a sospechar de sus supuestos.
De la apertura del continente filosófico, como veremos más adelante, nacerá casi simultáneamente un hijo ilustre: el pensamiento científico. El pensamiento científico es hijo del pensamiento filosófico. Se trata de un tipo de pensamiento genérico que produce la propia filosofía y que terminará por someterse a ciertos criterios particulares que terminarán por diferenciarlo del resto del pensamiento filosófico. Ello conducirá a algunos a separar filosofía y ciencia. Desde nuestra perspectiva, esa separación no es radical. La ciencia ocupa un espacio en el amplio ámbito del pensamiento genérico y, como tal, es una forma particular del quehacer filosófico, aunque sus diferencias y antagonismos con otras modalidades de hacer filosofía devengan muy marcadas.
La encrucijada ontológica
Nosotros utilizamos el término «ontológico» en sentidos diferentes y esto es importante advertirlo. Lo utilizamos, como lo haremos en esta sección, dándole un sentido muy amplio que remite a la gran encrucijada que desde sus inicios enfrenta el pensamiento filosófico. Esta encrucijada va a determinar tres opciones ontológicas diferentes, sobre las que hablaremos más adelante. En este sentido, por ejemplo, podremos hablar de una «ontología metafísica».
Pero también utilizamos el mismo término «ontológico» para referirnos a una determinada postura filosófica que se identifica con una de esas opciones ontológicas (en su sentido amplio) que tuvieran lugar en el período del nacimiento del pensamiento filosófico. Aquí nuestro concepto de lo «ontológico» asume una connotación diferente. Es importante hacer esta advertencia de manera que el lector no se confunda.
Cuando hablamos del pensamiento ontológico, tal como aparece en el título de esta obra, estamos utilizando el término en su segunda acepción, que es una acepción restringida. En este segundo sentido, a diferencia del sentido amplio otorgado al término, la opción «ontológica» se opone a lo que llamamos la opción «metafísica». Como explicaremos más adelante, es posible reconciliar estas dos concepciones diferentes y justificar este doble uso. Por el momento, sin embargo, es importante advertir esta diferencia.
Examinemos el sentido amplio del término. Una vez que hemos entendido que la operación filosófica se caracteriza por el tránsito de la multiplicidad a la unidad, nos enfrentamos a un problema. Este se refiere a la dirección que debe seguir ese tránsito o, dicho en otras palabras, en definir dónde cabe encontrar la buscada unidad. Se trata, de alguna forma, de determinar el criterio último de realidad que sostiene la multiplicidad de las cosas. Este problema lo llamamos la encrucijada ontológica. La encrucijada ontológica, en consecuencia, nos obliga a postular dónde hay que dirigirse para encontrar la buscada unidad.
El camino que adoptemos definirá nuestra opción ontológica. No es posible hacer filosofía sin seleccionar, de manera implícita o explícita, una determinada opción ontológica. Sostenemos que hay sólo tres posturas ontológicas básicas, tres alternativas de dirección. Curiosamente, las tres opciones fueron exploradas por los antiguos filósofos griegos3. Desde entonces no hemos encontrado que existan otras. Esto es lo que le permite sostener a Nietzsche el carácter arquetípico de pensamiento filosófico griego. De alguna manera ellos marcaron a grandes trazos el conjunto del territorio filosófico y todo el desarrollo posterior de la filosofía se realizará al interior de este territorio ya demarcado.
Estos tres caminos son el camino físico o de la naturaleza, el camino que se dirige a un espacio que está más allá (meta, en griego) del mundo físico o natural y que llamamos el camino de la metafísica y, por último, el camino que se le asigna a los seres humanos, al ser ellos los que confieren la unidad y que llamaremos el camino antropológico. Las tres posturas ontológicas básicas son, por lo tanto, la física, la metafísica y la antropológica4.
Los primeros filósofos que siguen la opción ontológica física son los llamados filósofos presocráticos que buscaban dentro de la naturaleza el arché, o principio de todas las cosas. Ellos son los que dan nacimiento a la filosofía y, al hacerlo, colocan también la semilla de lo que será posteriormente el pensamiento científico. Lo característico de este ultimo tipo de pensamiento, el científico, es la sujeción a la norma de que las explicaciones genéricas de los fenómenos naturales deben realizarse acudiendo sólo a los propios fenómenos naturales. En la medida que las explicaciones acudan a algo que trascienda los fenómenos de la naturaleza, tal pensamiento pudiendo seguir siendo filosófico, deja de ser científico.
Dentro de los filósofos presocráticos, sin embargo, se iniciará un particular desarrollo que, apoyándose en lo que planteara Parménides, conducirá, pasando por Sócrates, al desarrollo de una opción ontológica diferente: la opción metafísica. Esta opción sólo se consolida con Platón y Aristóteles. Con ellos dos se sostiene, con toda claridad, que la unidad de la multiplicidad de los fenómenos remite a un dominio que trasciende la naturaleza, dominio al que sólo el pensamiento filosófico nos puede conducir y donde nos encontramos con el ser de las cosas y sus esencias últimas. Esta es la realidad última de todas las cosas. Ellas, en su apariencia diversa y cambiable, no son sino expresiones de este nivel de realidad trascendente. Esta es la postura básica de la ontología metafísica.
Uno de los rasgos destacados de la opción metafísica es el cuestionamiento del estatuto de realidad del mundo sensorial. Este pasa a ser concebido como ilusión, sombra o mera apariencia. Con ello se inicia inevitablemente un proceso de creciente divorcio entre el sentido común y este tipo de pensamiento filosófico, el cual comienza a convertirse en un dominio restrictivo, para iniciados en la práctica intelectual de la filosofía. A partir de ese momento la vida cotidiana toma un camino y la filosofía toma otro.
Sin embargo se desarrollará también en Grecia una tercera opción, la opción ontológica antropológica. Ella será defendida por un movimiento filosófico que se desarrolla en el siglo V a.C., conocido como el movimiento sofista. Los sofistas diferían tanto de los filósofos físicos como de los metafísicos que se desarrollarán con cierta posterioridad. Su principal objetivo no era descubrir el arché, ni acceder al ser de las cosas, sino enseñar a la juventud las virtudes que les permitirían llegar a ser buenos y efectivos ciudadanos; lo que los griegos caracterizaban con el nombre de areté. De alguna forma ellos fueron los primeros maestros profesionales, al interior de la modalidad que hoy asumen los maestros: seres que practicaban libremente la enseñanza, para lo cual solían viajar de una ciudad a otra.
La opción antropológica será articulada con gran claridad por uno de los más destacados sofistas: Protágoras. Este sostiene que «el hombre es la medida de todas las cosas». Es interesante tomar en cuenta que la discusión del arché, que desplegaran los filósofos naturales o físicos, se identificaba muchas veces con el afán de determinar la medida de las cosas. Esa connotación la vemos presente, por ejemplo, en Heráclito, que reivindicando el papel del logos, lo concebía no sólo como principio rector de todas las cosas, sino también como razón, ley o medida. Para los sofistas, la unidad no debemos buscarla en la naturaleza, ni fuera de ella. La unidad es algo que los seres humanos le confieren a las cosas. Será a partir del legado de los primeros filósofos físicos que se desarrollará la opción antropológica, de la misma manera como dentro de ellos, a través de Parménides, se desarrollaría más adelante la opción metafísica.
Tal como Parménides representará, dentro de los filósofos naturales un antecedente importante para la opción ontológica metafísica, Heráclito representará un antecedente importante para la opción ontológica antropológica. No en vano Heráclito nos señala que no se ha limitado a indagar en torno a los fenómenos de la naturaleza, sino que nos advierte que lo ha hecho también al interior de su propia naturaleza. Para Heráclito la naturaleza incluye a los seres humanos. Al concebirlo así postula un estrecho vínculo entre las opciones física y antropológica, que será determinante siglos más tarde.
El carácter de la filosofía en la Grecia clásica
Resulta interesante examinar el papel que asumía la filosofía en la Grecia antigua. Este difiere muy radicalmente del papel que ella asume posteriormente. Algunos rasgos importantes merecen ser destacados.
1. Filosofía como forma de vida
El primero, y quizás más notable, es el hecho que la filosofía no fue concebida inicialmente como una actividad propiamente académica, en el sentido que hoy le conferimos a este término. La filosofía era considerada como una reflexión al servicio de una vocación que nos conducía a vivir mejor. La filosofía era entendida como una forma de vida5. El principal sentido para hacer filosofía era el de aprender a vivir mejor. No se trataba, sin embargo, de una reflexión que conducía a despejar el camino que nos permitiría vivir mejor. Dicho así, estamos separando la reflexión filosófica del «vivir bien». Para los primeros filósofos griegos no existía esta separación. Para bien vivir era necesario hacer filosofía. No hay separación entre filosofía y una vida bien vivida. Hacer filosofía y «vivir bien», para los primeros filósofos griegos es algo equivalente. «Una vida no indagada no merece ser vivida», nos decía Sócrates.
Hacer filosofía, para los griegos, era un imperativo que nos impone la propia vida y al que todos estamos convocados. El quehacer filosófico nos proporcionaba la posibilidad de una vida más plena, una vida generadora de un mayor sentido. Hacer filosofía expresaba, por tanto, un compromiso con la vida. Se trataba, sin embargo, de un compromiso doble. El quehacer filosófico representaba para el filósofo un compromiso con su propia vida. Pero ella no se restringía sólo a la vida particular del filósofo. Ella también se volcaba a su actividad pública. Hacer filosofía implicaba también procurar mostrarle a los demás un camino de vida diferente. La disposición a involucrarse en el espacio público se traducía para el filósofo en parte de su compromiso con su propia vida.
2. La filosofía y la calle
Lo anterior está ligado al hecho de que la filosofía es una actividad de la calle. Ella se realiza en la plaza, donde los ciudadanos se congregan para conversar y debatir sobre distintos temas que les inquietan. En algunas ocasiones la filosofía es llevada a las casas, donde se reúnen aquellos que están interesados en discutir sobre una temática particular. Pero se trata, por lo general, de una actividad pública, abierta a todos los ciudadanos.
Será a partir de la emergencia de la opción metafísica, con Platón y Aristóteles, que la filosofía inicia su enclaustramiento y se comienza a academizar. Había un antecedente para ello. Antes de los metafísicos, Pitágoras había creado con sus seguidores una suerte de secta secreta. El carácter público del quehacer filosófico es puesto en cuestión por los pitagóricos, que se concentran al sur de Italia, lejos de Atenas. Esta experiencia tiene una importante influencia en Platón, quien, invocando a Pitágoras, crea la Academia y advierte en su puerta que sólo pueden entrar en ella los que sepan geometría. Con ello se excluye del quehacer filosófico a buena parte de los ciudadanos. Más adelante, Aristóteles creará el Liceo, otra modalidad de filosofía enclaustrada.
Pero el enclaustramiento del quehacer filosófico será por mucho tiempo un fenómeno aislado. Los estoicos, por ejemplo, cuya influencia filosófica se extiende en el tiempo más allá de Platón y Aristóteles, se instalaban en un lugar del ágora (la plaza) ateniense, donde había un corredor conformado por columnas (stoa) bordeando una muralla con frescos de la batalla de Maratón. Epicuro optaba por algo diferente e invitaba a filosofar en un jardín. Con excepción de los claustros metafísicos, gran parte del quehacer filosófico se seguía realizando en espacios públicos o semipúblicos abiertos.
3. Filosofía y compromiso ciudadano
Otro aspecto importante de la filosofía clásica era su estrecho vínculo con el ciudadano de la polis. Ello se expresa de múltiples maneras. Una de ellas es la frecuente invitación que la ciudad le hace a los filósofos para que sean éstos quienes redacten sus leyes. Esto sucedió desde los tiempos de los más antiguos filósofos presocráticos. En el caso de los sofistas el vínculo era todavía más estrecho. Su filosofía estaba explícitamente dirigida a formar a los ciudadanos en la excelencia (areté).