Kitabı oku: «Por la senda del pensar ontológico», sayfa 2

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Lo mismo sucedía con Sócrates, cuya filosofía gira alrededor de importantes virtudes ciudadanas. La relación de este con su ciudad es muy estrecha. No olvidemos que Sócrates rechaza el consejo de sus discípulos de que se fugara para eludir la condena a muerte que se le había impuesto, por considerar que ello contravenía las leyes de la ciudad bajo las cuales él se había formado y que en todo momento había procurado servir. Esta misma relación entre la filosofía y la polis podemos reconocerla en Platón, quién concibe la culminación de su filosofía con una reflexión sobre la república y sus leyes. En el caso de Aristóteles, este vínculo de la filosofía con la ciudad se manifiesta en su concepción de ser humano como «ser político» (zoon politikon). De allí que no resulte extraño que Aristóteles dedicara importantes años de su vida a formar a Alejandro, futuro soberano de Macedonia.

La crisis de la polis griega

Bajo el gran imperio de Alejandro, la polis griega pierde su papel integrador y ordenador que la había caracterizado en el pasado. Se crea un nuevo orden político que cubre un amplio territorio geográfico, abarcando no sólo todo el Mediterráneo, sino que integrando a egipcios, a persas, a todo el Medio Oriente y llegando incluso hasta la India. Una gran parte del mundo se heleniza. Pero así como la influencia de la cultura griega llega a casi todos los rincones de ese mundo, ella recibe a su vez la influencia de muy diversas culturas. Ello produce una polinización cultural cruzada que resultará particularmente fértil.

La crisis de la polis produce varios fenómenos interesantes. La ciudad deja de servir de referente, capaz de conferirle sentido a la vida de los individuos, como acontecía en el pasado. Ello impulsa a los individuos a volcarse al interior de ellos mismos. Por otro lado, faltando el referente que era la polis, surge a nivel político un fuerte sentido de cosmopolitismo. Los individuos se conciben ahora como ciudadanos del mundo. A un nivel intelectual se produce un gran impulso para pensar genéricamente al ser humano. Las distinciones, tan importantes en el pasado, entre griegos y bárbaros, entre hombres libres y esclavos (de las que el propio Aristóteles no pudiera sustraerse), pierden la fuerza de antaño. Se produce, por lo tanto, un interesante proceso generalizador desde la propia práctica.

En ese contexto la opción metafísica encuentra dificultades para desarrollarse. Las corrientes filosóficas que adquieren mayor fuerza durante este período serán bastante más afines a la opción ontológica antropológica. Las grandes corrientes filosóficas del mundo helenístico serán las de los estoicos, los epicúreos, los cínicos y los escépticos. La reflexión filosófica sobre la vida adquiere en todos ellos un papel central. Propio de estas corrientes será su anti dogmatismo. Todo dogmatismo se suele estructurar alrededor de la noción de orden y el mundo de ese período es, por sobre todo, diverso y muy poco ordenado desde una perspectiva de unidad cultural.

La influencia de las corrientes filosóficas del mundo helenístico se extenderá al mundo romano posterior, el que será también muy poco afín a la sensibilidad metafísica. Roma privilegia los problemas más concretos relacionados con la preservación de orden social complejo, tanto en el período de la República como en la primera fase del Imperio. El caso de Roma posee algunos rasgos curiosos. El sistema romano afirma con mucha fuerza la importancia de un determinado orden político. Sin embargo, ese orden político logra convivir con una gran diversidad cultural. No existirá de parte de los romanos un intento de homogeneizar culturalmente los diversos territorios que se encuentran bajo su dominio.

El pensamiento metafísico queda recluido a los claustros metafísicos y de manera muy especial a la Academia originalmente fundada por Platón en Atenas. La filosofía metafísica, sin desaparecer, tiende a asumir una orientación cada vez más mística, llegando incluso a acercarse a un tipo de sensibilidad que provenía de los diversos cultos de misterio que entonces prevalecían, como eran los de Eleusis (que giran alrededor del culto de la diosa Demeter), la Cibele, Isis y Mitra, entre otros. La figura filosófica de Plotino es expresiva del desarrollo que entonces manifestaba el pensamiento metafísico.

La hegemonía metafísica a partir del desarrollo del cristianismo eclesial en la Edad Media

Desde el punto de vista de la historia de la cultura, el año 529 será el que mejor expresa el paso de la Antigüedad a la Edad Media. En ese año el emperador cristiano Justiniano decreta el cierre de la Academia platónica en Atenas. Hegel sostiene que, con ello, se precipita «la caída de los establecimientos físicos de la filosofía pagana»6. Ese mismo año, curiosamente, San Benedicto funda el primer convento benedictino de Monte Cassino, en el camino de Roma a Nápoles7. Con ello, se sustituye un claustro pagano por un claustro cristiano. Atenas deja de ser la capital de la filosofía. Roma, sede principal del cristianismo, se convierte ahora progresivamente en el centro de la reflexión medieval.

Desde hacía ya más de cien años, el cristianismo buscaba apoyarse en la metafísica griega para conferirle un mayor sustento conceptual a su doctrina. Ello se había acentuado luego del triunfo que, en el siglo IV8, habían logrado al interior del cristianismo las corrientes dogmáticas y eclesiales, permitiéndole a este convertirse en la religión oficial del Imperio.

Como podemos reconocerlo a posteriori, la opción filosófica metafísica y el cristianismo eclesial tenían importantes afinidades. Ambos ponían en cuestión este mundo, el mundo sensorial en el que desarrollamos la vida, y proclamaban la existencia de un mundo trascendente, reivindicándolo como el mundo real y verdadero. Ambos mostraban un desprecio equivalente hacia aspectos inherentes de la existencia humana como lo eran las pasiones humanas (el mundo emocional) y el propio cuerpo humano. Ambos proclamaban que la verdad era una, como era uno el Dios que se adoraba. Ambos partían de un marcado desprecio por la vida concreta de los seres humanos; vida que, sostenían, debía someterse a los criterios de otra vida que nos esperaba en el más allá, en una meta-vida. Ambos trazan una clara línea de demarcación entre dos tipos muy diferentes de individuos. Para los metafísicos, entre los filósofos iniciados en la verdad y el resto de los seres humanos. Para los cristianos eclesiales, entre los sacerdotes y sus fieles, entre el pastor y su rebaño.

La obra de Agustín había sido una de las primeras que había buscado integrar, ya desde fines del siglo IV, la metafísica de Platón con la doctrina cristiana. Platón había culminado su labor filosófica escribiendo La República, obra donde nos entrega una reflexión sobre cómo organizar y perfeccionar el ordenamiento de la ciudad. Para el espíritu griego, la polis, como hemos visto, representaba el referente fundamental de la existencia humana. Llegar a ser un ser humano ejemplar era equivalente para los griegos clásicos a devenir un ciudadano ejemplar. Establecer los criterios que aseguraran la mejor forma de organización de la vida ciudadana representaba, por lo tanto, un objetivo de la mayor importancia para Platón.

Agustín vive en una época diferente, en la que la polis había entrado en crisis. Su orientación recogía, de la misma forma, la profunda influencia humanista que se desarrollara durante el helenismo. El mundo de las formas que Platón postulaba, oponiéndolo al mundo de las apariencias concretas, encontraba en Agustín una simetría con su visión cristiana que separaba de igual manera la vida histórica, concreta de los seres humanos, de la vida celestial más allá de la muerte.

Agustín acepta que la polis histórica y el ideal de la república de Platón están en crisis y no son capaces de proveer el sentido de orientación que previamente proporcionaban. Sin embargo, en el otro mundo, sostiene Agustín, se levanta otra ciudad que sí provee las condiciones para hacer de referente en nuestras vidas: la ciudad de Dios, una polis metafísica, en el reino trascendente del más allá. Su visión representa el primer intento de importancia por fusionar la perspectiva metafísica con el cristianismo.

El segundo gran intento es aquel que, en el siglo XIII, realiza Tomás de Aquino. Este se había formado precisamente en el convento benedictino de Monte Cassino, fundado en 529, año en el que Justiniano había decretado el cierre de la Academia en Atenas, en un esfuerzo por acabar con la influencia filosófica pagana de los griegos. Paradójicamente, será en ese mismo covento donde, siete siglos más tarde, renacerá con gran vigor el espíritu metafísico que el emperador había buscado entonces exterminar. La metafísica pagana lograba sin embargo sobrevivir, transmutándose en metafísica cristiana.

La obra de Tomás de Aquino será muy diferente de la de Agustín. El espíritu humanista de este último, heredado del helenismo, ya no está presente de la misma manera en Tomás. Esto facilita una integración más profunda entre el espíritu metafísico y el cristianismo. Sin embargo, a diferencia de lo que aconteciera con Agustín, que buscara apoyo en Platón, Tomás se apoya en Aristóteles. Su propuesta se articula en la doctrina escolástica, la que se apoderará muy pronto del corazón teológico de la Iglesia. Con ello se sella una alianza entre la metafísica y el cristianismo que, sin estar ajena a importantes variaciones posteriores, se mantiene hasta nuestros días.

Esta alianza no fue trivial. La Iglesia representaba entonces el centro intelectual del mundo occidental cristiano. Más allá de la Iglesia, no había en el Medioevo otras instituciones realmente significativas en las que se desarrollara pensamiento. Lo fundamental del pensamiento occidental, dentro del mundo cristiano, provenía de la Iglesia. Si bien estaban comenzando a nacer las primeras universidades europeas, ellas lo hacían fuertemente vinculadas a la propia Iglesia.

En la Edad Media, por lo tanto, primero a través de Agustín y luego a través de Tomás, se integran el cristianismo y la perspectiva metafísica, constituyendo un eje hegemónico que dominará por siglos el espacio cultural del mundo occidental al punto de convertirse en el sustrato más profundo de nuestro sentido común. La mirada metafísica deja de ser privativa de los filósofos o teólogos. Todos, de una u otra forma, devinimos metafísicos. Los presupuestos de la metafísica se convirtieron en una suerte de «segunda naturaleza» de los hombres y mujeres del mundo occidental, aunque no seamos claramente conscientes de ello.

Hacia el nacimiento de la filosofía moderna

Hegemonía no significa una completa exclusión de otras perspectivas alternativas. Y muchos otros enfoques, que encierran tensiones subterráneas con diversos supuestos de la perspectiva metafísica, sobrevivirán o se desarrollarán paralelamente. Por lo general, ellos se subordinarán a los dictados de la metafísica y no entrarán en confrontaciones abiertas y declaradas con ella.

Cabe destacar que, de manera casi simultánea con lo que realizaba Tomás de Aquino, desde Inglaterra, en uno de los márgenes del mundo cristiano de entonces, dos monjes franciscanos iniciaban un camino diferente. Ellos tomaban distancia de la opción metafísica y se acercaban a la opción naturalista de los antiguos filósofos físicos. Nos referimos a Roger Bacon y, un poco más adelante, a Guillermo de Ockham. Ambos marcan el redespertar del pensamiento científico y la reivindicación de una postura empirista que buscará explicar los fenómenos a través de fenómenos. Este camino marcará por muchos siglos el espíritu reflexivo anglosajón, poco inclinado a las especulaciones metafísicas.

El pensamiento escolástico que nace del intento de Tomás de Aquino de fusionar el cristianismo con la filosofía aristotélica ejercerá una fuerte influencia en la segunda mitad de la Edad Media. Su cuestionamiento más radical lo realizará René Descartes en el siglo XVII; Descartes se había formado en el colegio de La Flèche, dirigido por los jesuitas, orden que entonces hacía algunos esfuerzos por conciliar el cristianismo con el nuevo espíritu científico9.

Descartes reacciona muy fuertemente contra la escolástica y con su forma de hacer filosofía. Fiel, tanto al espíritu de la lógica aristotélica como al espíritu dogmático de la Iglesia medieval, la escolástica plantea que las nuevas verdades sólo pueden surgir a partir de deducciones de verdades anteriores. La verdad de las conclusiones, según la lógica del silogismo aristotélico, se obtiene de la verdad de sus premisas y de manera especial de la verdad de su premisa mayor. El criterio de verdad se confunde con un criterio de autoridad. La última autoridad con respecto a la verdad en la Edad Media era la Iglesia. Se trata de un modelo de razonamiento que resultaba afín con la propia estructura jerárquica de la Iglesia y que colocaba sus verdades en el pedestal más alto del proceso de pensamiento.

Hay dos aspectos que nos parece importante destacar en la contribución de la filosofía de Descartes. Lo que quizás importa en Descartes son los criterios que definen su método. El primero de estos aspectos es el cuestionamiento del criterio de verdad como elemento guía de la reflexión filosófica. Fiel al espíritu científico de la época, Descartes sostiene que la duda, la duda ejercida metódicamente, es el recurso más importante del razonamiento. Se trata de una proposición atrevida. La verdad era considerada solidaria de la fe y la duda resultaba anatema para el cristianismo eclesial. Descartes pone en cuestión esta ecuación al recoger y articular algo que ya estaba presente en su época y que constituirá uno de los elementos más importantes del nuevo espíritu de la modernidad: el escepticismo.

El segundo aspecto importante de la propuesta de Descartes es su esfuerzo por distanciarse de la autoridad eclesial y por hacer de ese «buen sentido», del que todo ser humano es poseedor como el criterio de validación de su reflexión. Este anuncio se encuentra en las primeras líneas del Discurso del método (1637), en las que Descartes nos señala que «El buen sentido es la cosa que mejor repartida está en el mundo»10. La escolástica había separado muy radicalmente la reflexión filosófica del sentido que hacían los seres humanos ordinarios, al punto de hacerse muchas veces difícil establecer puntos de encuentro entre ambos. La reflexión de Descartes aporta un aire refrescante. Sin embargo, Descartes hace al «buen sentido» equivalente a la razón, a la propia reflexión filosófica.

Descartes va incluso más lejos y hace de la actividad del pensamiento que despliega el filosófo el criterio fundador de nuestra existencia. Ello está sintetizado en su famoso dictum: «pienso luego existo». Con ello, cualquier intento de reconciliación entre la filosofía y los seres humanos ordinarios, terminaba frustrándose. El «buen sentido» cartesiano, aunque repartido, tiende a concentrarse en los filósofos.

Hay algo valioso y algo problemático en lo que hace Descartes. Lo valioso es el hecho de que reflexiona de la mano de su propia experiencia, y lo hace de manera explícita. Lo problemático es que la experiencia que él toma para reflexionar es la experiencia del pensar racional en la que él está involucrado en cuanto filósofo. En la medida que su punto de partida es la duda sobre todo lo que existe, esto lo conduce a fundar el status de existencia en lo único cuya existencia no puede negar: su pensamiento racional de filósofo.

El problema que ello suscita es que convierte a la práctica del filósofo en el fundamento de la existencia humana, de la existencia del mundo y de la existencia de Dios. Descartes no ha pensado desde el ser humano en su sentido más amplio sino desde un caso particular y excepcional de ser humano, representado por el filósofo. La práctica reflexiva que emprende el filósofo para darle sentido a la existencia, es postulada como el sentido último de tal existencia. No es extraño entonces que, apoyada en Descartes, la filosofía vuelva a proclamar que son la razón y las ideas las que conducen el mundo.

La ruptura de Feuerbach con el idealismo hegeliano

Durante dos siglos, la historia se desenvuelve a partir de la hegemonía que sigue ejerciendo la opción metafísica. Ella predomina no sólo en el desarrollo del pensamiento filosófico sino que se asienta cada vez más en el propio sentido común de los hombres y de las mujeres occidentales. Habrá en tal desarrollo muchas diferencias, muchos matices muy distintos, como queda expresado por el desarrollo de corrientes empiristas en Inglaterra. Sin embargo, ninguna de estas corrientes filosóficas logra realizar un cuestionamiento serio de la hegemonía metafísica11.

Este desarrollo alcanza uno de sus puntos culminantes con la filosofía de Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Este sigue el camino abierto inicialmente por Descartes, que situaba a la razón como principio conductor de la existencia. Hegel, sin embargo, hace un esfuerzo por alcanzar algo que desde las premisas originales del planteamiento metafísico parecía una tarea inconcebible, un camino cerrado. Hegel ofrece una interpretación metafísica del devenir histórico. Sostenemos que este parecía un camino cerrado por cuanto recordaremos que la opción metafísica, desde su primera semilla, con Parménides, nace precisamente negando la transformación histórica, descartando la posibilidad misma del devenir12.

La filosofía de Hegel permite ser caracterizada como un esfuerzo moderno por reconciliar a Heráclito con Parménides. En efecto, el mundo es concebido por Hegel como un proceso de transformación, tal como lo propusiera Heráclito. Es más, ese proceso está guiado por el propio logos de Heráclito, concebido metafísicamente, como despliegue de la razón. Ello le permite a Hegel entender el desarrollo histórico como un proceso de realización progresiva del Ser, que se identifica en la Idea o en el Concepto.

La historia interpretada por Hegel termina, sin embargo, reivindicando finalmente a Parménides. Una vez que Hegel concibe la historia como la realización de la Idea, una vez que tal realización logra reconocerse a sí misma a través de la propia filosofía hegeliana, la historia no puede sino terminar y detenerse. Se ha llegado al fin de la historia. El programa de Parménides se ha cumplido; el Ser ha completado su proceso de realización y la transformación se detiene. Sin embargo, uno queda con la impresión que es el propio programa metafísico el que ya no puede ir más lejos y que nos acercamos a su propio término.

Será un discípulo del propio Hegel, formado previamente en teología, quien pareciera sentirse preso del vértigo por la empresa propuesta por Hegel y, sintiendo que el razonamiento metafísico ha sido llevado demasiado lejos, lleva a cabo una ruptura radical, tanto con las premisas centrales de la opción metafísica hegeliana, como con los presupuestos básicos del cristianismo en boga13 con la que esta se unía. Nos referimos a Ludwig Feuerbach, quien emprende una rebelión radical en contra de los cimientos de la metafísica y convoca a una gran reforma de la filosofía.

La importancia de la contribución de Feuerbach en el desarrollo del pensamiento filosófico no ha sido, a mi modo de ver, adecuadamente reconocida. Quizás porque durante mucho tiempo Feuerbach fue visto fundamentalmente como un eslabón entre Hegel y Marx y el pensamiento de este último logró copar la atención de la mayoría de los especialistas. Dada la influencia que Marx ejerció por cerca de un siglo, el pensamiento de Feuerbach pareció quedar atrapado bajo su sombra14.

Estando todavía cautivo en una terminología que Feuerbach tomaba de la misma metafísica, su propuesta representa, con todo, un punto de partida radicalmente diferente. Sus posturas defienden, como nunca había sucedido en la era moderna, las opciones ontológicas tanto naturalistas como antropológicas. En mi libro El búho de Minerva, describía en los siguientes términos lo que consideraba que era central en el planteamiento de Feuerbach:

El no reconocer la verdadera unidad entre el ser y el pensamiento, sostiene Feuerbach, es cometer una abstracción. El pensamiento de Hegel, a través de la abstracción, separa del ser su alma y esencia y luego le asigna a esta esencia abstraída el fundamento del ser que se ha vaciado. Ello permite derivar el mundo de Dios, en la medida que previamente la esencia del mundo ha sido separada del mundo. La unidad del ser y la esencia, en el ser, se logra en la naturaleza. Para establecer la relación entre la naturaleza y el pensamiento, Feuerbach acude al concepto de hombre, a partir del cual concede una distinción entre ser y existencia.

‘La naturaleza’, señala Feuerbach, ‘es el Ser que no se distingue de la existencia: el hombre es el ser que se distingue de la existencia. Pero el primero es el fundamento del segundo; la naturaleza es el fundamento del hombre’15.

‘Lo que precede al Hombre no es Dios, sino la naturaleza. En el Hombre la naturaleza deviene ser personal, consciente y racional. Abstraer, en consecuencia, es plantear la esencia de la naturaleza fuera de la naturaleza; y la esencia del Hombre fuera del Hombre; la esencia del pensamiento fuera del acto de pensar. Por caer en la abstracción, la filosofía hegeliana aliena al Hombre de sí mismo’»16.

Frente a la sagrada alianza que la opción metafísica había establecido con el cristianismo, Feuerbach invoca la posibilidad de otra alianza muy diferente: aquella que integra la opción ontológica naturalista con la antropológica. El objetivo de Feuerbach pareciera ser el querer conferirle a esta alianza alternativa un adecuado fundamento filosófico. Si evaluamos el resultado de su tarea, debemos reconocer que tal objetivo está lejos de lograrse. Al concepto de hombre de Feuerbach, a su concepto de ser humano, le falta una adecuada reflexión filosófica. Marx lo percibe con claridad cuando en sus Tesis sobre Feuerbach, sostiene que habiendo Feuerbach acusado a Hegel acertadamente por ser abstracto, termina proponiéndonos, para corregir tal deficiencia, un concepto de Hombre que no lo es menos. El concepto de Hombre de Feuerbach, acusa Marx, es un concepto vacío. No obstante, el gran mérito de Feuerbach es haber señalado un camino.

A partir de los tiempos modernos, la opción ontológica naturalista había seguido el camino del desarrollo científico, camino que hasta entonces evitaba confrontarse de frente con la metafísica, reivindicando para sí un ámbito de autonomía relativa. Muchas veces en forma autónoma, muchas otras de mano de la filosofía, la opción naturalista avanzaba sólidamente por el camino de la ciencia. La filosofía que la acompañaba solía limitarse a despejarle el camino, a resolver los problemas de metodología que la propia ciencia encaraba y a legitimar la plataforma desde la cual operaba la ciencia. Esta filosofía, con un sentido muy pragmático, evitaba confrontaciones mayores.

El empirismo anglosajón, por ejemplo, reflexionaba sobre los fundamentos de la experiencia en los procesos de generación de conocimiento allanándole, con ello, los caminos al pensamiento científico. Desde él se observaban vínculos estrechos entre la ciencia y la disciplina filosófica en sus términos más tradicionales.

Pues bien, para el argumento intentado por Feuerbach desde la filosofía para integrar las opciones naturalista y antropológica (la naturaleza y el hombre), la propia ciencia le proporcionará, unas décadas más tarde, un piso mucho más sólido. Ello provendrá nuevamente desde Inglaterra y se realizará de la mano de Charles Darwin. Los seres humanos, argumenta Darwin, son parte de la propia evolución natural. Ellos pertenecen plenamente y por derecho propio al mundo de los fenómenos de la naturaleza. Nada de lo que acontece con ellos queda fuera del ámbito de la naturaleza y escapa a la posibilidad de análisis científico.

Progresivamente se ha ido configurando una tensión entre dos grandes bloques: por un lado la sagrada alianza de la filosofía metafísica y el cristianismo, y, por el otro, una alianza diferente, entre el pensamiento científico acompañado por una filosofía empirista y naturalista, y una filosofía que coloca en el centro de su reflexión al ser humano. Los conflictos entre ambos bloques tuvieron durante un tiempo el carácter de escaramuzas aisladas y se mantenía la impresión que ambas orientaciones lograban convivir, aunque incómodamente.

Durante más de un siglo, sin embargo, el bloque que suscribía las opciones antropológicas y naturalistas ha realizado importantes avances permitiéndole una confrontación más abierta y radical con la variante metafísica. Para llegar a ese punto fueron necesarios, por un lado, importantes desarrollos filosóficos que se registraron al interior de las dos corrientes que caracterizaran a la filosofía moderna.

Desde muy temprano, la filosofía moderna se mostraba como una filosofía escindida. En una primera fase esta escisión estuvo representada por el racionalismo, inaugurado por Descartes, y el empirismo, se concentraba en Inglaterra. Immanuel Kant había procurado integrar estas dos corrientes y producir una gran síntesis en el desarrollo filosófico occidental. Pero mientras predominara el germen metafísico al interior del racionalismo filosófico, este sano esfuerzo de integración intentado por Kant parecía condenado al fracaso. Hegel se encargaría de demostrarlo y Feuerbach lo colocaría al desnudo. Serán necesarios nuevos desarrollos filosóficos para sacudir las cimientes del edificio metafísico y crear las condiciones para una confrontación directa.

El camino abierto por Nietzsche: el cuestionamiento de Sócrates

La intervención de Feuerbach en la historia de la filosofía deja en evidencia un importante vacío. No había en ella una respuesta adecuada a la pregunta sobre el ser humano. La contribución que posteriormente hiciera Darwin, si bien creaba un piso más sólido a la posibilidad de integrar la opción ontológica antropológica con la naturalista, no lograba resolver un problema que requería ser encarado filosóficamente: ¿qué es el hombre?, ¿qué significa ser humano?, ¿cómo pensar genéricamente el fenómeno humano? Estas serán preguntas que Feuerbach dejará planteadas para la posteridad.

Estas preguntas serán respondidas desde diversos lados. Tres importantes filósofos, nacidos todos ellos en tierras alemanas, harán importantes contribuciones en esta dirección: Nietzsche, Heidegger y Buber. A mi modo de ver, Friedrich Nietzsche es el más destacado de todos ellos. Él aporta de manera contundente aquello de lo que Feuerbach carecía. Su propuesta tiene varios rasgos interesantes. El primero es el hecho de que Nietzsche no proviene de la filosofía y, por lo tanto, se encuentra menos contaminado de la herencia metafísica. Nietzsche se forma como filólogo, en el estudio de las lenguas clásicas.

Ello le confiere a Nietzsche dos ventajas adicionales. La primera de ellas es que ello lo inclina a valorar la importancia que tiene el lenguaje en la respuesta sobre el sentido de lo humano. Con esto Nietzsche será el primero de los filósofos modernos en dar con uno de los elementos claves para responder a la pregunta por el ser humano. Pero la segunda ventaja –y quizás la más importante– es que su interés por los clásicos le permite resituarse en la encrucijada ontológica originaria, aquella que se produce en la antigua Grecia y que definiría los caminos de la reflexión filosófica.

Para construir nuevamente una opción ontológica antropológica, pareciera entenderlo Nietzsche, es preciso acometer una revisión crítica profunda de las condiciones que habían dado origen a la opción metafísica. Era necesario colocarse nuevamente en aquella encrucijada que le diera nacimiento. La tarea no consiste tan sólo en ofrecer respuestas a las preguntas por el ser humano. De manera no menos importante, es preciso hacerlo desmontando simultáneamente los fundamentos de las respuestas metafísicas alternativas. Sólo así, parecía pensar Nietzsche, podremos asegurarnos de no caer en las trampas en las que originalmente había caído la metafísica, trampas que esta, por lo demás, todavía nos tendía.

Todo ello lleva a Nietzsche a situarse en un lugar muy especial: aquel que da nacimiento a la figura de Sócrates. Ese, para Nietzsche, fue el punto de bifurcación fundamental en el que se compromete en definitiva la evolución metafísica posterior de Occidente. Sócrates es el primer filósofo que enfrenta la gran encrucijada ontológica ya perfectamente perfilada. Los sofistas, entre los cuales muchos situaban al mismo Sócrates, señalaban el camino de una ontología antropológica. De ellos toma Sócrates las bases para inaugurar la reflexión en torno a los problemas de la existencia humana.

Pero una vez allí, los caminos se dividían. La reflexión que habían generado los filósofos naturalistas apuntaba en dos direcciones: el camino del devenir propuesto por Heráclito y el camino de ser sugerido por Parménides, camino que, como ya se sabía, desembocaba en la metafísica. Sócrates había tomado el camino de Parménides. Nietzsche entiende que él debe rehacer ese camino, situarse en esa misma bifurcación, tal como lo hiciera Sócrates, y seleccionar el camino de Heráclito. Con ello sería capaz de inaugurar una nueva filosofía sobre la existencia humana, evitando el derrotero metafísico.

A mi modo de ver, ello resume lo fundamental del carácter de la empresa filosófica que se propone Nietzsche. A diferencia de Feuerbach, que se limita a señalar un camino, Nietzsche lo abre y transita por él. Al hacerlo deja abierto ese camino para que otros también lo transitemos. La propuesta de la ontología del lenguaje se sitúa al interior del camino propuesto por Nietzsche.