Kitabı oku: «Inchaurrondo Blues»

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INCHAURRONDO BLUES

V.1: junio, 2014

© Rafael Jiménez, 2013

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2014

Diseño de cubierta: www.genisrovira.com

Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

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ISBN: 978-84-16223-01-5

IBIC: FA

Depósito Legal: B. 14804-2014

Maquetación: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

INCHAURRONDO BLUES

A principios de los años ochenta, el cuartel de la Guardia Civil en Inchaurrondo, en San Sebastián, es para Eloy, hijo del teniente Navarro, casi una prisión. Eloy tiene poco contacto con el exterior hasta que en una visita al médico conoce a otro chico, Ander. Ambos son apasionados del fútbol y junto a otros chavales organizan partidos dentro y fuera del cuartel, inspirados por la gran Real Sociedad de aquellos años y ajenos a las fronteras ideológicas y casi físicas que imponen los adultos. La amistad, el amor, los descubrimientos infantiles y la magia del fútbol son el nexo de unión entre dos mundos opuestos que amenazan con destruir la frágil felicidad de la infancia.

«En un lugar donde se convive con el rencor, las líneas del campo de fútbol son las fronteras contra la barbarie. Rafael Jiménez nos muestra un escenario donde el juego convierte a los niños en hombres que no conocerán el odio.»

Santiago Tarín

«Una novela sólida y comprometida escrita por alguien que sabe perfectamente de qué está hablando.»

Andreu Martín

«Una gran historia de amistad fraguada con un balón en tiempos de odios. Una lección de vida para una Euskadi que avanza hacia una convivencia en paz.»

Mayka Navarro

«Un desenlace pletórico que el lector nunca olvidará.»

Jesús María Zuloaga

«Esta maravillosa novela, este original relato, esta historia intimista demuestra que la cigüeña no siempre te deja en el lugar soñado.»

Emilio Pérez de Rozas

«Una historia exquisita que narra cómo el fútbol abraza el cariño aun en tiempos del cólera.»

Dagoberto Escorcia

ÍNDICE

Primera parte

1. Brooklyn 2012

2. Inchaurrondo 1983

3. Me llamo Ander y soy cojo

4. La fortaleza

5. El miedo

6. El día que conocí a Eloy

7. El teniente Navarro

8. Joseba, mi aita

9. El día que la abuela dejó de ser Edurne Beguiristain

10. Un mundo con miedo

11. Todos tenemos marcado un camino en la vida

12. El fútbol cautivo

13. La pelota de goma

14. Todo empezó a cambiar

15. Veo el cielo

16. Calle Baratzategui 23

17. El balón rasga el silencio

18. Dejad paso a la muerte

19. El primer gran sobresalto

20. Todo se acerca

21. Ocho balas

Segunda parte

1. El gran viaje

2. Laia

3. Tesis del horror

4. El regreso

5. Aita

6. Corre, niño, corre, ¿pero a qué esperas?

Agradecimientos

Sobre el autor

A Fabio Moreno, Susana y Sonia Cabrerizo,

por la vida que os arrebataron.

A Irene Villa, por tu ejemplo de lucha y optimismo.

Y a todos los niños que han crecido sin su padre.

O sin su aita, que viene a ser lo mismo.

Como el náufrago metódico que contase las olas

que faltan para morir,

y las contase, y las volviese a contar, para evitar

errores, hasta la última,

hasta aquella que tiene la estatura de un niño

y le besa y le cubre la frente,

así he vivido yo con una vaga prudencia de

caballo de cartón en el baño,

sabiendo que jamás me he equivocado en nada,

sino en las cosas que yo más quería.

Luis Rosales, poeta granadino

Primera parte

1. Brooklyn, 2012

A los trece años llegué hasta aquí sin haber podido escarbar en mi pasado. Sigo despertándome con la misma imagen clavada en mis retinas, sin olvidar durante ni siquiera un segundo de mi vida, la cara de mi amigo Eloy, ese último instante retratado en mi memoria que consigue que mi rostro, ya con incipientes arrugas, se convierta en una amalgama de mirada triste coronada por una fotografía retenida en mi cerebro.

Desde hace algún tiempo han vuelto a aparecer los fantasmas en mi vida; apariciones, casi siempre nocturnas, de seres del pasado que tanto me atenazan y que no puedo erradicar de mi memoria. Entonces me despierto súbitamente en medio de la noche, como si mis recuerdos hubieran adquirido hábitos de instantáneas retenidas en mi memoria desde hace treinta años. Los malos presagios aparecen en noches rodeadas de colores oscuros en las que me siento como un vagabundo invisible para los demás, pero muy real para mí mismo. Durante esas noches pienso en cuánto tiempo tendrá que pasar hasta que consiga olvidar el rompecabezas en que se convirtió mi vida, como si necesitara decirme imperiosamente que tanto llorar y lamentar lo que me tocó vivir hasta los trece años ha merecido la pena. Porque fue mi vida, al fin y al cabo, y fue el mundo temeroso que me encontré.

Mal empieza esta historia si sus primeras palabras ya hablan de ausencias y del miedo de un niño, y quizá percibáis ese aroma inelegante de presentarme con algo tan funesto como el fin de una vida, pero creo que es importante que sepáis qué me trajo hasta Brooklyn cuando tenía trece años. Desde entonces, he pasado casi treinta años como si pedaleara en una bicicleta, como si fuera un ciclista cogiendo las curvas de los Alpes a 125 kilómetros por hora, bordeando el arcén de una manera tan inhumanamente peligrosa que parece que desee que una piedra o una vaca se cruce en su camino y todos corriendo al tanatorio.

Últimamente he vuelto a ver a la noche con presagios de disparos, con niños que huyen del miedo, con amistades truncadas. Lo veo todo bajo un cristal resquebrajado en el que las gotas de la lluvia van cayendo hasta el borde y, como balanceándose al son de una nana, retoman de nuevo su camino hasta caer derrotadas al suelo. Pero aquí, en el bullicio de mis sabanas recién lavadas, busco el resguardo de las tormentas de mi vida. Tengo mucha suerte de tener a Laia a mi lado; su respiración acompasada y el rechinar de sus dientes me hacen compañía mientras dura el vendaval de mis pensamientos.

Es como si quisiera comenzar un viaje hacia la esperanza, esa palabra tan manoseada y que se ha convertido en un artilugio literario, más para utilizarla como un recurso estilístico que como una declaración de intenciones acerca de cómo vivir. Esperanza. Se puede ver en Internet, como requisito imprescindible para curarte ante cualquier contratiempo, o en las farmacias, que junto a las cremas milagrosas borran el paso del tiempo, o quizá entre las palabras del presidente de cualquier gobierno ante los problemas de la economía. Esperanza. Sin apellidos. Sólo Esperanza.

Mientras sigo en el balcón de mis sueños peleándome con las sábanas, que más que taparme me aprisionan, pienso en esa palabra: en la esperanza, en el incontrolable deseo de acabar con los recuerdos de un niño herido en una guerra que aún dura y para lo que, ya lo he decidido, necesito contarlo todo.

Quiero empezar a olvidar. Pero para poder empezar desde cero necesito que sepáis qué pasó en la cabeza de un niño vasco hace treinta años, en un pequeño lugar llamado Inchaurrondo. No creáis que ha pasado tanto tiempo, al menos el suficiente para curar las heridas que produce la muerte.

***

Quizá mi infancia convirtió en patria lo que no era más que una aldea de habitantes ciertamente primitivos. Tanto delimitar las fronteras, tanto elevar los muros a la altura de la luna, tanto machacarnos con ser habitantes de un pueblo milenario único en Europa, con un idioma del que aún hoy no se sabe su exacta procedencia, que lo único que consiguieron fue abrumar a los niños que sólo pretendíamos ser dueños de una pelota de fútbol.

Mi niñez caminaba habituándose a un concepto gótico de la vida, donde las hazañas de los gudaris nos eran contadas como auténticos cuentos de hadas y príncipes en medio de un bosque embrujado en el que el ogro tenía siempre un traje verde. El mundo comenzaba en Bizkaia, Guipuzkoa, Áraba, Lapurdi, Zuberoa y terminaba en Nafarroa Baja, porque al otro lado los espacios eran tan repugnantes que ningún niño habría osado atravesarlos.

Los paisajes de mis primeras visiones eran oscuras bifurcaciones que culminaban en el muro del cuartel de Inchaurrondo. La lluvia daba forma a una apoteosis del paisaje y el sentir las gotas de lluvia en mi rostro es ya una experiencia tardía. En mi casa de Inchaurrondo Alto no existían los paraguas; creo que es el lugar del mundo donde, teniendo en cuenta los numerosos días en que llueve, hay menos paraguas por habitante. Nos gustaba la lluvia y mojarnos constituía una experiencia liberadora. Nuestra vida estaba definida por los tenebrosos límites de una rutina impuesta por quienes nos dominaban. Los amos de nuestra vida. Hasta que apareció Eloy.

2. Inchaurrondo, 1983

El balón de cuero con el que Eloy jugaba a fútbol se lo regaló su amigo Blas. Fue su regalo de despedida cuando Eloy se marchó del pueblo, Atarfe, que está en Granada. El balón giraba de una pierna a la otra mientras le daba punterazos de rabia hacia la pared del muro del cuartel de Inchaurrondo. Ese balón era como el mundo, redondo, y en él dibujaba mentalmente dónde estaba situada Granada y dónde Inchaurrondo. A veces Eloy se sorprendía de que la distancia no fuera tan grande, apenas unos centímetros en el balón. Y sin embargo le parecía que se había mudado al otro lado del mundo. En el balón, ya gastado, podía ver el mar, que era el poco color blanco que le quedaba, y las montañas y los continentes, que eran los recuerdos de los punterazos que hacían mella en la pelota. Cuando tenía el balón entre sus pies conseguía olvidarse de que estaba en Inchaurrondo y, si cerraba los ojos, era capaz de jugar como si estuviera en Atarfe.

Algunos niños estaban sentados en el patio del cuartel viéndole pegar con fuerza al balón, hasta que alguno de ellos se atrevía a preguntar si podían hacer un partido. Nadie tenía un balón de cuero en Inchaurrondo. Decía su amigo Blas que era el mismo balón con el que Maradona hacía poesía con su fina zancada y sus dulces golpeos con la zurda. Eso de tener un balón de cuero en el cuartel de Inchaurrondo no era cualquier cosa. Aunque se tratara de un balón viejo. Si no, cómo iban a estar mirándole seis o siete niños esperando a que les dijera:

—Venga, vale, hacemos un partido.

Desde la ventana, Soledad, la madre de Eloy, miraba cómo jugaba. Verlo allí, tan cerca, le producía el sosiego que le faltaba por las continuas ausencias de su marido y tras el umbral de la ventana, ella también se transportaba a Granada, creyendo en vano que ese pedazo de terreno en el que jugaban a fútbol formaba parte de su particular imaginario de tierras cálidas, verdes, con aroma de aceitunas y jazmín. Un trozo de Granada transportado a Inchaurrondo. Su madre estaba siempre ahí, huyendo con la mirada a través de las montañas, de los ríos, de los pequeños pueblos y de las grandes ciudades, en una búsqueda vacilante pero sin tregua hacia su tierra. Donde reinaba la paz, el lugar en el que le preparaba el bocadillo a Sergio, el hermano de Eloy, tras dejar el uniforme de la Guardia Civil de su marido impoluto y planchado con arte como si fuera el traje de un torero.

—¿Pero qué haces mirando constantemente por la ventana? —le preguntaba Antonio, su marido, o cualquier vecina del bloque a Soledad.

—Pues ver a los niños cómo disfrutan detrás del balón. Me hace mucha gracia verlos ahí, sudando, riendo, como si no supieran dónde están.

Eloy creía que esto nunca le iba a pasar, que era imposible que le arrancaran del pueblo. Y menos de esa manera. A traición. Sí. Su padre se lo dijo a la familia uno o dos días antes. Eloy acababa de llegar del río con Blas y al entrar en casa y dejar las huellas de sus pies mojados por todas las baldosas, escuchó cómo su padre se lo contaba a su madre. Decían que era mejor que Sergio, su madre y él se quedaran en el pueblo, que su padre se iría solo, que era lo más sensato. Que esa gente del norte, los vascos, eran muy suyos y no querían ni ver a la Guardia Civil, y el padre no quería que sufrieran en un jardín de árboles sin flores ni hojas, ni tronco, ni vida, ni días, ni sueños, ni paz, ni ríos, sin tiempo ni premura, sin vida y sin alfombras voladoras, ni aceitunas, ni sol, ni brisa, ni amor.

­—Es mejor que os quedéis, Soledad —decía su padre.

­—De eso ni hablar, Antonio. Son quince años los que llevo junto a ti. Tus ojos, tus oídos, tu pelo, tus piernas y tus brazos estarán junto a mí. Estaremos juntos, como las hormigas o como las gaviotas, pasaremos miedo, pero toda la familia estará unida. Yo no me casé contigo para tenerte a mil kilómetros de distancia, para que este pequeño mundo lleno de obstáculos y de fronteras sea como el enfermo que espera a que le digan que tiene que irse de este mundo. No. Nos vamos todos juntos.

***

Cuando tienes doce años y dejas de pronto de ver tu universo, cuando ya no puedes jugar a estudiar cómo matar moscas granadinas sin manchar las paredes blancas, cuando tu amigo no te acompaña a darte un chapuzón al río o cuando el balón perdido entre las praderas de Granada forma parte de un partido de fútbol bajo un tórrido sol que ya no puedes jugar, es cuando a Eloy le subía un escalofrío por la nuca que le hacía correr como un loco por el patio del cuartel de Inchaurrondo, dando gritos de desesperación, como si chillar fuera a curar sus heridas.

Esta mañana, o ayer, o quizá mañana, Eloy se volvería a levantar en la oscuridad de un día más con el cielo gris, con un cielo que penetraba en su cuarto y permanecía dentro de la casa todo el día. Veía la cara de su madre mirando por la ventana, siempre vestida de negro, como si su luto perenne fuera un mal augurio. Su madre andaba todo el día ida, ausente, con ojos vidriosos y mirada semidormida incluso ahora, a las doce del mediodía. Ese día también llovía. Y cuando se acercaba a su madre a abrazarla, se daba cuenta de que en poco tiempo sus piernas y su cintura que tanto le protegían y que eran tan tiernas, se habían vuelto duras, como si fueran una estatua. Ese día también hacía frío. Y Eloy se había vuelto a constipar. En Atarfe no se ponía enfermo nunca. Ignoraba qué tenía este viento del norte, pero sus anginas ya no podían más. Dolían mucho al tragar y a veces no podía ni respirar.

En el libro de sus pequeños recuerdos, no podía sacarse de la cabeza a Belén, la niña de su clase con una larga melena negra que le tenía sin vivir desde que iban juntos a la guardería del pueblo. Sus enormes ojos negros que le miraban y se escondían cuando se daba cuenta, le perseguían en Inchaurrondo. Como los ojos de Blas. No se pudo ni despedir de Belén. Eso tampoco se lo perdonaba a su padre. La verdad es que desde que llegaron aquí, no le perdonaba nada a su padre. Creía que tenía la culpa de todo, hasta de que se le hubieran puesto a su madre las piernas tan duras y tensas y de que su hermano Sergio fuera cada día más insoportable. Aunque aquí era normal que Sergio se encontrara en el paraíso. En el pueblo nadie lo aguantaba. Eloy deducía que se había peleado con la mitad de los niños de su edad y el resultado era siempre el mismo. Por definición, su hermano podía con todos. Era grande como un armario y abusaba de los demás. Dejó una legión de cicatrices en las caras de sus amigos. Y lo peor es que zurraba a sus amigos y a los que no lo eran. Por eso entendía que su hermano se encontrara tan a gusto en Inchaurrondo. Aquí había encontrado a dos o tres armarios como él que se pasaban el día jugando a ser guardias civiles y, según decían, se pasaban el día salvando a la patria. Eloy no sabía de qué la tenían que salvar. Ni qué era una patria. No lo entendía. Rara vez había tenido una conversación más o menos seria con Sergio y lo suyo, más que una relación de hermanos, era una constante colisión entre el rostro y la debilidad de Eloy y los empujones y los «quita de en medio, enano» de su hermano.

El último día en Atarfe fue muy triste. Todavía hoy no se le habían secado las lágrimas. Es más, desde aquel día le dolían los ojos y consideraba que de continuar así, se le iba a desfigurar la cara y cuando volviera a ver a Belén, porque un día volvería a verla, ella no le reconocería. La última tarde en Atarfe la pasó con su madre, su padre y su hermano en Granada, donde fueron a comprar todo lo que necesitaban para emprender el más largo, triste y absurdo viaje de su vida. Recorrieron toda la ciudad en busca de ropa de abrigo, zapatos, comida y compraron los billetes del tren que les tenía que llevar hasta Inchaurrondo. Decía su padre que era mejor ir en tren porque el coche no lo iba a utilizar allí. Decía que era muy peligroso, algo que Eloy no acababa de comprender.

—¿Por qué es peligroso conducir en Inchaurrondo? —dijo en voz baja, pero su hermano lo escuchó.

—Pero, ¿no ves que no eres más que un enano? —insistía Sergio.

—A ver, ¿por qué soy un enano? ¿Se puede saber? ¿Son malas las carreteras?

Le faltó tiempo a su madre para decirle a Sergio que se callara. Y Eloy se quedó sin saber por qué era peligroso conducir en Inchaurrondo.

El viaje en tren fue más largo que un día en la cama con anginas. Antes de partir de la estación de Granada, llegó a pensar en irse, esconderse en los lavabos, y esperar allí hasta que el tren hubiera partido. No se atrevió. Tan sólo se acercó a la entrada de la estación y vio a lo lejos las Alpujarras con sus casas blancas reflejando el sol. Durante un rato anduvo a solas por la estación como perdido.

—Eloy, ¿dónde estabas? ¿No ves que está a punto de salir el tren? —le dijo su madre entre enfadada y cómplice.

«¿Y por qué se tienen que complicar siempre las cosas?», se decía una y otra vez mientras subía las escaleras del tren ante la atenta mirada de su padre, que no sabía si reñirle o volver a insistir en que en Inchaurrondo estarían bien.

Con un gesto de mal humor se sentó en su asiento dispuesto a cerrar los ojos y no volver a abrirlos hasta que llegaran a San Sebastián, aunque no aguantó demasiado por el sobresalto que se produjo cuando el tren se puso en marcha. Los vagones se movían de manera brusca, como si también se resistieran a marcharse de allí. Abrió los ojos y Granada estaba ahí, al otro lado de la ventanilla. Con las horas había ido perdiendo su color entre dorado y azul, pero vio a la gente caminar por sus calles y a los autobuses que iban al pueblo pasando con el largo quejido de motor. Supo que nunca iba a olvidar Granada. Pensó que algún día sería el dueño de su propia vida y volvería al pueblo para no salir de él. Jamás.

El viaje duró unas veinte horas y tuvieron que hacer dos transbordos caóticos con las maletas y el sueño a cuestas. El trayecto le suscitaba cientos de preguntas mientras se quedaba con la cara pegada al cristal del pasillo del tren, donde los paisajes se sucedían en lo que le parecía una velocidad de vértigo y que, sin embargo, era muy limitada, con constantes paradas en medio de la nada sin saber muy bien por qué, hasta que de pronto pasaba un tren por la otra vía a toda velocidad y entonces sí, emprendían de nuevo la marcha. Era como si el tren fuera el último de la clase y, como Blas, tuviera que esperar a que todos fueran saliendo mientras él se quedaba castigado.

El tren producía hambre. Al menos eso pensaba Eloy, a quien las tripas le hacían un extraño ruido. La gente comía de todo, desde bocadillos sin más arte que un trozo de mendrugo con algo en medio, hasta, como la madre de Eloy, manjares venidos a menos por el mero hecho de no poderlos comer en casa. Fiambreras con bacalao o pollo empanado dejaban impregnado el tren de un profundo olor que, con el paso de las horas, se hizo irrespirable.

En alguna parada de madrugada, adormilado en la litera, oyó las voces de trabajadores de alguna estación olvidada. Sus acentos y sus risas le produjeron una tremenda envidia, pues sabía que ellos, después de pasar el tren, volverían a sus casas, a su cama, a sus vidas.

Cuando ya no pudo dormir, se levantó y observó cómo comenzaba a llover. El agua se deslizaba por los cristales de la ventana como queriendo entrar a limpiar las almas de tantas caras tristes que había en el tren. No todo el mundo viajaba en litera y había bastantes personas que iban de pie, pero que, sin embargo, no emitían ningún lamento y casi ni se apoyaban en la pared. Eloy pensó que quizá alguno de ellos también iba a Inchaurrondo. Había visto a su padre hablar con algunos de los hombres que, sentados en sus maletas, escuchaban a su padre como si fuera el jefe de una extraña expedición.

También oyó música en algunas paradas en medio de algún pueblo. Sí, ahora los veía, eran dos o tres hombres con una gorra y pajarita negras que tocaban la flauta y el acordeón mientras el tren estaba parado y rápidamente pasaban la gorra negra entre los viajeros, antes de que viniera el revisor y el tren se pusiera en marcha de nuevo.

A medida que pasaban las horas, los tristes viajeros se dormían y el sol andaluz continuaba impertérrito, intratable, adorándolos como si fuera una madre que despide a su hijo. Las cortinillas no servían para nada y el sudor caía como una espesa capa que volvía la cara brillante, convirtiéndose el abanico en algo necesario ante tanto ímpetu del sol. Y si no tenías un abanico, un diario o un trozo de cartón también servían. El maquillaje de alguna mujer se derretía lentamente sobre sus mejillas.

El tren continuaba avanzando lentamente con largas paradas inexplicables. Ya se había convertido en un inmenso cuarto en el que veía desfilar las montañas y los últimos olivos de Andalucía entre un ruidoso silencio que sólo rompía los chirridos metálicos de los raíles. Su corazón continuaba pensando en el día que haría el viaje de vuelta, mirando a los habitantes de los vagones para saber si en sus ojos podría adivinar los que algún día regresarían a casa. Pensó que en aquel tren no viajaba nadie por placer o por gusto o de vacaciones.

Sin embargo, el paso de las horas poco tenía que ver con lo que realmente avanzaba el tren, como si el paso del tiempo no tuviera relación con el espacio recorrido y cuando el viaje parecía poner a prueba la capacidad de resistencia de sus ocupantes, llegaban los túneles, alguno como el de Despeñaperros, larguísimo, que, obstinados, sembraban de oscuridad y casi de asfixia el silencio de los viajeros. Cuando finalizaba el túnel, respiraban como si hubiera faltado el aire, abrían las ventanas y corrían las cortinas desde las que se veían los desgarbados picos de Jaén que, sin apenas vegetación, se iban terminando para dar paso al tedioso paisaje de Alcázar de San Juan, donde probablemente se hacía el cambio de vías más largo de la historia ferroviaria mundial.

Lo que sí trataba de evitar Eloy era ir al lavabo. No sólo porque había uno cada dos vagones y las colas eran interminables, sino porque los retretes tenían la cerradura averiada y la deseada soledad para mear era una quimera. Además estaban sucios y malolientes. Una suciedad irreductible, perenne e ingrata. La huella de los efluvios de todos los tiempos se habían enquistado en su interior, adobándolo todo con un color negruzco impertinente. Y echar agua era lo peor que se podía hacer porque o bien subía toda la marea atascando el váter o se inundaba el suelo.

Se preguntaba qué clase de ciudad sería San Sebastián. La aproximación con unos túneles interminables, polígonos industriales sin más vida que el convencimiento de estar viendo la nada, barrios periféricos sin alma, edificios impersonales en medio del paisaje urbano, le creó cierto desánimo ante su idea de la ciudad. Él creía que San Sebastián era Atocha, el campo de fútbol de la Real Sociedad, que por lo que sabía era pequeño pero albergaba al mejor equipo de España. Aunque les tenía un poco de rencor, porque el año pasado no pudo completar la colección de cromos de la liga porque los de la Real Sociedad no le salían nunca. Decía Blas que los cromos de la Real no llegaban a Atarfe, que estaba demasiado lejos.

«¿Qué haré allí? ¿Dónde me habré metido?». Esas y otras preguntas le rondaban la cabeza sin encontrar respuesta alguna. Cuando el tren se acercó a su destino, el susto ante el paisaje de San Sebastián se mitigó en cuanto apareció a lo lejos el mar. Eloy sólo lo había visto una vez. Había sido el año pasado en Salobreña cuando fueron a pasar el día con su madre, su padre y Blas. Sergio decía que él no hacía mariconadas como tomar el sol o jugar a fútbol en la playa.

—Para eso me quedo en la piscina de Arturo —decía Sergio.

Arturo, el hijo del Alcalde, era otro bestia como Sergio y decía constantemente que Atarfe era suyo. Y como era suyo, todo le pertenecía. Arturo era todavía más insoportable que su hermano, y eso es mucho decir.

El mar calmó su desasosiego. Luego apareció un gran paseo muy largo que bordeaba toda la zona con dos montañas a cada uno de los lados dejando a la playa encerrada como si fuera una concha. Observó restaurantes sobre la arena y unas curiosas casetas de los mismos colores que la camiseta de la Real Sociedad, dándole un aspecto totalmente distinto a la playa de Salobreña. Pensó que la angustia que le había invadido antes quizá había sido innecesaria.

En el último tramo del trayecto se quedó adormilado por el cansancio y llegó a soñar. En Atarfe no soñaba nunca. No le hacía falta. Su vida era como un sueño y se dio cuenta ahora que estaba tan lejos, y si nada más llegar a San Sebastián ya había empezado a soñar, es que no le acababa de gustar lo que tenía ante sí.

La llegada a la estación de San Sebastián le transmitió una magia que no había sentido en sus doce años de vida. Era una estación extraña, llena de hierros por el cielo que apenas dejaban ver la niebla que le acompaña todavía. «¿Será una tierra de duendes y fantasmas?», se preguntaba, tratando de aplicar algo de luz al cielo encapotado. Su madre, intentando animarle, le dijo que San Sebastián era una de las ciudades más bellas de España. Que tenía duendes, inventores y que hasta los Reyes habían veraneado allí. «¿Será por algo, no?», se decía, tratando de aportar algo de optimismo.

Vio una locomotora muy antigua que echaba muchísimo humo y sonó el pitido del jefe de estación engalanado con su traje azul y su sombrero rojo como si fuera un almirante en tierra. Los cristales de colores se parecían a la iglesia de Atarfe con sus ventanales cromáticos. En el primer vagón se leía: «Primera Clase» y le pareció ver a una mujer mayor con sombrero y el pelo muy largo y rubio y un traje de otra época que, en mesas de caoba, contribuía a crear un ambiente de lujo que recuerda las fotos que le enseñaba el abuelo antes de morir. Decía su padre que el abuelo se murió de viejo y de pena.

—Madre, ¿me puedo morir de pena? —insistía ante la frase de su padre.

—¿Cómo te vas a morir de pena con doce años, Eloy ?

Se quedó pensativo y recordó el último día que estuvo con anginas. A veces deseaba que le atacara una enfermedad de esas tan raras que te obligan a cambiar de aires. Como si fuera una alergia al clima de Inchaurrondo y que el médico le dijera a sus padres que ese niño necesitaba otro clima, que la humedad del norte lo iba a matar. Pero nada. Sólo anginas. Aunque la fiebre que le producían ya empezaba a hacer estragos en el rosario de plegarias a Dios que utilizaba su madre cuando rozaba los cuarenta grados.

—¡Ay, que este niño se nos muere, Antonio! ¡Que tiene mucha fiebre! —decía su madre mientras Eloy caía en alucinaciones como si la fiebre fuera una droga que lo hiciera deambular como un funambulista al borde de un precipicio. El mundo se veía de otra manera cuando tenías fiebre. Dejaba de preocuparte lo cotidiano y parecía que estuvieras a punto de entrar en el cielo, pero en el último momento un ángel te pedía el carnet de identidad y te decía:

—Tú, para abajo, que sólo es fiebre. Y eres muy pequeño todavía.

«Y no te creas, que te entra un cabreo grande porque ya que estás allí, al menos no has hecho el viaje en balde. Y así no tendría que volver al cuartel», pensaba Eloy.

Eso sí, cuando se recuperaba de la fiebre siempre daba un estirón. «Como continúe de esta manera, cuando vuelva a Atarfe no me van a conocer», se imaginaba Eloy con una leve sonrisa. A decir verdad, había crecido desde el último ataque de anginas. Cuando llegó a Inchaurrondo los pies no le llegaban al final de la cama, y ahora ya le colgaban y a veces uno estaba tapado con la sábana y el otro andaba tomando el fresco, como si una de sus piernas fuera más larga.

Otro problema asociado a las anginas era la tos que le entraba, que hacía que cada vez que tosía crujieran sus pulmones como si tuviera dentro una jauría de grillos.

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