Kitabı oku: «Natalia», sayfa 2

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—Si la Santa Cruz me negó hijitos, al menos me concedió ver nacer a varios —pues, como se mencionó antes, en ocasiones ayudaba a parir a las mujeres de su comunidad.

Tal vez se sentía sola porque José era arriero y trabajaba en la hacienda de Paradita, situada a tres leguas de Nogalitos, poco asistía en casa. Por ejemplo, por esas fechas lo habían comisionado para llevar una recua de burros con botijas de vino a San Luis; antes todo el comercio era por tierra.

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En aquellos años, en Nogalitos había una casa antigua de anchas paredes y de cuartos de techo de ladrillo, era una construcción que había venido a menos, pero aún se erguía orgullosa, pues conservaba su patio adoquinado con amplios arriates. Los corrales circulados con cercas de piedra caliche y sus comederos hablaban de tiempos de bonanza, la casa aún estaba rodeada por una alta barda con revoque de cal, que a lo lejos se veía blanquear desde las lomas. Dentro de la cuartería había una tienda, que era la que surtía a los habitantes del pueblito, dicha construcción era conocida como la “casa grande”.

El casero se llamaba don Atanasio Castillo, procedente del Jagüey, se estableció en el pueblo y era considerado como “el rico” del lugar, pues contaba con algunas tierras de sembradío y las pasaba a medias cuando no las alcanzaba a sembrar; además, ocupaba trabajadores que le ayudaban en las faenas del campo. Era una persona muy seria que poco se juntaba con los lugareños. La mayor parte del tiempo permanecía en sus amplias propiedades.

Su esposa, de nombre María Portales, era de Santa Isabel, una mujer con cierta educación y de mucho recogimiento, muy apegada a las cosas de Dios, pues en esa casa diariamente se rezaba el rosario sin excusa ni pretexto. A la vez, era la encargada de administrar la pequeña tienda, a cargo de un empleado que la surtía y le entregaba cuentas. A pesar de ser una mujer madura, de unos treinta y cinco años, estaba embarazada y en ocasiones le decía a Servanda que fuera a ayudarle por las mañanas a hacer quesos, pero desde que esta se fracturó el brazo, la había dejado descansar.

El tiempo pasaba sin sentir en aquel apacible ranchito de gente trabajadora.

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Era el tiempo de cosechas, las milpas se pintaban de amarillo y los campesinos entraban en movimiento y Nogalitos se llenaba de ruidos antes del amanecer. Pues en aquellos años había numerosas carretas y cuando bajaban vacías, por los callejones de caliche a toda prisa y dando tumbos, los sonidos se escuchaban en todos los jacales, porque sus grandes ruedas eran de madera forradas de metal.

—Bien remojadas, para que no se les valla a zafar la piña —le había dicho Canuto Canizalez a su mujer cuando salía de su jacal con su vieja yunta de bueyes flacos. Dejando abiertas las puertas de mezquite, que serían cerradas por María de Jesús, aún convaleciente. Pues era una costumbre que las mujeres encaminaran a sus hombres antes de salir a trabajar, para darles la bendición, un guaje con agua y una canasta con tortillas recién hechas, rellenas de chile o frijoles, pero tapadas con una blanca servilleta bordada por ellas mismas.

Los labriegos tenían que estar a la orilla de sus milpas antes de la salida del sol. Cuando Canuto llegó a su labor extrañó a su mujer, que seguido lo acompañaba antes de enfermarse. Pero se acordó de su hija Natalia y esbozó una pequeña sonrisa. Era un hombre de unos cuarenta y cuatro años, de estatura regular y de complexión delgada, se podría decir que flaco, siempre usaba huarache y sombrero grande trenzado, de tule; de mirada noble y sincera; tenía sangre para caerle bien a la gente y por ello era apreciado por los lugareños. Además de ser una persona servicial, confiable y trabajador como un buey. En ese momento se encontraba ahí, en la cabecera de su milpa y nuevamente se persignó, al tiempo que se inclinaba a arrancar las matas de frijol con sus numerosas vainas secas cargadas de grano, antes que se tuesten con el sol, pensó, pues su tierra, la que trabajaba con esmero, era muy frijolera. El maíz también pegaba bien en aquellos años llovederos, por lo que después del mediodía tenía que apresurarse al corte de rastrojo. Se sabía que en esa labor, Canuto nuca usaba gancha, que a puro machete avanzaba más.

—¡Está bárbaro pal rastrojo! —decían sus vecinos. Pues era un hombre rápido para hacer los trabajos del campo.

Por la tarde, desde las milpas, se veía la larga sombra del cerro, que se estiraba afanosa para avisarles a los labriegos que era hora de regresar a sus jacales. Salvo que ya uno de ellos estaba sentado arriba de su carreta confundido con las gavillas de frijol y algunos tercios de rastrojo y aguijonaba con su garrocha las enancas de sus bueyes, pues quería llegar rápido a su casa para ordeñar la chiva y alimentar a su pequeña hija, que lo esperaba en brazos de su madre.

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A los pocos días del nacimiento de Natalia, antes del mediodía, se escucharon las campanas de la iglesia hasta las milpas, alarmando a los afanosos lugareños, que suspendieron la labor y levantaron la cabeza sin sombrero para escuchar mejor, pues las campanas del rancho lloraban dando unos “dobles”, que era la forma de avisar a los vecinos que había difunto.

—¿Campanas de Nogalitos por qué tocan tan dolientes? —se había preguntado Canuto, que no hallaba ni qué pensar, escondido en su milpa por la altas matas de rastrojo con sus mazorcas amarillas apuntando hacia el surco.

Y muy a su pesar, la inquietud lo hizo regresar a su jacal a ver si su mujer y su niña estaban bien. Ahí supo que en la madrugada se había puesto mala doña María, en la casa grande y había muerto por la mañana, en presencia del doctor, que lo había mandado llevar de la Villa. Pero el niño que llevaba en las entrañas había nacido milagrosamente. Canuto ya no regresó a la milpa esa tarde, sino que se encaminó a ver a don Atanasio, a preguntar en qué podía ayudar. En aquellos años, los habitantes de Nogalitos estaban muy unidos.

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El santo favorito de la difunta doña María era San Francisco de Asís, al grado de pedirlo minutos antes de expirar, para morir con él en sus brazos. Pues era una imagen de bulto de tamaño regular, que le había regalado su padre cuando se casó, junto con un niño Dios, y en algunas ocasiones les comentó a sus vecinos que al fruto de sus entrañas le pondría Francisco, claro, siempre y cuando su esposo estuviera de acuerdo, porque él era el que tenía la última palabra. Pero como murió en el parto, don Atanasio se molestó con el “santito” y no pensó en ponerle ese nombre a su hijo, sino Franco, como una forma de protesta, ya que no protegió a su mujer.

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Don Atanasio Castillo ya era un hombre maduro, pisaba los cincuenta, piel blanca, con una calvicie muy notoria que siempre cubría con su sombrero, era un hombre metódico y muy respetuoso, su voz era pausada y no decía maldiciones. Sus consanguíneos eran personas cultas y su hermano era el director y accionista mayor de un internado en Río Verde.

Al quedar viudo se sintió solo, con un recién nacido en sus brazos y preso de fuertes depresiones, y temporalmente cerró el tendejón y se dedicó en cuerpo y alma a cuidar a su pequeño vástago, olvidándose de todo lo demás.

Hasta que, persuadido por su hermano mediante una carta procedente de Río Verde, se animó a visitar a su cuñada que vivía en Santa Isabel y después de platicar ampliamente, la convenció de que se fuera por unos días a Nogalitos, para ayudarle a cuidar al niño; ella se llamaba Josefa Portales, le decían doña Pepa, de unos sesenta años, bajita y con la cabeza blanca de canas, también muy apegada a las cosas de Dios. De seguro su cuñado le tenía confianza y paciencia, pues desde esas fechas llegó a vivir a la casa grande y se olvidó de su pueblo.

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En el mes de agosto, las verdes nopaleras parecían asomarse a las calles ofreciendo sus grandes peines de tunas rojas, encorvando las pencas para facilitar su corte. En esos momentos, un hombre era seducido a estirar la mano, pues además estaban bañadas por el rocío de la mañana, que evitaba que las agresivas espinillas se desprendieran al ser sacudidas por cortarlas con la mano; y así, sin barrerlas, les clavaba la uña y les quitaba la cascara con maestría y “va pa dentro”, decía Canuto, que parecía perrito milpero con su barriguita llena. Ah, pero para esto ya había seleccionado una pequeña cantidad de tunas rojas, que había acomodado como si fuesen huevos, en una pequeño colote de carrizo que tapó con pastle, porque era un regalo que le llevaría al cura de la Villa, en aquella fresca mañana, en que la neblina bajó del cerro.

Al paso de los días, María de Jesús se fue recuperando poco a poco y esa mañana se animó a acompañar a su esposo a la Villa de Santa Isabel, a registrar a su niña con la luz de un sol hermoso asomándose a su rancho. Los lugareños, desde sus milpas, le decían adiós con el sombrero grande en la mano, pues lo vieron caminando a grandes pasos por la loma, arriando la burra parda que montaba su mujer, con una niña en los brazos, era un hombre que se llevaba bien con todos. Llegaron a la Villa, con sus calles empedradas y sus casitas de piedra pintadas de blanco y enmarcadas de color rojo. En la calle principal se veía la parroquia, con sus altas torres que parecían besar el cielo. Canuto y su mujer entraron con mucha devoción a persignarse con el agua bendita que había en la pila. Después pasaron a besarle la mano al padrecito que estaba en el curato. El sacerdote los recibió con gusto, pues sabía que Canuto era un hombre bueno y muy cristiano.

—Me parece muy bien que le pongas Natalia —dijo el sacerdote dándole una pequeña palmada en la espalda y se ofreció a bautizarle la niña en su rancho. Le comentó que una familia de Nogalitos “lo había ido a arreglar”, para que fuera a bautizar a un niño el mes siguiente, que solo le llevara el registro para darle la boleta.

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Esa tarde Canuto se sintió feliz y hasta compró un litro de mezcal, lo abrió en el camino y tomó algunos tragos, cuando la mujer se daba cuenta que caminaba muy “aprisa”, le decía “marelo”. Pero él iba contento con su niña arreglada y cuando pasaron el arroyo de Nogalitos, antes de llegar a su jacal, lanzó la botella vacía contra las piedras y se hizo mil pedazos ante el enojo de su esposa, que ya le había dicho que no la fuera a romper, para usarla para llevar agua a la milpa. Esa tarde llegó “tomadito” y muy contento, por cierto que hasta se olvidó de ordeñar la chiva para darle de cenar a su niña. Esa noche se durmió temprano.

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Por esas fechas habló Canuto con José, el esposo de Servanda, para que le bautizara a la niña, pero él lo desengaño; ya que por lo regular andaba fuera y en esa semana tenía un encargo para Ciudad Victoria: llevar por tierra una manada de puercos bastante numerosa. Porque aparte de arriero, era un excelente “arrea puercos”. Esa misma tarde Servanda se enteró de la decisión de su esposo y se puso triste, pues ella quería ser la madrina.

—Ojalá le encuentren otros padrinos más decentitos y que la quieran mucho —dijo limpiándose las lágrimas con su rebozo.

El corazón de una madre es maravilloso, pero más maravilloso es aquel corazón solitario de una mujer que no tiene esperanza, y ese era el corazón de Servanda. Esa noche se la pasó en vela dando vueltas en su petate, a pesar de que había tomado unas hojas de naranjo hervidas.

En esos días Canuto atravesó el rancho muy temprano y enfiló por el camino que iba a San Elías, a llevar a su suegra que refunfuñaba por el sonadero que hacía su vieja carreta, que se escuchaba a lo lejos por lo malo del camino. Cada día su esposa se sentía mejor. Y aprovechó para decirle a su cuñado Febronio que le bautizara a su niña, pues “el tiempo ya se me echó encima”, le dijo al despedirse.

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Al paso de los meses, don Atanasio Castillo se dio cuenta de que su cuñada, doña Pepa, no era como había pensado, pues para todo trabajo requería sirvientas, era una reverenda comodina, el sol le da echadota en la cama, pensaba. Pero no le decía nada, era sumamente serio y muy recatado, y no le quedó otra opción que aceptarla como era; además, ya cuando se sintió segura en casa, le decía que en Santa Isabel contaba con los servicios de una criada, porque ella nada más se la pasaba rezando. Él le comentaba, discretamente, como para hacerle ver las cosas, que cuando su mujer vivía, era la que cocinaba y hacía el quehacer de la casa y que solo eventualmente le ayudaba una señora llamada Servanda, “pero solo por las mañanas” le recalcó. Y doña Pepa le contestó muy diplomáticamente que ella no era su esposa. Así que ya no le volvió a decir nada.

Al poco tiempo, don Atanasio habló con Servanda y le propuso quedarse de sirvienta en la casa de tiempo completo. Ella rechazó el ofrecimiento y expuso sus motivos: no podía abandonar su milpa, sus animales y menos sus matas. Solo podía ir de vez en cuando por las mañanas. Pero aun así, al poco tiempo ya era la favorita de la anciana pueblerina, pues decía que “para preparar un mole, no tenía abuela”, a manera de broma.

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Desde lo alto de las lomas de Candelas, por el camino viejo a Santa Isabel, se veía a lo lejos la imponente casa grande con sus blancas paredes pintadas de cal, a la que no era posible asomarse desde la calle, por la altura de sus bardas, pero si podían verse, a la distancia, las numerosas vacas de ordeña en su corral y escuchar los mugidos llamando a sus becerros, pues era la hora de la ordeña; el sol, que se asomaba por las verdes lomas, le daba los buenos días a aquel pueblito, donde la pobreza era bendecida por el cuerno de la abundancia de aquella envidiable tranquilidad reinante, las preocupaciones pasaban de largo, como aquellas palomas blancas, que de vez en cuando surcaban sus cielos azules, antes de la llegada de los fríos.

Aquella soleada mañana, la niña Natalia, “que fue creciendo como la verdolaga”, decía Servanda, estaba ahí, en la casa grande y no se quería soltar de su falda, no la dejaba moler las cuajadas que tenía sobre la mesa, en un colote de carrizo, para la elaboración de quesos. Pues el niño Franco, que en ese tiempo contaba con cinco años, se asomaba por la puerta de la amplia cocina y ella tenía vergüenza, pero no por ello dejaba de sacarle la lengua, a pesar de que le decían que no fuera grosera. En ocasiones la niña acompañaba a Servanda, cuando sus padres se la dejaban encargada, ya que salían al monte a “buscar la vida”.

El rechazo entre los niños no duró mucho, pues al paso del tiempo se hicieron amigos y el día que no la llevaba, el niño se ponía triste, pues no tenía con quién jugar. La anciana doña Pepa decía que eran hermanos de pila, porque se bautizaron el mismo día, y a veces le daba alguna pieza de pan a la niña, a cambio de que le regara las matas. Sobre todo los tulipanes rojos, que eran las flores favoritas de la mujer. En ocasiones Natalia solo se la pasaban brincando y jugando a las escondidas o a la “roña”, en el amplio patio. Otras veces Franco sacaba una caja con soldaditos de plomo que recién le había enviado su tío de Río Verde. Quizás aquellos años fueron los más felices para esos niños, pues ninguna tristeza enturbiaba sus vidas. Pero como dice el poeta, no hay dichas eternas y aquella felicidad se vio ensombrecida al poco tiempo.

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Aquella mañana, el sol se asomó al pueblito a través de una espesa nube de neblina, que había dormido sobre las faldas del cerro y que, modorra, bostezaba. El rocío cubría las numerosas nopaleras silvestres que lo rodeaban. A esa hora sus callejones se veían desiertos, solo salía humo de las cocinas con olor a leña de mezquite. Los trabajadores, unos a pie, otros en carretas o en burros, ya hacía tiempo que habían pasado a sus milpas.

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Frente a la tienda del lugar estaba parado un guayín de cuatro ruedas, uncido por dos fuertes mulas, dirigidas por aquel hombre de las confianzas de don Atanasio, llamado Eustorgio, que en esos momentos cargaba una petaquilla para acomodarla al lado de un viejo baúl que era de doña Pepa. Pues ese día Eustorgio acompañaría a Franco a Río Verde, donde pasaría algunos días en casa de los familiares de don Atanasio, que serían los tutores del niño en el colegio, pues en el rancho no le veía ningún futuro, y ese día tuvo que tomar el trago amargo de las despedidas. No soportó ver la partida del guayín, se metió rápidamente y cerró la puerta.

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De pronto sonó la vieja y destemplada campana, que hacía tiempo había dejado de llamar a misa. Ahora se hacía escuchar en el patio de la escuela y su sordo tañido llegaba a todos los jacales de Nogalitos. Algunos niños ya bajaban afanosos por los callejones, la mayoría descalzos y otros con huaraches, pero eso sí, bien peinados de rayita en medio, el pelo endurecido con jugo de limón y algunos con brillantina. Las niñas con las caras restiradas por lo apretado de sus largas trenzas y con las faldas de manta que les cubrían los tobillos, pero sin el clásico reboso que usaban en casa. El sol se apareció por arriba del cerro en aquel hermoso amanecer. Era el tiempo de granadas, con sus rojos frutos a punto de desgajarse al alcance de la mano, pero aquella mañana fueron ignoradas por los nerviosos niños que asistían a la escuela en el primer día de clases.

La niña Natalia era muy modosita y se veía curiosa con los zapatos de hule que le había regalado doña Pepa, pero se puso a llorar cuando vio que su madre se alejaba de la puerta de la escuela.

A esa misma hora, en la ciudad de Río Verde, el niño Franco Castillo ya estaba en el internado Mi Patria Mexicana, el director de aquel colegio, hermano de su padre, lo miraba satisfecho.

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Pasaron los años, como los aguaceros de mayo, a pesar de que en Nogalitos el paso del tiempo era lento y con pocas novedades. En ese lapso hubo un suceso conmovedor muy comentado y fue el asesinato del viejo Cleto, al que quemaron vivo en su jacal, pero no por los lugareños sino por unos señores procedentes de la Escondida, a los que les quedó mal, se cree que andaban enojados porque también traían a su hijo en la mira, pero se les peló entre la “jumadera”, decían los lugareños, y se sabía que antes de morir el viejo cantaba como gallo.

El hijo, que también se llamaba Cleto, se desterró un tiempo del rancho y volvió cuando las aguas se calmaron. Pero para ese entonces ya dedicado a vestir muertos. Era muy solicitado en los demás ranchos, porque también les rezaba.

Los humildes jacales donde vivía el viejo Canuto con su mujer, generalmente estaban barridos, trapeados y adornados con algunas macetas de barro, de donde sobresalían la azucena y la begonia, con sus hermosas florecillas rojas, que pendían de las alcayatas que había clavadas a ambos lados de las puertas de entrada, que por ser muy bajitas, se veía muy originales, con un fondo rústico que le daban las paredes de adobe sin enjarrar. Las cercas de piedra del solar, que daban a la calle, antes pelonas, ahora estaban cubiertas de verdes enredaderas y en el patio había plantadas algunas granadas y una higuera a un lado de la puerta del corral, que les daba sombra a la ruda y a la manzanilla, que eran hierbas curativas. Sin faltar los crisantemos blancos que se asomaban orgullosos, pues eran las flores favoritas de Natalia. Las que eran regadas diariamente por aquellas manos afanosas que poco descansaban.

En ese tiempo Natalia estaba por cumplir 18, de estatura regular, complexión delgada, de piel morena clara, sus ojos café eran de mirada tierna, que a veces parecía melancólica. El pelo largo que le llegaba hasta la cintura, generalmente lo cubría con un rebozo que le tapaba parte de la cara. Usaba unas faldas largas que le llagaban hasta el tobillo y blusas de manta corriente, pero no pasaba inadvertida, porque era una muchachita con gracia que se manifestaba en sus movimientos inocentes, con una naturalidad, que daba gusto verla. Platicaba poco, aunque era muy risueña y su cara se iluminaba con aquella sonrisa espontánea que mostraba aquella boca de blanca dentadura, adornada con un lunar en el labio superior, que no era fácil olvidar.

Al paso de los años, Franco también se convirtió en un muchacho alto y espigado, de complexión delgada. Para esas fechas andaba pisando los dieciocho y estaba a punto de recibirse de profesor.

Fue llevado al rancho por órdenes de doña Pepa, pues su padre había sufrido una embolia y no podía valerse por sí mismo, había quedado paralizado de la mitad del cuerpo y como era hijo único, lo quería poner al tanto de los asuntos de sus propiedades.

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Una fresca mañana, Natalia barría el frente de su casa, situada a un lado del amplio callejón que era una de las entradas al pueblito. Al momento vio que se acercaban las vacas de ordeña de don Atanasio. Interrumpió su trabajo cuando pasaron frente a ella y se acomodó el viejo rebozo que llevaba en la cabeza, como para ocultar su rostro, pero mirando disimuladamente al arreador, que montaba un caballo alazán. Era un muchacho joven con sombrero grande y vestido a la usanza charra, con camisa de botones de hueso y chaparreras. Cuando pasó frente a ella le dio los buenos días en forma amable, la joven le contestó tímidamente, pero cuando el jinete se adelantó dándole la espalda, sintió algo así como una corazonada que de repente la hizo pensar que quizá ese muchacho fuera Franco, pues se sabía en el pueblito que su padre estaba enfermo. Pero solo levantó los hombros y siguió barriendo la calle con una escoba de ramoncillo, que se hacía con aquella hierba chaparra que inundaba las milpas en tiempos de lluvia.

El sol matutino se asomó sonriente por encima de la sierra, el viento era fresco y olía a flores de plumbago. Las florecillas color lila sobresalían de las verdes enredaderas que se asomaban a la calle, encima de la cerca de piedra de los jacales de Natalia. Cuando terminó de barrer entró a la reducida cocinita, donde su madre, doña Chuy, ya estaba lavando el metate.

—Oiga, mamá, ahí pasó un muchacho con las vacas de ordeña de don Atanasio, ¿quién será?

—¿A poco no lo conociste?

—La mera verdad, no.

—Como te haces taruga, ¿a poco ya no te acuerdas de Franco?

Al confirmar lo que Natalia había imaginado, sintió una rara alegría, pero la disimuló. Pues tenía muchos años de no saber de él, solo lo recordaba como en sueños, cuando era niña.

—¿Será que vaya a quedarse unos “diyitas”? —preguntó Natalia con curiosidad.

—Eso sí no sé, pero se sabe que don Atanasio no puede moverse, que está malo y ya ves que es el único hijo. Decían que estaba estudiando para profesor, pero quién sabe.

—¿Ya se recibiría?

—No, no sé… pero eso no nos va ni nos viene.

—No… pues eso sí —contestó Natalia con cierta resignación.

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El sol se quería esconder detrás del cerro, cuya larga sombra ya cubría las verdes nopaleras silvestres, que se extendían a lo largo de su falda. Hasta topar con las lomas donde las palmas amarillentas se erguían como leales centinelas de aquel lado del arroyo que atravesaba a Nogalitos, que en esos momentos parecía dormir y era arrullado por el canto de las tórtolas: cu cu. cu cu. cu cu. como para romper el silencio de aquella calurosa tarde dominical. Así transcurría la vida en aquel pueblito con pocas variantes, debido a la monotonía de las actividades de sus habitantes y a la tranquilidad del lugar.

A esa hora Natalia regresaba de la noria con un cántaro de agua en la cabeza, a lo lejos vio a Franco montado a pelo en su caballo alazán. Cuando se topó con ella se hizo a un lado del angosto camino, para darle el pase al jinete, el cual solamente le dijo “con permiso”, ella le contestó con un “es propio”, sin poder evitar que ambos se vieran a los ojos.

Después de verla, Franco se fue pensativo y murmurando: Qué bonitos ojos tiene la muchacha. ¡Lástima que lleve la cara tapada con el rebozo!, debe ser la hija de don Canuto, pero no me acuerdo de su nombre, cuando me fui estaba muy chiquilla. Y a paso lento se encaminó al arroyo, donde recientemente había bajado agua para bañar su caballo.

Más adelante Natalia puso el cántaro con agua en la cerca de piedra para descansar y, despistadamente, volteó a ver al jinete que acababa de encontrar y repentinamente le llegaron los recuerdos de cuando estaban pequeños y de sus juegos infantiles: muy apenas me acuerdo cuando estaba aquí, pero era muy flaquillo, parecía lombriz. ¿Será que se acuerde de mí? Es todo un hombre ya, hecho y derecho, al pensarlo sintió una rara agitación, como que el corazón se aceleró. Ya no quiso pensar más y cargó su cántaro para atenuar aquella bonita sensación, algo raro que nunca había sentido.

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Un día de la semana siguiente, que por cierto era domingo, la tarde caía sobre el pueblito con un sol decadente y cansado, pero iluminaba un cielo azul engalanado con nubes blancas en forma de corazones, que se asomaban de aquel lado del cerro. Así las vio Natalia desde la puerta de su jacal; en esos momentos pensaba, poniéndose el dedo índice en la boca, ¿cómo me arreglo para no ir a la noria en fachas?, pues hasta esa tarde reparó en que sus faldas descoloridas y sus blusas de tela corriente, no eran adecuadas para esa tarde, según ella, especial. Era el día que Franco bajaba a bañar su caballo. Hasta el viejo rebozo vio más descolorido con el sol. Y se acordó de la ropa que le regaló su abuelita y que tenía en el armario “del año del caldo”. Sacó un vestido verde que hacía juego con una pañoleta del mismo color y unos zapatos bajitos, color negro, que solo usaba en las fiestas. Su madre la vio muy cambiada y más contenta que de costumbre y solo levantó las cejas como diciendo “¿y a esta ahora qué le picó?”

—Voy a echar unos viajes de agua a la noria.

—¿A esta hora? —interrogó la madre— Deja que baje el sol, ¿no crees?

—No, porque luego se hace tarde para ordeñar las borregas —dijo sin esperar respuesta.

Esa hermosa tarde, por desgracia no encontró a Franco. Y cuando regresaba de la noria con su cántaro al hombro, alcanzó a observar una parranda de muchachos, que permanecía en el callejoncito aledaño a la calle por donde transitaba. Pero solo escuchó que estaban muy alegres, al parecer tomados, porque como que alegaban, y le pareció que ahí estaba él también. Se paró un ratito para observar mejor, ahora manteniendo su cántaro con agua en la cabeza, no, no es. Ese día el muchacho no se dejó ver. Por la tarde solo escuchaba los gritos carcajeados de algunos rancheros del lugar, entre pedazos de canciones y corridos que entonaban con los humos del alcohol.

Antes de oscurecer, Natalia le ayudaba a don Canuto, su padre, a apartar las borregas para la ordeña, así pasaron las horas de aquel tediosos domingo.

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En la noche, una luna tímida se asomó a un lado del cerro, bajo aquel manto de estrellas que cubría el cielo del pueblito escondido entre las lomas, y en un humilde jacal, una muchacha cansada del trabajo, se quedó profundamente dormida:

La niña corría en cámara lenta a la par que su perro, al lugar donde había lanzado una pelota que el animal recogía y la regresaba, la niña reía y la volvía a tirar para que el perro fuera por ella. El campo era una milpa sembrada de pasto verde. Un sol suave se asomaba sobre la montaña azul, secando el húmedo rocío de la mañana. No había ruido. Era como si el tiempo se hubiese detenido y solo se escuchaban las risas de la niña, que más que correr, flotaba.

Cuando Natalia despertó de aquel bonito sueño, quiso dormir nuevamente para seguir soñando, pero Franco ocupó todo su pensamiento y ya no pudo.

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Don Atanasio Castillo, el papá de Franco, le había dado instrucciones a Eustorgio, su hombre de confianza, para que pusiera al tanto al muchacho de los asuntos de sus tierras, pero ante todo, que lo enseñara a trabajar. Pues cada día estaba más delicado de salud, en su enfermedad era cuidado por doña Pepa, que para esas fechas también ya era una anciana, aunque una mujer fuerte a la que Franco reconocía por mamá, a pesar de ser solo madre de crianza.

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Esa madrugada, antes de que se desvanecieran las sombras para dar paso al nuevo día, como era tiempo se siembras, Canuto ya trajinaba con su yunta en el corral, dándole de almorzar a sus bueyes y preparando los aperos de labranza.

Dentro del pequeño jacal donde hacían cocina, doña Chuy y Natalia, que también habían madrugado, preparaban el almuerzo y el lonche de ese día. Y platicaban que a don Canuto le ofrecían una becerra muy bonita, hija de una vaca lechera.

—Y quiere ir a Cerritos a vender frijol, porque la quiere comprar, ¿cómo ves?

—Pero ya hay muy poco frijol en el chapil.

—Es lo que le dije… y luego si no se da, lo vamos a comprar más caro.

—Y más duro —dijo la muchacha moviendo la cabeza negativamente.

—Le propuse que vendiera algunas borregas para ajustarla y dijo que a la mejor no te parecía.

—¿No por qué? Yo nomás las cuido, pero son de él.

—Pero acuérdate que tú tienes tu parte. Pues han rendido gracias a aquella borreguita que te regalaron tus padrinos de San Elías.

—Bueno… eso sí, pero con tal que no vaya hasta Cerritos, que venda algunas para que ajuste la becerra o las cambie, él sabe…

—Pues hay que decirle para que deje de andar “tortugueando”.

—Pues platíquele usted, a ver qué —dijo Natalia y se arremangó la blusa, para ayudar a su madre a tortear—. Deje y le ayudo para echar las gordas que nos vamos a llevar a la milpa, porque papá ya se oye con la carreta.

Al poco rato salió la muchacha dejando el jacal lleno de aroma a frijoles refritos, y se dirigió presurosa a la casita de palma donde tenían la semilla para sembrar y los morrales que usaba cuando le ayudaba a su padre.

Afuera, el aire frío de la madrugada, antes del amanecer, acariciaba el rostro de Natalia, que ya estaba sentada arriba de la ruidosa carreta que su padre dirigía por el pedregoso callejón y sonreía por los brincos que daba ante la prisa de llegar a la parcela antes de la salida del sol. Cuando María de Jesús salió a cerrar la puerta del solar, ya la carreta había desaparecido del camino.

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