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III. Fidela Beltrán

El sol del amanecer se asomaba por el cerro, filtrando sus rayos de oro a través de los altos zacatales de espigas doradas que bailaban con el viento, cuando el sereno aún humedecía la hierba del camino. Las mujeres de los peones torteaban en sus humildes jacales y el humo de cada fogón se veía desde las negras y bien trabajadas milpas del lugar.

Una de esas mujeres era una muchacha llamada Fidela Beltrán, hija de peones trabajadores de la hacienda. Tenía el porte de la mujer mestiza de esa época, de estatura media, la naturaleza le había proporcionado unos hermosos ojos negros, que no pasaban inadvertidos. Le gustaba usar el pelo largo —color negro azabache— cubierto por un rebozo; de cara bien proporcionada y piel morena clara. Era la mayor de cuatro hermanos, apenas había cumplido los veinte años y se consideraba diferente a las mujeres de su clase. En esos años la mayoría de las muchachas desde los trece años se iban con el novio, a algunas se las robaban y algunas, a esa edad, ya tenían una criatura o más. En aquellos años no era la costumbre ver novios en la calle ni muchachas platicando con muchachos de su edad, mucho menos que anduvieran agarrados de la mano o abrazados. Eso era mal visto por los mayores. Tal vez por ello se fugaban del hogar a temprana edad. En el caso de Fidela, la suerte quiso que se dedicara a cuidar a sus hermanitos desde que su madre, doña Micaela, quedó tullida, “pero ella tuvo la culpa”. Así le decía su esposo, don Ciro Beltrán, que la derrengó a punta de patadas. Todo fue para quitarse la muina porque ese día se peleó en la calle, y perdió y con alguien tenía que desquitar su coraje y para eso estaba su mujer. Después de esa brutal golpiza, Micaela ya no pudo caminar porque le ofendió la columna vertebral y dos costillas.

A partir de ahí, Fidela la hija la curaba sobándola todos los días, con pencas de maguey calentadas con ceniza, y al paso de los meses se comenzó a mover, poco a poco, dando pasitos apoyada en un horcón de mezquite que se metía en el sobaco para poder sostenerse.

El papá de la muchacha, don Ciro, era un borracho irresponsable. Eso obligó a Fidela a tomar las riendas del cuidado de sus hermanitos y del trabajo de la humilde casa. Por esto se privó de muchas cosas, sobre todo de fijarse en algún muchacho de su edad. Con el único que tenía cierta amistad era con Isauro Reyes. Porque en ocasiones su abuela, llamada Lichita, le mandaba hacer tortillas. Hasta esas fechas el travieso cupido no había flechado su corazón.

Esa mañana ahí estaba en su cocinita haciendo las tortillas, que eran recogidas todos los días por una criada de la hacienda, para darles de comer a unos albañiles que habían traído de San Luis.

—¿Por qué tan enmuinada, Fidela? —preguntó la mamá— Mire nomás el regadero de maíz que está haciendo con la mano del metate, ¿se le metió el chamuco o que traye? No habla, nomás puje y puje, anda bien enchilada, yo no sé qué traye —la muchacha no contestaba.

La vieja estaba sentada en un tronco de mezquite, dentro de la pequeña cocinita de techo de zacate y piso de tierra, rascándose los pies descalzos “uno con otro”, porque no usaba calzado. Fidela molía el nixtamal en una esquina del reducido jacal, hincada en el suelo, frente al metate y a al lado del fogón con tres negros tenamastes que sostenían un comal de barro, en el que cocía las blancas tortillas de maíz.

—Yo se rebién cuando anda josca porque luego, luego se pone muda, pos qué traye —le volvió a decir la mamá.

—¡Yo no estoy enchilada! —al fin contestó la muchacha al tiempo que movía la cabeza envuelta en un humilde rebozo

color negro.

—Pues mire cómo tira el nixtamal —respondió la madre mientras le daba de comer unos granos de maíz cocido a una pájara que tenía en el delantal sobre la sucia falda del vestido.

—Ya le dije que no estoy enmuinada.

—Pues no creyo, porque hasta parece tejón encovachado.

Afiguraciones suyas —dijo con una mirada de angustia.

En el patio del jacal, unas gallinas jabadas picoteaban los restos de nixtamal que se habían colado en el nejayote. Un perrillo flaco estaba parado en la pequeña puerta de la cocinita, pelando los vivarachos ojillos color café, a la espera de la gorda de maíz cocido que le hacía Fidela cada vez que torteaba.

En esos años, en la hacienda del Pozo del Carmen tenían dos sirvientas: Epigmenia Tovar y Eulogia Silva, y se encargaban de asistir al administrador Arturo Ichante y a su familia. Los dueños de la hacienda no asistían ahí por lo regular. En ocasiones pasaba hasta un año sin que ellos pusieran un pie en la finca, por ello el administrador era visto como si fuese el hacendado y también le llamaban amo.

Esa mañana, una de las sirvientas fue a recoger las tortillas que le encargaba a Fidela, para darle de comer a los trabajadores que habían traído de fueras, por órdenes de don Arturo, para hacer la compostura del piso de la hacienda. Ese día llegó a la humilde casita de doña Mica más temprano que de costumbre, con una canasta de carrizo vacía.

—Buenos diyas; ¿cómo amanecieron? —saludó Epigmenia cuando entró al jacal. Doña Mica respondió el saludo, porque Fidela ni siquiera levantó los ojos para verla—. Y ora que trayen.

—Pues aquí peliando con esta muchacha caprichuda, mire nomás arriende a ver el regadero de nixtamal que tiene.

—¿Qué traye, Fidela, por qué peleya? —preguntó y puso la canasta arriba de una áspera mesa de mezquite que estaba clavada en el piso.

—Cómo ve, Pimenia. ¿Verdá que no es cosa buena esta muchacha? —preguntó doña Mica mientras se sacudía el delantal parchento.

—Sí, la veo un poquito enchilada. ¿Qué le pasa, Fide?, ¿no será la luna?

—Vaya usté a saber, pero ya tiene diyas que anda de un genio que no hay quién la aguante, ahorita ya hubiera acabado de hacer las gordas, pero mire nomás el batidero que tiene, ¿cómo ve?

—¿Qué tiene, Fide?, ¿por qué anda tan josca? Si quere le ayudo a echar las gordas. Al fin que ahorita terminamos, ¿cómo ve?

—¡No, pa qué! —al fin contestó sin levantar la cara y con el rebozo deshilachado tapándole la cabeza.

—Ay, Fide, Fide. ¿A poco anda josca porque a Sauro lo tienen encerrado? —preguntó la criada mientras acomodaba unas tortillas en la canasta.

—A mí qué me interesa si lo tienen encerrado o no; eso no es asunto millo.

—¿Entonces por qué se pone asina? Yo creyo que ya pronto lo van a dar libre, porque anda el ruido que en estos diyas va venir el amo don Rafail, que por eso están componiendo el guayín grande.

Al escuchar eso Fidela levantó sus ojos negros muy abiertos.

—¿Y pa cuándo llegan los amos a la casa grande?

—No se sabe, pero dicen que pronto, ¿cómo ven? Por eso dice don Arturo que quiere presentarle trabajo, y ya anda quitando el empedrado adentro, en todos los patios de la hacienda, para cambiarlo por cantera.

—Con razón dice don Fabián Núñez, el caporal, que ahorita trayen todo el ganado en el cerro del Ojo Malo pa ver si se repone, pienso que es por lo mesmo —dijo doña Mica y trató de ponerse de pie con ayuda del horcón de mezquite seco que se acomodaba en el sobaco.

Güeno, yo ya me voy porque me mandaron de priesa, mañana platicamos, ya se me hizo tarde.

Cuando la mujer llegó a la puerta de la hacienda, estaban formadas tres carretas llenas de piedras de cantera labrada, que eran descargadas por los peones. Para meterlas a los patios usaban unos mecapales de cuero que se apoyaban en la frente y transportaban las pesadas piedras en la espalda.

Cuando Epigmenia pasó entre ellos con su canasta de tortillas, se agarró las largas enaguas que le llegaban a los tobillos, y sin decir nada agachó la cabeza cubriéndose la cara con un deshilachado rebozo negro.

Pasó tan rápido que parecía trotar y se metió rápidamente en la finca.

Así era como caminaban los peones de aquellos años porque era la costumbre caminar aprisa, apoyándose en las puntas de los pies.

IV. Elisa Hernández, “Lichita”

Una airosa mañana, la luz del sol se asomó atrás del cerro entre unas nubecillas color miel, que convertían las amarillas espigas de cebada en un mar de oro arrullado por el viento.

Afuera de la puerta principal de la hacienda, estaba una muchacha que tenía la cara cubierta con un rebozo que el aire le descubría en su violento giro. Llevaba una canasta de tortillas y la acompañaba una anciana descalza, que se apoyaba en un bastón de mezquite, y llevaba consigo una zalea de borrego bajo el brazo, que el aironazo le zarandeaba.

En esos momentos, una parvada de palomas blancas pasó volando hacia el palomar, que tenían en la parte interior del alto edificio de cantera rosa de la hacienda. La joven se distraía observándolas con curiosidad, para pasar el tiempo. Solo dejó de verlas cuando escuchó rechinar los goznes de la alta puerta de la finca; al abrirse se asomó un peón, después de saludarlas de forma atenta, con una leve inclinación de cabeza, preguntó:

—¿Algún recado para el preso? —dijo y recibió la canasta y una zalea de lana que le entregaron las mujeres. La señora grande no pudo articular palabra, porque en ese rato sus ojos de llenaron de lágrimas y solo la muchacha habló:

—Dígale que estoy rezando mucho por él, nomás —y volteó la cara para otro lado, para evitar que le viera una lágrima que de repente se asomó a sus ojos tristes.

La puerta principal de la hacienda se cerró y las mujeres se fueron caminando a paso lento. El aire seguía chiflando, arrastraba la arenilla suelta en las calles desiertas, formando pequeños remolinos con las hojas secas de los árboles.

La anciana era la abuela de Isauro, se llamaba Elisa Hernández, mejor conocida como Lichita, una mujer delgada de piel morena, muy menudita, que pisaba los ochenta años; ella lo había recogido recién nacido; desde que su madre amaneció ahogada en el venero de agua que estaba por la iglesia, nunca se supo quién había sido su padre porque al morir todo quedó en el olvido.

A esa hora caminaba del brazo de Fidela, que vivía en un solar a unos metros de su casa y en algunas ocasiones le hacía tortillas y la visitaba seguido. Lichita había quedado viuda poco tiempo antes. Además de Isauro Reyes tenía otra nieta: Margarita Nieto, Mago, le decían ya de casada, que también le daba sus vueltas, aunque a veces no podía porque tenía su compromiso. Su nieto Isauro era el que le hacía compañía porque vivía con ella, de hecho ella lo crió desde que quedó huérfano, era su único sostén. Esa mañana le había pedido el favor a Fidela de que la acompañara a la hacienda, y cuando regresaban platicaban lo siguiente:

—No llore, doña Lichita, va ver que pronto lo van a echar pa juera —dijo al momento que la levantaba del brazo para que se apoyara mejor con el bordón.

—Ay, Fide, no jallo ni qué pensar, desde el día que los amos lo pepenaron no me doy cuenta de nada, no tengo reposo ni de noche, ni de diya.

—No se apure, Lichita, mejor vamos a su jacalito para que se tome su ruda con el romerito pa los ñervos.

—Vamos a pedirle muncho, muncho a Diosito pa que lo suelten pronto o ¿cómo ve, mija? —la ancianita se detuvo para tallarse los ojos con las manos, porque de pronto se le nubló la vista con las basuritas del aire, que no paraba.

—Mañana paso por usté pa llevarla a la iglesia.

Ansina le hacemos pues, porque yo no ando en mi juicio, en veces entro en mi jacal y me salgo y no sé qué me pasa… quisiera ser como las hormigas arrieras y irme muncho muncho muy lejos y no saber nada de nada —dijo golpeando el suelo con su bordón.

—No se vaya a caer, Lichita, llegando a su casa se arrima a la lumbre, mire cómo traye sus manitas bien frillas —¡válgame Dios, no me había dado cuenta que ya las tiene llenas de tiricia, pensó, pero no le dijo nada.

—No me puedo apaciguar, Fide, por el amor de Dios, ¿qué van a hacer conmigo?

—No se vaya a poner malita, mejor cierre la trompita, por vida de Dios, no se ponga chechita —le dijo al dejarla en la puerta de su jacal.

Po —contestó la viejita al tiempo que le tiraba agarrones al hilo de la rústica puerta de mezquite sin lograr asirlo porque el aire se lo impedía y por otro lado, porque ya las cataratas eran muy notorias en sus ojos.

—Sí la veo que anda destanteadita, a ver si no tarda mucho Mago para que le jierba sus yerbitas —dijo al verla que en vez de empujar la rústica puerta de madera, para abrirla, la anciana jalaba el hilo como para atrancarla cerrándola más.

Po —volvió a decir la anciana y se metió a su jacal.

El sol del invierno comenzó a calentar, y en los jacales se veía a algunas familias sentadas en el suelo en forma de trenecito, espulgándose entre ellos. La mamá espulgaba a la hija mayor y ella al niño más chico; las otras criaturas gateaban encueradas.

Allá, en las milpas del llamado Palo Blanco, se alcanzaban a distinguir varios peones que cargaban pesados bultos de secas matas de frijol en la espalda. Hasta parecen de esos 0 pinacates llamados rueda-mierda, cuando ruedan bolitas de estiércol en los corrales, pensó Fidela cuando los vio de regreso a su jacal, después de dejar a la abuelita de Isauro encerrada por el frío. Cuando llegó a su choza encontró una batea de ropa sucia de sus hermanitos, y se puso a lavar.

En la hacienda, el peón cuidandero de los “presos” esperó a que pasara de medio día para entregarle a Isauro la canasta de tortillas y la zalea. Después atrancó por fuera, con un largo palo de mezquite, la puerta del cuarto donde estaba encerrado. En ese lugar también estaba Polino Arano porque lo encontraron los capataces destazando una vaca en el cerro. A este último no lo castigaron con azotes, porque se comprobó que encontró la vaca muerta. Solo a Isauro le tocó que lo pusieran como ejemplo y se salvó de que lo ahorcaran debido a la próxima visita del hacendado don Rafael Ipiña hijo, que convivía más con los peones ya que quería borrar la mala imagen que tenían de su padre, y le encargaba a su administrador que fuera más humano con sus trabajadores. Nunca olvidó que, cuando adolescente, montaba a caballo y en una ocasión, su padre tenía un alazán recién amansado que, en un descuido del caballerango, el joven Rafael aprovechó para sacar de las caballerizas, y en pelo se fue a dar un paseo por las milpas de la Noria de Gámez, que pertenecían a la hacienda. Más tarde se supo que de pronto se le asustó el animal con una parvada de codornices y lo tumbó dejándolo mal herido.

El caballo se fue desbocado entre las milpas del potrero. Pero en su loca carrera fue visto por los peones; lo persiguieron y lograron agarrarlo. Después buscaron al muchacho y lo encontraron herido y desmayado. Rápidamente hicieron una cama de trozos de leña para trasladarlo a la hacienda, llegaron con él de madrugada. Esa noche no durmieron por estar al pendiente del muchacho. Hasta que por la mañana llegó un doctor de San Luis, que lo hizo reaccionar, y como había perdido mucha sangre, los mismos peones proporcionaron la necesaria para las transfusiones que se requerían. Y ahí permanecieron hasta que les dijeron que el hijo del hacendado ya estaba fuera de peligro.

Por ello decía el viejo hacendado que su hijo Rafael “tenía sangre de peón” Y después de esa experiencia, el hombre ya no fue tan vil con sus trabajadores. Pero no duró mucho, en ese mismo año murió en México de una angina de pecho. El nuevo propietario venía poco a la finca y por eso todo el movimiento lo llevaba el administrador, Arturo Ichante.

El cuarto de piedra donde estaban los prisioneros solo tenía una claraboya en el techo por donde entraba la luz, porque era utilizado como chapil en tiempo de cosechas. Pero los peones ahí encerrados ya se habían acostumbrado a la oscuridad.

—Oiga, Sauro, qué buenas tortillas le echa su abuelita — dijo Polino, dobló una en forma de taco y le puso unos granos de sal.

—Sí, pues.

—¿Y viene solita a traérselas?

—Me dice el vigilante que la trae Fidela.

—Oiga, Sauro, y esa tal Fidela ¿por qué no se habrá arrejuntado? Ya es grandecita ¿no cree?

—No sé, alamejor no le ha salido un gallo pues —respondió Isauro con la boca llena, en ese momento saboreaba un taco de nopales; tirado de panza, apoyado en los codos y con los pies cruzados uno arriba del otro.

—¿Cómo, cómo? Sauro no le entendí, no hable con la trompa llena.

—Que Fidela no ha jallado un gallo.

—Y luego usté, Sauro o ¿a poco está mocho?

—Por ahorita no creyo, porque ella tiene a su mamá tullida y son muchos escuincles sus hermanillos y no creyo que piense en aconchabarse.

—¡Qué lástima!, esas sí son mujeres, por vida de Dios.

—Eso sí es cierto —para hacer un atole blanco nomás ella, pensó, es cierto, “esas sí son mujeres”, volvió a pensar.

—¿Cómo van esas costras de la espalda, Sauro?

—Ya casi no me duelen —dijo al tiempo que se tallaba la espalda con la zalea, haciendo una mueca de dolor, que su compañero no vio. Saliendo de aquí, se le va a aparecer el chamuco a Celedonio, de Dios que sí, pensó, clavando la vista en la claraboya por donde entraba el claro de luz.

Usté tiene el cuero de mula, Sauro.

—Pero más mula que usté no puedo ser.

Afuera, el ruido del aire les llegaba con las voces de los peones que estaban poniendo el piso de cantera en los patios de la hacienda. El sol salió un rato y se volvió a meter dando paso a un día nublado, con frío.

V. El peluquero

El día amaneció nublado, un cielo aborregado cubría la hacienda del Pozo del Carmen. Unas mujeres con el rostro tapado con humildes rebozos y descalzas, cargaban cántaros con agua en el hombro y apresuradas se dirigían a sus humildes jacales. En esos años el agua era muy abundante porque estaba funcionando la caja de agua “el pocito”, le decían; y este recibía la corriente de un venero que estaba al pie del barranco, manteniendo con agua las tarjeas de los arcos todo el tiempo, antes de entrar en canales a los patios, de lo que anteriormente fue el convento de frailes carmelitas. La tarjea más larga era para que bebieran agua los animales, y la otra para que los lugareños se surtieran de agua de uso, aunque algunas mujeres llenaban directamente sus cántaros de barro con el agua que salía de la caja de agua.

Desde lo alto del camino a Santa Isabel del Armadillo se veían por doquier muchos jacalitos de dos aguas, con sus techos amarillos, que era el color del zacate seco, divididos por estrechas callecitas de tierra barrosa. Eran barridas diariamente, antes de la salida del sol, por mujeres agachadas, con unas diminutas escobas de ramoncillo sin mango.

Esa tarde las campanas de la iglesia tocaban muy dolientes por ser repiques de difuntos. Su eco triste se perdía en la lejanía de las milpas, y su lamento se escuchaba hasta la noria del potrero del Palo Blanco, donde un hombre de sombrero grande y vestido con un patío, llenaba las tarjeas donde bebían agua las yuntas. Al escuchar las campanadas suspendió su trabajo y amarró la reata a la horqueta del carrillo, con la cubeta de madera rebosante. Se hincó con los brazos abiertos: “Diosito, líbrame de todo mal”, decía con las manos en cruz. Ahí permaneció buen rato hasta que las campanadas de la iglesia dejaron de sonar.

En esos momentos, don Tano, el viejo peón de la hacienda, estaba sentado en una piedra de caliche, debajo de un verde mezquite, en el patio del jacal d ro del rancho. En aquellos ayeres ser peluquero era muy sencillo: para el corte de pelo solamente le colocaban al cliente una jícara de guaje sobre la cabeza y cortaban el cabello que salía. La moda era dejarles en la frente un mechón que les tapara un ojo. Pero no era muy notorio porque los peones usaban sombrero grande, que casi nunca se quitaban. A los niños los pelaban a coco y les dejaban un copetillo enfrente para despistar lo trasquilado.

—Espéreme tantito, don Tano, voy a afilar las tijeras con esta piedra china—dijo el peluquero.

Ta bueno, porque quero tumbarme las mechas, para que cuando llegue el niño Rafail no me vea tan greñudo.

—No se desespere, don Tano, estas tijeras trabajan solas, con ellas también tuzo burros y trasquilo borregos.

—A mí entodavía me tocó que trasquilaran las mechas con piedras, cuando no se conocían las tijeras —dijo el viejo pasándose los dedos abiertos en la cabeza debajo de la jícara de guaje, que tenía puesta a manera de casco.

—Sí, se sabe que así les cortaban el pelo más antes, después fue con machetes y con cuchillos. Así deben cortárselo todavía algunos indios cerreros, que todavía no conocen las tijeras.

Pueque sí. ¡Ah, jijo!, —lanzó un grito de dolor y se puso la mano en el cuello— ¿Y esto qué fue?

—¡Ah, carajo!, le di un rasponcillo.

—¡Sí!; ya me di cuenta, ¡ya me colorió! —contestó el viejo enojado y con una mueca de dolor. Hijo de tu rebomba madre, siempre es lo mismo, pensó, pero no le dijo nada.

—¿Cómo ve los matados de ayer? —interrogó el peluquero para distraerlo.

—Mal, muy mal, la vida no retoña.

—¿Cómo se matarían esos pelaos?

Don Tano le dijo que los dos muertos del día anterior fueron dos peones de la hacienda. Que se llamaban Melesio y Gume. Que esa muerte ya se presentía, desde que el administrador le quitó a Melesio el puesto de encargado de la mezcalera y dejó en su lugar a Gume por ser más responsable. Eso ocasionó que le agarrara coraje y como no encontraba cómo desquitarse, Melesio se iba a zurrar encima de las piedras que tapaban el agujero de los magueyes donde sacaba el aguamiel, y en otras ocasiones los orinaba. Pero Gume se aguantaba para no tener problemas y no le reclamaba nada.

El día de la tragedia los dos estaban pizcando en el Palo Blanco, cada uno su mona de rastrojo. De pronto Melesio se puso a reclamarle y no lo bajaba de polillero: que por su causa le habían quitado la mezcalera, hasta que se le fue encima a golpes. A Gume no le quedó de otra más que defenderse con lo único que traía en la mano, que era el pizcador. Seguramente se acordó de todas las ofensas que le había hecho y aprovechando que lo había tumbado se le horquetó encima y ahí desquitó su coraje, porque al matarlo los ojos le quedaron de fuera.

—Dicen que también andaba pizcando el papá de Gume, un viejillo cancorvo, más viejillo que yo —contó don Tano—, y que cuando el viejillo caminaba todo chapín al lugar donde Gume picoteó a Melesio le dijo: “de Dios que déjame algo, m'ijo”, según que así decía con el pizcador en la mano.

También le comentó al peluquero que en el otro extremo de la milpa andaba Nato, el hijo de Melesio, cuando le avisaron que iban a matar a su padre llegó rápidamente al lugar del pleito con la cuchilla en la mano. Pero que Gume lo esperó con el pizcador aún con sangre, y luego fue para atrás, para atrás, esquivando los machetazos que le aventaba Nato a puro cabeceo, aunque dicen que le picó las patas con el pizcador y que al caballo también lo rasguñó.

—Hasta que se cansó; y que en una descuidada se echó a correr y al tiempo de brincar la cerca de piedra del potrero, ahí lo alcanzó Nato y solo le dio un machetazo en el pescuezo que por poco le arranca la cabeza —siguió contando el viejo.

Ahí quedó atravesado, arriba de la cerca. Nato se fue corriendo a caballo hasta la puerta de vigilancia, llamada la Puerta de la Visera. Obligó al vigilante a que le abriera y todavía le quitó el sombrero, porque en la refriega lo perdió entre los chaparros.

—Qué desgracias, don Tano.

—Sí, parece que no, pero hoy se nos adelantaron dos trabajadores y en mi caso los dos eran amigos.

—Oiga, don Tano y el viejillo, el tata de Gume, qué hizo después.

—No, pues dicen que cuando vio a Nato botó el pizcador y solo se persinaba, asustado.

—Pues ya ni las moscas se espanta el viejillo desmolado —dijo el peluquero moviendo la cabeza.

—Pues sí, dicen que desde esas muertes se la pasa guacareando puros buches de agua amargosa, apenas que lo barran de espanto, sino, pueque se tuerza también el viejillo.

—¿A cuál velorio fue don Tano?

—Al de Gume.

—¿Y si quedó muy espantoso?

—No, no tanto, solo tenía la cabeza casi desprendida del jodazo que le dieron.

—Y al entierro ¿va ir?… don Tano… —creo que ya se durmió el viejo, pensó el peluquero y volvió a hablarle— ¡Don Tano!, ¡don Tano!…

Como no recibía contestación lo observó detenidamente y se dio cuenta de que roncaba, porque hasta la baba le escurría de la boca: Así no puedo trabajar, pensó, y no tuvo más opción que picarle las costillas. El viejo pronto reaccionó porque luego, luego, se puso la mano donde le había agarrado el cuero con las tijeras.

—¿Otra, otra coloriada?

—Es la misma, don Tano. Solo le hablé para que despertara. ¿No ve?

—¡Pues si no estaba dormido!, nomás tenía cerrados los ojos para que no me cayeran pelos —dijo enojado el viejo peón.

—No se enmuine, don Tano, solo le preguntaba si iba ir al entierro de Gume.

—No, ya fue en la mañana.

—¿Y al de Melesio?

—Tampoco, está haciendo muncho frío y crióque a ese lo iban a aterrar más tarde —dijo el viejo mientras se sacaba los mocos de las narices con los dedos.

En aquellos años los padres no daban permiso de meter a los peones muertos a la iglesia, todas las velaciones se hacían en los jacales de los difuntos. Generalmente el padre acudía al domicilio a darles la bendición. Los muertos eran velados sobre un petate en el suelo, y en ese mismo petate era enterrado, hecho taco. Cuando el muerto era trasportado al panteón, se hacía sobre una tabla con dos travesaños para levantarlo entre cuatro personas

—Padrecito ¿será que Gume se vaya al cielo? —preguntó la esposa del difunto.

—No seas impertinente, hija, claro que él va directo al cielo, es más, ya debe de estar allá, y si no, de eso me encargo yo —dijo el cura levantando la vista al cielo.

—¿Pero así con la cabeza casi desprendida?

—¡Claro, hija! Haz de cuenta que él ya está sentado a la diestra del Señor.

—Con qué le pagamos, padrecito, somos tan probes.

—No se apuren, ahí bajita la tenaza, cuando puedan mándenme un jarro de atole, alguna gallinita asada, unos elotitos, no falta… “En el nombre del Padre, del Espíritu…”

—Amén —dijo la mujer al tiempo de besar la mano del padrecito.

El antiguo panteón de la hacienda estaba en lo que hoy son milpas, en el potrero del Palo Blanco. Pero en esos años hubo una bajada de agua que sacó las tumbas y se desvió el cauce del arroyo, y al año siguiente volvió a hacer lo mismo. Por lo que el hacendado tomó la decisión de cambiarlo de lugar a donde está actualmente.

La tarde era fría, don Tano aún continuaba en la peluquería de la comunidad. Ahí seguía con el “Pelucas" así le decían. Los apodos han existido desde que el hombre apareció sobre la faz de la Tierra. El viento frío le pegaba en el cuello al viejo y lo sintió más por la falta de pelo.

—Ahí viene ya el frillecito.

—Sí, hay vienen los fríos, por eso el lunes tengo que ir a trasquilar las borregas blancas que ordeñan en la hacienda, y voy a pedirle poquita lana al amo, para mandar hacer una buena cobija.

—Pues yo pueque vaya a buscar al petatero para mandarle hacer un petate, el que tengo en mi jacal está todo agujereado y cuando me tiro en el suelo amanezco todo lleno de tierra. Sí, hay que irnos previniendo.

En ese momento, por la calle de las trojas alcanzó a distinguir a un viejo chaparrito vestido con un patío que fue blanco en su tiempo, y una camisola de áspera manta trigueña; iba descalzo, sosteniéndose con un bordón de huizache y con un sombrero grande, arreando dos mansos borregos blancos de retorcidos cuernos. Hasta parece una tachuela, pensó el peluquero al tiempo que barría los pelos que le dejó don Tano.

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