Kitabı oku: «Un monje medieval», sayfa 2

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Capítulo ii

ACTIVIDADES MONACALES

La mañana amaneció bajo un cielo aborregado. A la distancia, los picos montañosos de la sierra de San Vicente eran coronados por un horizonte de nubes grises. En uno de los grandes huertos de cultivo del monasterio, en los que eran notorios sus bien formados surcos de fértil tierra negra para la siembras de verduras y hortalizas, trabajaba afanoso un grupo de monjes que, desperdigados sobre el terreno y con sus instrumentos manuales de labranza, azadonaban la tierra para prepararla para la próxima siembra. Del grupo se distinguían dos compañeros que laboraban a la par, cada uno en su línea de trabajo, y mientras hacían su pesada tarea se daban tiempo para charlar:

—Ese fue el juramento que hice con mi hermana —dijo Bernardo limpiando el sudor de su frente con el dorso de la mano.

—Es muy aventurado hacer promesas porque cumplirlas no siempre depende de uno —dijo Julio inclinado sobre la gleba con un azadón.

—¿Pero se puede intentar?

—Bueno, eso sí, pero en este caso cumplir es muy difícil. Digo, por la lejanía de tu tierra, hermano; solo Dios.

—Así lo entiendo también, pero un juramento es algo sagrado, y más aún cuando se hace sobre la tumba de una madre. El tiempo lo dispondrá. De esa promesa depende la salvación de mi alma.

En esos momentos el cielo fue surcado por una parvada de agujas colinegras que viajaban en formación perfecta. Al verlas el monje sacudió la nostalgia y suspendió el trabajo por un momento.

—¿Está lejos Buenaventura?

—Algo, pertenece a la provincia de Toledo —contestó el monje al momento en que golpeaba un duro terrón con el lomo de la azada, para desmoronarlo.

Las campanadas de la iglesia del monasterio fueron echadas al vuelo, era el llamado a la comunión, todos los monjes dejaban pendientes sus actividades y acudían de inmediato. De pronto, cuando el grupo de hombres encapuchados entró a la iglesia, las campanas dejaron de sonar. Silencio súbito, misterioso silencio, esa era la señal para que los religiosos tuvieran una comunión con Dios.

En ese momento predisponían la mente con una mejor conciencia, para sentir la Presencia Divina manifestándose en una liberación total de las cosas mundanas. En esa lapso fray Bernardo reflexionaba lo siguiente: ¿qué hace a esta hora toda la gente que no vive en un monasterio?, ¿honrarán del mismo modo que nosotros a su Divinidad?, ¿o acaso tendrán otros dioses, otros ritos, otras solemnidades, tal vez otras creencias? ¿La duda asomará a su espíritu?

De pronto se dio cuenta de que sus meditaciones se salían de cauce, lo que le provocó cierta molestia porque la duda asumó a su espíritu. Pero volvió a afirmar lo que pensaba, meditando en que todos los hombres deberían tener una religión o una creencia en algo, y a partir de ahí darle un sentido a sus vidas, ya que toda la humanidad buscaba elevarse por encima de sus miserias. Además de que todos deberían tener una fe más grande que ellos, porque todos rogaban, se humillaban, adoraban, todos veían un espíritu más allá de lo que su vista veía, más allá de la naturaleza. El bien más allá del mal. Y todos testimoniaban en pro de los invisible, de lo que está más allá de... y en eso era en lo que toda la humanidad fraternizaba. Porque cada persona, religiosa o no, era un ser que aspiraba y deseaba, que además sentía inquietudes y esperanzas. Y todos querían ser aprobados y bendecidos por ese autor del universo, llámesele con el nombre que se quiera. Todo mundo conocía el pecado y requerían el perdón.

Recordaba a su prior que decía: “En el concierto de las religiones, el cristianismo tiene algunas ventajas: se podía tener una comunión y reconciliación del pecador directamente con Dios, con la certidumbre de que Dios amaba a pesar de todo, y que no castigaba más que por amor”.

Finalmente, el joven monje Bernardo dijo entre suspiros tras una larga meditación:

—El cristianismo siempre buscará la moral perfecta y además, ha dado sentido a la santidad acercándola a la gratitud filial.

Cuando los monjes salieron de la meditación grupal, nuevamente se volvieron a encontrar los amigos Julio y Bernardo caminando tranquilamente hacia los campos de hortalizas:

—Fíjate, hermano, que debo retomar mis meditaciones con más apego porque hoy la duda asomó a mi alma; y para evitar esas borrascas debo trabajarla con más ayunos y penitencia.

—Creo que para eso son estos ejercicios espirituales, y no veo nada malo en ello, somos humanos. Solo recuerda que la fe es una certidumbre sin pruebas —contestó Julio deteniendo el paso como para reflexionar en lo que dijo.

—A eso me refiero, mi mente insinuó algo más que eso.

—No debes preocuparte en demasía, la luz de tus oraciones te hará ver un cielo azul y luminoso sin los nubarrones de la duda. Recuerda que también los dictados de tu corazón te muestran el camino.

—Sí; aunque a veces mi ilustración me estorba, quisiera tener esa fe de la gente sencilla que no indaga, solo cree — comentó Bernardo con cierta ingenuidad.

—Ahí sí te concedo razón; pero toma en cuenta que nosotros pretendemos ser antorchas, y primero debemos iluminarnos nosotros con esa luz interna de la meditación. Porque tú sabes que la fe de entendimiento corto no medita, solo cree.

—Sí, comprendo esa diferencia, siempre es sano despejar las dudas.

—Eso es bueno; y aun con todos las argumentos en contra, el cristianismo ha hecho mucho más bien que mal a la humanidad, y eso es lo importante.

El viento fresco de la tarde llevaba el aroma inconfundible de las aceitunas cuando maduran, el sol en el poniente iluminó el monasterio con una luz melancólica.

Las sombras largas del viejo monasterio se estiraban queriendo alcanzar la luz, que se desvanecía en el cielo gris de un tiempo triste. El paisaje correspondía al estado de ánimo de Bernardo, un alma deprimida y un corazón severo consigo mismo.

Capítulo iii

EL ABAD

El paisaje otoñal dominaba la planicie con sus girasoles silvestres, las zinnias y los encendidos farolillos secos que iluminaban el camino. A la distancia se distinguía un carruaje negro jalado por cuatro briosos caballos del mismo color, que corrían a todo galope por la pradera. El cochero apuraba los cansados animales con sonoro látigo, como si quisiera llegar antes de tiempo a su destino. Su ánimo se motivó cuando divisó allá en lo alto, arriba de la colina, un viejo castillo medieval. Poco antes de llegar se vio desfilando en medio de una larga hilera de pinos situados a ambos lados de la amplia calzada.

Dentro del carruaje iba fray Honorio de Escandón, acompañado por su secretario; fray Honorio era el abad principal del monasterio; ya pisaba los umbrales de la vejez. El anciano se asomaba por la ventanilla del carruaje, su mirada tranquila solo veía una hilera de troncos de altos árboles que parecían correr en sentido contrario.

Cuando por fin llegaron a la puerta principal del viejo monasterio del Real de la Colina, las impresionantes puertas de madera se abrieron con su clásico rechinar de los viejos goznes. Los monjes porteros les dieron la bienvenida con una leve inclinación de cabeza, el carruaje siguió su marcha hasta llegar a un hermoso y bien cuidado jardín, frente a las columnas del claustro, donde los esperaban dos monjes para ayudarlos con los baúles y pasarlos a la sala capitular, donde los esperaba el prior mayor del monasterio, fray Salustio Villalpando: un monje taciturno de mirada intensa, que no pasaba de los setenta años, distinguido por su amor a la disciplina y a la meditación.

Después de darles la bienvenida a los visitantes pidió que les llevaran la comida al refectorio, donde les fueron servidos unos platillos de pepinillos con patatas, que los monjes comieron con buen apetito mientras conversaban asuntos sin importancia, como viejos amigos. Una vez terminada la merienda, pidieron permiso para preparar un baño caliente y fueron conducidos a la hospedería destinada a los huéspedes, que esporádicamente recibían. Fray Honorio de Escandón y su secretario fueron recibidos por una hermosa noche que se hizo presente con un cielo estrellado. El canto de los grillos era notorio en aquella quietud solemne y misteriosa.

Al día siguiente, después de desayunar; el viejo Abad quiso caminar por la alameda del monasterio, en medio de un paisaje otoñal desteñido y triste, bajo las elevadas frondas de los álamos y a la sombra de los imponentes robles blancos. El camino era una alfombra tapizada de hojas secas, que crujían bajo las sandalias del fraile y se quejaban al ser despedazadas por el enigmático caminante, vestido con un hábito negro y la cabeza inclinada y cubierta con una capucha del mismo color. El aire de vez en cuando aullaba sacudiendo los árboles, altos en verdad, desprendiendo hojas secas que caían en forma de lluvia, haciendo del escenario un lugar fascinante por naturaleza, adecuado para la meditación y la liberación espiritual, en la que el abad aventajaba a los monjes del lugar. Su reflexión era la siguiente: La fe debería de estar subordinada al amor por la verdad, que es el culto supremo de lo verdadero. Ese sería el medio para depurar todas las religiones, todas las confesiones, todas las sectas. Dentro de las prioridades de cada monje, la fe debería de ocupar nada más el segundo lugar, pues esta tiene un juez que se llama verdad. Cuando la fe se haga a sí misma juez de todo, el mundo va a caer en la esclavitud porque ya no dejará opciones. El mundo está más lleno de ignorantes que de gente preparada, por ello no es fácil que la verdad triunfe sobre el fanatismo y por lo mismo la fe de los entendimientos cortos tiene más energía que la fe ilustrada; pero poco a poco veo venir nuevas generaciones de monjes con otra visión... y la verdad siempre será.

La noche llegó con su negro manto llenando de tinieblas los caminos. El anciano Honorio de Escandón, por segundo día consecutivo, siguió de huésped en la hospedería conocida como la casa del Abad, que era el lugar exclusivo para visitantes distinguidos, donde recibía las atenciones a su alta dignidad; mismas que rechazaba amablemente, porque antes que todo también era monje y la penitencia era su gozo. Su elevada meditación lo llevaba a sumergirse en un estado espiritual que lo hacía flotar sobre sus colegas. Pero su mansedumbre era su carta de presentación: ello le daba una majestuosidad atrayente.

En aquella época, el grado máximo que podía alcanzar un monje en los monasterios era llegar a ser abad, que era el grado inmediato superior al prior: el encargado del monasterio; y por ello estos frailes eran vistos como santos vivientes, porque al tener ese nombramiento, su nivel espiritual estaba más allá de la vida terrenal.

Esa noche, en el monasterio, todos los monjes estaban felices de tener entre ellos a un líder de tal espiritualidad, el ambiente en general era de alegría y devoción.

Sobre el monasterio, el cielo estrellado parecía más brillante que de costumbre.

Al día siguiente, el visitante solicito una reunión a puerta cerrada con don Salustio Villalpando para tratar diferentes asuntos; entre ellos el mantenimiento de los edificios, los problemas dentro de la comunidad religiosa, la baja demanda de nuevos aspirantes y la necesidad de mejorar los métodos de enseñanza para evitar la deserción. Hablaron también de las “bondades” de la Inquisición, a cargo del inquisidor general de Castilla, Tomás de Torquemada, cuyo nombramiento había sido concedido por instrucciones de la reina Isabel la Católica. Corría el siglo xv.

Ese mismo día, pero por la tarde, el abad pidió que se reunieran todos los monjes en la sala capitular del monasterio, donde les dio una prédica que en resumidas cuentas decía lo siguiente:

—El número de hombres que quiere ver lo verdadero es muy pequeño, porque a la mayoría la domina el miedo; sí, el miedo a la verdad. Porque quieren una verdad hecha a su medida y por ello se engañan. Y la buscan en lo que les sea útil. Lo que equivale a asegurar que, el interés en el principio de su forma de vida vulgar e inútil es lo mismo que decir que la verdad está hecha para ellos, pero no ellos para la verdad. Como esto es humillante, la mayoría no quiere comprobarlo, menos reconocerlo. Y es así como un prejuicio de amor propio protege todos los prejuicios del entendimiento. Y estos tienen su raíz en el egoísmo de donde proceden.

»La humanidad, veámoslo actualmente con la Inquisición, siempre condena a muerte o persigue a los que trastornan su quietud interesada. Pero esto la humanidad no mejora nada, porque el único progreso al que aspira es al incremento de las alegrías. Todos los progresos en moral, en justicia, en santidad le fueron arrancados con alguna violencia. El sacrificio que es el gozo de las grandes almas jamás será reconocido por la sociedad. Por ello nuestro mundo es sinsentido y carece de brújula.

»La sociedad actual se cubre el rostro con hipocresía ante la inmolación de nuestros mártires. Sin embargo, esas inmolaciones no son otra cosa que una protesta por lo que pasa en la actualidad. Es un reclamo hacia el egoísmo universal. No se pueden cambiar las cosas. Pero al menos con su ejemplo les abrirá la conciencia. Aun así, el sacrificio subsistirá porque los elegidos seguirán inmolándose por la salvación de las multitudes. Bajo esa ley austera, amarga, misteriosa de solidaridad, la redención (de pocos) y la perdición (de la mayoría) son el sentido de nuestra humanidad.

»Así, el egoísmo es lo que anima a los individuos, y por lo mismo es una ceguera. La humanidad trabaja en una obra que la engaña, es menos libre de lo que se cree y solo construye castillos en el aire. Pero nunca despreciemos a nuestros hermanos por su ignorancia. Nosotros debemos permanecer siempre como campeones del bien, sin ilusión y sin amargura. La bondad previsora y serena es mejor que la irritación y más viril que la desesperación. Hagan lo que deben hacer, ocurra lo que ocurra. Además, recuerden siempre que el que no se guía por principios superiores, que no tiene convicciones, vamos, quien no tiene un ideal, es como una parcela sin sembrar, un motor apagado, un eco y no una voz. Quien no tiene vida interior es un esclavo donde quiera que esté, ya sea dentro o fuera del monasterio, y será siempre como una veleta: la humilde servidora de todos los vientos.

Después de esa pequeña prédica, los monjes hicieron una tanda de preguntas para expresar sus dudas, las que fueron respondidas en forma elocuente. El suceso terminó al filo de la medianoche y los monjes se retiraron a descansar. En esos momentos, el monasterio era acariciado por un airecillo suave con olor a pinos, que a la sombra de la noche permanecían vigilantes por ambos lados de la amplia calzada que conducía al vetusto edifico medieval.

Capítulo iv

EL MONJE ENFERMO

El refectorio del monasterio abría a las doce del día. A esa hora ya estaban algunos monjes formados para ingerir sus sagrados alimentos. En la entrada había una larga mesa de donde se tomaban los utensilios y las vasijas, para que la comida les fuera servida por un monje que hacia los trabajos de ayudante de cocina. Entre todos los comensales se distinguían dos frailes que siempre comían juntos. Ellos eran Julio de Ceballos y Bernardo de Mendoza. Ese día ambos recibieron una orden de habichuelas con queso parmesano, que por cierto se veían muy buenas, acompañadas con unos panecillos de cebada. Al tiempo de comerlos, fray Julio observó que su hermano no tenía apetito porque únicamente “picó” la comida. Esto hubiera pasado inadvertido para su compañero, como si ese día no tuviera apetito, pero lo raro, y eso sí inquietó a Julio, fue que constantemente se agarraba la cabeza con las dos manos, dando a entender que algo no andaba bien:

—¿Qué te pasa, hermano?, veo que no has comido, ¿te sientes bien? —preguntó fray Julio viéndolo fijamente con preocupación.

—A últimas fechas he tenido fuertes dolores de cabeza.

—Debes acudir a la enfermería, me inquieta verte demacrado y triste. Cada día pareces más decaído.

—Creo que es porque hemos tenido mucho trabajo con el cultivo de las hortalizas. Ya se me pasará. Recuerda, hermano, que el mejor remedio para lo que no depende de nosotros es la resignación —dijo mientras espantaba unas mosca de su platillo—, yo acepto de buena gana todo lo que lacere mi cuerpo pecador.

—Lo sé... pero ahorita depende de ti ir a que te den alguna infusión, un tónico o algún remedio, te ves muy desmejorado, y no debemos de olvidar nuestro ideal, que es la supremacía del espíritu sobre la carne. Pero para ello debemos ser personas sanas. Tú lo sabes, la enfermedad no es buena ni en la tierra ni en el cielo —dijo con prudencia, con voz paciente pero certera, mirándolo a las ojos.

Ahí siguieron platicando en el comedor por un buen rato, hasta que fray Julio convenció a su hermano de ir a la oficina de sanidad del priorato.

—Cuando tenga un tiempo prudente lo haré.

En ese momento los monjes encargados de cocina y comedor comenzaban a lavar las vasijas. Tan abstraídos estaban los amigos en su charla que hasta ese entonces se dieron cuenta de que eran los últimos en abandonar el refectorio.

Al otro día, el monje Bernardo se presentó en la enfermería para buscar alivio a los intensos dolores de cabeza que constantemente le daban. Solo le recetaron alcachofa serenada en aceite lavanda, tomada con canela caliente; además le recomendaron que se vendara la cabeza con fuerza, con un pedazo de manta de algodón color rojo, y se abrigara de pies a cabeza por las noches, para que al sudar sacara la enfermedad.

El monje lo hizo, pero no experimentaba ningún alivio, al contrario, sentía que empeoraba. Durante la Edad Media la medicina estaba en pañales, a pesar de que Hipócrates hubiera nacido diez siglos atrás.

Un domingo por la mañana, después de salir de misa, Julio y Bernardo se apartaron del grupo y se encaminaron hacia las negras tierras de uno de los sembradíos hasta detenerse bajo la sombra de un frondoso castaño, situado al margen de uno de los huertos de cultivo, que con las recientes lluvias se veía más verde que de costumbre.

Se escuchaba el canto de los ruiseñores que jugueteaban en sus ramas, mecidas por el suave airecillo matinal, que parecía invitar a los religiosos a la placida meditación bajo su regazo. Para ello tomaron asiento en uno de los troncos esparcidos bajo su sombra; y después de un largo silencio de dulce quietud, uno de ellos comentó lo siguiente:

—Siempre he querido preguntarte algo muy íntimo y no sé si sea el momento adecuado... ¿me permites hacerlo? — preguntó Bernardo— Pues quiero saber si mis meditaciones van por el camino correcto.

—Dime, hermano, entre nosotros no hay secretos —dijo Julio viéndolo con aquella mirada bondadosa que lo llenó de confianza.

Un cielo azul y luminoso les mostraba la vegetación de las tierras de cultivo. El aroma a tierra mojada era la mejor medicina para los dolores de cabeza del monje.

—¿Qué entiendes por paz espiritual? Para mí es un sentimiento de reposo, de silencio y de quietud. Fuego tranquilo y bienhechor que hace que uno no se sienta confundido sino feliz. Sea cual fuere el encanto de las emociones, nunca se igualarán a las horas de mudo recogimiento en las que se entrevén las dulzuras contemplativas del paraíso. ¿Acaso no las has sentido, hermano? —preguntó Bernardo mirando a Julio con una casta sonrisa—. Es cuando el miedo, el deseo, la tristeza y el cuidado ya han desaparecido.

»Uno se siente existir ya bajo una forma más pura, por así decirlo, una forma eterna en el más etéreo mundo, en lo íntimo de nuestro pensamiento; es decir, se tiene la conciencia de sí mismo; feliz, conforme, sin agitación ni tensiones.

»Es el estado perfecto del alma. Quizás el estado de ultratumba del alma. Es la felicidad tal y como las sentimos nosotros los monjes, como tú y yo, amado hermano. En ella ya no luchamos, ya no deseamos, y solo adoramos ese estado de gozo. No hay palabras para definir ese estado, ya que nuestro idioma no las ha inventado, porque la mayoría solo ha sentido las vibraciones particulares de la vida y son inútiles para expresar esa concentración inmóvil, esa quietud divina, ese estado de océano en reposo que refleja el cielo y se goza en su propia profundidad.

»Las cosas se reabsorben en su principio, en su esencia. Todos los recuerdos se convierten en un recuerdo; el alma no es más que alma y ya no se siente en su individualidad, en su separación. Es algo que ya siente la vida universal, es uno de los puntos sensibles de Dios. Ya de nada se apropia, no siente vacío. Este estado solo lo sentimos nosotros, los penitentes del espíritu, nosotros los monjes. Es el estado más deseable de humilde voluptuosidad en el que se confunden las alegrías del ser y del no ser, estado que no es ya reflexión ni voluntad, que está por encima de las existencias moral e intelectual; que es la vuelta a la unidad, la entrada en el Nirvana (en la plenitud eterna), que conocemos como Dios.

Cuando terminó de externar su opinión, Bernardo se puso de pie para darle un fuerte abrazo con lágrimas en los ojos. Julio, sin poderse contener, correspondió sin pronunciar palabra y sin esconder su llanto; como si fuera el presentimiento de un último abrazo. Los pajarillos canturreaban entre los verdes escondrijos del castaño y las mariposas multicolores inundaban el ambiente.

Esa noche, en una de las celdas del monasterio, Bernardo daba vueltas en su duro camastro. Los punzantes dolores lo hacían sudar de pies a cabeza. Por la madrugada sus dolencias se incrementaron, al grado de nublarle la vista por minutos. En su desesperación, por un momento pensó en salir de su celda, aunque fuera tentaleando las paredes, como si trajera jabón en los ojos, pensó, para pedirle auxilio a su amigo Julio de Cevallos, pero en ese instante recordó que lo habían cambiado a la biblioteca del monasterio por ser un buen escribano y ahí mismo tenían sus celdas dormitorio los escribanos. Sin embargo, de nada hubiera servido el impulso, pues no tenía fuerzas suficientes ni para enderezarse de su camastro, estaba hirviendo en fiebre.

Después de buen lapso bajó la crisis y en esa pequeña tregua, poco antes del amanecer, se quedó profundamente dormido. Sin embargo, su respiración era agitada. La fiebre lo hizo soñar una horrible pesadilla.

Soñó que estaba sentado en el banquillo de los acusados, situado dentro del sala capitular del monasterio. Unas pesadas cadenas de las que pendía un grillete con una bola de hierro lastimaban sus amoratados pies descalzos, pero Bernardo sabía que no había violado ninguna ley y que nunca le había hecho mal a nadie; aun así no oponía resistencia. Afuera, el cielo se había pintado de negro, sin estrellas. La amplia sala solo era iluminada por un tétrico candelero que colgaba en el centro del techo. El aire bramaba violento cuando ingresaba por las altas claraboyas.

Frente a él, a pocos pasos de distancia, el monje verdugo, un viejo decrépito con una joroba muy notoria que sobresalía a través de su hábito negro, sacó un pergamino y lo desenrolló con lentitud pasmosa, haciendo más angustiosa la situación del sentenciado. ¡De pronto!, una parvada de murciélagos negros, con sus estridentes chillidos, se diseminó por la sala. El ruido de su aleteo se confundía con el sonido del aire que aullaba por las claraboyas. Pero el anciano monje pareció no darle importancia a ese incidente y con una voz ronca y débil a la vez, como si fuera de ultratumba, empezó a leer el viejo pergamino:

—Criatura de un instante, ¿porque te agitas tanto?... Conozco la causa de tu sofocación y tus angustias. Tú eres como la hierba que un rayo de sol marchita. Tú eres el náufrago que va a sumergirse bajo la ola. Tú eres el condenado cuya cabeza va a rodar bajo el hacha. Tú perecerás por pedazos. ¡Sométete!, tu miedo es insensato e inútil. ¡No te reveles contra tu destino!

»¡Resígnate a lo inevitable! ¡Enluta los espejismos de tu porvenir! ¡Vive y muere en la sombra! Canta tu plegaria como el grillo por la noche. Extínguete sin murmullos cuando el amo de la vida apague tu imperceptible llama; la santidad jamás será de los remisos. ¡El sacrificio supremo esta negado a los cobardes!

En ese momento Bernardo despertó como un niño asustado; la pesadilla lo cimbró de pies a cabeza. No de miedo sino de incapacidad, pues su verdugo había descubierto su talón de Aquiles: su vulnerabilidad, su debilidad, y esto lo decepcionó.

A esa hora en que el alba se asomaba por todos los caminos antes del amanecer, un monje lloraba en una miserable celda de penitencia, pues su alma sangraba de impotencia; y siguió llorando hasta que los primeros rayos del sol dispersaron las tinieblas.

Ese día Bernardo no salió de su celda. Requería urgentemente asimilar las sentencias que soñó. Se dio cuenta de que esos “dolorcitos” de cabeza no eran nada, porque de pronto emergió del fondo de su corazón un fuerza arrolladora, inmensa. Mucho más potente que su debilidad. Un imperativo categórico que lo predisponía a trascender la muerte. Y con el alma henchida de valor sobrepasó su voluntad. En ese momento solo parecía recordar la última frase de la fatal pesadilla: ¡El sacrificio supremo está negado a los cobardes!, y tomó la decisión de inmolarse para alcanzar esa plenitud soñada. Se encerró en su celda, se atrancó por dentro, como era su costumbre, ya que algunos monjes se encerraban varios días para hacer ayunos extremos. Por ello no llamó la atención de sus hermanos. Pero en esta ocasión Bernardo había tomado una decisión que iba más allá de toda lógica racional.

A partir de ahí solo se afanó en la penitencia, sin comer y sin dormir por varios días con sus noches, para aquietar los deseos del querer, los deseos de los que se esclavizan a la carne y a las cosas mundanas. Después de una lucha tenaz consigo mismo llegó a ese estado precioso, envidiable, que solo está destinado a las almas bellas cuando han sido liberadas de las cadenas del sufrimiento y emprenden el vuelo al más allá... donde tal vez los mortales se conviertan en luz, en dioses... en esa verdad de la que hablan todas las religiones.

Pasados los días, la puerta de su celda fue forzada. Fray Bernardo estaba recostado en el suelo, al lado del reclinatorio donde rezaba, hincado con las manos rígidas y frías pero en acción de gracias. Sus ojos entreabiertos habían visto la verdad de los evangelios y así lo manifestaba su sonrisa iluminada, con esa paz espiritual que inundaba el ambiente con olor a santidad.

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