Kitabı oku: «Con ellos aprendí a caminar»

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RAMÓN SIERRA

CON ELLOS APRENDÍ A CAMINAR

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2018

RAMÓN SIERRA

CON ELLOS APRENDÍ A CAMINAR


CON ELLOS APRENDÍ A CAMINAR

© Ramón Sierra

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2018.

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ISBN: 978-84-17334-20-8

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.



Dedicatoria

A todos los enfermos que, sin saberlo y

a través de su devenir, me enseñaron a

amar la vida.


La Piedad de Miguel Ángel (Fragmento).

PRÓLOGO


Laocoonte. Escultura de Agesandro, Polidoro y Atenodoro. Museo Pío-Clementino (fragmento).

Conocerá el amable lector el famoso comienzo del soneto de Lope de Vega: “un soneto me manda hacer Violante, que en mi vida me he visto en tanto aprieto…”, con las distancias evidentes y el respeto al Maestro de nuestro Siglo de Oro, reconozco que fue lo que se me vino a la cabeza tras el encargo que me hace un amigo de prologar su obra. Nunca he acometido un trabajo parecido y me asusta que mi torpeza desmerezca la prosa fácil del autor, como se podrá comprobar con la lectura de este libro.

Así, pido indulgencia al iniciar este prólogo y de nuevo lo haré al acabarlo una y mil veces conocedor de mi torpeza al poner negro sobre blanco mi opinión. El autor realiza un ejercicio de justificación de su obra al comenzar la misma y creo que es esa lectura la que debe prevalecer sobre mis comentarios, en los que solo intentaré dar la versión que tengo a través de él, nunca imparcial porque yo le llamo amigo.

Ramón Sierra es Médico y Anestesista y hago uso de la conjunción y de las mayúsculas de manera intencionada porque un médico es médico y luego puede estar especializado y trabajar de lo que quiera que comprenda su especialidad, pero ante todo es y nunca deja de ser Médico y eso hay que recalcarlo. Ramón ya no ejerce de anestesista, pero morirá siendo Médico. Seguro.

Ramón es creador, en Córdoba, de la Unidad del dolor de su magnífico hospital Reina Sofía y un Accitano que insiste en que Guadix tiene como pueblo más importante de su provincia a Granada. No obstante; y sin renunciar a sus raíces, puedo hacer extensiva una simpática frase bilbaína y decir que Ramón es cordobés “porque a pesar de que los accitanos nacen donde les da la gana”, se ha transformado en algo más, un injerto accitano-cordobés que ejerce de ambos y no hay nadie que disfrute más de un “medio” fresquito, en cualquier taberna típica, en un mediodía de esas primaveras maravillosas que solo se conocen en Córdoba y como un Séneca contemporáneo, hablar de lo divino y de lo humano: ¡sentando cátedra!, por supuesto, entre los parroquianos.

Hay una magnífica explicación sobre lo que significa para un cordobés paladear “un medio” de vino en uno de los entrañables relatos que nos presenta el autor, por ello no haré más prolija la explicación e invito al lector a conocer de qué hablo a través de la lectura del texto presentado.

Querrá, también, el lector, conocer porqué detallo el origen del autor y el porqué comento donde ha ejercido toda su vida, y es que su nacimiento justifica parte de su carácter, por esa cabezonería “granaina” (en Andalucía utilizamos otra expresión para referirnos a ese tipo de carácter, que se localiza entre los oriundos de las inmediaciones de la capital nazarí) y su grandeza genética oriunda, que convierte en tesón inagotable el querer salirse con la suya. Así la obra está justificada: había que contar todo esto y ya está hecho.

Por otra parte, y dado el lugar donde sucede cada episodio, estas anécdotas y relatos describen muy bien la forma de ser de la gente de esta tierra: Bendita Andalucía, extraordinarias y bellísimas Córdoba y Granada.

Una tarde de invierno, en nuestra reunión habitual de amigos, cuando ya Ramón en su cabeza perfilaba las líneas finales de su trabajo literario, le oíamos resumir uno de los capítulos que siguen, en que recuerda como un amigo suyo había querido confesarse con él antes de morir. Este íntimo relato, de hondo calado moral, que ahora viene a mi cabeza y aconsejo al lector, se me asemeja a un compendio de la obra ya que estos relatos, son también una confesión, un relajo del alma del médico, que tiene la necesidad de poder trasmitir al lector lo que la experiencia del ejercicio de una profesión tan cercana al tránsito final de las personas, ha estado labrando. Lo que oyó el médico y caló en el hombre…

Este texto es una sucesión de relatos de fácil lectura, son algunas de las vivencias de un médico en ejercicio, y tiene una espiritualidad encubierta que se descubre enseguida. Hay una inquietud evidente, que se pone de manifiesto en la falta de un análisis final de cada historia. No hay conclusiones sesudas, así lo vivió y así lo cuenta. Es el relato de unos hechos, episodios, vivencias, en su mayoría profundas, y que al final nos dejan en libertad de concluir nosotros la propia historia. Su lectura, si estamos dispuestos, despertará en nosotros distintos sentimientos. Trascender es nuestro trabajo, nuestra decisión, pero seguro que nunca nos dejarán indiferentes.

El título de cada capítulo está acompañado de una imagen única, seleccionada por Ramón de manera intencionada. Yo aconsejo que, tras la lectura de cada episodio, volvamos a la primera página del mismo y examinemos de nuevo la foto que da pie al texto y veremos como ahora la imagen nos evoca otra idea. Ahí se podría encontrar la razón por la que ya no nos sentiremos indiferentes en la lectura, es la constatación de que hemos interiorizado el texto. Oímos la confesión de Ramón en silencio, extraída de la lectura y de las palabras de cada protagonista, de las que ahora somos testigos. Estos no son “chascarrillos” ¿verdad Ramón?

Deseo vivamente que el lector haya encontrado en mis palabras el interés por iniciar la lectura de lo que a continuación se relata, tenga el ánimo dispuesto y disfrute sin quedarse indiferente.

Ahora, como prometí, gracias por su clemencia y amable paciencia y continúe la lectura, no se arrepentirá.

Jesús Muñoz Carrasco.


(Foto anónima tomada de Internet).

INTRODUCCIÓN

Apocalipsis: 6,8,

“Miré, y he aquí un caballo amarillo y el que lo

montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le

seguía, y le fue dada la potestad sobre la cuarta

parte de la tierra, para matar con espada, con

hambre, con mortandad y con las fieras de la tierra…

El cuarto jinete es la muerte y devastación”.

Ha pasado el tiempo. Lenta e inexorablemente pasa, y en su devenir provoca un cúmulo de hechos que, al mirar atrás, pasados los años en la soledad del silencio, nos traen recuerdos agridulces que despiertan unas veces dolor, otras, sonrisas. Es la vida en su complejidad, es la historia, somos nosotros mismos que durante nuestra proyección al futuro dejamos atrás una larga estela, cual cometas, de vivencias y emociones.

Todos evolucionamos poco a poco, casi sin darnos cuenta, pero evolucionamos. Pasado el tiempo, cuando miramos atrás, es cuando se advierte esta evolución y posiblemente nos preguntemos si fue a mejor o a peor, pero no disponemos de regla de medir, y nunca sabremos cómo podríamos haber sido si en vez de un camino o actuación determinada, hubiésemos obrado de distinta manera o el camino hubiese sido otro. Hay quien dice que no vale la pena pensar en lo que es y en cómo pudo ser, pero otros, más inconformistas, hacen un viaje a su interior, una profunda introspección en un intento sublime de conocerse y sobre todo saber si en ese viaje que fue toda nuestra vida dejamos atrás personas a las que no agradecimos suficientemente su labor prestada para nuestra evolución. Confieso que no acabo de valorar suficientemente si mis conclusiones se aproximan a la verdad o pudieran estar algo distorsionadas, pero son mías y ahora me veo en la necesidad de hacerlas públicas con el fin de intentar ayudar a otros a conocerse mejor.

Es mi deseo compartir estas experiencias que, pasado el tiempo, consideré podrían interesar a unos y ayudar a otros. Hay muchas formas de comenzar y yo deseo hacerlo con unos versos cantados por Armando Manzanero, que considero vienen al caso aunque he modificado alguna palabra a propósito:

“Con ellos aprendí.

Que existen nuevas y mejores emociones.

Con ellos aprendí.

A conocer un mundo nuevo de emociones”.

A lo largo de una vida profesional, todos acumulamos un archivo donde están depositadas vivencias y mil anécdotas que nos hacen reír a veces, soñar y, en no pocas ocasiones, llorar por el dolor de otros. Como profesional, yo también tengo mi archivo y llegado este momento he pensado que podría ser bueno hacerlo público, porque es más que posible, que algunas de estas historias puedan ser útiles a otras personas y, ¡ojala!, les pueda ayudar a encontrar el camino. Un camino que les lleve hacia un dichoso final.

Yo no puedo decirles dónde se encuentra, no lo sé, pero deseo que puedan dar con él, porque existe y si lo buscan a buen seguro que lo encontrarán…

Cualquier profesión, con el paso de los años, te cincela día a día hasta el punto de que llegado el momento de tu jubilación, si miras atrás, crees conocer al chico que hace muy poco salía de la Facultad con unos libros bajo el brazo, unos pocos conocimientos necesitados de ampliar y desarrollar, y un enorme baúl de ilusiones, dispuesto a comerse el mundo, a demostrar que todos estaban equivocados, y él como “Ángel Exterminador”, dispuesto a enfrentarse a todo y a todos para erradicar el mal y dar comienzo a una nueva etapa en la que la bondad, la buena praxis y la verdad, planearían de nuevo y resplandecerían sobre la Faz de la Tierra. Y para ello pondría todo su esfuerzo. Pronto aprendes cuan equivocado estabas, porque la vida te muestra a golpe seco que no es todo tan fácil.

Unas veces caminas solo y otras acompañado por un camino árido, seco y lleno de polvo, duro de recorrer, aunque, en ocasiones, al mirar hacia la cuneta, divisas una flor, amapola de colores chillones o humilde margarita, que con su color amarillo reclama tu mirada para mostrar su utilidad cuando aporta néctar a la abejas, y entonces, tomas conciencia de su importancia. Es otra manera de percatarse de la existencia de vida al otro lado del camino.

Tras numerosos y largos años de ejercicio profesional, casi todos los que dedicaron su vida al servicio de los demás, acumulan una extensa y rica colección de anécdotas dignas de escuchar o leer, como en este caso, ya que del más inesperado rincón del recuerdo, en ocasiones surge la enseñanza como si fuera un manantial.

Hace ya muchos años escribí una carta a Sinuhé donde le solicitaba que escribiese para todos, no solo para él, puesto a considerar que la apertura a los demás es una necesidad, que podría inducirlos al pensamiento y por ende al conocimiento.

De las anécdotas y vivencias experimentadas por todos y cada uno de nosotros, se podrían extraer múltiples acontecimientos, que nos indicarían la senda. Mejor expresado: A CAMINAR.

En algunas ocasiones estas historias están impregnadas de un alto contenido sarcástico capaz de promover la hilaridad y, como fruto de las mismas, surgen y se publican libros escritos por maestros, juristas, ingenieros, médicos y un largo etcétera de profesionales que recopilaron sus anécdotas día a día. Otras veces, la experiencia transmitida se ha centrado en episodios dramáticos, pero cuyo conocimiento nos impulsa a la meditación y, como no, a la extracción de conclusiones, que nos ayudan en nuestro devenir por los inmensos campos de Dios.

Yo, como tantos otros profesionales, he sido partícipe de situaciones, unas veces jocosas, otras tiernas capaces de dibujar una sonrisa y en demasiadas, con una dureza extrema que han dejado su particular acervo.

Han sido muchas las ocasiones en las que pensé hacerlas públicas con el pensamiento bienintencionado de que pudieran ser útiles, aunque solo fuese a uno de sus posibles lectores pero, por unas causas u otras, siempre las dejé aparcadas hasta este momento en que he decidido dar un paso al frente, empuñar papel y pluma y redactar algunas de estas vivencias.

Por respeto a todos y cada uno de los personajes que aparecen en mi escrito, he decidido utilizar nombres supuestos, lugares cambiados de nombre y, en general, todos aquellos datos que pudieran contribuir a la identificación de estas personas. Sería francamente difícil la localización de estos personajes, ya que en su mayoría han fallecido, pero aun así la posibilidad de que algún familiar pueda aún vivir y pudiera verse reconocido, hace que mantenga esta idea.

Al margen de estos datos que trato de ocultar por razones que todos pueden comprender, lo expuesto en estos relatos, tiene el máximo rigor en su contenido, y en lo que se dice no existe ni una sola palabra de más o de menos. Todo sucedió como está escrito

Algún capítulo puede ser duro, muy duro, pero he creído necesario exponerlo tal y como sucedió, porque al margen del contenido, la realidad se impone y esta no es más que el resultado de personas con emociones, que se manifiestan con sus luces y sus sombras y durante toda su vida.

Incluyo algunas experiencias sucedidas en el ejercicio de la Anestesiología y otras, de mayor crudeza, vividas durante el período de tiempo, dieciocho años, que traté el Dolor Crónico.

No es sencillo valorar el dolor, ya que cada cual siente el suyo propio como algo que no se parece en nada al de otros, aunque el proceso patológico que lo provoque sea idéntico, y esto nos lleva al terreno, nada seguro, de las arenas movedizas donde resulta difícil la movilidad y por tanto el diagnóstico, principalmente, cuando es necesario separar dolor y sufrimiento.

La dificultad del diagnóstico y, principalmente su intensidad, es alta, ya que en el mismo influye la personalidad de cada paciente y determinadas circunstancias que hacen que dos dolores, al parecer idénticos, dado que la etiología y posiblemente la evolución del proceso pudiese ser la misma, se transformen en dolores de características e intensidad distintas.

Unido al dolor, aunque no siempre, se encuentra el sufrimiento, y he visto en muchas ocasiones dolor con sufrimiento, dolor como único componente y solo sufrimiento. Así pues, es necesario comprender todo esto, para poder mirar al enfermo e intentar ver… sin juzgar.

Mi primer maestro en esta disciplina fue el Dr. Espejo, en Madrid, al que siempre agradeceré sus enseñanzas y sobre todo su amistad. Después tuve otros, los cuales sería largo enumerar y a quienes desde estas páginas, deseo expresar mi agradecimiento a la generosidad con la que contribuyeron a mi formación en esta materia. Me enseñaron sin pedir jamás nada a cambio, acompañados solo por la voluntad de ser útiles y mostrar caminos en los que creían. El Dr. Espejo, cuando daba una conferencia y deseaba resaltar el componente emocional que pudiera llevar aparejado el dolor físico, como forma de hacer más llamativa y aproximar a la audiencia al dolor y a su valoración, en término coloquial decía:

—El profesional debe tener presente que hay dos clases de dolor, el de los demás que siempre es exagerado y el mío que es insoportable. Por eso cuando un paciente se sienta ante nosotros y nos dice que tiene dolor, debemos pensar que le duele, que su dolor es real, después ya veremos, pero en principio tiene razón.

Eso si él te dice algo, porque hay ocasiones en que no es necesario hablar para saber que la persona que tienes ante ti, tiene dolor severo o bien sufre.

También sucede que, a veces, consideramos solo al paciente y pensamos que tiene dolor, pero no tenemos en cuenta algo tan fundamental como es la familia, que también sufre con el enfermo. Está con él permanentemente, lo cuida, lo observa, contempla cómo poco a poco se deteriora y en ocasiones cómo espera el último aliento de su ser querido. Sufre con el enfermo y de ahí el hecho de que en multitud de ocasiones tenga un comportamiento que podría parecernos poco lógico, pero no olvidemos que en la familia también tiene cabida la desesperación, la angustia y también, porqué no, comportamientos egoístas con la aparición de momentos difíciles, como alguno que describo para bien o para mal.

He podido observar cómo muchos pacientes padecían dolores horrorosos, con sufrimiento extremo, que podrían haber tenido solución y que por decisiones familiares o individuales fueron rechazadas con la esperanza de mejorar su imagen ante las expectativas del fin inminente que se avecinaba según sus creencias en el nuevo mundo.

He visto mucho y reconozco sin vergüenza, que en algún momento se humedecieron mis ojos al observar lo que tenía ante mí y que en demasiadas ocasiones tildé de catástrofe.

Con bastante probabilidad no emitiréis una sonrisa, ya que la mayoría de estas experiencias son duras, pero pensé que, tal vez, valdría la pena hacerlas públicas, porque constituyen parte de nuestra vida y quizás nos hagan pensar.

Desde entonces hasta la fecha ha llovido mucho.


Tranvías de Granada. 1960.

DOS PESETAS PARA EL TRANVÍA

Por aquellos años me encontraba en Granada, había terminado mi carrera de Medicina en la Facultad de aquella ciudad y desde pocos meses atrás, me habían nombrado médico de guardia con una nómina algo exigua pero que me permitía hacer prácticas, ver enfermos y entrar de lleno en contacto con la Medicina.

No importaba el poco sueldo, ya que me sentía como Capitán General y orgulloso de formar parte de aquel grupo de médicos que trabajaban en el Hospital Clínico, donde hacía pocos meses era solo un estudiante. Unido a esto, el trabajo era abrumador y no se consideraba nada peyorativo sino como una gran suerte, ya que me permitía aprender mucho junto a otros compañeros que con más antigüedad me daban clase e impartían docencia. Fue un tiempo agotador pero hermoso y al caer en la cama tenía la impresión de que antes de tocar las sábanas ya estaba dormido.

La Granada de aquel entonces no se parecía demasiado a esta ciudad moderna que hoy contemplamos, y las comunicaciones eran bastante defectuosas, dentro de la misma Granada y más aún entre Granada y sus pueblos de la vega. Para desplazarse desde la capital a determinados pueblos se utilizaba el tranvía, que si no era muy cómodo, si que permitía cierta rapidez y un precio bastante económico.

Para hacernos una idea aproximada, expondré que desde Granada a Pinos Puente y/o viceversa, cuya distancia es de unos quince kilómetros, se utilizaba el tranvía que por un precio bastante económico, creo recordar que poco más de una peseta, te permitía cubrir la distancia en un tiempo corto y evitaba el tránsito por una carretera estrecha, con curvas y baches algo más que discretos, se podría decir que muy mala. Por tanto, sumada la ida y la vuelta, unas dos pesetas o dos con cincuenta céntimos.

En el servicio de Urgencia, las guardias las hacíamos de dos en dos con un jefe responsable de todo. Hubo un tiempo en que los jefes de guardia eran tres y se turnaban, como es lógico, cada tres día y, posteriormente, cuando se disolvió este equipo y las guardias pasaron directamente a la cátedra de Patología Quirúrgica, el Catedrático ordenó que el jefe de la guardia fuese el más antiguo de los tres que formábamos cada turno. Entre nosotros solventábamos todos los problemas de la guardia, aunque en alguna ocasión, cuando este era muy serio, se avisaba al Adjunto de Cátedra, que podría venir, si era necesario; por ejemplo, un accidente muy grave donde estuviesen implicados varias personas o una cirugía de excesiva envergadura.

Era domingo y la guardia estaba bastante tranquila cuando llegó una pareja de personas de edad avanzada. La señora vestida a la usanza de ciertos pueblos de Granada, con vestido hasta muy por debajo de las rodillas íntegramente negro, con un delantal también negro con un enorme bolsillo delantero y una toquilla de lana que ella misma había tejido sobre los hombros, que se adivinaban huesudos y poco musculosos. El marido, como lo hizo notar, con unos pantalones de pana parda bastante ajados, una camisa a cuadros rojos, semejante a la que en algunas películas exhiben los leñadores, una gorra también a cuadros haciendo juego con sus pantalones en cuanto a su antigüedad y excesivo uso.

Se notaba que era un matrimonio bastante humilde y que mostraba en todo momento una cortesía y educación exquisita.

El enfermo era el marido y manifestaba un dolor severo que comenzaba en la espalda y se irradiaba a fosa ilíaca derecha. Lo exploramos con detenimiento y clínicamente nos pareció, por todos los síntomas que acompañaban al dolor, un cólico nefrítico. Ese tipo de patologías los tratábamos en Urgencia, donde disponíamos de dos habitaciones con dos camas cada una, y allí pasamos a José para canalizar una vía y colocar un suero con sus analgésicos y espasmolíticos. El tratamiento de rutina utilizado en aquel entonces.

Una vez concluido el tratamiento, se enviaba a su domicilio, si se encontraba mejor, con una carta para su médico de cabecera con el diagnóstico, el tratamiento de urgencia que se había utilizado y nuestra opinión sobre la continuidad del tratamiento, si él lo consideraba adecuado.

No puedo recordar con exactitud el tiempo que estuvo ingresado en Urgencia, aunque calculo que unas cuatro o cinco horas, ya que llegó por la mañana y le dimos el alta aproximadamente sobre las cuatro. Durante todo el tiempo, la señora no se apartó de su lado mientras apretaba entre sus manos la del paciente que tenía más próxima. Una vez terminado el tratamiento, consideramos la conveniencia de dar de alta al paciente, por lo que nos dirigimos a su señora:

—¿Cómo es su nombre?

—Angustias.

—Bien, según pensamos su marido ha mejorado mucho, parece que no le duele y consideramos que se pueden marchar a su pueblo sin problemas. Aquí le doy una carta para su médico de cabecera y si desde ahora hasta mañana vieran que vuelve el dolor o tuviera dificultades para orinar, lo trae de nuevo y entonces, tal vez, lo ingresaríamos.

—Muchas gracias, muchas gracias.

Y mientras decía esto, con una de sus manos apretaba fuertemente la mía y la otra la introdujo en el bolsillo del delantal, de donde extrajo cinco pesetas que me extendió para dármelas.

—Esto es para que tome Ud. un café con su compañero.

—Muchas gracias, pero no necesitamos nada, es más, lo tenemos prohibido −para dar más fuerza a mi argumento−. De verdad, muchas gracias, pero no podemos.

—Mire Ud. es que no tenemos más, pero deseamos que tomen un café… a nuestra salud. Y sonrió.

—Nos miramos mi compañero y yo ante la insistencia de Angustias, y nos pareció que era casi irreverente rechazar la propina de aquella señora y aceptamos las cinco pesetas.

Se marcharon y, mientras, nosotros continuamos atendiendo otras urgencias.

De nuevo la memoria vuelve a pasar factura y no me permite recordar qué tiempo pasaría hasta casi media tarde en que mi compañero me propuso tomar un café. En aquellos hospitales no existía cafetería ni cosas por el estilo, pero frente a la Urgencia se encontraba un bar donde solíamos acudir todos los médicos, en uno u otro momento, a tomar café. “El Ramírez”, que posiblemente subsista. Dejamos la Urgencia un rato, previo aviso al celador de que estábamos en “El Ramírez”, tomando un café, y descendimos los cinco o seis escalones de la entrada que nos separaban de la calle, cuando pudimos ver a unos veinte o treinta metros a los dos abuelos pidiendo limosna.

—¿Pero qué hacen aquí todavía?

Angustias se puso colorada y su respuesta fue el motivo por el que aún hoy recuerdo esta historia.

—Es que nos faltaban tres pesetas para el tranvía y esperábamos juntarlas, porque somos de Pinos. ¿Sabe Ud.? Y está muy lejos.

¡Dios! En agradecimiento nos habían dado el dinero del billete del tranvía para que nosotros tomásemos café.

Nos miramos los dos. Sacamos “un” dinero del bolsillo y se lo dimos para que pudieran regresar. Una cantidad suficiente para que no pudieran sentirse ridiculizados o molestos, y después nos volvimos al hospital sin tomar el café.

La generosidad no es patrimonio de nadie, pero es curioso que en la gente humilde la hemos observado con harta frecuencia. Hay momentos en que, sin esperarlo, se nota un cierto dolor agudo en el estómago y no por la presencia de anomalías físicas.

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