Kitabı oku: «Francisco de Asís», sayfa 3

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La novedad realizada por Francisco resulta tanto más eficaz y duradera cuanto que él no la busca ni quiere por sí misma, sino que es más bien el fruto espontáneo de su vida y de su obrar. Él nunca pensó en ser llamado a reformar la cristiandad. Hay que estar atento a no sacar conclusiones equivocadas de las famosas palabras del Cristo crucificado de San Damián: «Ve, Francisco, repara mi Iglesia, que, como ves, va a la ruina» 44. Las fuentes biográficas nos aseguran que él entendió esas palabras en el sentido muy modesto de tener que reparar materialmente la iglesita de San Damián. Fueron los discípulos y los biógrafos quienes interpretaron –con razón– aquellas palabras como referidas a la Iglesia universal y no solo a la iglesia edificio. Francisco, por su cuenta, permaneció siempre en su interpretación literal, como demuestra el hecho de que continuó reparando otras iglesitas de los alrededores de Asís que estaban en ruinas. Incluso el sueño en el que Inocencio III habría visto al Poverello sostener con sus hombros la iglesia decrépita de Letrán, símbolo de toda la Iglesia católica, no dice nada diferente. Supuesto que el hecho sea histórico, ¡el sueño fue del papa, no de Francisco! Él nunca se vio como lo vemos nosotros hoy en el fresco de Giotto en la basílica superior de Asís. Esto significa ser reformador por vía de santidad: ¡serlo sin saberlo! En esto se ve cómo la santidad es la coronación del genio religioso.

Francisco de Asís visto desde lejos

Este primer intento, modesto y provisional, de pasar del análisis conceptual de la categoría del genio religioso a su aplicación práctica a la vida de uno de ellos confirmó en mí el interés que experimenté desde el primer momento por el proyecto del Instituto Elías. En la base del proyecto está la convicción de que el diálogo y el intercambio amistoso entre las religiones no solo sirven para conocer mejor la fe de los otros, sino también para conocer mejor las potencialidades de la propia. Esto es lo que he experimentado personalmente en el intento de releer la vida de Francisco de Asís a la luz del concepto de genio religioso. Me ha ayudado a descubrir aspectos de la santidad de Francisco a los cuales no había prestado jamás atención anteriormente. Menciono algunos: la detección de las tres «conquistas» de Francisco que he puesto de relieve –amor, humildad y libertad– es fruto del debate sobre el concepto de genio religioso; a ella debo también la reflexión sobre imitación y originalidad, sobre las potencialidades que la figura de Francisco encierra para el diálogo interreligioso, sin hablar del hecho mismo de reconocer en el santo de Asís un caso ejemplar de «genio religioso». El Francisco «visto desde lejos», sobre el trasfondo de todo el panorama religioso de la humanidad, revela cosas que no se vislumbran en el Francisco «visto de cerca».

Este modo de considerar la figura de Francisco ayuda, entre otras cosas, a liberarse definitivamente de ciertas imágenes superficiales y engañosas sobre él. Pienso en el Francisco ejemplar de una santidad dulzona y desencarnada, reducido a santito de estampa, que ha llevado en ciertas épocas a un auténtico rechazo de la figura del Poverello. Pienso también en interpretaciones más recientes, como la del Francisco poeta «dulce estilo nuevo» y hippy ante litteram de Franco Zeffirelli 45, o en la del Francisco juglaresco del Premio Nobel Darío Fo 46.

Estas y otras modernas trasposiciones en la pantalla del acontecimiento de Francisco tienen su elemento de verdad y a veces indudable valor artístico, pero, ¡ay si se reduce a ellas el genio y la santidad del santo! Sería difícil seguir considerándolo como «patrimonio de la humanidad».

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FRANCISCO DE ASÍS, EL ÁNGEL DEL SEXTO SELLO

Inmediatamente después de la muerte de Francisco se delinearon dos interpretaciones fundamentales de su vida: la interpretación hagiográfica y la interpretación profética. La primera consideraba en él sobre todo al «santo», al modelo perfecto de toda virtud, que se debía imitar, sin esperar sin embargo poder igualarlo, la obra maestra de Dios; la segunda, la interpretación profética, no se interesaba tanto por lo que Francisco había hecho de heroico en su vida cuanto por lo que Dios había querido decir a la Iglesia a través de Francisco: el Francisco mensajero de Dios.

De estas dos interpretaciones, una no excluye la otra; en efecto, se trata de una cuestión de prioridades y de acento. A lo largo de los siglos, sin embargo, las dos interpretaciones entraron a menudo en conflicto entre sí. Primeramente, según la Orden franciscana. La interpretación hagiográfica que ve en Francisco al alter Christus, al hombre configurado perfectamente con Cristo, es la gran tradición de la Orden, la tradición oficial, personificada en san Buenaventura; la interpretación profética se convierte pronto en herencia de los «espirituales», por ejemplo, de Ubertino da Casale y de Angelo Clareno, a los cuales les gusta ver en Francisco aquel que inaugura la era nueva de la Iglesia, la era espiritual vaticinada por Joaquín de Fiore, «el ángel del sexto sello» (Ap 7,2).

Más adelante, estas dos interpretaciones se proponen a escala más amplia en el seno de toda la cristiandad. En efecto, mientras por parte católica se insiste preferentemente en Francisco «santo único» 1 y en el hombre «todo católico y apostólico», la historiografía protestante y laica insiste en el Francisco profeta que contestó, aunque silenciosamente, a la Iglesia institucional de su tiempo, rica, mundanizada y ajena a la sencillez evangélica.

En realidad, el Francisco profeta fue profundamente tergiversado, tanto en la interpretación de los espirituales como en la protestante y laica de nuestros días. Y esto porque se le ha encerrado en un estrecho horizonte polémico. Francisco parece, sí, un profeta, pero un profeta enviado para los otros: según los espirituales, para los «frailes de la comunidad»; según los protestantes y los laicos, para la Iglesia institucional; prácticamente, contra la jerarquía de la Iglesia católica. Así todo se ha reducido a una polémica entre hombres. ¡Francisco, un profeta instrumentalizado! Se ha logrado que despunte, una vez más, el aguijón, retorciéndolo contra los demás. Pero Dios no manda a los profetas para que sean un arma en manos de algunos hombres contra otros; Dios los manda para que sean sus instrumentos, sus hombres. Francisco, de hecho, es profeta, pero es profeta para todo hombre en la Iglesia, sin excluir a nadie; más aún, para todo creyente, incluso fuera de la Iglesia.

«¡Ve, Francisco, repara mi Iglesia!»

Precisamente de este Francisco profeta querría hablar yo. El Francisco hagiográfico corre fácilmente el riesgo de cansar y desalentar, pues nos parece inalcanzable y perfecto. De hecho, no han faltado fenómenos de rechazo de este Francisco en la historia de la espiritualidad. El Francisco profeta no. Él nos interpela hoy como ayer; nos toma donde estamos, porque no es él quien habla, sino Dios, que habla por medio de él. Y esta palabra, como toda verdadera palabra de Dios, es un toque de trompeta, es una llama de Dios, es un martillo que rompe la roca, dice Jeremías, un rugido de león, dice Amós.

En la Biblia, la clave para entender a un profeta está en su llamada, en el relato de su vocación. Debemos remontarnos siempre a ese momento en que el profeta fue captado por la potencia de Dios, que le dijo: «Ve a este pueblo y di...». También Francisco tuvo su llamada, su «¡Ve!», y fue cuando desde el Crucificado de San Damián partió una voz –no sabemos si real y física o solo interior–, que le dijo: «¡Ve, Francisco, repara mi Iglesia, que, como ves, está toda en ruinas!». Para descubrir al Francisco «profeta» debemos ver, pues, qué va a decir a la Iglesia después de ese envío por parte de Cristo; debemos examinar cómo comprendió él y realizó su «misión».

Nosotros poseemos, para descubrir esto, hilos conductores. No es cierto que estamos tan desprovistos de todo criterio objetivo y abandonados del todo a nuestro arbitrio para hacer de Francisco lo que queramos, como ocurrió también con Jesús. No es cierto que él deba seguir siendo una especie de salsa que se pone sobre todas las cosas, que es la mejor manera para diluir y frustrar la Palabra de Dios que hay en él. Este es el Francisco que hemos divulgado a menudo en la Iglesia y en la cultura: el Francisco que interesa a todos –poetas, literatos, ecologistas–, pero que ya no interesa a Dios, que lo ha enviado para algo muy preciso.

Uno de estos hilos conductores para descubrir el secreto profético de Francisco es, sin duda, su predicación. Nos deslizamos por los escritos de Francisco, o sobre Francisco, para ver qué se pone a predicar y decir a la gente, tras haber escuchado aquel «¡Ve, Francisco!». Es sorprendente, pero todos lo han notado: Francisco habla casi siempre de «hacer penitencia». En su predicación, esta expresión ocupa el mismo puesto que ocupa en la predicación de Jesús la frase: «¡Convertíos, porque el reino de los cielos está cerca!» (Mc 1,15).

En su Testamento recuerda así los inicios de su vida nueva:

El Señor me concedió a mí, fray Francisco, comenzar así a hacer penitencia, pues, estando en los pecados [estando yo en los pecados: he aquí la otra palabra clave], me parecía algo demasiado amargo ver a los leprosos; y el Señor mismo me condujo entre ellos y usó con ellos misericordia. Y alejándome de ellos, lo que me parecía amargo se me cambió en dulzura de alma y cuerpo. Y poco después estuve un poco y salí del mundo 2.

«Desde entonces –narra Celano–, con gran fervor y exultación, comenzó a predicar la penitencia, edificando a todos con la sencillez de su palabra y la magnificencia de su corazón» 3. Dondequiera que iba, Francisco decía, recomendaba, rogaba que hicieran penitencia. Poco después de la conversión emprendió un viaje por la Marca de Ancona; eran él y fray Egidio. Él, apenas veía reunida un poco de gente, llorando, les suplicaba que hicieran penitencia.

Egidio, que sabía hablar menos aún que Francisco, tomaba aparte a las personas que habían escuchado a Francisco y les decía: «¡Escuchad bien lo que os dice ese hombre, porque parece simple, pero viene de Dios!». Era toda su predicación, y la gente lloraba y se convertía 4. Y todos querían saber quiénes eran y, a pesar de que –nota el biógrafo– fuera molesto responder a tantas preguntas, ellos confesaban con sencillez que eran los penitentes oriundos de Asís 5.

Los penitentes oriundos de Asís: mirad qué pensaban que eran Francisco y sus primeros compañeros. Y también en Leyenda de los tres compañeros leemos que Francisco exhortaba a los frailes diciendo:

Vamos por el mundo exhortando a todos, con el ejemplo más que con las palabras, a hacer penitencia de sus pecados y a recordar los mandamientos de Dios. No tengáis miedo de ser considerados insignificantes o desequilibrados, sino anunciad con valentía y sencillez la penitencia. ¡Tened confianza en el Señor, que ha vencido al mundo! Él habla con su Espíritu en vosotros y por medio de vosotros, amonestando a hombres y mujeres a que se conviertan a él y a guardar sus mandamientos 6.

En la Regla no bulada usa acentos aún más apasionados: «Todos los pueblos, las gentes, las razas, las lenguas, todas las naciones y todos los hombres de la tierra, que existen y existirán, todos nosotros, frailes menores, siervos inútiles, humildemente oramos y suplicamos perseverar en la verdadera fe y en la penitencia, ya que nadie puede salvarse de otro modo» 7. Finalmente, llega para él la hermana Muerte y, al describirla, el biógrafo sintetiza su vida así: «Allí [en Santa María de los Ángeles], al cumplirse los 45 años de su vida, y los veinte años de su perfecta penitencia, el año del Señor de 1226, el 4 de octubre, emigró hacia el Señor Jesucristo» 8. La historia de Francisco se abre, en el Testamento, con el tema de la penitencia y se cierra con él.

Pero ¿qué significa para Francisco «hacer penitencia»? Es una expresión fácil de ser tergiversada o banalizada. Mientras que, en realidad, se trata de una frase poderosa como un trueno y que hace temblar el corazón. Esta es esa «espada de doble filo» con la que Dios traspasa los corazones y salva a los hombres. O les juzga. Es la palabra metanoeite. Se traduce de diversos modos: convertíos, arrepentíos; porque ninguna palabra, por sí sola, la puede agotar. Es una palabra que esconde bajo sí un abismo igual de profundo que el abismo del juicio de Dios. Metanoeite significa precisamente esto: ¡entrad en el juicio de Dios!

Pero, para entrar en el juicio de Dios, tenemos que morir, porque ese juicio es contra nosotros. No contra nosotros como personas (Dios sigue siendo siempre el Viviente, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva), sino contra nuestro pecado. Y, puesto que nosotros estamos amasados de pecado, entrar en ese juicio es como ofrecerse a pecho descubierto a la espada y dejarse traspasar. Cuando Pedro, el día de Pentecostés, gritó a los tres mil hombres de Jerusalén: «¡Vosotros matasteis a Jesús de Nazaret!», aquellos, al oír esto, se sintieron traspasar el corazón y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: «¿Qué debemos hacer, hermanos?». Y Pedro dijo: «¡Arrepentíos!» (Hch 2,37ss). Arrepentirse es sentirse traspasar el corazón de dolor al pensamiento de lo que hemos hecho a nuestro Dios, a nuestro Salvador.

¿Qué quería decir entonces Francisco cuando pedía a la gente que hiciera penitencia? Tenemos un hilo conductor para descubrirlo: la extraordinaria devoción de san Francisco al signo de la tau. Por las fuentes sabemos que firmaba con ella las notas autógrafas, como la que escribió a fray León y que se conserva en la basílica del santo en Asís: lleva debajo una gran tau en torno a la cual se leen las palabras: «El Señor te bendiga, hermano León». Celano dice que había un bastoncito grabado con el signo de la tau y con él tocaba a los enfermos y los curaba 9. Un día, fray Pacífico vio en visión al santo, que tenía en la frente «una gran tau que destacaba por la variedad de colores y hacía maravillosamente bella y adornada su cara». Era, en definitiva, su signo, su sello 10.

Pero ¿qué es esta tau? Francisco se inspiraba en un texto de la Biblia –Ez 9–, que no podemos dejar de escuchar antes de continuar en nuestro discurso:

Entonces, una voz poderosa gritó a mis oídos: «Venid, vosotros que tenéis que castigar a la ciudad, cada uno con el instrumento de exterminio en mano». He aquí que seis hombres llegan por la dirección de la puerta superior que mira al norte, cada uno con el instrumento de exterminio en la mano. En medio de ellos había otro hombre, vestido de lino, con una bolsa de escriba al lado. Apenas llegados, se detuvieron junto al altar de bronce. La gloria del Dios de Israel, el querubín en el cual se posaba, se levantó hacia el umbral del Templo y llamó al hombre vestido de lino que tenía al lado la bolsa de escribano. El Señor le dijo: «Pasa por medio de la ciudad, por medio de Jerusalén, y marca una tau sobre la frente de los hombres que suspiran y lloran por todas las abominaciones que se hacen allí». A los otros les dijo, de modo que yo escuchara: «¡Seguidle a través de la ciudad y golpead! Que vuestro ojo no perdone, no tengáis misericordia. Viejos, jóvenes, niñas, niños y mujeres, matad hasta el exterminio: únicamente no toquéis a quien tenga la tau en la frente; ¡comenzad por mi santuario!». Comenzaron por los ancianos que estaban delante del Templo. Les dijo: «Profanad también el santuario, llenad de cadáveres los patios. ¡Salid!». Aquellos salieron e hicieron estragos en la ciudad (Ez 9,1-7).

Dios dice: «¡Empezad por mi santuario!». Este signo de la tau, que en el alfabeto hebreo antiguo tenía la forma de una pequeña cruz, se retoma en el Apocalipsis de Juan, allí donde se habla del ángel que sube desde el Oriente, que tiene el sello del Dios vivo y que imprime ese sello en la frente de los siervos (cf. Ap 7,2ss). El signo profético se ha convertido en realidad: es la cruz de Cristo, con la cual están marcados aquellos que se han dirigido a Dios, convirtiéndose de los ídolos y haciéndose bautizar, para salvarse. Los 144.000 marcados con este signo son los que escaparán al exterminio.

Francisco fue aquel hombre «vestido de lino, con la bolsa de escriba al lado», enviado por Dios para marcar una tau en la frente de aquellos que aceptaban hacer penitencia. Fue el ángel que viene de Oriente el que trajo grabado en sí –¡en su misma carne!– el sello del Dios vivo –la cruz–, y lo grabó a su vez en la frente de los hombres contemporáneos suyos. Lo grabó en la frente de aquellos que aceptaban llorar sobre las abominaciones del propio corazón y de la Iglesia. Que aceptaban estar al lado de Jesús. Porque tenemos que saber que el prototipo de aquellos que lloran sobre Jerusalén ahora es Jesús: «Cuando estuvo cerca, a la vista de la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: “Si hubieras comprendido...”» (Lc 19,41ss).

El Francisco de las lágrimas

No se trata simplemente de una predicación de penitencia; es un drama divino-humano. No se trata de un movimiento penitencial de tipo ascético y moral que parte desde abajo, desde la voluntad humana; se trata de un movimiento que parte desde arriba, desde el punto más alto pensable: el corazón de Dios Padre. El corazón de Dios Padre sufre (aunque no sabemos bien qué significa esta palabra dicha de Dios); ¡sufre! Dice: «He criado y hecho crecer a hijos, pero ellos se han rebelado contra mí» (Is 1,2). ¡Este grito de Dios que sufre atraviesa toda la Biblia! Porque él ama a los hijos que lo rechazan, y no se los puede arrancar del corazón; por eso dice: «¿Cómo podría entregarte a otros, Israel? Mi corazón se conmueve dentro de mí, mi interior se estremece de compasión. Porque soy Dios y no hombre» (Os 11,8ss). En el corazón de Dios hay estremecimiento y conmoción por estos hijos que se alejan de él para entregarse en brazos de su enemigo (de él y de ellos). ¿Cómo no sufriría un «padre» por todo esto?

Francisco entró en el corazón de Dios; se desposó con la pasión de Dios, la causa de Dios, y por eso no puede hacer otra cosa durante toda la vida que llorar. ¡Porque Francisco es el hombre de las lágrimas! No de sonrisas baratas. Nosotros lo hemos reducido así; ¡hemos hecho del Francisco hagiográfico el Francisco holográfico! El Francisco de la perfecta alegría, el juglar de Dios, que habla al lobo, que canta absorto la belleza de las criaturas. Estos son frutos que brotan en las ramas, en la cumbre de su ascensión, sin que él siquiera se diera cuenta. Antes, en el subsuelo, hubo un drama: Francisco ha llorado toda la vida. Se ha quedado ciego –todas las fuentes lo atestiguan– por el exceso de llanto. Cuando escribe su Cántico de las criaturas, está ciego y ya no ve ninguna criatura con los ojos del cuerpo. Uno de los primeros retratos del Santo, que se conservaba en Greccio y que se perdió en un incendio, pero del que queda una copia, nos muestra a Francisco que se lleva un pañuelo a los ojos en acción de secarse las lágrimas: signo de que así lo recordaban sus contemporáneos. Llenaba los bosques de alrededor de la Porciúncula de gemidos, por no hablar de la Verna.

Pero ¿por qué lloraba Francisco? ¡La pasión de Cristo! Cierto; pero la pasión de Cristo en cuanto era el signo histórico y la expresión culminante de un drama más grande y más profundo: el drama del amor y del dolor de Dios, el drama de la rebelión humana, en la infidelidad en el amor a Dios. Francisco tenía ahora el corazón mismo de Dios y era, en medio del mundo, el signo visible del «llanto» de Dios. Llanto más aún de compasión y de amor que de dolor.

Este podría ser el Francisco del VIII centenario del nacimiento: el Francisco de las lágrimas, el Francisco que llevó sobre sí el juicio de Dios sobre el pecado. Porque este es el destino más alto de un hombre y que hace de él realmente un alter Christus: llevar sobre sí el juicio de Dios contra el pecado, ofrecerse a Dios para beber el cáliz de su inevitable cólera contra el pecado. Francisco sabe qué significa «rasgar el corazón y no las vestiduras»; Francisco sabe qué significa estar en Getsemaní; tener las llagas fuera y dentro; más dentro que fuera. Francisco sabe qué significa luchar con Satanás y llevar sobre sí los signos tremendos de su furor, que se desencadena allí donde hay concentración de pecado, sin importar si ha sido cometido por sí o asumido sobre sí. En el la Verna, inmediatamente después de haber recibido los estigmas, cuando nosotros nos lo imaginábamos inundado de dulzura divina, él dice a su compañero estas palabras: «Si supieran los frailes cuántas y qué graves tribulaciones y aflicciones me dan los demonios, no habría ninguno de ellos que no se moviera a compasión y piedad de mí» 11.

Pero ¿quién conoce a este Francisco aquí? Nosotros –decía– conocemos los frutos, no el tronco del árbol, no la raíz. Porque estamos hechos así: nos gusta la libertad de Francisco, pero no la vía por la cual él ha llegado a esa libertad. Querríamos llegar inmediatamente al Domingo de Resurrección sin pasar por el Viernes Santo. Somos –dice La imitación de Cristo– muy fáciles para la risa y la disipación, pero muy difíciles para el llanto y la compunción. Por eso privilegiamos el Francisco del «término» sobre el del «camino», el Francisco de la cosecha sobre el de la siembra, mientras que la Biblia dice que quien siembra entre lágrimas –y solo estos– segará con júbilo (Sal 126,5).

¡Ciertamente, Francisco es el hombre de la perfecta alegría! Pero escuchemos lo que él entiende por perfecta alegría ahora que, al parecer, se ha encontrado el texto original de la «florecilla», con las palabras auténticas del Santo:

He aquí que, volviendo yo de Perusa, en medio de la noche, llego aquí, y es un invierno fangoso y tan rígido que en el borde de la túnica se forman carámbanos de agua congelada, que me golpean continuamente las piernas hasta hacer sangrar con heridas semejantes. Y yo todo en el barro, en el frío y en el hielo llego a la puerta y, después de haber golpeado largo rato y llamado, viene un fraile y pregunta: «¿Quién eres?». Yo respondo: «Fray Francisco». Y él dice: «Vete, no es hora decente esta de llegar, no entrarás». Y mientras yo insisto, el otro responde: «Vete, eres un simple y un idiota, aquí no puedes venir ahora; nosotros somos muchos y tales que no necesitamos de ti». Y yo me quedo ante la puerta y digo: «Por amor de Dios, acogedme durante esta noche». Y aquel responde: «No lo haré, vete a los cruciferarios y pide allá». Pues bien, si yo hubiera tenido paciencia y no me hubiera afligido, yo te digo que aquí está la verdadera alegría y aquí está la verdadera virtud y la salvación del alma»12.

Cuando un hombre ha aceptado sobre sí el juicio de Dios, se ha dejado rasgar fibra tras fibra por la compunción del corazón, ese hombre posee ya la autoridad y la libertad misma de Dios, y no hay que asombrarse en absoluto si también las criaturas inanimadas y los animales se le someten y, más aún, van hacia él y lo buscan. Él ya no constituye, para las criaturas del mundo, una amenaza, como no la constituía Adán antes del pecado. Es un hombre nuevo, lo que la creación entera espera –dice san Pablo– con impaciencia y para el cual gime y sufre dolores de parto (cf. Rom 8,19ss).

«¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!»

Entonces la palabra profética que Dios quiso decir al mundo a través de Francisco es esta: hacer penitencia, vivir en el arrepentimiento y en el juicio de Dios. No en el juicio del mundo. Nosotros –al menos yo, y creo que la mayoría de los hombres– vivimos más bien en el corazón del mundo, no en el corazón de Dios; nos desposamos con las razones del mundo, no con las de Jesús y las de su Evangelio. Es muy poco frecuente que en nosotros exista un hecho habitual de vivir «según Dios». Por eso el pecado no nos da miedo.

Aquí está todo el asunto. El drama en el que Francisco se encontró y del que se ha convertido en signo ante los hombres dice relación al pecado. Es el drama del pecado. «Mi Iglesia –decía Jesús a Francisco– va a la ruina»; pero ¿por qué va a la ruina? ¡El pecado la arruina! ¡El pecado la quiebra! El pecado es el cáncer que la devora, la mata. Nosotros damos nombres diferentes a los males de la Iglesia; pero su mal verdadero es uno solo, y se llama el pecado.

En tiempo de san Francisco, el pecado de la Iglesia se hacía visible sobre todo en las costumbres: en el lujo, en la simonía y en el concubinato del clero, y en la búsqueda afanosa de bienestar material por parte del pueblo. Pero hoy el pecado de la Iglesia es quizá más radical, porque toca la fe, no las obras. Es la incredulidad: ya no se cree verdaderamente; ya no se cree. Y la incredulidad es rebelión.

San Pablo llama a la incredulidad de los judíos «el espíritu que actúa en los hombres rebeldes» (cf. Ef 2,2). Y este espíritu de rebelión se difunde en la Iglesia, ¡incluso en el clero y en nosotros, los religiosos! Por eso, la Palabra de Dios nos repite a nosotros, hombres de Iglesia de hoy:

Tocad trompeta en Sion

y proclamad un ayuno,

convocad una reunión solemne.

Congregad al pueblo,

anunciad una asamblea […]

Entre el vestíbulo y el altar lloren

los sacerdotes, ministros del Señor,

y digan:

«¡Perdona, Señor, a tu pueblo!» (Jl 2,15-17).

«¡Lloren los sacerdotes, ministros del Señor!». Francisco es profeta también para nosotros hoy. Más aún, es absolutamente necesario devolver a la voz del Poverello ese sello profético que nos llama a entrar en la salvación saliendo del pecado. En el Apocalipsis resuena esta palabra de Dios: «Salid, pueblo mío, de Babilonia para no asociaros a sus pecados y no recibir parte de sus plagas» (Ap 18,4). Sabemos qué significa «Babilonia» en la Biblia. San Agustín escribió el De civitate Dei, en el que da una interpretación de toda la historia humana: en el mundo, dice, está en construcción la ciudad de Dios, que se edifica sobre el amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí. Pero junto a esta ciudad –como la cizaña en medio del trigo– crece otra ciudad, la ciudad de Satanás, que se edifica sobre el amor a sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios. Y esta segunda ciudad se llama, en la Biblia, Babilonia. Cuando, por tanto, la Palabra de Dios nos dice: «¡Salid de Babilonia, pueblo mío!», es como si nos dijera: «¡Salid del pecado! Romped la solidaridad y la connivencia con el pecado; sacudíos de encima el pecado». Salir de Babilonia es lo que Francisco, en su Testamento, llama «salir del mundo»: «Luego me mantuve un poco y salí del mundo». No se trata de salir de la ciudad de los hombres, del consorcio humano, es decir, del mundo exterior, sino del mundo interior, de lo que llevamos dentro. Babilonia es nuestro «yo».

De esta «Babilonia» hay que huir, porque –dice Dios– sabed que sobre ella es inminente mi juicio; está para hundirse como un enorme navío cargado de pecado. Yo creo firmemente en esta Palabra de Dios; creo que sobre la ciudad de Satanás, que ha llegado a ser más exuberante que nunca en nuestros países de antigua fe cristiana, es urgente el juicio de Dios. Y de este juicio de Dios hay signos evidentes para quien, al menos, tiene ojos para ver y oídos para oír. Satanás es como un soberano que pasea libremente por sus dominios; ahora se cree libre, utiliza la inmensa libertad que le hemos otorgado con nuestros pecados. Solo allí donde encuentra a personas como Francisco, personas que Dios ha elegido para que sean como Jesús en Getsemaní (¡y las hay; existen, escondidas en la Iglesia, estas almas!); solo –decía– donde encuentra estos «obstáculos» en su camino, Satanás está obligado a venir al descubierto, como el agua de un torrente en crecida, que echa espuma cuando encuentra los pilares de un puente.

El juicio es urgente, pues; ¡ay de los que se dejen sorprender en el pecado y la rebelión! «Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!», advierte Francisco al final del Cántico de las criaturas. «Bienaventurados los que encuentre en su santísima voluntad, pues la muerte segunda no les hará mal».

Un sacerdocio renovado para la Iglesia

He aquí entonces el llamamiento profético de Francisco de Asís, si lo queremos acoger. Dios está dispuesto a hacer el resto: a darnos un corazón nuevo, un espíritu nuevo; él lo hace todo, él salva a su Iglesia. Quiere de nosotros solo un gesto, un sí, porque no quiere arrasar nuestra libertad, sino que la respeta. Y este gesto se llama arrepentimiento: «¡Convertíos –grita Pedro el día de Pentecostés–: después recibiréis el don del Espíritu Santo!».

Hay que «romper definitivamente con el pecado» (1 Pe 4,1). Cada uno de nosotros tiene una raíz de la cual el árbol del pecado obtiene alimento en su vida. En la medida en que estamos vinculados a nosotros mismos, a nuestra gloria, a lo que se dice y se piensa de nosotros, a nuestra fama ante los contemporáneos o los descendientes, estamos en pecado. Porque el pecado es este. ¡Mi pecado soy yo! Es mi «yo» viejo que no se deja desmantelar por la Palabra de Dios. Romper definitivamente con el pecado significa buscar esa raíz-madre de la mala hierba del pecado y cortarla. Hacer un acto libre de renuncia al pecado. En un momento de recogimiento, decir: «Por lo que me toca, en la medida en que mi fragilidad me lo consienta, entre yo y el pecado (ese preciso pecado al que sigo vinculado), ya no hay nada que hacer! Se acabó. ¡Ya no quiero pecar!». Aquí se realiza finalmente la decisión de nuestro bautismo.

¡Dios quiere un sacerdocio renovado para su pueblo! Hemos tenido el Concilio Vaticano II; en él, muchos aspectos de la vida de la Iglesia han sido renovados: la liturgia, en parte la teología, las estructuras pastorales. Todo cosas hermosas. Pero estas cosas son instrumentos. A Dios le interesan en la medida en que ayudan a renovar el corazón de su pueblo. Porque a Dios le urge el corazón de su pueblo. Que no esté «lejos de él». Nosotros nos encontramos ante esta tarea: debemos poner manos a la obra para renovar al pueblo cristiano en su vida espiritual; pero para hacer esto nos tenemos que renovar primero nosotros, sacerdotes y pastores.

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