Kitabı oku: «Alguien que te quiera con todas tus heridas», sayfa 3
Conexión perdida —m4w: hombre busca mujer
Te vi en la línea N de Brooklyn en dirección a Manhattan.
Yo llevaba una camiseta de rayas azules y unos pantalones granates. Tú llevabas una falda verde vintage y una camiseta color crema.
Te subiste en DeKalb y te sentaste enfrente de mí, y nuestras miradas se cruzaron brevemente. Me enamoré de ti un poquito, de esa forma absurda en la que te inventas una versión completamente ficticia de la persona a la que estás mirando y entonces te enamoras de ella. Aun así, creo que algo de cierto había.
Cruzamos miradas varias veces y luego apartamos la vista. Estuve pensando en cosas que decirte: fingir quizás que me había perdido y pedirte indicaciones, decirte que me gustaban tus pendientes con forma de bota, o simplemente decir «vaya calor, eh». Todo aquello sonaba ridículo.
Hubo un momento en que te pillé mirándome e inmediatamente apartaste la vista. Sacaste un libro del bolso y te lo empezaste a leer. Era una biografía sobre Lyndon Johnson, pero me fijé en que no pasaste ni una sola página.
Mi parada era Union Square, pero cuando llegamos, decidí quedarme en el vagón, convenciéndome de que podría cambiar a la línea 7 sin problema en la 42, pero cuando llegamos a las 42 tampoco me bajé. A ti también se te debía haber pasado la parada, porque cuando llegamos al final de la línea en Ditmars, los dos nos quedamos sentados en el vagón esperando.
Te miré, inclinando la cabeza con curiosidad. Tú te encogiste de hombros y levantaste el libro; se te había pasado la parada porque estabas concentrada, sin más.
Cogimos el tren de nuevo en dirección opuesta. Hacia Astoria, cruzando el East River, serpenteando por el centro de la ciudad, de Times Square a Herald Square hasta Union Square, por debajo de SoHo y Chinatown, subiendo el puente de vuelta a Brooklyn, pasando Barclays y Prospect Park, más allá de Flatbush y Midwood y Sheepshead Bay hasta llegar a Coney Island. Y cuando llegamos a Coney Island, supe que era el momento de decir algo.
Pero seguí sin hacerlo.
Así que volvimos a subir.
Subimos y bajamos por la línea N una y otra vez. Fuimos testigos de las aglomeraciones de gente en hora punta y luego vimos cómo se disipaban otra vez. Vimos ponerse el sol sobre Manhattan mientras cruzábamos el East River. Me autoimpuse límites. Antes de Newkirk, le hablo; antes de Canal, le hablo. Pero seguí quedándome callado.
Permanecimos sentados en el tren sin decir nada durante meses. Sobrevivimos ingiriendo bolsas de Skittles que nos vendían los niños que recaudaban dinero para sus equipos de baloncesto. Oímos a un millón de mariachis y en otras cien mil ocasiones casi nos parte la cara de una patada un bailarín de break dance. Di dinero a los mendigos hasta que me quedé sin billetes de un dólar. Cuando el tren salía a la superficie, me llegaban los mensajes de texto y de voz («¿Dónde estás? ¿Qué pasa? ¿Estás bien?»), hasta que me quedé sin batería.
Antes de que amanezca, le hablo; antes del martes, le hablo. Cuanto más esperaba, más difícil se me hacía. ¿Y qué podría decirte yo ahora, después de haber pasado cien veces por la misma estación? Si pudiese retroceder a la primera vez que la línea N cambió a la línea R el fin de semana, quizás podría haber dicho entonces «pues vaya faena», pero ya era tarde para eso, ¿no? Me castigaba durante días cada vez que estornudabas: ¿por qué no te había dicho «Jesús»? Ese pequeño gesto podría haber bastado para dar pie a una conversación, pero allí que nos quedamos sentados y callados como idiotas.
Hubo noches en las que éramos las dos únicas personas en el vagón, quizás hasta en todo el tren, pero incluso en aquel momento me sabía mal molestarte. Está leyendo —pensaba—, no quiere hablar conmigo. Pero aun así hubo ocasiones en las que percibí cierta conexión.
Si alguien gritaba alguna locura sobre Jesús, inmediatamente nos mirábamos para ver nuestra reacción. Si una pareja de adolescentes se bajaba cogida de la mano, ambos pensábamos: ay, el amor en la juventud.
Sesenta años permanecimos sentados en aquel vagón, fingiendo que apenas sabíamos que el otro estaba allí. Llegué a conocerte muy bien, aunque solo fuese por fuera. Memoricé los pliegues de tu cuerpo, la forma de tu cara, tus patrones de respiración. Te vi llorar una vez, cuando echaste un vistazo al periódico de la persona sentada a tu lado. Me pregunté si llorabas por algo en concreto o solo por el paso del tiempo en general, tan imperceptible hasta que de repente lo percibes. Quise consolarte, envolverte entre mis brazos, decirte que todo iba a ir bien, pero me pareció algo demasiado íntimo. Me quedé pegado a mi asiento.
Un día, a mitad de la tarde, te levantaste cuando el tren paró en Queensboro Plaza. La llevaste a cabo con dificultad, esta tarea tan sencilla de levantarte: llevabas sesenta años sin hacerlo.
Agarrándote de las barandillas, conseguiste alcanzar la puerta. Al llegar allí dudaste un segundo, quizás esperando a que yo dijera algo, ofreciéndome una última oportunidad para detenerte, pero en lugar de soltar toda una vida de amagos de conversación reprimidos, no dije nada, y observé cómo cruzabas unas puertas automáticas que se cerraron tras de ti.
Me hicieron falta unas cuantas paradas más para darme cuenta de que te habías ido de verdad. Me quedé esperando a que volvieras a entrar en el vagón, que te sentaras a mi lado, que apoyaras la cabeza sobre mi hombro. No diríamos nada. No haría falta decir nada.
Cuando el tren regresó a Queensboro Plaza, giré la cabeza al entrar en la estación. Tal vez estuvieras allí, esperando en el andén. Tal vez te viera, radiante y sonriente, con tu larga melena blanca ondeando al paso de un tren que se aproximaba.
Pero no, te habías ido. Y me di cuenta de que lo más probable era que no volviese a verte nunca más. Y pensé en lo increíble que resulta que puedas conocer a alguien durante sesenta años y que aun así no conozcas a esa persona en absoluto.
Permanecí en el tren hasta que llegó a Union Square, momento en el que me bajé y cambié a la línea L.
En el lado este de la quinta avenida, entre la calle 50 y la 51, encontrarás la majestuosa catedral de San Patricio, lugar de gran importancia histórica en cuyas escaleras Eric y tú os sentasteis y comisteis yogur helado en aquella ocasión.
Si te topases con esta iglesia católica romana de estilo neogótico todavía activa, al momento serías transportada a aquella época lejana, hace muchos veranos, cuando los dos por fin volvisteis a llevaros bien otra vez después de muchísimo tiempo. Esta excursión por Manhattan fue como volver a los viejos tiempos, y sonreíste mientras el pegajoso helado de avellana y plátano te chorreaba por el brazo.
Hubo un momento en el que Eric te miró y, con una gran sonrisa, dijo «ay, tienes un poco de…», y cuando te acercó la mano a la cara, te apartaste en un acto reflejo. Lo hiciste sin querer, fue un gesto que ocurrió sin más, pero en un momento, el día se torció.
Eric y tú os mirasteis, a la sombra de aquella catedral, y viste cómo le mudaba el rostro, tal y como ya le habías visto hacer otras veces, de esa forma tan de Eric.
«¿Qué es lo que estamos haciendo?», preguntó Eric, y tú sacudiste la cabeza y respondiste «no lo sé».
Y los dos permanecisteis sentados en las escaleras de la catedral durante largo rato sin decir una palabra.
Más tarde, Eric y tú volvisteis a su piso y os acostasteis. Pero ya era demasiado tarde. El daño ya estaba hecho.
La ciudad de Nueva York está repleta de historia. Pongamos, por ejemplo, el Waverly Diner en el Greenwich Village. Fue allí mismo donde Keith y tú os quedasteis despiertos toda la noche hablando frente a un plato de tortitas, después de haber hecho una bomba de humo en la fiesta de vigesimosexto cumpleaños de Emily.
Keith y tú teníais mucho que deciros. Ocurrió justo después de que lo dejaras con Eric, y Keith no se parecía en nada a Eric. Keith era como lo opuesto a todo lo que Eric representaba.
Si en aquel momento hubieses pensado con claridad, probablemente habrías visto venir que acabarías haciéndole daño a Keith de formas que no merecía. Pero aquella noche todo parecía perfecto. Querías estar con Keith, y sentías que de alguna forma te lo habías ganado. Era como si toda la vida te hubiese preparado a conciencia para acabar conociendo a este hombre.
A día de hoy todavía pasas por delante del Waverly Diner de Greenwich Village, en la avenida de las Américas, pero no sueles entrar, y nunca pides tortitas.
¿Acaso existe alguna ciudad en la historia que haya sufrido mayor destrucción, que haya sido más sepultada por las cenizas de los fuegos del pasado? Una vez, mientras echabas un vistazo por la tienda de muebles que hay en la Novena con la calle 13, haciendo tiempo antes de que Boris te presentara a sus padres y dierais un paseo por la High Line, distraída cogiste una espátula que al instante te recordó la pelea que dos años atrás tuvo lugar en la cocina de Keith.
La conversación había empezado de manera inocente, cuando Keith te preguntó «¿de qué quieres tu tortilla?», y, no sabes muy bien cómo, acabó dos horas después, cuando él gritó «creo que en realidad no me quieres; lo que pasa es que tienes miedo de estar sola» y tú, haciendo aspavientos con la espátula, se la devolviste sin pensarlo «estoy sola, no te imaginas lo sola que estoy», como si aquello fuese una respuesta ingeniosa.
La espátula que ahora sujetabas en la tienda era la misma, su forma te era sorprendentemente familiar; sobre tu mano, su peso resultaba contundente, y cuando te afanaste en explicarle a Boris la historia de lo que aquel inquietante artefacto significaba, él arrugó la nariz y te dijo «si vamos a seguir juntos, llegará un momento en el que tendrás que dejar de echar la vista atrás».
Ya habías empezado a salir con Sean cuando Boris te llamó, de madrugada, borracho, y te preguntó si querías ir a Staten Island. Tú nunca habías ido a Staten Island y Boris no había ido nunca a Staten Island, y como Boris estaba a punto de mudarse a Filadelfia, aquella te pareció una ocasión para visitar Staten Island tan buena como cualquier otra.
Boris también te había sugerido irte a Filadelfia con él, pero pensaste que aquello era pasarse, que era demasiado, demasiado pronto, demasiado Boris. En lugar de eso, elegiste quedarte en Nueva York. Rompiste con Boris, te mudaste sola a Bushwick y empezaste a salir con Sean, ese camarero tan mono de Union Pool. No imaginaste que volverías a ver a Boris, pero en su última noche en Nueva York te llamó borracho, de madrugada, para que emprendierais juntos una aventura.
La verdad es que no hay mucho que ver en Staten Island, al menos después de medianoche. La travesía en barco hasta allí es terriblemente romántica, pero una vez llegas… Bueno, hay un ascensor que te lleva a la azotea del edificio de los ferris y, si te aburres, siempre puedes cogerlo y volver a bajar.
Hay una pecera en el edificio y algunos carteles pegados en la base que hablan de los cuidados que se han de llevar a cabo para albergar una pecera en el edificio de ferris de Staten Island. Es una pecera enorme, tan pesada que se tuvieron que añadir vigas de hierro al suelo para que pudiera soportarla. «No es cosa sencilla esta pecera, llevó mucho trabajo», reza el letrero que hay en la base; al menos eso es lo que recuerdas (no has vuelto). «Todo esto lo hicimos por vosotros, visitantes de Staten Island, ¡así que más vale que lo apreciéis!».
Recuerdas estar de pie junto a Boris leyendo el letrero de la pecera. Esperabas haber tenido más cosas que deciros la noche previa a despediros para siempre, pero resulta que ya os lo habíais dicho todo. Así que, en lugar de volver a repasarlo, os quedasteis el uno al lado del otro en la quietud del edificio de los ferris y leísteis la información que había en la base de la pecera.
«¡Bienvenidos a Staten island», probablemente dijera. «¡Esperamos que disfruten de su visita! Quizás si las cosas fuesen de otro modo, quizás si uno de vosotros no estuviera a punto de irse de la ciudad para siempre, podríais regresar en alguna ocasión. Puede que esto se convirtiera en algo especial, algo más allá de aquello que intentasteis una vez porque, oye, ¿por qué no? Pero, por otro lado, quizás sea mejor no pensarlo mucho. Disfrutadlo y ya está. Todavía os queda por delante el viaje de vuelta a Manhattan, y si uno se lleva una mochila cargada con demasiados quizás, el ferry se hundirá por culpa de todo ese peso».
Esta zona, Nueva York, antes llamada Nueva Ámsterdam por los primeros asentamientos holandeses y Lenapehoking por sus habitantes nativos Algoquin, rebosa un pasado que todavía no ha terminado de enterrarse. Los túneles del metro son casi impracticables, tan anegados como están por miles de aventuras superpuestas. Si en uno de tus viajes pasases rápido en el metro por la parada Lorimer bajo Williamsburg y mirases atentamente al fugaz andén, verías a una mujer joven esperando, con el pelo alborotado y el maquillaje corrido. Esa mujer eres tú durante aquellas seis semanas en las que volvías a casa a trompicones desde el apartamento de Sean a las 3:00 de la mañana, tacones en mano, porque tú no querías ser una de esas que se quedan a pasar la noche.
La ciudad está repleta de estos recordatorios, y cuanto más tiempo vives aquí, más minas dejas a tu paso. Como la tienda GAP en Astor Place, el baño de Crocodile Lounge; las probabilidades de toparse con las huellas de un evento del pasado son tremendas y aumentan cada vez que atesoras un nuevo recuerdo con otra pareja.
Pero de entre todos los monumentos a los héroes caídos y trágicas víctimas de tu voluble corazón, una lista tan larga y agotadora como una avenida entera, existe un lugar por encima de los demás al que sabes que nunca podrás regresar.
Sabes dónde está y alteras tu ruta para no verlo, para no recordarte lo que allí pasó. Este lugar es demasiado para ti. Te devoraría completamente, este vacío, este agujero, esta modesta vivienda de piedra rojiza de dos alturas en Carrol Gardens que alberga el apartamento de una habitación que una tú mucho más joven y el hombre que ahora aparece en tu teléfono como NO LO LLAMES una vez fuisteis tan idiotas de llamar «casa».
A veces te imaginas a NO LO LLAMES evitando también ir allí. Te imaginas que los dos evitáis ir allí al mismo tiempo y que no os cruzáis en la acera de fuera, y que no aprovechas la oportunidad para decirle de cuántas formas te hizo daño, no le explicas que, aunque ya lo tenías superado —muy muy superado—, simplemente querías asegurarte de que no va a volver a hacerle esa mierda a la próxima, por su bien.
«Ahora resulta que eres una mártir», no diría él, y tú te preguntarías por qué te has molestado siquiera en no veros.
Y luego está el Bronx, que es donde la gente toma la decisión de casarse, concretamente en la zona del zoo del Bronx, concretamente en la zona del zoo que hay frente a la Casa de los Monos, y concretamente tus abuelos, quienes visitaron la Casa de los Monos del zoo del Bronx a las seis semanas de noviazgo y decidieron casarse.
«¿Cómo pudisteis tomar una decisión tan importante en seis semanas?», le habías preguntado una vez a tu abuela. «Apenas os conocíais».
«En aquellos tiempos, la gente no se lo pensaba tanto. Si querías a alguien, te casabas con él».
«Pero ¿cómo lo sabíais?».
«Fácil», contestó. «Le pregunté a tu abuelo “¿tú crees que deberíamos casarnos?”, y me dijo “vamos a preguntárselo a los monos. ¡Eh, monos! ¿Creéis que deberíamos casarnos?”, y los monos se estaban riendo, así que dijo “creo que eso es un sí”».
«¿Ya está? ¿Os casasteis porque los monos se rieron?».
Tu abuela se encogió de hombros. «Pensé que aquello era una señal».
Una vez llevaste a Alex al zoo del Bronx —¿o fue a Anthony?— para ver si los primates obraban algún tipo de magia con vosotros, pero la Casa de los Monos había desaparecido. La demolieron en 2012.
Concluiste que aquello era una señal.
–––––––
En Astoria, Queens, se emplaza un pequeño estudio en el que Carlos, el amor de tu vida a día de hoy, pone en orden las solicitudes para cursar un máster. Durante los lentos días en el trabajo o los largos trayectos en el metro, te descubres soñando con que a Carlos lo acepten en algún sitio —adonde tú le seguirás—, muy muy lejos.
Te imaginas pasando el resto de tu vida con este hombre, tal y como te has imaginado con todos los anteriores. No porque creas que vayas a hacerlo, sino porque simplemente no puedes evitar vislumbrarlo.
Imaginas los hijos que tendréis, las vacaciones en familia y las cenas de aniversario, que lavaréis los platos juntos, que os interrumpiréis y puntualizaréis las anécdotas e historias del otro, que prometeréis que nunca os iréis a la cama enfadados, aunque eso signifique —como a menudo lo hará— quedaros despiertos toda la noche discutiendo.
Pero, sobre todo, te imaginas viviendo en alguna otra parte, a kilómetros y kilómetros de esta estrecha y concurrida capital que empezara a florecer en el siglo xx. Crees que podríais vivir en Austin o en Minneapolis. Te han dicho que Seattle es preciosa y encima nunca la has visitado.
Una mañana, mientras desayunáis té y leéis el ejemplar del Seattle Times del fin de semana en vuestro nuevo y espacioso loft en el centro (o donde quiera que viva la gente en Seattle), Carlos te sonreirá y tú le devolverás la sonrisa, y se rascará la nunca de esa forma tan descuidada en que siempre lo hace y te dirá «oye, ¿por qué no organizamos algún día un viaje a Nueva York? Podríamos ver una obra en Broadway, pasear...».
Carlos limpiará los dos boles de cereales, los que pertenecen a la vajilla nueva que compraste cuando te mudaste aquí, y de camino al fregadero, te besará la frente con suavidad, esa frente que ya fue suavemente besada por tantos otros hombres, una marca entre mil más, en medio de todo un cementerio de besos.
Y tú le sonreirás y te preguntarás si él también, como todos los que vinieron antes que él, se convertirá algún día en un amargo recuerdo, si algún día cometerá el mismo error tonto de siempre, el de conocerte demasiado bien y a la vez no lo suficiente.
«¿Qué te parece? ¿Te apetece volver a Nueva York, pasar el día allí?».
«No», responderás. «Hay demasiados fantasmas allí».
En aquel tiempo, mi mujer estaba embarazada de once meses, lo que siempre me parecieron muchísimos meses de embarazo.
¿Es normal?, decía yo,
y Jessica decía: El doctor dice que es normal.
y yo decía: No creo que lo sea.
y ella decía: ¿Eres doctor, Yoni?
y entonces yo decía: Sí. El caso es que lo soy. Y tú también. Técnicamente, los dos somos doctores.
y ella decía: ¿Podemos dejarlo estar?
Me doctoré en Ingeniería aeroespacial, pero mi verdadera pasión siempre había sido la Biofísica molecular. Cuando recibí la llamada de mi amigo y mentor, el Dr. Carl Hesslein, yo me encontraba en mitad de una clase sobre Filosofía de la ciencia en un aula poco concurrida a la que asistían perezosos estudiantes de segundo que albergaban la esperanza de que mi asignatura fuese una manera fácil de cumplir los requisitos de educación general en esta universidad que resultaba tan poco inspiradora y para nada memorable. No pretendo meterme con la universidad en cuestión ni con su alumnado; son solo afirmaciones reales.
Mostré a la clase la siguiente diapositiva:
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(Yo mismo la había dibujado).
Primero las buenas noticias, dije: Estamos condenados. Nuestro planeta se está muriendo. El universo se está muriendo. Nuestra familia, nuestros amigos, todos nuestros conocidos, todas las personas que conoceremos, toda nuestra lejana progenie a miles de generaciones de nosotros que aún no ha nacido, todos nosotros estamos muriendo, muriendo y muriendo poco a poco.
Enseñé esta diapositiva:
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Y luego dije: Uy, perdón, ¿he dicho BUENAS noticias?
Aquí los apuntes que me había hecho para la clase decían: [PAUSA PARA RISAS].
No se rio nadie.
Hice la pausa de todos modos.
Pero hay buenas noticias, continué. Y son estas: La ciencia seguirá viva cuando todos estemos muertos. La ciencia sobrevivirá con o sin nuestros esfuerzos por entenderla; la ciencia va por libre.
Como una examante carente de sentimientos, la ciencia no te va a echar de menos, y claro que todo esto puede asustarnos un poco, pero ¿no es emocionante al mismo tiempo?
Entonces me sonó el teléfono. Supe al momento que era el Dr. Hesslein por el tono de llamada, la poderosa y evocadora «Vienna on my mind»1 de Beethoven.
Contesté al teléfono: ¡Dr. Hesslein! Me pilla en clase ahora mismo.
Los alumnos siguieron escribiendo en sus portátiles y teléfonos móviles. Fantaseé con la idea de que estuvieran tomando notas sobre mi llamada personal, pero la navaja de Ockham apuntaba a que en realidad nunca habían tomado nota alguna.
Carl hablaba con rapidez y mediante fragmentos superpuestos, como si, al igual que la ciencia, no tuviera especial intención de que se le entendiese: ¡Yoni! ¡La beca! ¡La junta directiva! ¡Presidida por! ¡Se ha resuelto! ¡Se va a hacer! ¡Es que no me lo! ¡Se va a hacer!
Eso que se iba a hacer era la Antipuerta, un proyecto con el que él y yo habíamos pasado soñando la mayor parte de nuestra vida adulta y que de repente se hacía realidad gracias a una generosa contribución de la Fundación Frank y Felicity Fielding.
Me interesé por la investigación de Carl hace algunos años, tras haber sido testigo en el metro de Algo Terrible.
Estaba yo leyendo el nuevo libro de Milton Hilton. Era un estudio sobre los niveles de velocidad de las partículas; nada muy revolucionario. De repente, a todo volumen, oí que ocurría Algo Terrible.
¡No! ¡Por favor, no!
No levanté la vista.
Ayuda, oí. Y luego, por si acaso no lo hubiese oído: Por favor, ayudadme. ¡Por favor!
Intenté ignorarlo.
Me concentré en las palabras que había en mi libro. Leí el mismo párrafo una y otra vez. Esto era lo que decía:
Partículas, partículas, partículas por todas partes. Por cierto, Debra, te quiero; ¿quieres casarte conmigo?
Por la noche, Jessica y yo cenamos chino. A mi mujer no le gustaba cocinar —digo esto como si tuviera que gustarle, como si fuera su trabajo, discúlpenme—, a ninguno de los dos nos gustaba cocinar. Pedíamos comida para llevar muchas veces. Aquella noche cenamos chino.
Le dije: ¿Qué tal el día?
y ella dijo: Hasta las narices de las moscas de la fruta…
y yo dije: Sí…
Ella dijo: ¿El tuyo qué tal?
y yo dije: Milton Hilton le ha pedido a Debra que se case con él.
y ella dijo: Qué bien. Y luego: ¿Quién es Debra?
y yo dije: Ni idea.
Esa noche me tumbé sobre la cama y contemplé las estrellas (por aquel entonces estábamos haciendo reformas y nuestro dormitorio no tenía techo), y pensé en que no había hecho nada, en que Algo Terrible estaba ocurriendo y yo no hice nada, y me planteé si una mejor versión de mí mismo habría actuado con menos cobardía.
En los días, meses y años siguientes reflexioné a menudo sobre este no-yo, un no-yo que era amable con mi mujer cuando yo resultaba hiriente y paciente con mis alumnos cada vez que me cabreaba. Pensaba en este hombre cada vez que quería decir Te quiero, pero en vez de eso decía No lo toques. Cada vez que quería decir ¡SÍ!, pero en su lugar decía… ¿Sí? Cada vez que quería decir Todo va a ir bien, pero luego me quedaba callado.
Si te dijera que soy incapaz de enumerar las veces que he tomado una decisión equivocada, que he escogido las palabras menos indicadas, que he optado por el camino incorrecto, por favor, que sepas que no lo digo para juzgar modestamente mis habilidades contables —las cuales te aseguro que son de lo más aptas—. Pero si existiera otro yo, un opuesto, alguien que sí que hiciera bien las cosas… bueno, supongo que ese tío sería todo un portento.
El Dr. Hesslein venía escribiendo mucho sobre un antiuniverso que se asemejaba al nuestro, que nos equilibraba, nos neutralizaba, recibía nuestro exceso de energía y lo transformaba en antienergía. El no-yo más valiente, más sabio y mejor viviría allí, al igual que los no-todos de las personas que alguna vez existieron. Todo lo que el antiuniverso es encajaría a la perfección en las hendiduras de todo lo que no somos, como las dos mitades de un bollo inglés. Albergaría las soluciones a nuestros problemas y nos inspiraría para convertirnos en un no-ellos mejor.
Y ahora, tras haber conseguido por fin el dinero, el Dr. Hesslein estaba reuniendo a un equipo de físicos e ingenieros para que diseñaran y construyeran la puerta que nos llevaría hasta allí. Me preguntó si quería formar parte de la historia, si es que no estaba demasiado ocupado dándoles la chapa a un montón de estudiantes más que aburridos. No tuve ni que pensármelo.
Aquel otoño se empezó a trabajar en la Antipuerta, dando por hecho que mientras nosotros construíamos una puerta que se abriera hacia dentro, los científicos del universo contrario estarían construyendo una puerta correspondiente que se abriese hacia fuera porque, dos puntos, lógica.
El primer día de trabajo, Jessica insistió en acompañarme andando a la parada del metro. Me dijo: Ten cuidado con todas esas ecuaciones teóricas tan complejas, ¿vale? Algunas tienen los cantos muy afilados.
y yo dije: Me aseguraré de ponerme guantes.
Te lo digo en serio. Vas a jugar con los fundamentos del espacio y el tiempo. No vayas a crear una especie de universo de bolsillo paradójico en el que nunca hayas nacido, porque todavía te toca limpiar el garaje.
y yo dije: Tu preocupación me conmueve.
y ella dijo: ¡Era broma! Lo siento, estoy nerviosa.
y yo dije: No lo estés, no le hace bien al bebé. La besé en la frente.
Ella dijo: No, pero en serio. Cuando vuelvas, ¿piensas limpiar el garaje?
Por supuesto, el universo no es blanco o negro, y los opuestos resultaron ser un poco más fluidos de lo que predijimos. Lo contrario de un perro puede ser un gato, o un perro diferente, o nada en absoluto, la ausencia de perro.
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He de señalar que lo de aquí es una hipersimplificación de la ecuación, pero representa muy bien el principio básico que la rige. Aquí algunos ejemplos más:
Ejemplos: Opuestos posibles
Yo no voy a salir hoy Yo [sí] voy a salir hoy
Yo no voy a [quedarme] hoy
Yo [sí] voy a [quedarme] hoy
Yo [sí] voy a [quedarme]
[cualquier día]
Mi madre [Mi padre]
[Mi mujer]
[Mi hijo nonato]
[Mi madre]
[(Mi madre está muerta)]
Yo no digo Te quiero Yo [digo] Te quiero
Yo no digo [Te odio]
[Tú] no dices que [me quieres]
Yo no digo Te quiero. [Ni
siquiera lo pienso]
Obsérvese que, en el último ejemplo, en tres de los cuatro casos el opuesto del silencio es silencio. Habíamos anunciado a bombo y platillo una nueva era basada en el equilibrio y el entendimiento, pero cuantas más pruebas hacíamos, menos seguros estábamos de lo que había al otro lado de la puerta que nos habíamos pasado ocho meses construyendo.
¿Y si al atravesar la Antipuerta la gravedad te levantaba del suelo y te lanzaba al espacio exterior? ¿Y si el oxígeno que hubiera al otro lado de la puerta era tóxico? Si no había pirañas en la habitación que abandonabas, ¿entrabas en una habitación llena de pirañas? O, lo que es peor, ¿qué pasaría si el mundo al otro lado de la puerta no fuese ni mejor ni peor que el nuestro, sino simplemente diferente? ¿Y si estuviera igual de infestado de guerras, hambre, inmoralidad y cobardía?
Pero a Frank y a Felicity Fielding y a su fundación no les interesaban los «y si», sino los resultados, y como no teníamos ninguno que aportar, cerraron el grifo del dinero y yo regresé a mi vida poco glamurosa, basada en ser poco más que una molestia para unos adolescentes resacosos, marido y, por último y en teoría, padre.
Una tarde, tras una presentación con especial mala acogida de mi conferencia «La materia: ¡qué materia!», volví a mi modesto despacho en la cuarta planta del edificio de ciencias y descubrí que el espacio diminuto y mal iluminado que la universidad había tenido a bien concederme estaba aún más abarrotado de lo habitual.
Sentado en mi silla, con los pies descansando sobre el escritorio, estaba Carl Hesslein, y detrás de él, tapando la ventana que daba al callejón (la única fuente de luz natural de la estancia), se alzaba la Antipuerta.
¿Por qué está aquí?, pregunté,
y el Dr. Hesslein dijo: ¿Creías que iba a entregársela a FieldingCorp sin más? No sabrían ni qué hacer con ella.
y yo dije: No sabemos qué hacer con ella nosotros.
y él dijo: Guárdala aquí hasta que encuentre un escondite mejor, ¿vale?
y yo dije: Pero ¿y si la ve alguien? ¿Y si uno de mis estudiantes viene en horas de tutoría?
y él dijo: ¿Ha pasado eso alguna vez?
y yo dije: No. Históricamente, no, pero me gusta pensar que alguien podría sorprenderme.
y él dijo: Guárdala solo unas semanas. Te prometo que ni te vas a acordar de que está aquí.
Pues bien, y tanto que me acordé. Tenía la puerta detrás de mí cuando corregía exámenes. La tenía detrás mientras almorzaba en mi escritorio —una sucesión de ensaladas sin gracia de la cafetería del campus—. Cada día la habitación me parecía más pequeña y la Antipuerta más grande.
La tenía detrás cuando recibí una llamada de Jessica, cuando fue al médico porque año y medio después el bebé no había nacido.
El doctor dice que puede ser algo psicosomático, dijo. Dice que puede que, subconscientemente, no esté preparada para tenerlo.
y yo dije: ¿De verdad? ¿Y tú qué crees?
y ella dijo: A ver, yo creo que estoy preparada, pero… quizás siento que eres tú el que no lo está.
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