Kitabı oku: «La escuela desconcertada», sayfa 2

Yazı tipi:

3

SER LAICO, SER SAL DE LA TIERRA

Un domingo tras otro se repite la plegaria en la eucaristía: «Por el papa, por nuestro obispo, por los sacerdotes, por los religiosos y religiosas y por todos los que forman parte del pueblo de Dios».

Algo hay en el lenguaje eclesial que sigue manteniendo a los laicos en la base de una estructura piramidal. Esta disposición jerárquica se traslada a la escuela católica. Así, los trabajadores de los centros –utilizo el término «trabajador» para incluir en la reflexión a profesorado y PAS y para dejar constancia del vínculo objetivable que nos une a la escuela– sostenemos una estructura en la que la gestión, las directrices y la toma de decisiones corresponden a una minoría constituida por religiosos –hombres o mujeres– o personal de los centros elegidos por estos y, por tanto, afines a las instituciones que ostentan la titularidad de los centros.

No recorremos los pasillos de las escuelas con tocas, ni llevamos cruces colgadas al pecho, ni celebramos misa; la gran mayoría ni tan siquiera damos clase de Religión. No hemos estudiado teología ni rezamos Laudes en comunidad cada mañana. No tenemos tandas de ejercicios en verano ni votos que nos liguen al compromiso diario. No gozamos de la autoridad implícita que da pertenecer a la congregación titular de nuestro centro. No participamos en tomas de decisiones estratégicas. Somos laicos. Sostenemos el día a día de nuestros colegios. Vivimos diluidos. Anónimos de puertas afuera de nuestras aulas y pasillos. Coloreamos, endulzamos, damos aroma y sabor a nuestros proyectos educativos. Somos laicos. Discípulos de Jesús de Nazaret, un laico.

Somos sal de la tierra. Presencia constante, disuelta, imperceptible en la distancia o el desapego, esencial y rotunda cuando dejo que la realidad penetre en mí, no por la vista, ni siquiera por el tacto, sino por la boca. Cuando permito que la realidad penetre en mi misma realidad orgánica es cuando la sal cobra protagonismo.

Esa es la sal que estamos llamados a ser.

Diluidos en la realidad social en la que nos movemos. Como un ingrediente más, un aderezo, sin necesidad de ser presencia llamativa e impactante, con el reto de no faltar nunca en el plato y conscientes del valor de la pluralidad para hacer un guiso lleno de matices.

Ser sal, ahondar en la esencia de ser sal, conectar desde la hondura con el mundo que se nos regala, con la humanidad con la que compartimos camino, con la propuesta esperanzada del Evangelio de Jesús, con el abismo íntimo del Dios que nos acompaña.

Ser sal en la escuela es una invitación a llevar sabor a todos los rincones. Viviendo la fe como una realidad integradora, capaz de dar respuesta a todo lo que somos y no como un discurso al servicio de nuestra tarea. Una fe respetuosa con la diferencia y convencida de la riqueza de la diversidad. Una fe con vocación de llegar a los límites para acompañar al alumnado y a las familias que sufren el efecto centrifugador de nuestras estructuras sociales y económicas.

Ser sal en la escuela es una invitación al punto justo, a la moderación, a saber diluir nuestro ego, nuestras ganas de significarnos, en pos de un proyecto colectivo compartido con las personas con las que convivimos. A evitar actitudes proselitistas y apostar por el acompañamiento. A no querer convencer a nadie de nada. A potenciar la libertad de pensamiento, de opción, de estilo de vida. A sabernos al servicio de las familias, verdaderas responsables y educadoras de nuestros alumnos.

Ser sal, en ocasiones, también es aparecer de manera rotunda, como un terrón duro e inesperado, a veces molesto, que tenemos que ronchar entre los dientes y proclama un sabor distinto que realza el sabor del resto.

Ser sal en la escuela es una invitación a realzar virtudes y no a cambiar naturalezas. A ver la riqueza de compañeros y alumnos, saberla valorar, saberla disfrutar. Entender la diferencia como una oportunidad y no como una amenaza.

Ser sal en la escuela es una invitación a dejar hacer a Dios. Al Dios de la vida que fluye, que sopla, al Dios que nos soñó como cristales de sal llenos de sabor. Sin obsesionarnos por tenerlo todo atado. Sin obsesionarnos por influir en todo, por condicionarlo todo. Para dejar a Dios que haga. Abiertos a su creatividad. Viviendo en la esperanza más allá de nuestras voluntades e intenciones.

Vivir disueltos, invisibles, potenciando el sabor, llegando hasta los límites.

4

LAICOS EN LA ESCUELA CATÓLICA:
TRABAJADORES DE ENTIDADES RELIGIOSAS

Me pregunto, ¿cuántos de nosotros, seglares comprometidos con la tarea en la escuela, nos levantaríamos de lunes a viernes a las seis y media de la mañana si no nos pagaran? ¿Cuántos de nosotros, docentes convencidos de la necesidad de ofrecer una formación valiosa a los que serán ciudadanos del mañana, pasaríamos ocho horas diarias en el colegio si no nos pagaran? ¿Cuántos de nosotros, formadores que apostamos firmemente por transmitir la fe en Jesús de Nazaret y sus valores a los chicos y chicas que han puesto en nuestras manos, nos quitaríamos tiempos de disfrute personal para programar, corregir y mil etcéteras si no nos pagaran? ¿Cuántos de nosotros que afirmamos que nuestra experiencia en la escuela es una parte esencial de nuestro proyecto de vida no cambiaríamos de trabajo si nos mejorasen las condiciones de sueldo, horario y vacaciones? Disculpen la demagogia, pero creo que estas preguntas son iluminadoras.

Sin duda, este punto de partida está plagado de preguntas capciosas, y de sobra sé que somos muchos los que vivimos nuestra tarea desde un compromiso más que profundo, desde una vocación real. De sobra sé que, en muchos casos, la sintonía con nuestras entidades titulares es muy alta, que muchos hemos renunciado a posibilidades laborales atractivas por estar en la escuela, y por estar en la escuela católica.

Pero, para llevar a cabo un análisis de la situación de los laicos en la escuela católica, creo que conviene tomar como punto de partida esta premisa: los laicos en la escuela católica somos trabajadores asalariados, contratados por las entidades titulares de los centros, pagados por la Administración pública y sujetos a un convenio colectivo.

A partir de esta evidencia, no pretendo restar importancia a otros aspectos que conforman vínculos reales entre laicos y escuela, pero que, en cualquier caso, son poco medibles y, me atrevo a afirmar, que siempre son consecuencia de lo primero.

En aras a este contrato laboral y sus condiciones, las entidades titulares organizan nuestros horarios lectivos y no lectivos, nuestros tiempos de disposición al centro y los contenidos formativos que debemos recibir, nuestra dedicación a tareas extraescolares y nuestra aportación a fiestas patronales y otros eventos. Todo ello lo asumimos con mayor o menor convencimiento. De ello depende nuestro sustento. En este marco de relación hay espacio para el compromiso y el disfrute, pero también hay espacio para que los trabajadores acabemos sintiendo el colegio como un lugar ajeno al que estamos obligados a asistir. En este marco de relación hay espacio para la corresponsabilidad y el cuidado, pero también hay espacio para que se generen dinámicas laborales en las que las decisiones tomadas por la dirección afecten negativamente al resto de trabajadores. Los trabajadores estamos expuestos a sufrir decisiones que otros toman y nos son dadas. Mientras las estructuras que mantienen nuestras escuelas sean jerárquicas, es difícil que esto sea de otra manera.

La propia Iglesia es jerárquica. Las diócesis, las congregaciones, funcionan de manera jerárquica. La Administración pública es jerárquica. Nuestra cultura empresarial es jerárquica. Es difícil salir de este modelo organizativo. Lo vivenciamos como una situación ineludible, casi natural.

Nuestras escuelas, aunque me consta que hay centros donde se evita, son, en general, jerárquicas. Los laicos que trabajamos en las escuelas nos hemos insertado en ellas como gente de a pie, como pueblo de Dios. Con vocación y voluntad propios. No hemos optado por la vida consagrada ni por el vínculo a estructuras eclesiales. Sin embargo, las entidades titulares a veces nos perciben como prolongación de ellas mismas. A veces sus discursos caen en presentarnos como instrumentos de sus proyectos. Proyectos, en muchas ocasiones, ilusionantes, pero que fueron gestados y son mantenidos desde estamentos de los que nosotros no formamos parte. La tensión entre lo propio y lo ajeno nos puede llevar a situaciones en las que aparezca un sentimiento real de alienación. Así pasamos a ser «encargados de», «responsables de», pero nos mantendremos alejados de la toma de decisiones que vertebran los proyectos educativos. En esta línea se llegan a escuchar expresiones cosificadoras referidas a los trabajadores, como ser «piezas de un engranaje», «correa de transmisión», etc. En el peor de los casos he tenido que escuchar la palabra «peón» para referirse a personas que han sido nombradas o relegadas de su cargo de coordinación en algún colegio.

Al firmar el contrato de trabajo aceptamos esta estructura jerárquica y asumimos las líneas inspiradoras de las congregaciones que nos gobiernan. Apostar por un estatus real de pueblo de Dios que comparte camino conlleva pensar en estructuras que potencien la horizontalidad en las relaciones y la circularidad en la toma de decisiones.

Cuando las instituciones religiosas reflexionan sobre su relación con los laicos –de nuevo ellas son las que reflexionan– hablan de misión compartida y de las escuelas como comunidades educativas, pero ¿hasta dónde se profundiza a nivel práctico en el significado de estos dos paradigmas?

5

SOBRE EL CONCEPTO DE MISIÓN COMPARTIDA

Ahondar en el significado de los términos que en algún momento se acuñaron con la pretensión de cargarlos de una significación concreta siempre nos permite recuperar la frescura que encerraron y que, posiblemente, haya variado con el paso del tiempo: o bien porque dejaron atrás connotaciones esenciales, o bien porque el tiempo los ha enriquecido. Así ocurre con el concepto de misión compartida, tan usado en el ámbito de la escuela católica, con el cual suele hacerse referencia a la necesidad de una implicación conjunta de las entidades titulares y los trabajadores en el proyecto escolar.

Cuando hablamos de misión compartida, estamos hablando de la invitación a trabajar en común que las entidades titulares están haciendo en sus proyectos. El esfuerzo que en los últimos años se está llevando a cabo en esta línea es más que reconocible tanto a nivel teórico y de reflexión como en la práctica. Es mucho el trabajo que se está haciendo para que nuestras escuelas no solo descansen en los hombros de religiosos y religiosas como vocación propia de estos, sino que el proyecto se comparta tanto a nivel de tarea como a nivel vocacional.

No descubro nada si digo que las entidades escolares católicas han ido necesitando cada vez más presencia seglar debido a la paulatina escasez de vocaciones religiosas. Hay justificaciones y reflexiones de hondura para la integración cada vez mayor de laicos en la vida de las congregaciones, pero cabe pensar que, sin la urgencia del déficit vocacional, es posible que esta integración no se hubiera llevado a cabo. En cualquier caso, una crisis, una oportunidad, y hay congregaciones realmente convencidas de la conveniencia de compartir misión más allá de la urgencia, y están alimentando procesos verdaderamente enriquecedores para ambas partes en esta línea. Gran parte de sus proyectos se sostienen gracias al número de seglares vinculados de manera voluntaria o profesional. Esta circunstancia ha provocado un diálogo inevitable entre seglares y religiosos que incluso ha dado lugar a importantes movimientos laicales en torno a las congregaciones. Sin duda, una riqueza.

Son muchos los encuentros escolares en los que he participado. Entre momentos de hondura, charlas de expertos, invitados especiales, bolsas llenas de publicidad, cafés, casetas y mercadeos varios, siempre hay espacio para la confraternización. Gestos, símbolos y canciones buscan provocar la sensación de que todos somos uno. Eslóganes como «somos familia», «somos escuela», «mucho más que dos», «trabajando en red», edulcorados con algún show que invita al ambiente festivo, nos llegan a conmover y nos hacen salir de un imponente auditorio con el convencimiento de que la escuela en la que trabajamos es nuestra y redescubrimos con ilusión todo lo nuevo que podemos aportar en ella. Hay mucho de verdad en esta conclusión. Pero aparquemos la irracionalidad de la fiesta –sin duda, reconfortante y necesaria– y observaremos, a nada que hagamos un análisis algo minucioso, que nuestro colegio es de otros y que, por tanto, no estamos obligados a dar en ellos mucho más de lo exigible legalmente. Por supuesto que, desde nuestra libertad, todos acabamos aportando más de lo que la ley nos pide. Y es cierto que las escuelas en las que trabajamos tienen mucho de cada uno de nosotros y nosotros de ellas, y que hay muchos espacios abiertos a la participación real. Pero creo que hacer un análisis de nuestras escuelas que sea fiel a la realidad precisa que no obviemos que es esta relación contractual la que debería marcar el punto de partida: lo demás, que es mucho y rico, lo tenemos que construir a partir de aquí.

En este equilibrio de fuerzas defiendo la idea de que las casas en las que trabajamos pertenecen a los religiosos o religiosas que ostentan la titularidad de nuestros proyectos. Por tanto, hoy por hoy, es de recibo pedir permiso para entrar y para hacer. Y, por la misma razón, a los que no somos de la casa convendría pedirnos las cosas por favor. Esto no siempre ocurre para con los que tenemos condición de asalariados. Por tanto, el concepto de misión compartida parece quedar reducido a una necesidad coyuntural en la que a los laicos se nos ofrece el espacio necesario e imprescindible para que la misión de las entidades titulares salga adelante. Qué duda cabe de que, para un laico, compartir misión con una entidad con la que comparte visión y espíritu es una riqueza vital y una fuente de crecimiento y de satisfacción personal. Pero, volviendo a nuestra condición de trabajadores asalariados, esa adhesión al carisma no tiene por qué darse y, aun dándose, puede variar a lo largo del tiempo si tenemos en cuenta que un trabajador puede estar vinculado a una de nuestras escuelas más de cuarenta años.

En consecuencia, nos encontramos con un abanico de trabajadores en función de su compromiso con la misión de las entidades titulares: desde el profesorado que cumple horario y no hace nada más allá de lo que se le exige explícitamente hasta el vinculado a los movimientos laicales de la congregación que sostiene el centro y que vive su presencia en él como una vocación personal, convirtiendo el colegio en el espacio donde pone en juego su vida desde el Evangelio. Entre estos estereotipos extremos cabe un abanico de grados de implicación. Muchos de los primeros son denostados como aquellos que nunca suman, pero sin duda podrían aportar si nuestros marcos de pensamiento no fueran cerrados y existiera una circularidad real en lo organizativo, lo operativo y la toma de decisiones. Los segundos, motores sin duda de la misión y que la viven como algo propio en un grado muy alto, acaban asumiendo tareas de responsabilidad corriendo el riesgo de convertirse en meras correas de transmisión de las decisiones de la entidad titular y ser percibidos por sus compañeros como integrantes de la parte alta de la jerarquía escolar. Como alternativa cabe trabajar a favor de mecanismos de participación que integren de manera global y eficaz a todos los que trabajamos en el proyecto educativo del centro.

Apostar por una misión compartida real conllevaría un empoderamiento de los trabajadores del centro, derivado, inevitablemente, de un desprendimiento, por parte de las entidades titulares, de su naturaleza de poder. Deberíamos añadir a esto tiempos y estructuras organizativas que favorecieran la participación de todos los miembros de la comunidad educativa. Pero ¿qué queremos decir cuando hablamos de comunidad educativa?

6

COMUNIDAD EDUCATIVA, COMUNIDAD CRISTIANA

La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyo a sus bienes, sino que todo era común entre ellos. Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas las vendían, traían el importe de la venta y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad (Hch 4,32-35).

Comunidad educativa: conjunto de personas vinculadas a un proyecto escolar, alumnado, familias, PAS, profesorado, equipo directivo y entidad titular. (Ya caí en la ordenación jerárquica.)

La escuela tiene valor de «comunidad» por el simple hecho de tratarse de un colectivo de personas organizadas. Si a esto añadimos que un colegio es un espacio de interacción donde el objetivo esencial es la educación del alumnado, podemos hablar de «comunidad educativa». La naturaleza propia de la escuela la define como comunidad educativa. Podríamos quedarnos aquí, pero, si nuestros colegios son católicos, ¿qué sentido queremos darle al concepto «comunidad» desde la óptica cristiana? ¿A qué horizontes deberíamos apuntar al calificarla de «educativa»?

Cuando Lucas nos muestra el sentir y el hacer de las primeras comunidades, imagino que lo hace conmovido por el nivel de cohesión entre sus miembros y el entusiasmo puesto por todos en la misión de dar testimonio de la grandeza de su Maestro. En la Biblia, posiblemente haya pocas invitaciones tan claras y explícitas para adoptar actitudes concretas como este pasaje. Sin duda alguna, el contexto de los primeros cristianos, recién convertidos, entusiasmados con el mensaje de Jesús y cuestionados –o incluso perseguidos por el entorno–, convertía en una necesidad la opción comunitaria. En el contexto actual, hablar de un sentir común o de compartir bienes suena a discurso trasnochado, cuestionable desde las propuestas éticas dominantes, y es, me atrevo a decir, una postura poco práctica entre los que tenemos la suerte de disfrutar de los beneficios de esta sociedad del bienestar. Más aún, en el marco de lo político, la cultura neoliberal nos ha impuesto el axioma de la libertad del individuo como una máxima incuestionable, nos invita a creer en la conciencia individual como motor exclusivo de nuestra conducta y a valorar lo propio por encima de lo ajeno. En consecuencia, es difícil que se gesten organizaciones comunitarias fuertes, y, de existir, son cuestionadas e incluso temidas; porque, inevitablemente, cuestionan el orden establecido y se convierten en elementos desestabilizadores. Bastante de esto tuvo el cristianismo en los primeros siglos.

En nuestra propia Iglesia hemos vivido años en los que las tesis de la búsqueda de la salvación en lo privado han ganado terreno al valor de lo comunitario. El pontificado de san Juan Pablo II comenzó en el contexto de la Guerra Fría, y Roma se convirtió en una de las abanderadas contra los sistemas comunistas. La línea que separa la ideología comunista de un planteamiento comunitario cristiano comprometido es difusa. Poco queda por decir sobre los vínculos de la teología de la liberación y el discurso marxista. El miedo al materialismo nos situó en una línea de vivencia de fe personalista y poco contextualizada y la crítica al concepto de lucha de clases nos ofrecía un discurso conformista con las estructuras sociales.

Así pues, el concepto de «comunidad», como grupo cohesionado que comparte vida y bienes y que se cuida buscando una vida y una misión comunes, parece un concepto denostado en nuestra sociedad individualista y, dentro de la Iglesia, parece justificarse solamente en espacios como la familia, las parroquias, los movimientos y las congregaciones.

Pero si entendemos que el Evangelio a lo que nos invita es a vivir en común, ¿qué líneas de reflexión deberíamos marcar en este sentido desde la escuela? ¿Qué roles deben asumir los distintos agentes que participan y disfrutan en ella? ¿Qué modelos de relación entre los distintos miembros de las comunidades educativas cabe repensar? ¿En torno a qué valores queremos articular estas relaciones?

Como punto de partida, me detengo a analizar la razón de ser de una comunidad educativa y, ante la pregunta de si han de ser los niños el centro de la vida escolar, me atrevo a afirmar que no. Creo que no deben ser el centro, sino un agente más de una comunidad donde las relaciones entidad-trabajadores-familias-alumnado se vertebren en torno a la formación, la educación y el cuidado de los chicos y chicas y, por extensión, la formación, la educación y el cuidado de todos los miembros de la comunidad.

Creo que en la escuela tenemos que hacer el esfuerzo de descentralizar al niño y convertirlo en un participante más de la dinámica escolar.

Es evidente que nuestro aglutinante son las necesidades de los niños, pero, si hablamos de comunidad, conviene no perder de vista las necesidades de todos los que formamos parte de ella: formación, educación, cuidado de todos y entre todos. Por un lado, se trata de una cuestión conceptual –es necesario llenar de sentido el término «comunidad» desde una perspectiva cristiana–; pero, por otro, también se trata de una cuestión de orden funcional y operativo, si entendemos la escuela como un sistema de relaciones en el que todos los elementos se afectan y en el que es necesario que todos estén cuidados y articulados para generar un espacio de convivencia reconfortante donde los niños aprendan y crezcan. «Jesús progresaba en estatura, en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52).

Una comunidad escolar ambiciosa ha de ser un entorno donde los niños crezcan, se desarrollen, se empapen de conocimiento. Una comunidad escolar cristiana ambiciona ver a sus chicos crecer en sabiduría y gracia. Y este crecimiento no se origina por adoctrinamiento ni charlas expositivas en el aula, sino por ósmosis. Es difícil que una comunidad en la que los adultos de referencia no viven un proceso de crecimiento propio sobre la base de unos valores provoque un flujo de estos a los pequeños que acompañan. Una comunidad reflexiva, cordial, serena, crítica, autocrítica, colaboradora, que mira con ternura y asume la cultura del cuidado, dará a luz a personas reflexivas, cordiales, serenas, críticas, autocríticas, colaboradoras, de mirada tierna, cuidadosas y cuidadoras. Encaminar la escuela hacia la búsqueda del cuidado de todos los miembros, menores y adultos, que en ella participan debería convertirse, por tanto, en el núcleo radiante de la vida escolar. Abandonar el concepto de ciudadanos, sujetos de derechos y obligaciones, por el de «cuidadanos», personas cuidadoras de los demás y dignas de ser cuidadas por otras.

Este concepto de «cuidadanía» apunta a que no sigamos siendo indiferentes ante el dolor de los demás, ante los problemas de los demás, que nos afectan de alguna manera; hay que hacerlo por uno mismo porque cualquiera de esas cosas tiene un impacto directo sobre la propia vida. Porque no hay suficiente conciencia de cómo somos interdependientes, y es bien importante para el futuro que desarrollemos esta capacidad de dar a los demás; nos hemos vuelto aislados, muy preocupados solamente por lo nuestro, y eso lleva a la desintegración de la comunidad, y la desintegración de la comunidad es bien dañina para el futuro, no nos permite solucionar los problemas, nos deja solos (Gioconda Belli).

Apostar por la cultura del cuidado. Vivir la «cuidadanía». Ser los unos cuidadores de los otros.

Esto no siempre es así. En ocasiones, convertimos nuestros proyectos educativos en iniciativas que, en busca de los objetivos marcados, ora por la ley, ora por nuestras propias programaciones de curso, pasan por encima de las realidades personales de profesorado, PAS y familias. Si no contamos con un grupo de personas cohesionado desde lo que cada uno es, desde lo que cada uno necesita, desde lo que cada uno sueña, podemos convertirnos en un equipo de trabajo (quizá) fuerte en su misión, pero débil en el convencimiento del valor de lo que hacemos y, en consecuencia, con una vivencia poco profunda. Si no contamos con un grupo de personas que en el trabajo pone en juego sus creencias, un grupo de personas que se siente clan, tribu, interdependiente, cuidado, podemos pasar a ser un colectivo bien organizado, posiblemente fácil de dirigir, pero de sentimiento comunitario débil y con bajo nivel de satisfacción de sus miembros. En el peor de los horizontes, profesores y PAS podemos acabar convirtiéndonos en medios de producción de un proyecto cada vez más ajeno a nosotros, y las familias, en meros clientes, convidados de piedra.

Sobre la base de lo dicho, convendría buscar en nuestras escuelas un equilibrio de relaciones que mantuviera al máximo nivel posible estas cuatro variables: misión, convencimiento, cuidado y cohesión. Una escuela cristiana debería generar contextos que hicieran de la comunidad educativa un grupo humano cohesionado, convencido del valor de lo que hace, comprometido con lo que hace y preocupado por el bienestar de todos los miembros que lo componen. Una escuela cristiana debería partir de la realidad humana que lo conforma para convertirse en un conjunto de personas convencidas de la corresponsabilidad con el otro. Una comunidad cristiana debería ofrecer espacios de reflexión compartida desde los que se gestaran ideales y proyectos comunes a los que todos aportan y enriquecen.

Desde este punto de partida, me paro a analizar las relaciones entre los distintos agentes que formamos las comunidades escolares.

Relación trabajadores-escuela

Quien pasa más horas a la semana, quien gestiona la vida cotidiana, quien abre por la mañana y cierra por la noche, quien estaba cuando unos llegaron y seguirá cuando estos se vayan, quien envejece en las aulas y pasillos, quien reflexiona a diario sobre su experiencia compartida, quien soporta sonrisas y agravios, quien tiene la opción de regalar dulzura cada mañana, quien hace propio cada rincón, es el trabajador del colegio.

Los trabajadores de los colegios católicos somos sujetos de derechos y deberes sobre la base de un convenio colectivo. En la redacción de nuestro convenio se dirimen las tensiones entre sindicatos, Administración y entidades titulares. El punto de partida de nuestro marco de relación es poco democrático, si tenemos en cuenta que el número de trabajadores supera enormemente al de representantes de la titularidad. Los intereses de los que trabajamos en los colegios se diluyen en este déficit democrático y en la inoperancia de los grandes sindicatos, que, aunque sigan suponiendo una garantía de los derechos de los trabajadores, se muestran como aparatos poco eficaces. (Abro un paréntesis para contar que, en esta línea, a veces especulo con la posibilidad de un sindicato cristiano, un sindicato de trabajadores cristianos, capaz de defender desde el ser cristiano modelos organizativos de empresa que fortalezcan los vínculos comunitarios en nuestros lugares de trabajo, un sindicato cristiano que defienda a las instituciones cristianas en las que muchos trabajamos, para que puedan dar respuesta a las necesidades de nuestra sociedad desde los valores del Evangelio. Cierro el paréntesis.)

Pero, hoy por hoy, seguimos inmersos en la vieja historia en la que los trabajadores tenemos poco que decir, y la mayoría de las tomas de decisiones nos vienen dadas por las dos fuerzas que controlan la vida de nuestras empresas: la Administración, con su marco legal, y los empresarios, dueños de los medios de producción y diseñadores de decisiones estratégicas. Suena decimonónico, pero seguimos inmersos en un juego en el que la legalidad y el capital tienen controlado al trabajador.

¿Cómo sacar a nuestras escuelas de esta inercia social? ¿Queremos sacar a nuestras escuelas católicas de esta inercia social? ¿Es posible hacerlo? ¿Qué pasos podríamos dar para hacerlo viable?

Vuelvo a reclamar un desempoderamiento de las entidades titulares. Creo que no cabe otra opción. Sin embargo, no parece que esta sea su tendencia. Nuestra escuela católica se ha organizado en torno a un entramado jurídico y económico con la intención, lícita y entendible, de defenderse ante las posibles agresiones de la Administración y otros agentes sociales, pero, a la vez, esta estructura les permite ejercer el control necesario sobre los trabajadores de sus centros. No quiero quitar valor con esta afirmación a otras fuertes apuestas de la escuela católica, encaminadas al cuidado de los que en ellas trabajamos, como el mantenimiento de los puestos de trabajo, las mejoras formativas de los trabajadores, muchas y enriquecedoras iniciativas pastorales… que son garantías de seguridad y crecimiento personal para todos.

En diciembre de 2012, el Gobierno de España decidió suspender la paga extraordinaria de Navidad para todos los trabajadores pagados con fondos públicos. Aquello, como tantas otras cosas, se asumió sin capacidad de reacción y se aceptó como medida supuestamente necesaria ante la agresiva crisis que se nos anunciaba. No recuerdo ningún sonoro mensaje sancionador de tal medida desde el equipo de juristas de nuestras escuelas. Qué menos que un tironcillo de orejas, aunque fuera ineficaz, para que los trabajadores nos sintiéramos auspiciados por las instituciones para las que trabajamos.

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.

₺366,62