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AZUL PROFUNDO

Los vagabundos, quienes duermen a la luz de la luna sin otro resguardo encima, tendidos sobre un soporte de hojas de otoño a descansar los huesos, por lo común, no abrigan la dicha de algún sueño por cumplir, ni tampoco aspiran a una larga existencia. A pesar de no ser mi caso me faltaba una meta auténtica, un entusiasmo. No podía seguir así, de ciudad en ciudad, en ocupaciones estériles, de paso por lugares tristes, tan semejantes.

Al principio a vos te gustó la idea de irte conmigo y salir de este barrio del demonio, pero fui demasiado sincero al responderte. Yo no podría asegurar el sustento de ambos. Cuando dije esto te cambió la cara y ahí empezó el fin de nuestra relación. Las paredes azules se alejaron henchidas por un suspiro precavido, el techo de la sala se sostuvo en suspenso.

—Andate —dijiste—, es mejor si no volvemos a vernos.

Estábamos en pleno desayuno y tu aliento olía a café.

Por la tarde junté la ropa, las fotos, los documentos, la billetera. Al partir quise darte un beso, pero tu postura me impedía acercarme: de brazos cruzados, apoyada en la pared, casi interrumpiéndome el paso, fría como una espiga de hielo. Entonces salí esquivándote, y con el temor a tropezar con tus ojos pasé de costado por el resquicio de la puerta entornada de la casa, acarreando mis escasas pertenencias embrolladas dentro de la valija.

De pie, en medio de la vereda, con la vista puesta en cualquier lado, no supe muy bien a dónde ir ni qué hacer después de la separación y sin querer desplegué una enumeración apresurada de los mejores momentos: tus dedos flacos dibujando en la humedad del vidrio desde la cama revuelta; restos de infancia en las pupilas claras, desafiantes; el rostro lúcido y atento, eliminando la mueca triste cargada de pasado; el placer de vestir tu cuerpo desnudo con mi camisa de hombre; el largo peinado hacia atrás sujeto en la nuca por un rodete interminable. Debía ordenar las ideas, ideas rotas por evocaciones pesarosas.

Me puse a pensar en eso y comencé a caminar.

En nuestro primer encuentro me había impresionado tu silueta esbelta, de hombros rotos en suave pendiente, cortados por los reflejos de la lámpara del bar. Parecías una estatua frágil a punto de hacerse trizas con un codazo de aire, necesitada de apoyarse en algo, algo similar a mi mirada firme.

Sin embargo, luego de un tiempo compartiendo tus días, el perfil ingenuo se tornó ilusorio, pues observándote mejor, incluso de lejos, descubrí el duro sesgo trazado con piedad en tus sienes, y los huesos filosos de tu mano al juntar las migas del mantel, al revolver las motas de polvo en el cono de luz del dormitorio.

Entretanto pasaron muchas cosas. Por momentos, en la intimidad yo metía la cabeza en mi callada respiración y me aislaba en la vanidad de mi mundo. Pero en las noches de los altares del sexo al otro lado de la sábana asomaba el deseo en las estrellas de tu mirada. Yo saltaba el cerco, la cama se volvía angosta, tu excitación se alzaba a punto de volar y gritabas y suplicabas como si te estuviesen colocando agujas debajo de las uñas. Sobre todo, pasó eso, jamás dejaste de ofrecerme, despojada de deshonra, tu fecunda limosna de mujer.

¿Y ahora?

Y ahora, a pesar del esfuerzo por no mentirme, se me hacía difícil olvidar los reproches y las exigencias, las locuras y los desplantes. Saciada el hambre vulgar de la carne, al menos a mí, me dolía rememorar las horas de mirarnos a los ojos, día y noche, para terminar en este final triste. No hallaba la forma de eclipsar esta verdad tan amarga.

En eso pensaba.

Con el sistema nervioso alterado caminaba por impulsos, me detenía de repente, me sentía desamparado: un perro idiota mordiéndose la cola por la falta de tu abrazo en medio de la ausencia. El enamoramiento es el veneno de los imbéciles. Yo había bebido ese líquido tramposo en busca de consuelo y deformaba las emociones con la lupa miope de los tontos. Por eso traté de serenarme alineando la acción con pensamientos serios, y a partir de ahí recuperé el umbral de coherencia a fin de tomar decisiones acertadas, sacar conclusiones, darme tiempo, planificar la sanación, no perder el norte de la rosa de los vientos ni la orientación de mis propósitos.

Respiré profundamente.

La verdad es que no deseaba perderte.

¿Pero, podía regresar a tu casa, tras el rotundo fracaso? No. ¿Por qué, entonces, me aferraba a esa ilusión tan débil? ¿Dónde había fallado? ¿Y si la ruptura había sido simplemente un impulso equivocado de tu parte? Quizás podrías revisar tus sentimientos y arrepentirte, aunque pensándolo bien, era improbable porque en tu corazón crecía una montaña de reclamos. Y yo, por supuesto, no me iba a arrastrar, ni a ponerme de rodillas, ni rogarte una miseria de cariño.

En medio de estas cavilaciones llegué a la avenida principal: despoblada, penosa, un franja enferma echada en el hastío.

Delante de mí apareció la pensión de mala muerte que no iba a olvidar jamás. Un gran ventanal sucio y un letrero apenas iluminado colgando por encima de la entrada. Sin dinero para lujos y dado el precio conveniente de la renta me apresuré a pagar la noche por adelantado. No había traído reloj y la encargada lo solucionó con eficiencia: me llamarían a las ocho a la habitación. Ni siquiera me desvestí. Caí desplomado sobre la frazada rota vencido por el tremendo cansancio.

A la madrugada me desperté envuelto en una pesadilla de monstruos pegajosos. En vano me empeñaba en quitar de mi piel las huellas viscosas de los caracoles gigantes: no tenía conciencia, se trataba de mi propia transpiración debida al miedo y a la angustia. Con un susto terrible y la lengua seca opté por abandonar el calor de las cobijas aprovechando lo único decente del albergue precario. Giré la llave de la ducha y, luego de un siglo, un chorro generoso de agua caliente salió del caño empotrado en la pared cubierta de moho. Pasé un tiempo interminable enjabonándome con la esponja. Después me sequé con parsimonia mirando con desconfianza la toalla desteñida. Por fin, ya recuperado, y a pesar de ser muy temprano, me vestí con la misma ropa usada el día previo y bajé.

En un rincón del recibidor de entrada dejé la valija y salí con una consigna: a las diez volvería a buscarla y me iría de este lugar. Mudar de escenario suele ser útil para inhumar los insensatos sueños de amor. Una vez afuera pensé con desgano en sacar un pasaje en micro, pero no lo hice. Sin claridad, en mi cabeza se entremezclaban imágenes difusas y no conseguía limpiar las dudas por ningún lado, desgastándome en vacilaciones.

Un viejo se detuvo en la esquina. En un gesto confuso miró a ambos lados. Pareció dudar. Le temblaban las rodillas en las piernas encorvadas. Quizás a su edad la tontería de cruzar la calle fuese una decisión compleja. Para colmo lo hizo tambalear una ráfaga helada que golpeó contra el cordón del asfalto, pasó por arriba de los charcos acumulados e hizo temblar el reflejo invertido de la escalera de incendio sobre la superficie del agua. El anciano apretó el sombrero para que no se le volara y a medias se animó a adelantar la pierna. Se ayudó con el bastón negro, como apoyo adicional a fin de aumentar el equilibrio de su estructura frágil.

Me demoré observándolo con curiosidad.

Después alcé la frente al cielo y vi las nubes corriendo y alejándose por los tejados del pasaje hediondo donde se refugiaban los cirujas. El hueco celeste se agrandaba a tientas, poco a poco, apuntando al sur por encima de las azoteas de las casas bajas. Se iba a despejar en cualquier momento y el sol derretiría pronto las pocas manchas de nieve colgadas de los frisos o presas en los zócalos de los negocios, incluso el montículo acumulado en el alfeizar de tu ventana, la de tu pieza —donde habíamos pasado la noche juntos—, y se diluirían en chorreaduras más o menos verticales.

Me faltaba abrigo en un día tan duro.

Entonces, en busca de algo caliente crucé en diagonal hacia el bar y por no esquivar los charcos de barro me manché los pantalones y me ensucié las botas, pero mi estado de ánimo no alcanzó a darle importancia. El viento no cesaba de soplar con ese aliento maligno, raro, por acá no había bosques oscuros donde el aire pudiese descansar, sólo silencios de escarcha, tierra fangosa, capas de hielo, huidas súbitas, postigos golpeando con todas sus fuerzas a un minuto de romperse.

Cerré las solapas de la campera de un tirón y entré sin preocuparme por entornar la puerta. Adentro había poca gente y hacía tanto frío como afuera. En mesas separadas, una en cada extremo del local, dos hombres callados rompían el encierro con la mirada turbia. Solitarios, trasnochados, vagabundos hartos o campesinos brutos. Un cortado fuerte con un vaso chico de ginebra me despabilaría un poco.

Con las manos en los bolsillos, ya sentado, estiré las piernas y seguí pensando en vos. Un mantra pegajoso giraba dentro mío y tu imagen marrón se replicó en cascada al infinito. No era la lejanía de tu cuerpo el motivo de mi angustia, sino la privación de la nitidez de tu semblante puro en la penumbra del cuarto, y también, tu actitud en medio de la última noche cuando luego de quitar la música apagaste el velador y me dijiste hasta mañana y te tapaste con el borde de la manta. ¿Cuál fue la expresión de tu rostro, por qué no me lo quisiste mostrar?

El mozo dejó todo en la mesa y puso el ticket debajo del vaso; un rulo efímero se desprendió del pocillo; detrás del vidrio mojado el pasaje era un hoyo rancio, desnudo. Tomé el sobre de azúcar con las uñas y lo sacudí sin abrirlo y revolví y revolví y revolví antes de tragar el sorbo caliente. Con el sabor dulce en el paladar, en la atmósfera destemplada del recinto nuevamente me atrapó el espiral de tu recuerdo, y me clavó su astilla, por eso bebí de un golpe la primera ginebra. Más tarde siguieron otras. De nada valió la pena tanta bebida, de nada pensar en estúpidas ideas trágicas, de nada romperme los sesos engañando a la amargura con alguna artimaña. Y terminé mal: me sacaron del bar a los empujones, casi borracho. Apoyé una mano contra la pared, llegué a la esquina y cuando escarbé en los bolsillos me di cuenta: no tenía dinero.

Recordé el trozo de niebla púrpura flotando en la banqueta del rincón agradable de tu dormitorio, mientras la cantante de blues, en lo alto, soltaba la rapiña de su ave negra. La melodía repetida sofocaba. El aire se puso pegajoso con la voz grave surgida de las profundidades, entonando la letra tonta de la historia absurda, y el sonido del bajo no paraba golpear en la membrana del parlante. ¿Por qué anoche te levantabas a poner una y otra vez esa canción? y luego volvías a colocar la cabeza en la almohada dándome la espalda con los labios en blanco. Y yo debía tolerar el estúpido martilleo de la frase del estribillo repetido por el aliento de la mujer desenfadada, el tipo de mujer capaz de avivar los nervios de un hombre débil —un infeliz cualquiera— y jugar con él, como si se tratara de un trapo inútil, sin que a ella se le quebrara una uña.

Pensé en la valija. ¿Dónde estaba? Ah…, sí, en el recibidor mugriento del hotel. Traté de componerme a fin de caminar derecho disimulando los efectos del alcohol. Desde la puerta, a través del vidrio, hice un gesto a la encargada y pude hacerme de la valija, dejé la pensión y me fui a fumar enfrente, cerca de la ochava, para que la insistencia de la brisa terminara de restaurarme.

Y, entonces, te vi.

Cruzaste hasta el extremo del vestíbulo miserable donde te esperaba un tipo con cara de amargado, barbudo y desprolijo, seguramente soltero, uno de esos habitantes rústicos de las casas de chapa arrinconadas contra el riachuelo pestilente. Casi sin conversar se fueron juntos hacia las habitaciones, por el pasillo, y los perdí de vista, pero la curiosidad me hizo esperar en mi posición de privilegio. Pasada media hora repetiste la operación con un gordo vestido de gris, con pinta de camionero. De la duda pasé a la sospecha. La presunción me irritó y apreté las mandíbulas. El barrigón tardó otro tanto en dejar el lugar y no bien su figura bamboleante se volvió borrosa perdiéndose por el fondo oxidado de la avenida, vos saliste cambiada de ropa, más informal.

Y, entonces, vi al viejo.

De inmediato tuve un presentimiento: ¿Se trataba de alguien parecido? Me pregunté si esta no sería una copia mejorada de quien andaba por el pueblo con la peculiaridad de detenerse temblando antes de cruzar la calle. O si aquel podría ser su hermano gemelo, bajo y deforme. Pero no, sin duda este sujeto era el anciano enclenque de nariz ganchuda. Aquí, despojado del disfraz, lucía alto, erguido, irreconocible, sabía mostrar su traje con elegancia, agitar los brazos, soltar el humo del habano.

Se podía intuir, además, cómo te ponía a prueba con el sometimiento de su mirada muerta, fingiendo opulencia, hasta que vos le cedías el último centavo y de golpe la plata caía en el bolsillo de su saco, tan profundo como un lago de goma. Encima, bostezaba con indiferencia ante tu balbuceo, al confesar tus culpas de novia cautiva.

Sí, era él.

Se trataba del mismo tipo raquítico, a quien por la mañana yo había visto cruzar la calle y ahora, en la antesala, se había acercado a conversar animadamente con vos. Si no fuera por el bastón no lo habría reconocido. ¿Qué hacían juntos? ¿Se conocían? Los vi: le entregaste el sobre y el viejo desapareció por una de las puertas laterales.

Después cruzaste algunas palabras con la encargada y saliste del maldito hotel. Yo miraba el escaparate de la tienda semejando a un terrorista previendo un atentado, de espaldas, ante la inminencia de la explosión. Y desde el reflejo del vidrio analicé el andar de tu silueta. Recatado y furibundo, atento e infame, cauteloso, un cuervo negro, un lobo reteniendo el aullido. Cuando ya te habías alejado lo suficiente te seguí y no lo notaste. A cada pisada el cuero de mis botas crujía soltando cascabeles; yo le rogaba a Dios pidiendo algodones.

El barrio es minúsculo: un botón, un tarro de azafrán, una moneda.

Del centro a la periferia hay un trecho corto: se puede hacer a pie; el tendido de los cables telefónicos se vuelve caótico; los postes de alumbrado pierden la vertical; la basura pudre el aire y pica en la nariz. Los márgenes son abyectos, las calzadas se estrechan, en las baldosas se mezclan los orines, se mira a los desconocidos con desprecio. Yo no sobresalgo, tengo el aspecto de estar hecho de una madera similar, con un olor parecido al de los canallas.

Las fieras suelen otear el peligro en los sudores extraños, por eso en el camino me deshice de la valija con mi ropa limpia, en un recoveco o en un baldío desolado, no me acuerdo bien. Después, con las manos libres, me pude mover con agilidad hasta alcanzarte. Te tomé del brazo y en uno de esos vericuetos escondidos te obligué a confesar tu relación con esa gente —los que entraban y salían de la pensión— y logré saber cuál era tu vínculo con el viejo:

—El oficio de las pecadoras —dijiste con ironía, casi burlándote de mí—. Él me «cuida». En esta cloaca se necesita un hombre protector para trabajar con seguridad.

Mirá vos que interesante. Pero las circunstancias de la vida son imprevisibles: vos, acorralada, elegiste la franqueza; yo, luego de oír tus excusas, no tuve alternativa. Te abrí la panza con la navaja —de la ingle al esternón— y escondí tu cuerpo entre los pastos, con las tripas afuera de modo que, despacito, se lo comieran las ratas, empezando justamente por ahí, por el relleno blando.

Desde el principio debiste haber sido sincera conmigo. Así como la mentira puede esconderse en el silencio, la periferia tiene su lado discreto. Si se comete un crimen nadie ve, nadie oye, nadie habla. Azul profundo, le dicen. Eso sí, a la larga, uno pasa a ser un integrante del cosmos de remeras agujereadas y oficios indecentes. Por eso me tuve que cargar también al viejo. Debía ganarme el respeto. Ahora yo uso el bastón negro y tengo mi propio harén de prostitutas. Vivo aquí y no quiero pensar en sacar un pasaje en micro e irme a cualquier parte como cuando estaba tan confundido, tan enamorado de vos.

EL BOLO

Dado su carácter de hijo único, el Bolo, cumplidos ya los trece años, permanecía durante el día en la vivienda precaria, construida con lonas y palos, en medio del descampado, con el objeto de impedir con su presencia la ocupación del predio por otras personas.

No está claro si en su ya avanzada niñez había tomado conciencia de haber nacido en un asentamiento de los suburbios de Buenos Aires. Conocía, eso sí, la actividad de sus padres: eran cartoneros.

Ambos salían de madrugada rumbo a la Capital a revolver los tachos de basura en busca de cajas de cartón corrugado. Mientras transitaban las calles no faltaba ocasión en la cual solía acercarse al carro algún perro perdido, y a veces se le sumaban otros. Entonces, se ocupaban de agradarles el olfato con huesos o sobras de comida, para tentarlos a seguir el recorrido. De esa forma, al regreso de la jornada, traían al suburbio una riestra de animales, grandes y chicos, de razas mezcladas, negros, blancos, de todo pelaje, con la lengua afuera, como si arribaran contentos a una fiesta.

La madre se ponía a juntar los broches y a ordenar la ropa.

El padre estacionaba el carro y luego preparaba mate o se tiraba a descansar a fin de recuperar la energía consumida por el esfuerzo. Después, al languidecer el sol, organizaba la cena. Por lo general era necesario colocar en los guisos algo de carne. Entonces, en la plenitud de la tarde, partía hacia el arroyo. Adelante iba él, los perros perdidos detrás, y a una distancia prudencial los seguía el Bolo. Llegaban a la orilla despoblada, donde nadie podía verlos, y el padre hacía el trabajo: con certeros golpes de maza mataba a los animales y con paciencia encendía el fuego. Cuando las presas cocidas estaban a punto, con el cuchillo trozaba las partes buenas y lanzaba los restos al agua. Para no llamar la atención regresaba con la «vianda» adentro de la bolsa de arpillera colgada al hombro.

Al poco tiempo delegó en su hijo la responsabilidad de conducir a los perros y la tarea de cargar con la carne asada, pero el sacrificio de los animales siguió en sus manos: el chico se angustiaba hasta el llanto en el momento de la matanza y se tiraba al piso en medio de las convulsiones, lo cual complicaba todo.

Comprometido en su nueva labor, el Bolo se esmeró en aplicar en ella la poca inteligencia con la que la naturaleza lo había dotado, y por su notable cualidad de pocas luces, se aplicó en mejorar, ante la gente, la habilidad natural del disimulo; en especial se cuidaba de mantener con reserva los desplazamientos cerca del arroyo, deseaba ajustarse a las tablas de la moral de los vecinos, quienes sostenían, en alto grado, el derecho a la ocupación de terrenos y el derecho a la vida de las mascotas, pues siendo consideradas integrantes esenciales de sus hogares les daban tanta importancia como a su propia descendencia. Eran pobres, pero no desalmados.

Por eso los padres procedían con cautela. Se esmeraban en no proporcionar indicios acerca de la vinculación entre el muchacho y los perros perdidos. Los animales llegaban detrás del carro cartonero y al final del día desaparecían naturalmente, quizá de regreso a sus lugares de pertenencia, quién podría saberlo.

El Bolo fue creciendo con la misma parsimonia con la cual crecía el asentamiento hasta transformarse en un barrio modesto, pero respetable.

Con los beneficios de la reciente alimentación alta en proteínas, su familia fue espaciando el cartoneo. Ya no iban todos los días a recorrer el centro de la ciudad, elegían las comunas con contenedores de más posibilidades y se habían vuelto selectivos debido al desahogo que le daba la flamante provisión de alimentos. Por ese entonces se animaron incluso a clavar estacas en el terreno y comenzaron a tender piolines entre ellas y a cavar las zanjas de los cimientos de la futura vivienda de mampostería.

Un grupo de vecinos parecía sospechar de la prosperidad de los cartoneros. El Bolo lo alcanzó a percibir a pesar de no contar con el atributo del juicio de la gente común. Fue advirtiendo cierta animosidad hacia él y la consideró infundada. Se sentía orgulloso de los valores adquiridos de la educación de su padre y del afecto de su madre. Por eso no alcanzaba a comprender por qué lo empezaron a mirar raro en el vecindario.

Por esa época, Antonio Cruz, el delegado del matadero y frigorífico La Loma, se enteró, no se sabe cómo, de la actividad del muchacho ignoto, y también de su torpe ingenuidad combinada con su escaso entendimiento. Y una mañana cualquiera se cruzaron sus caminos y trabaron un vínculo que terminó por incluir a la familia y los cuatro se convirtieron en socios de un secreto jamás develado.

Cuando Antonio estaba de guardia, el Bolo entregaba con cautela la «mercadería» en la puerta trasera del matadero. Se sentía satisfecho por su trabajo. El producido de esa transacción engrosaba el pesaje de las balanzas dedicadas a los «envasados especiales de exportación». Se trataba de un pacto basado en un convenio implícito no plasmado en ningún asiento contable, un trato entre dos partes sin relación formal alguna —el dueño de la empresa y unos vecinos del barrio— y un eslabón misterioso y hermético —el delegado—.

El negocio funcionaba sobre carriles. El chico llevaba la «hacienda» viva a las puertas abiertas por Antonio y regresaba a su casa, complacido, con un dinero en los bolsillos para entregar a su madre. En ese instante íntimo la sensibilidad del muchacho se inflaba casi hasta reventar, y su madre lo abrazaba: nadie lo había abrazado como ella; nadie, nunca, lo habría de hacer.

El padre en cambio, alejado de esos momentos de ternura, se inclinaba a observar con cierto recelo el quehacer de su hijo. Quizás asombrado por la inconsistencia entre la buena ganancia y la ausencia del esfuerzo físico en la novedosa tarea. Quizá desconcertado por la naturalidad con la cual él y su esposa habían aceptado siempre una paga miserable en retribución del sacrificio de los madrugones tremendos, la energía consumida en escarbar la basura y la fuerza bruta empujando las varas del carro.

El Bolo había pasado de ser el débil mental del barrio al mimado del hogar e iba camino a convertirse en un hombre de bien con un trabajo digno —aunque no lo pudiera revelar para no romper el acuerdo sellado con Antonio— según mandaban las buenas costumbres de cualquier comunidad feliz. Mientras tanto, un sinnúmero de personas, paseando por lugares exóticos, disfrutaba de los fiambres exquisitos proporcionados a sus paladares por el «ganado en pie» facilitado por un desconocido a la faena de la industria de embutidos La Loma.

El barrio creció y se formalizaron los datos de catastro; en las esquinas se irguieron los faroles de las columnas de la Compañía Eléctrica; la policía desplegó las patrullas de vigilancia; las viviendas se convirtieron en construcciones de material. Los avances edilicios de esos días lo ponían contento, pero el Bolo, quien ya contaba con mayoría de edad y mostraba marcadas evidencias de sus dificultades mentales, habría de transitar una tragedia inesperada y de allí en adelante su vida resbalaría por un declive irreversible.

Una noche, cuando se dirigía hacia los portones traseros del frigorífico, seguido por los perros, vio a un anciano vigilando atentamente sus movimientos desde la ventana iluminada de un altillo, al otro lado del pasaje opaco. Tonto como era, había aprendido de su padre que el acto de espiar, cualquiera fuese su carácter aparente, se manifestaba en las personas casi siempre por motivos censurables. Por eso eludió la circunstancia rodeando la manzana con toda espontaneidad.

Por otra parte, las instrucciones de Antonio fueron precisas: ante algún problema de ese tipo debía presentarse por el acceso privado de la entrada lateral, el lugar más seguro de todos. Y así lo hizo. Los animales obedecieron y entraron silenciosos, la puerta se cerró sin ruido y el muchacho se retiró en sentido opuesto al de llegada por temor a evitar otro incidente similar.

Al regreso, a pocas cuadras de su vivienda, lo sorprendió la estridencia de las sirenas. El cielo azul oscuro lucía un chichón escarlata apoyado en los techos desparejos del vecindario. Intentó condensar la información procurada por los oídos y la vista bajo un mismo concepto y no logró conseguirlo.

Al Bolo le encantaba pasar horas y horas mirando las estrellas, babeándose de la emoción al observar el espectáculo nocturno, pero no recordaba haber visto un fenómeno estelar tan cercano, ni tan luminoso. Ni las lámparas del alumbrado público tenían la intensidad ni el fulgor suficiente para echar luz por encima de las torres reticuladas de las antenas.

Ya cerca pudo ver mejor: su casa estaba convertida en un montón de ladrillos, tirantes, vidrios rotos, hierros y cacerolas, quemada por completo. Por los huecos de las ventanas salían densas columnas de humo negro y el techo partido yacía derrumbado. El olor a madera carbonizada le picaba en las fosas nasales. Los bomberos apenas terminaban de extinguir los últimos focos del incendio. Una ambulancia aguardaba con las puertas abiertas, tres vehículos de seguridad habían estacionado con las balizas encendidas y varias cuadrillas de efectivos rodeaban la zona.

Quiso pasar por debajo de la cinta amarilla del vallado y dos policías lo detuvieron. Se resistió tirando golpes de puño en forma desordenada, pero los agentes lo tumbaron en el piso, lo obligaron a pasar las manos por detrás de la espalda y le sujetaron las muñecas con un par de esposas. El calabozo de la comisaría le dio albergue a la noche más larga de su existencia. Antes de liberarlo, a la mañana siguiente, el comisario le entregó unos papeles y le dio el informe del caso: sus padres habían muerto y no se conocían las causas del siniestro. El Bolo se descontroló, se puso muy mal y no pudo articular una frase coherente por lo cual lo derivaron a un hospital-colonia de la provincia destinado a la atención de pacientes con problemas psíquicos.

Ahí pasó casi diez años.

Después de esa larga estancia, al despuntar los calores de una nueva primavera, abandonó el neuropsiquiátrico y llegó al centro de Buenos Aires. A pesar del tiempo transcurrido, no fue capaz de regresar a su barrio por temor a los vecinos, por la actitud hostil demostrada hacia él y hacia su familia.

Por un instante pensó en las enseñanzas acerca de la moral inculcadas por su padre y en el cariño brindado por su madre para impulsarlo a ser un hombre de bien al servicio de la patria. Su corta inteligencia analizaba con tenacidad los hechos de su pasado, pero con resultados inciertos al momento de evaluar las circunstancias de su vida. Una bruma densa le impedía a su cerebro procesar los datos complejos de la realidad y se conformaba con la simple evocación de la época en la cual se ocupaba con tanta honra de los perros perdidos.

Sin parientes, se dedicó a vagar por las avenidas porteñas haciéndose de alguna manta, pidiendo comida en los bares del Bajo, durmiendo en sitios malolientes, sentado a contemplar durante horas el cielo estrellado de las noches de abril. Y se detenía si la baba le pegoteaba demasiado la camisa y lloraba, sosegado, recordando el arroyo y la honrosa tarea de su padre, la de proveer de alimento a los suyos, tratando de no pensar en el doloroso acto del sacrificio. Y a veces, muchas veces, pensaba en los abrazos de su madre agradeciendo el puñado de billetes ganados con el trabajo realizado para Antonio. Y eso era suficiente para calentarle el pecho, sin saber en absoluto de sentimientos, ignorando el nombre de esa sensación tan placentera.

El Bolo solía dormir tirado sobre un colchón en uno de los extremos de la escalinata de la parroquia. Adulto, cargado de hombros y obeso, hundido ya en la oligofrenia, con el rostro deforme y el párpado izquierdo caído, se babeaba, por la comisura del labio del mismo lado, mirando hacia la nada.

Recordó con orgullo un exacto período de su infancia, cuando su padre había confiado en él, a fin de asegurar la cena digna de su familia honesta. Y ese recuerdo lo hizo reflexionar, en silencio, hasta donde se lo permitía la limitada posibilidad de elaborar una idea sencilla. Un dejo de nostalgia le tocó el alma. Se restregó la manga del saco pringoso limpiándose la saliva de la cara, enfocando sus pensamientos en otra cosa.

Algo lo distrajo: un bulto marrón tironeaba de la punta de la frazada. Era un cachorro. Se alejaba y volvía en forma reiterada, quizás con temor a ser agredido. Sin duda no tenía dueño. Quería seguir su camino, pero no se decidía por la dirección a tomar, si por aquí o por allá.

Optó por la hilera de canteros menos iluminada y se fue moviendo la cola.

El Bolo, rengueando un poco, lo siguió. Trató de hacerlo con cuidado: el sonido de la suela no debía asustar al animalito. Y cuando lo pudo alcanzar lo tomó con firmeza de una de las patas y lo levantó. Con benevolencia deslizó la mano enorme por encima del lomo y el cachorro estiró las orejas hacia atrás: le gustaba sentir el contacto de la piel humana. Le acarició el hocico y el perrito en vez de morderlo se mantuvo quieto, pero sin dejar de temblar. La persecución había sido de sólo una cuadra y el Bolo estaba terriblemente cansado.

Agitado por el trajín de sus piernas ulcerosas, se sentó en el cordón de la vereda. El perro se echó a su lado y le pasó la lengua húmeda por los dedos.

Parecían dos cirujas esperando que una limosna cayera del cielo.

Y no caía.

Sin embargo, ya habían recibido el envío divino sin darse cuenta. Se trataba de simples regalos espirituales.

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