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Del altépetl prehispánico al altépetl novohispano

En este apartado, se realizará una breve descripción de la estructura del altépetl prehispánico, su transformación y conformación física en el altépetl novohispano, así como los cambios que sufrió durante los siglos posteriores al proceso de congregación de indios.1 Los altepeme son fundamentales para este estudio, porque ahí se encontraban enclavados cientos de templos, cada uno con un coro, donde ejercieron su actividad los músicos indígenas, pero aún más importante, las ganancias monetarias y el prestigio social dependieron de dichos espacios.

La organización política y territorial del mundo mesoamericano fue, sin duda, el altépetl o ciudad extendida. Aunque el significado etimológico de este término es alt-agua y tepetl-cerro,2 no sólo hace alusión a un espacio geográfico definido (territorio), sino también a la relación entre una configuración social y su grupo de poder (dominio), a un sitio generador de bienes de subsistencia (economía), así como un entorno dador de vida a través de sus fuentes fluviales, sus cerros vistos como el lugar donde habitaban las deidades, e incluso, donde las mismas divinidades podían transformarse en esos enormes montículos de tierra al establecerse un asentamiento humano (cosmogonía).3

Los altepeme eran amplios espacios de diversos tamaños (complejos o simples), no circunscritos exclusivamente al polo urbano, sino que incluían lo que se entendía en Europa como rústico, es decir, el entorno rural, donde cada una de sus partes se integraba a la manera cuasi equitativa de un conjunto celular y simétrico.4 Así pues, la ciudad mesoamericana agrupaba «las parcelas habitacionales y agrícolas, junto a las tierras de la periferia».5

Desde el punto de vista de la conceptualización de las ciudades europeas, la ciudad mesoamericana constituiría una unidad territorial en donde los espacios rurales y urbanos se imbrican unos con otros. La población y construcciones arquitectónicas pertenecientes a dicha unidad se extenderían de manera decreciente desde un núcleo densamente poblado, pasando por espacios entreverados de casas-habitación y tierras de cultivo, hasta la periferia limítrofe, la cual pudiera formar parte de este tejido aunque se encontrara escasamente habitada.6

Los altepeme, en sus centros neurálgicos, poseían un templo cuya estructura albergaba a la deidad tutelar y se encontraba bajo el gobierno de «cabezas de linaje» que se habían distinguido en las actividades bélicas, encarnadas en la figura del tlatoani (tlatoque en plural).7 «Un rasgo característico del altépetl es la estructura piramidal del poder, definida por la existencia de una jerarquía señorial determinada por lazos consanguíneos o alianzas matrimoniales, y por relaciones de lealtad y subordinación».8 El altépetl simple se encontraba dividido en cuatro «barrios» mayores o calpotin (plural de calpolli), aunque, en ocasiones, los había de ocho (posiblemente cuatro internos y cuatro externos), que bien pudieron haber integrado «las zonas residenciales, con o sin chinampas o campos de cultivo».9 Cada uno de estos calpolli se dividía entre cuatro, seis, siete y ocho entidades menores, quienes a su vez, estaban compuestas por «secciones» con diversos módulos habitacionales que iban en número de 20 hasta 100.10 Cada calpolli era gobernado por un teuctlatoani que a su vez le debía obediencia al tlatoani, tenía como puntos medulares el templo dedicado al dios tutelar y el mercado; su función consistía en dotar al altépetl, a lo largo de año, «de tributo en mano de obra y alimentos, así como guerreros cuando fuere necesario».11

Para el siglo XVI, a la par del altépetl simple se encontraba el altépetl complejo (huey altépetl), forjado mediante confederaciones o la supeditación jerárquica de varios a uno superior. Al respecto afirma Lockhart: «Un conjunto de altépetl, dispuestos numéricamente y, de ser posible, simétricamente, iguales y separados y, no obstante su igualdad, jerarquizados en orden de precedencia y rotación, constituía el estado más grande, al que también se consideraba un altépetl y también se le llamaba por ese nombre».12 En el periodo posterior al de la conquista, los españoles reorganizaron los asentamientos poblacionales basándose en la antigua estructura de los altepeme prehispánicos en lo que recientemente se ha denominado altépetl colonial, híbrido resultante de las formas de asentamiento español e indígena, que los primeros empezaron a denominar, de manera genérica, como pueblo, en lugar de las categorías usadas en la península: ciudad, villa y aldea. El pueblo de indios se refiere, entonces, tanto a un conglomerado de personas como al espacio ocupado por las mismas.13

El lapso que corre entre 1521 y 1550 fue testigo de la escisión de los altepeme prehispánicos. La división del territorio en encomiendas tuvo la finalidad de amasar considerables recursos por medio del tributo en especie, posteriormente en metálico, y servicios personales. Los indios fueron encomendados a un español que se encargaría de su prosperidad y de que recibieran instrucción religiosa; los naturales, a cambio, le compensarían con el usufructo de su trabajo. A su vez, la llegada de las primeras órdenes mendicantes en 1524 originó la división eclesiástica de «doctrinas» y «visitas», además de las «parroquias» del clero secular. Este tema se analizará a detalle en el siguiente apartado.

Aunque el sistema de encomiendas se mantuvo vigente hasta los primeros años del siglo XVII, entre 1530 y 1550, los altepeme se organizaron siguiendo el modelo español de los municipios bajo la administración de un cabildo; sin embargo, el cabildo indígena resultó ser un híbrido entre las formas judiciales españolas y la organización del calpolli indígena.14 Las atribuciones más importantes de este cuerpo fueron las de compartir la jurisdicción civil y criminal tanto con el gobernador como con el corregidor de indios y contar con personalidad jurídica para determinar la manera de repartir, usar y usufructuar las tierras comunales.15

El otro momento que llevó a la fragmentación del altépetl fue el proceso conocido como congregación de indios, programa que se aplicó de manera alternada entre 1550 y 1625 y que condujo a la urbanización del altépetl a partir de los cánones de asentamiento español. Según el pensamiento de los conquistadores, los indios vivían dispersos y desarreglados por laderas y cerros, sin policía alguna.16 La solución fue reunirlos en lugares asentados preferentemente sobre planicies o valles de fácil acceso y cercano a veneros de agua y parajes donde se encontraban los bastimentos básicos, a la manera de los asientos poblacionales de la península ibérica.

Los altepeme claramente reconocidos y completos fueron reducidos mediante dos procedimientos: uno era trasladar a los indios desde sus prístinas residencias a un nuevo asentamiento, conocido generalmente como pueblo cabecera; el otro consistía en aglutinar a diversos y antiguos calpotin menores en torno a la cabecera que, por lo regular, había sido un calpolli significativo; estos serían llamados pueblos sujetos. En un altépetl con ordenación distinta o totalmente desorganizada se aplicó el procedimiento de juntar indios de diversas comunidades, «lo que implicaba concertar diferentes linajes gobernantes, estructuras familiares y hasta lenguas».17

En este trabajo no se detallará sobre la fábrica material de los altepeme novohispanos en aspectos tales como la erección del sitio, la construcción de las casas, la elección de autoridades, el reparto de tierras, entre otros; pero sí se describirán sus partes constitutivas mediante el modelo hipotético que plantean Marcelo Ramírez y Federico Fernández. Los asentamientos tendrían un entramado urbano en forma de damero o tablero de ajedrez, es decir, el sitio presenta una estructura cuadriculada donde las calles se cruzan en ángulo recto, también conocido como plano hipodámico.

En el centro de esta cuadrícula, que se dividía en cuatro barrios, se encontraba una plaza que albergaba, en uno de sus costados, la representación del poder religioso (conjunto conventual); de igual manera, estaba asentado el poder civil en la casa del cabildo y la cárcel, y una bien representada jerarquía social encarnada por los antiguos tlatoani, ahora llamados caciques, y demás principales (pipiltin), quienes ocupaban las residencias erigidas en las cuadras más cercanas a la mencionada plaza. Las demás manzanas eran habitadas por el resto de los indios (macehualtin). Si el sitio estaba conformado por dos altepeme, cada uno se establecía en dos barrios, y si se encontraba compuesto por cuatro, a cada cual le correspondía un barrio.18 El esquema español de cabeceras y sujetos se fracturó paulatinamente desde el propio siglo XVI, pues algunos altepeme secundarios empezaron a buscar la categoría de cabeceras independientes (altépetl cabal), aunque fueran localidades lejanas a los asentamientos principales; sin embargo, fue hasta el siglo XVIII cuando esta dinámica se practicó con mayor asiduidad en los asentamientos que conformaban el núcleo central de los altepeme.19

Los españoles mantuvieron las unidades de gran envergadura, es decir, una cabecera rodeada de varios sujetos, ya que significaban grandes entradas de dinero procedentes de la mano de obra indígena, primero por la encomienda y posteriormente, por el repartimiento, en tanto que los frailes requerían una gran cantidad de indios para la construcción de los conjuntos conventuales. Sin embargo, en el primer cuarto del siglo XVII, al verse terminadas estas magnas construcciones, al caer el repartimiento en decadencia, incrementarse el número de polos productivos en el entorno rural y ser más libre la negociación entre contratantes y contratados, además de elevarse el número de individuos dispuestos a servir como curas en las parroquias o funcionarios en los corregimientos, no hubo ya motivo para conservar unidos estos grandes altepeme novohispanos, lo que dio pie a su atomización.20

En el caso de los indígenas, la preservación del esquema de grandes unidades aseguraba el puntual pago de las cargas tributarias, lo que ocasionaba una mejor representatividad para salvaguardar sus intereses ante las autoridades españolas. Su antiguo sistema de mercados subregionales podía continuar vigente dando cohesión al territorio; lo mismo ocurrió con la interrelación de clase, como las uniones matrimoniales y la obediencia a un solo tlatoani, ahora cacique, y posteriormente al cabildo; además del orgullo de contar con un gran templo. Empero, conforme se fue implantando el proceso de aculturación y se adquirió una mayor experiencia en diversos campos administrativos y gubernamentales de estilo español, los pequeños asentamientos buscaron su separación del altépetl complejo; prueba de ello fue la construcción de iglesias locales o la contratación laboral directa con los españoles sin depender de terceros.21

Para Lockhart, la independencia de un altépetl secundario no fue una mera adopción del modelo organizativo español (a pesar de que pudo influir en el pensamiento indígena), sino la consecuencia de una aspiración que se había buscado desde tiempos antiguos. Este proceso descentralizador debe entenderse, entonces, como algo innato a la organización sociopolítica de los indios.22

Si bien, aunque el altépetl sufrió una transformación durante estos primeros años y jurídicamente se constituyó el pueblo de indios, el término continuó usándose como parte del lenguaje de los naturales para designar sus territorios; así lo apuntan María Elena Bernal y Ángel García:

Prueba de lo fundamental que resultó ser la organización del altépetl respecto a la vida socio-cultural de los grupos mesoamericanos es que todavía en los documentos de los siglos XVII y XVIII los nahuas pocas veces sustituyeron el término europeo pueblo por el suyo de altépetl, y en lugar de usar los conceptos de pueblo cabecera y pueblo sujeto prefirieron emplear altépetl y barrio.23

Dentro de este gran escenario que era el altépetl novohispano, se construyeron una serie de iglesias y parroquias donde se dio continuidad al proceso de evangelización iniciado por los primeros misioneros. La separación de los altepeme secundarios y la consiguiente construcción de templos trajo consigo el ingreso de más personal para el mantenimiento y atención de los nuevos recintos religiosos, incluidos por supuesto, los grupos de músicos.

En los mencionados recintos se conformó toda una estructura jerárquico-social compuesta por indios que se encargaban de hacer funcionar desde la administración hasta la limpieza. Este escenario secundario fue también el punto medular donde los músicos desarrollaron gran parte de sus actividades laborales relacionadas con el culto.

El componente humano en los conventos y parroquias

El altépetl prehispánico trasladó al altépetl novohispano sus raíces políticas y religiosas. Desde el periodo mesoamericano, la religión encarnada en el dios étnico y su templo fueron los símbolos, a la vez, de su unidad y su poder. No es casualidad, entonces, que tras la conformación de los pueblos de indios (altépetl novohispano)24 la edificación de iglesias cristianas fuera referente de un pasado anterior inmediato en la mente de los naturales; el templo católico sustituyó al adoratorio prehispánico. Como bien señala James Lockhart, los indios colaboraron activamente en la edificación y adorno de los conjuntos conventuales, tal y como lo habían ejecutado con sus antiguos recintos sagrados. La nobleza esperaba ocupar cargos dentro de la nueva estructura jerárquica de las iglesias, e hizo uso de sus antiguos métodos de adquisición de mano de obra y tributos para satisfacer los requerimientos de los templos católicos y mantener con decoro el «esplendor del culto».25

La construcción de los conjuntos conventuales pertenecientes a un altépetl complejo concluyó en el último cuarto del siglo XVI. Sin embargo, se dio un incremento en el número de clérigos nacidos en la Nueva España, los que, básicamente, engrosaron las filas del clero secular y originaron la creación de parroquias dentro de los límites jurisdiccionales de las antiguas doctrinas.26

La erección de parroquias gobernadas por el clero secu­lar y el consiguiente reordenamiento de la jurisdicción eclesiástica, en el marco del conflicto entre el clero regular y secular, recibió un fuerte influjo de los indígenas, ya que las propias comunidades alentaron la edificación de nuevos templos. Las pequeñas unidades dentro del altépetl fueron requiriendo la construcción de iglesias; si bien este proceso había tenido su génesis a finales del siglo XVI, no fue sino al término del siglo XVII y principios del XVIII cuando adquirieron mayor preponderancia y fue desapareciendo la idea de iglesia de visita.27

La construcción de iglesias secundarias y la construcción de parroquias coincidió e interactuó con el aumento de las fuerzas que favorecían la fragmentación del altépetl, que coincidieron en parte con los intereses del clero secular. Una impresionante iglesia del calpolli podía ser argumento para que se creara una nueva parroquia, pero también para independizarse políticamente del altépetl, y muchas construcciones religiosas se llevaron a cabo precisamente con ese objetivo en mente.28

Entonces, la interrelación de la vida política y religiosa en el altépetl novohispano se puede ver reflejada, de manera externa, en el deseo de la comunidad por tener un templo que le diera distinción de ente autónomo y, además, forjara un espíritu de identidad entre sus habitantes. A nivel interno, se estableció un grupo conformado por los propios miembros de la comunidad que se encargarían de servir dentro de los sagrados recintos, eran conocidos como «gente de la iglesia».29

Ya fueran los grandes conjuntos conventuales de finales del siglo XVI o las parroquias secundarias de inicios del siglo XVIII, el clero, regular y secular, siempre requirió, en mayor o menor medida, del servicio de indios para satisfacer las necesidades materiales de sus conventos y casas curales, también fueron necesarios para ayudar en las ceremonias litúrgicas dentro de las iglesias. De los individuos dedicados a ejercer algún oficio dentro del espacio eclesiástico, se pueden distinguir tres categorías: en primer lugar, los indios destinados a la administración y dirección de los recintos: fiscales, alguaciles, escribanos y topiles;30 en segundo lugar, aquellos asignados al servicio dentro de los templos: músicos, sacristanes y acólitos; por último, personal del servicio doméstico: cocineras, conserjes, hortelanos, lavanderas y cargadores. No obstante, en otras regiones de la Nueva España se encuentra una serie de cargos con otras obligaciones.31

Al frente de la estructura jerárquica de quienes servían dentro de la Iglesia estaba el fiscal. Lidia Gómez García, en concordancia con Luis Reyes García, afirma que el cargo fue creado por los franciscanos para que apoyaran las tareas tocantes a la evangelización, aunque su importancia dentro del altépetl, al parecer, se dio a finales del siglo XVI.32 Al menos en teoría, el fiscal tenía que ser un hombre virtuoso y con gran influencia en la comunidad, por lo general, de noble estirpe; era, por decirlo así, «la mano derecha y el principal intermediario del sacerdote español».33

Para Lockhart, en cuestiones de orden eclesial, el fiscal tenía una autoridad similar a la del gobernador, pero en la jerarquía del altépetl se encontraba por debajo de éste; sin embargo, Gómez García asienta que para la región Puebla-Tlaxcala, se ocupó de tareas que recaían tanto en el ámbito eclesiástico como en el civil; esto último lo llevó a gozar de un lugar en el cabildo indígena y, por lo tanto, contaba con poder dentro de la esfera cultual y en la administración pública. Incluso, al ser considerado «ministro eclesiástico», las autoridades políticas españolas, como el corregidor y el alcalde mayor, no tenían competencia alguna en sus actividades, lo que originó una gran autonomía del cargo.34

Si en principio, la fiscalía había sido creada para ayudar en las labores de adoctrinamiento y vigilancia, posteriormente, también recayó entre sus funciones realizar tareas administrativas tocantes al culto: adquisición del ajuar y cuidado del templo, desembolso de efectivo para sufragar materiales y servicios durante la fiesta del santo patrón y supervisión de las actividades de los indios que estaban al servicio del clero en los claustros y casas curiales. Todas estas responsabilidades requerían de dinero para ser solventadas, por tanto, los fiscales contaban con capitales y terrenos llamados bienes de propios —caudales comunales que podían ser administrados o arrendados—. Dentro de sus atribuciones en el ámbito civil tenía la facultad de rubricar sentencias en causas criminales, actuar como notario o, a falta de gobernador, se convertía en portavoz de la comunidad, etcétera.35

En los últimos años del siglo XVI, el fiscal adquirió importancia como funcionario, por lo que muchas iglesias consagradas, incluso las de menor rango, contaban con uno de estos personajes. Por ejemplo, llegó a tener tanto peso en la comunidad, que, para solventar alguna misa o misas incluidas en un testamento, se vendía alguna propiedad del difunto y era este funcionario quien recogía el metálico y se encargaba del «aspecto corporativo de las ceremonias fúnebres».36 En ésta y otras labores era auxiliado por dos funcionarios bien identificados: el alguacil y el escribano.37

No obstante, existen ejemplos de la malversación de los fondos testamentarios por parte del fiscal y de sus ayudantes.38 Además, debido a su capacidad de acción dentro de templos y conventos, el cargo le permitió, no sólo exigir dinero y maltratar a los miembros del altépetl, entre otros excesos, sino también a los propios servidores de la iglesia.39 A pesar de lo anterior, la fiscalía siguió funcionando hasta finales del periodo novohispano.40

El elevado número de indios al servicio de los conventos del clero regular y las casas curales del clero secular fue notorio durante toda la época virreinal;41 uno de los casos más escandalosos fue el exceso de aquellos dedicados a la práctica de la música.42 Estos individuos obtuvieron tanta influencia dentro de su comunidad, como se observa en la labor del fiscal, que en muchos altepeme donde la presencia de los frailes o curas era nula, fueron ellos los verdaderos patrones de los templos. Aún en los centros religiosos donde había una presencia bien establecida del clero, su importancia fue clara.

Los registros de los monasterios españoles hacen hincapié en el alto grado en que los frailes dependían de los funcionarios indígenas que en algunos casos mantenían sus propias cuentas, custodiaban todos los fondos de la iglesia incluyendo los que debían gastar los miembros de la orden, convertían en efectivo el ingreso en especie, hacían compras y préstamos y pagaban los salarios.43

Si bien los clérigos ocupaban para su beneficio a muchos indios, éstos aceptaban las tareas porque, de algún modo, obtenían provecho de su condición, aunque no dejaran de ser simples sirvientes. Se han mencionado tres grandes grupos al servicio de las iglesias; cada uno recibió recompensas de distinta índole, sobre todo, aquellos enrolados dentro del primer y segundo grupo. El dedicado a la administración y dirección encontró poder, prestigio e influencia dentro de su comunidad, tal como se ha visto para el caso de la fiscalía. El asignado al servicio dentro de los templos obtuvo exenciones tributarias, liberación de cargas de trabajo y cierto prestigio social entre los miembros del altépetl o subaltépetl, como se verá a lo largo de este trabajo para el caso de los músicos. Estas razones fueron un poderoso aliciente para que los indios «aceptaran» ser oficiales dentro de los recintos cultuales.

Uno de los oficios que fomentaron los frailes con mayor éxito y trascendencia, el cual fue destacado con orgullo en sus crónicas, y que tuvo gran arraigo entre los indios, fue precisamente el de músico, ya que formaba parte de su tradición laboral desde la época prehispánica. El estudio de la estructura interna de las agrupaciones musicales indígenas es primordial para entender su importancia, no sólo dentro del ritual sagrado, sino como parte del sistema de trabajo en la Nueva España y mucho después de la Independencia de México.

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