Kitabı oku: «Construcción política de la nación peruana»

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Palacios Rodríguez, Raúl, 1945-

Construcción política de la nación peruana: la gesta emancipadora 1821-1826 / Raúl Palacios Rodríguez. Primera edición. Lima: Universidad de Lima, Fondo Editorial, 2021.

812 páginas.

Incluye anexos.

Referencias: páginas 775-794.

1. Perú – Política y gobierno – Historia -- 1821-1826. 2. Perú -- Historia – 1821-1826. 3. Perú – Condiciones económicas – 1821-1826. 4. Perú – Condiciones sociales – 1821-1826. 5. Perú – Historia – Siglo XIX. I. Universidad de Lima. Fondo Editorial.

985.04 ISBN 978-9972-45-565-0

P19C

Construcción política de la nación peruana: la gesta emancipadora 1821-1826

Primera edición impresa: mayo, 2021

Primera edición digital: septiembre, 2021

De esta edición

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Imagen de carátula: Primer Congreso Constituyente del Perú, obra pictórica de Francisco González Gamarra, 1953; con ligeras intervenciones del ilustrador Felipe Morey.

Versión e-book 2021

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Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN 978-9972-45-565-0

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú n.o 2021-08166

Índice

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO 1. EL PERÚ HACIA 1821

1. La realidad geográfica y poblacional

1.1 La desarticulación del espacio

1.2 El dilema demográfico

2. El acontecer político

2.1 La gestión gubernamental de San Martín

2.2 El primer Congreso Constituyente

2.3 La fugaz Junta Gubernativa de 1822

2.4 La irrupción del militarismo con Riva Agüero

2.5 El breve y fallido gobierno de Torre Tagle

2.6 La Constitución de 1823: la primera en la historia del Perú

3. La situación económica

3.1 Consideraciones generales

3.2 La agricultura

3.3 La minería

3.4 El comercio

3.5 El régimen monetario

3.6 La deuda externa e interna

4. La dinámica social

4.1 Los componentes sociales

4.2 La fuerza laboral

5. La coyuntura militar

5.1 La desigual correlación de fuerzas

5.2 Los sucesivos fracasos de las Expediciones a Puertos Intermedios

5.3 La doble ocupación de Lima por los realistas

5.4 La sublevación de 1824 en el Real Felipe y la dilatada e inútil resistencia de Rodil en el Callao

CAPÍTULO 2. LA PRESENCIA DE LOS LIBERTADORES DEL NORTE

1. El arribo de Sucre

1.1 Esbozo biográfico e imagen psicosomática

1.2 Ingreso al Perú

2. La llegada de Bolívar

2.1 Síntesis biográfica y rasgos psicosomáticos

2.2 Arribo al Perú

2.3 La literatura panegírica alrededor de Bolívar

CAPÍTULO 3. EL INICIO DE LA CAMPAÑA MILITAR: JUNÍN

1. Preparativos y marchas por la costa y la sierra

2. Desarrollo de la batalla

3. El significado histórico de la batalla

CAPÍTULO 4. LA CULMINACIÓN DE LA CAMPAÑA MILITAR: AYACUCHO

1. Marchas y contramarchas por la serranía sur

2. Desarrollo de la batalla

3. Trascendencia histórica de la batalla

CAPÍTULO 5. LA CONTRIBUCIÓN PERUANA A LA GESTA LIBERTARIA

1. Los colaboradores inmediatos de Bolívar

1.1 José Faustino Sánchez Carrión Rodríguez

1.2 José Hipólito Unanue Pavón

1.3 José de Larrea y Loredo

1.4 José María de Pando y Ramírez de Laredo

1.5 Manuel Lorenzo de Vidaurre y Encalada

2. El contingente humano

2.1 La tropa

2.2 Los montoneros

2.3 Los recursos materiales

CAPÍTULO 6. ANÁLISIS HISTÓRICO DEL TEXTO DE LA CAPITULACIÓN DE AYACUCHO

1. Etimología y naturaleza del término “capitulación”

2. Antecedentes inmediatos de la Capitulación de Ayacucho

3. Iniciativa para la firma de la Capitulación de Ayacucho

4. Contenido del documento

5. Reacción de algunos jefes realistas en contra de la Capitulación de Ayacucho

CRONOLOGÍA HISTÓRICA 1821-1826

APÉNDICE BIOGRÁFICO

REFERENCIAS

ANEXOS

La independencia de las posesiones españolas de ultramar está en el curso de las cosas inevitables.

Barón de Montesquieu (1738)

Qué hermoso destino el del Nuevo Mundo si él pudiera liberarse del yugo que actualmente lo oprime.

Alejandro von Humboldt (1807)*

La campaña decisiva va a abrirse: Plegue al cielo que cuando destruido el último enemigo vengan nuestros victoriosos guerreros a decirnos: Está conquistada vuestra Independencia, podamos responderles: También ya está construida vuestra Patria.

Carlos Pedemonte y Talavera (1823) Presidente del primer Congreso Constituyente

Introducción

En su estupendo prólogo al libro Historia de los partidos, del piurano Santiago Távara y Andrade (1790-1874), Jorge Basadre Grohmann escribió, con la lucidez que le caracterizaba:

Al terminar la guerra de la Independencia, el Perú se halló en una situación mucho más difícil y peligrosa que cualquiera otra de las Repúblicas americanas. Algunas de ellas, como Chile, liquidaron esa guerra en plazo relativamente breve, estuvieron libres de todo problema de fronteras, de toda complicación internacional y solas, por su cuenta, encararon los problemas de la organización y de la estructuración internas. Otras, como Colombia y Venezuela, aunque integrando, por obra del genio de Bolívar una vasta federación, no se enfrentaron dentro de ella a posibles mermas territoriales y contaron, a consecuencia de la trayectoria de la guerra independentista, con fuerzas políticas y militares propias. Como las campañas finales de esa devastadora contienda se habían librado en territorio peruano, empobreciéndolo, y como en el curso de ellas habían aparecido conatos perturbadores de grupos netamente peruanos (Junta Gubernativa, Riva Agüero, Torre Tagle), el Perú de 1825 estaba exangüe y merced a la apetencia de los ‘auxiliares’ colombianos. En ese sentido, los planes continentales de Bolívar implicaron, desde el punto de vista estrictamente peruano, el peligro de la división o balcanización territorial. El Libertador expresó a veces la idea de establecer la nueva Federación de los Andes o Boliviana con dos Estados federales (Perú unido a Bolivia, por un lado, y la trilogía Colombia, Ecuador y Venezuela, por otro). Sin embargo, en los últimos meses de 1826 pareció inclinarse por la idea de que ellos fueran seis (Nor-Perú, Sur-Perú, Bolivia, Colombia, Ecuador y Venezuela). Por otra parte, la posibilidad de una amputación territorial resultó convertida en hecho tangible cuando, celebrado el tratado de límites entre el Perú y Bolivia (noviembre de 1826) todo el litoral de Tacna, Arica y Tarapacá fue cedido a ese país. Y las tendencias divisionistas o separatistas comenzaron entonces a surgir en otras zonas del sur del Perú, como los microbios proliferan en los organismos débiles. (En Távara, 1951, p. LVI)1

Larga ha resultado la cita del eminente historiador tacneño nacido el 12 de febrero de 1903, pero sumamente útil para tener una visión resumida del estado en que quedó nuestro país después no solo de las azarosas campañas militares que tanto lo agobiaron, sino también de las terribles vicisitudes (de origen interno y externo) que prosiguieron a la firma de la Capitulación de Ayacucho en diciembre de 1824. Fueron apenas cinco años (1821-1826) en los cuales, junto con el afán decidido y perentorio de echar las bases de la naciente república (organización política del Estado, definición de su forma de gobierno, elaboración de la primera Carta Magna), se vivieron, asimismo, instantes de verdadera angustia, tanto en el ámbito económico como en el político, ideológico, social, militar e internacional. Este último, representado primordialmente por las acechanzas foráneas que, en los años sucesivos y de manera irremediable, desembocaron en conflictos o confrontaciones sin par. ¿El resultado? La dolorosa amputación territorial sufrida por el país en distintos sectores de sus dilatadas fronteras. Al vaivén, pues, de estas graves contingencias, el destino de nuestra novata nación se fue moldeando paulatinamente en su afanosa aspiración de convertirse en una comunidad más auténtica, más próspera y, sobre todo, más justa y solidaria. Ese —a nuestro juicio— es el mensaje común que podemos descubrir en el pensamiento y en la acción de aquellos hombres que, cándidamente ilusos unos y extremadamente realistas otros, constituyeron la primera generación de peruanos bajo cuyas riendas empezó nuestro país no solo a transitar por el difícil y zigzagueante camino de la libertad, sino también a recorrer la senda de la incipiente república “nacida a sangre y fuego”, en frase puntual de la historiadora Carmen McEvoy (2019)2.

Precisamente, la intención del presente libro es analizar, por un lado, aquella breve pero intensa experiencia histórica que a partir de julio de 1821, y por el lapso de un lustro, se desarrolló a pesar de las enormes e innumerables dificultades que por esos días se presentaron; y, por otro, ayudar al lector a entender y apreciar el significado histórico de la mencionada Capitulación a la luz de aquella singular coyuntura. No debe olvidarse que el famoso documento que selló y consolidó la independencia americana (con las firmas de Antonio José de Sucre y José de Canterac en el mismo lugar de los acontecimientos), marcó un antes y un después en la vida de nuestros pueblos, representando —según lo testimonió el propio Bolívar— la “síntesis gloriosa del esfuerzo de miles de soldados pendientes del destino de la América meridional” (Obras Completas, vol. I, p. 612). En consecuencia, por su enorme trascendencia histórico-jurídica y su vasta proyección internacional, consideramos que existen suficientes y legítimas razones para concederle a dicho manuscrito no solo la categoría de “documento-madre”, sino también un lugar privilegiado en la profusa historiografía hispanoamericana.

Pero, ¿qué puede decirse acerca de las décadas que en el Perú precedieron al desembarco de San Martín en Pisco en setiembre de 1820 y a la posterior consumación de la gesta emancipadora en su conjunto? Bajo una interpretación histórica de larga duración, puede afirmarse que entre el levantamiento cusqueño de José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, en 1780 y la capitulación del obstinado brigadier José Ramón Rodil en 1826 (acto que puso fin a la presencia realista en el territorio peruano), mediaron casi cincuenta largos años. En ese lapso, se sucedieron una serie de sucesos a escala nacional de suma trascendencia que, de una u otra forma, fueron encauzando no solo el deseo patriota de romper con el dominio absoluto del poder real establecido desde principios del siglo XVI, sino también de consolidar la anhelada libertad política en toda su plenitud democrática. Es decir, convivir en una Patria libre. Así, y de manera perseverante, se fue forjando el deseo de independencia en el ánimo y el accionar de nuestros connacionales, enfrentándose “al núcleo más organizado y poderoso del imperio español que tuvo en vilo por decenios a los patriotas de América del Sur” (Denegri, 1972, p. II).

De este modo, juzgamos que queda desvirtuada aquella equivocada afirmación de que el Perú nada hizo por emanciparse de la dominación hispana, o que hizo tan poco que no influyó significativamente en la contienda contra las armas peninsulares.

Formado estaba el espíritu y el deseo de libertad en el Perú antes del arribo del Ejército Libertador del Perú, así lo comprueba la vida sacrificada de un sinnúmero de patriotas, los destierros y prisiones que sufrieron y la pura e inocente sangre que en las plazas y los cadalsos derramaron. (1869, p. 39)

Es lo que nos dice el célebre magistrado y político Francisco Javier Mariátegui, actor y testigo de esos sucesos. En una palabra, pues, la semilla de la libertad, efectivamente, no era desconocida aquí. A ese prolongado y fecundo período (“preñado de gloria y dolor”, en frase de nuestro historiador Raúl Porras Barrenechea), la historiografía moderna denomina con toda propiedad y legitimidad la “etapa de los precursores peruanos”. Precisamente, en los párrafos que siguen, reseñamos sucintamente los principales sucesos (entre muchos otros) que entonces se sucedieron y, sobre todo, sus diversas y significativas implicancias posteriores.

En términos cronológicos, el primer acontecimiento histórico que merece ser recordado por su enorme repercusión aquí y en el subcontinente, es la citada rebelión popular encabezada por Túpac Amaru II en su tierra natal, considerada con toda justificación como la primigenia gran revolución de la Independencia de la América española. Iniciado en la provincia de Tinta el 4 de noviembre de 1780, el levantamiento se expandió rápidamente a los alrededores del Cusco e, incluso, a zonas mucho más alejadas, incorporando en sus filas a indios, criollos y mestizos lugareños. La rebelión, con un trágico final, tuvo la enorme virtud no solo de avivar la rebeldía contra el despotismo real, sino también de afianzar el amor por la libertad en toda América meridional. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que su influencia en los nuevos y sucesivos levantamientos de la región, fue evidente y decisiva3.

Otro suceso histórico que tuvo lugar en el Perú y que cronológicamente, fue casi contemporáneo a la mencionada sublevación cusqueña, está relacionado con el quehacer académico e intelectual que entonces se vivió profusamente en Lima bajo la denominación genérica de la Ilustración. ¿En qué consistió esta corriente, dónde se ubicó su génesis y cuáles fueron sus principales manifestaciones? Se designa con este nombre —dice el historiador belga Jacques Pirenne (1987)— al movimiento cultural iniciado durante el siglo XVIII en el Viejo Mundo y que fue extendiéndose por todo el ámbito occidental, gestando una verdadera transformación en el ejercicio filosófico y político que desembocaría, inevitablemente, en las revoluciones de Europa y América y en la formación subsiguiente de las nacionalidades en el siglo XIX. En esta línea, el pensamiento de los franceses Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu (1689-1755), escritor y filósofo; de Juan Bautista Say (1767-1832), economista; de Francisco-Marie Aronet (más conocido como Voltaire, 1694-1778), filósofo, escritor e historiador; de Denis Diderot (1713-1784), escritor, filósofo y enciclopedista; de Jean-François Marmontel (1723-1799), escritor y dramaturgo; y de Guillaume Thomas François Raynal (más conocido como el abate Raynal, 1713-1796), escritor y pensador, fue la base política e ideológica que nutrió las ideas liberales entonces imperantes en diversos y lejano parajes del mundo occidental.

La trascendencia de la Ilustración, para nuestro país y las naciones hispanoamericanas, fue enorme. Por un lado, el impulso a los estudios de nuestra realidad geográfica (recursos) y, por otro, el acercamiento a la realidad social viviente (hombres), trajo como consecuencia la conciencia de lo nacional, base primordial de los movimientos revolucionarios de la Independencia. En nuestro caso, la difusión de sus ideas progresistas en el último tercio de la mencionada centuria dieciochesca, se transmitió, fundamentalmente, a través del renombrado Convictorio de San Carlos, de la flamante Sociedad Amantes del País y del célebre Mercurio Peruano (aparecido en 1791 y, al decir del citado Porras, “la más sabia de las publicaciones peruanas de todos los tiempos”); pero, también, mediante la acción personal y animada de los criollos ilustrados de la época, como José Baquíjano y Carrillo (ilustre limeño, hijo del primer conde de Vistaflorida), Hipólito Unanue y Pavón (afamado médico y científico ariqueño), Toribio Rodríguez de Mendoza (natural de Chachapoyas y preclaro e influyente mentor intelectual de la época), entre otros. ¿El común denominador? El conocimiento y la difusión concreta y exacta del Perú y su entorno histó-rico, geográfico, literario, artístico, económico, comercial e industrial. ¿El resultado? La afirmación del sentimiento patriótico que había de impulsar, en el futuro inmediato, la revolución liberadora. Son hombres —como dice Porras (1953)— que destierran la Escolástica y que embebidos en la lectura de la Enciclopedia, como el inquieto limeño Pablo de Olavide, desafían a la Inquisición, se escriben con Voltaire y fundan las logias liberadoras; el arequipeño Juan Pablo Viscardo y Guzmán, que escribe para la patria distante, que nunca volvería a ver, la memorable Carta a los Españoles Americanos y que el precursor Francisco de Miranda “imprimió en volantes para prender con fuego peruano, en el erial venezolano de 1806, la chispa de la insurrección americana” (Porras, 1953, pp. 33-34).

Sobre la citada Sociedad Amantes del País y de su órgano de difusión el Mercurio Peruano, son útiles e interesantes las referencias históricas de R. J. Shafer en su libro publicado en 1958 que, incluso, corrige algunas apreciaciones anteriores. En su opinión, la indicada Sociedad no fue realmente una sociedad económica ni en su organización ni mucho menos en su función; actuaba como un dinámico grupo editorial para la mencionada publicación. Por lo tanto, la historia de esta entidad debe concebirse únicamente en relación y de manera inseparable al Mercurio Peruano. La Sociedad editó el Mercurio Peruano y no hizo virtualmente nada más. Sus estatutos recién fueron elaborados a principios de 1792, merced al aporte de José Baquíjano, Hipólito Unanue, Jacinto Calero y José María Egaña, presentándolos en el mes de marzo al virrey para su aprobación. El 19 de octubre, en espera de la aceptación real, fueron admitidos provisionalmente por la indicada autoridad virreinal. Declararon que la Sociedad había sido fundada para “ilustrar la historia, literatura y noticias públicas del Perú”. La primera sesión pública se llevó a cabo el 5 de enero del año siguiente, recibiendo un significativo subsidio del virrey. La aprobación real indujo a la entidad cambiar el nombre por el de Real Sociedad de Amantes del País. Sobre la membresía de la flamante institución, se especificó que de los treinta miembros académicos elegidos por pluralidad de votos, veintiuno debían ser limeños; además, los académicos se comprometían a dedicar sus esfuerzos a escribir para la indicada publicación. Asimismo, se estableció que la habilidad de escritor sería una condición sine qua non para ser miembro. Finalmente, se consideró una disposición para contar con miembros consultivos tanto honorarios como correspondientes (Shafer, 1958, pp. 157-158).

En cuanto al Mercurio Peruano, los aportes del indicado autor se complementan estupendamente con las reflexiones de Jorge Basadre (1958), Raúl Porras (1921) y Ella Dunbar Temple (1942). En efecto, una síntesis de los cuatro aportes nos permite señalar lo siguiente. En el Prospecto publicado en 1790 (cuya autoría corresponde a Jacinto Calero) se resalta, por un lado, la trascendencia de la imprenta para propagar los conocimientos en el mundo moderno, señalando sus efectos positivos en Inglaterra, España, Italia, Francia y Alemania; y, por otro, se hace hincapié en que el Perú necesita mayor difusión en términos de más noticias y de más datos sobre comercio, minería, arte, agricultura, pesca, manufactura, literatura, historia, botánica, mecánica, religión, y decoro público; también información sobre hechos ocurridos en el territorio. Los autores, utilizando seudónimos clásicos, se enfrascarán en la tarea de examinar y difundir esta diversidad de aspectos (Shafer, 1958, p. 159).

A pesar de lo anunciado —dice Basadre— en el Mercurio Peruano aparecido en 1791 acaso no haya una novedad temática; pero hay características singulares que lo hacen sobresalir. En primer lugar, por ejemplo, destaca la lucidez, la claridad y la exactitud de sus colaboradores, o sea, el racionalismo superando lo confuso, lo arbitrario y lo informe. Además, la fijación del interés concretamente en el Perú y no en América meridional, o en todo el Nuevo Mundo, se encuentra formulado desde un principio: “El principal objeto de este papel periódico es hacer más conocido el país que habitamos”, empieza diciendo el artículo inicial, titulado precisamente “Idea General del Perú”. Ese conocimiento —concluye el citado autor— va a ser divulgado no como erudición muerta, ni a través de disertaciones abstrusas, sino mediante estudios exactos sobre la realidad general del Perú viviente (Basadre, 1958, pp. 98-100).

De este modo —afirma Raúl Porras— el Mercurio Peruano realizó una doble e histórica labor. Al proponerse sus redactores el Perú como objeto de estudio en todos los órdenes del saber, afirmaron el sentimiento patriótico que había de impulsar la revolución liberadora. Constructores serenos del porvenir, pusieron sin jactancia, ante los ojos mismos del virrey incauto que los protegía, los cimientos de la Patria latente. Si no le bastara este mérito de su vidente dirección nacionalista, tiene la publicación sobreabundantes prestigios para merecer el primer puesto entre nuestras publicaciones de ayer y de hoy. Ninguna ha alcanzado más alto renombre científico ni esparcido mejor el nombre peruano. Sus noticias del Perú desconocido y fabuloso de la geografía y de la historia, sus profundas observaciones sociales, su estudio del medio, sus fecundas iniciativas, su constante anhelo de mejoramiento, tuvieron el poderoso atractivo de la originalidad. Un eco prolongado de admiración le saludó en América y Europa. Es sabido el homenaje de Humboldt que le puso, por propias manos, como un preciado regalo, en la Biblioteca Imperial de Berlín. Los nombres de los de la pléyade que lo escribió, encabezada por José Baquíjano y Carrillo, son ilustres por este y otros títulos: fray Diego Cisneros, el jeronimita liberal; el sabio Hipólito Unanue; Toribio Rodríguez de Mendoza, el reformador de la enseñanza; Ambrosio Cerdán, oidor eminente; el clérigo Tomás Méndez y Lachica, de eminencia reconocida; fray Cipriano Jerónimo Calatayud, cumbre de la oratoria; González, Romero, Millán de Aguirre, Pérez Calama (obispo de Quito), Egaña, Rossi, Calero, Guasque y Ruiz. Todos ellos, sobresalientes en sus respectivas materias. Sin embargo, la más sabia de las publicaciones peruanas se extinguió a los tres años (1794) por falta de suscriptores. En doce volúmenes en pergamino, la colección del Mercurio Peruano es hoy una inapreciable joya bibliográfica (Porras, 1921, s/p). Cabe señalar que, posteriormente y a iniciativa de Carlos Cueto Fernandini, la Biblioteca Nacional hizo una edición facsimilar (1964-1966) de los doce volúmenes, con uno adicional de índices preparado por Jean Pierre Clement (1979).

Cuando desapareció la preciada publicación, en 1794, el movimiento periodístico colonial no solo se circunscribió de nuevo a las eventuales Gacetas, sino que también enmudecieron los nacientes intereses nacionalistas. Todos esos planes económicos y proyectos reformistas inspirados en el comercio libre fueron reemplazados por una escueta lista de entradas y salidas de navíos sin mayor trascendencia histórica. Así, pues, quedaba atrás un formidable capítulo de reflexión académica en torno al Perú, para dar paso a la fría nómina del movimiento marítimo cotidiano por nuestro principal puerto (Dunbar Temple, 1942, s/p).

Con el advenimiento del siglo XIX y, principalmente, durante los dos primeros decenios, tuvo lugar en Lima y en otros puntos de nuestro territorio el tercer suceso histórico de singular proyección y que amerita una reseña; nos referimos a las recurrentes y secretas conspiraciones limeñas y a las abiertas insurrecciones que en provincias agitaron el ambiente político y despertaron la inquietud y el celo de la autoridad virreinal. Efectivamente, en la misma sede del omnipotente poder real (Lima), las conspiraciones se sucedieron de modo constante desde los primeros años de la indicada centuria, aún antes de que se hubiese proclamado la independencia en otros países sudamericanos y que concluyeron con la entrada pacífica del Ejército Libertador en la capital a mediados de julio de 1821.

En este contexto, sobresalieron tres instituciones en cuyo seno germinaron las ideas liberales que, con decisión y firmeza, sustentaron e impulsaron las indicadas confabulaciones: la Escuela de Medicina de San Fernando, presidida por el probo galeno y hombre de ciencia Hipólito Unanue; el Oratorio de San Felipe Neri, de acrisolada y reconocida actividad proselitista con fines patrióticos; y el afamado Convictorio Carolino dirigido desde 1785 hasta 1817 (durante más de tres décadas) por el ilustre e infatigable clérigo Toribio Rodríguez de Mendoza. Sobre el quehacer conspirativo de este último centro, es conocida la frase airada del virrey José Fernando de Abascal cuando dijo que allí “hasta los ladrillos conspiraban”. De sus claustros egresaron Sánchez Carrión, Pedemonte, Muñoz, Cuéllar, Ferreyros, Mariátegui y León: todos —como dice el historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna (1860)— eran patriotas, todos republicanos y todos hijos del Perú. En los tres casos, en las aulas de estas acreditadas entidades educativas, los alumnos bebieron de los principios liberales de sus igualmente prestigiosos maestros.

Un caso singular (fuera de Lima), por la trascendencia del personaje que lo dirigió, fue el Seminario Conciliar de San Jerónimo de Arequipa, regentado por el severo y talentoso obispo de la localidad Pedro José Chaves de la Rosa. Natural de Chiclana de la Frontera (Cádiz-España), el preclaro religioso tuvo en sus manos el báculo de la ciudad mistiana durante dieciséis años (1789-1805) y, amparado en sus fueros y en el alto respeto de su nombre,

acometió la difícil y osada empresa, no de reformar lo creado, sino de crear lo que no existía, lo que estaba vedado, lo que era casi un crimen ante la época y una rebelión ante la ley. Todo lo cambió: doctrina, estudios, personal, sistema, hábitos, etc. La reforma era no solo evangélica, era política, era social y, si se atiende al momento, era eminentemente revolucionaria. El derecho, la filosofía y las ciencias, se abrieron paso con él. (Vicuña Mackenna, 1860, p. 58)

Por su parte, el inglés Clemente Markham (1895) agrega:

Los discípulos del eminente obispo español, llegaron a ser los más ardientes defensores de las reformas emprendidas. Los más queridos y reputados entre éstos fueron: Francisco Xavier de Luna Pizarro, prócer de la Independencia y después arzobispo de Lima, y Francisco de Paula González Vigil, la gran lumbrera del Perú. Es incalculable la gran influencia que ejercieron estos y otros de los discípulos del renombrado vicario, sobre las futuras generaciones. (p. 154)

Chaves de la Rosa retornó a España en 1809. Degradado por el déspota e insensato Fernando VII, murió en la miseria en su villa natal el 26 de octubre de 1819, a los 79 años de edad.

Simultáneamente al activo y fructífero rol que desempeñaron estas corporaciones educativas, hay que resaltar la acción personal que muchos peruanos, pertenecientes a diversos estratos sociales (nobles, sectores medios y gente del pueblo), actuaron como decididos agentes, propulsores, cabecillas o partícipes de las conspiraciones capitalinas. La nobleza limeña —al decir del citado Vicuña Mackenna (1860) — “la más rancia, la más mimada, la más inerte de los dominios españoles, sin exceptuar a la de Madrid, a la que en número y en pretensiones era apenas inferior”, se hizo presente en este colectivo afán conspirativo a través de algunos de sus miembros. En primera línea, entre otros, sobresale la figura cumbre de José Mariano de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, marqués de Aulestia y conde de Pruvonena, “el director de todas las conspiraciones en celdas y salones, el maniobrador eterno e inasible como su sombra”, al decir de Raúl Porras (1953, pp. 33-34). A su lado, aparece el desempeño sobresaliente de José Matías Vásquez de Acuña, el ardiente e inquieto conde de la Vega del Ren, así como del conde de San Juan de Lurigancho y del marqués de Villafuerte. Asimismo, es notable el trajinar del ilustre limeño José Bernardo de Tagle y Portocarrero, marqués de Torre Tagle. No menos trascendente fue la labor de José Félix Berindoaga, conde de San Donás y barón de Urpín (de trágico e injusto final en la época bolivariana). Algunas señoras nobles también fueron participes de estos afanes, como fue el caso de la condesa de Gisla y de la aristócrata Pepita Ferreyros; ambas de reconocida trayectoria patriótica.

Al lado de estos personajes ligados a la añeja nobleza colonial hay que rescatar la participación de algunos criollos de gran valía como, por ejemplo, el citado Hipólito Unanue, cosmógrafo y médico principal de la ciudad; José Gregorio Paredes, preclaro médico y profesor de matemáticas; José Pezet, editor de la difundida Gaceta de Lima; Eduardo Carrasco, marino, cosmógrafo y eximio profesor de matemáticas; José Gavino Chacaltana, patriota iqueño e insigne médico; Juan Pardo de Zela, procurador (arrestado y condenado a diez años de cárcel); Mateo Silva, joven y prestigioso abogado (arrestado y enviado a los presidios de Valdivia en Chile).

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