Kitabı oku: «Cuentos de amor», sayfa 10
NUESTRO PRIMER CIGARRO
Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y a mí, nuestra tía con su muerte.
Inés volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres meses. Esa noche, cuando nos acostábamos, oímos que Inés decía a mamá:
– ¡Qué extraño!… Tengo las cejas hinchadas.
Mamá examinó seguramente las cejas de tía, pues después de un rato contestó:
– Es cierto… ¿No sientes nada?
– No… sueño.
Al día siguiente, hacia las dos de la tarde, notamos de pronto fuerte agitación en casa, puertas que se abrían y no se cerraban, diálogos cortados de exclamaciones, y semblantes asustados. Inés tenía viruela, y de cierta especie hemorrágica que vivía en Buenos Aires.
Desde luego, a mi hermana y a mí nos entusiasmó el drama. Las criaturas tienen casi siempre la desgracia de que las grandes cosas no pasen en su casa. Esta vez nuestra tía— ¡casualmente nuestra tía!– ¡enferma de viruela! Yo, chico feliz, contaba ya en mi orgullo la amistad de un agente de policía, y el contacto con un payaso que saltando las gradas había tomado asiento a mi lado. Pero ahora el gran acontecimiento pasaba en nuestra propia casa; y al comunicarlo al primer chico que se detuvo en la puerta de calle a mirar, había ya en mis ojos la vanidad con que una criatura de riguroso luto pasa por primera vez ante sus vecinillos atónitos y envidiosos.
Esa misma tarde salimos de casa, instalándonos en la única que pudimos hallar con tanta premura, una vieja quinta de los alrededores. Una hermana de mamá, que había tenido viruela en su niñez, quedó al lado de Inés.
Seguramente en los primeros días mamá pasó crueles angustias por sus hijos que habían besado a la virolenta. Pero en cambio nosotros, convertidos en furiosos Robinsones, no teníamos tiempo para acordarnos de nuestra tía. Hacía mucho tiempo que la quinta dormía en su sombrío y húmedo sosiego. Naranjos blanquecinos de diaspis; duraznos rajados en la horqueta; membrillos con aspecto de mimbres; higueras rastreantes a fuerza de abandono, aquello daba, en su tupida hojarasca que ahogaba los pasos, fuerte sensación de paraíso.
Nosotros no éramos precisamente Adán y Eva; pero sí heroicos Robinsones, arrastrados a nuestro destino por una gran desgracia de familia: la muerte de nuestra tía, acaecida cuatro días después de comenzar nuestra exploración.
Pasábamos el día entero huroneando por la quinta bien que las higueras, demasiado tupidas al pie, nos inquietaran un poco. El pozo también suscitaba nuestras preocupaciones geográficas. Era éste un viejo pozo inconcluso, cuyos trabajos se habían detenido a los catorce metros sobre el fondo de piedra, y que desaparecía ahora entre los culantrillos y doradillas de sus paredes. Era, sin embargo, menester explorarlo, y por vía de avanzada logramos con infinitos esfuerzos llevar hasta su borde una gran piedra. Como el pozo quedaba oculto tras un macizo de cañas, nos fué permitida esta maniobra sin que mamá se enterase. No obstante, María, cuya inspiración poética primó siempre en nuestras empresas, obtuvo que aplazáramos el fenómeno hasta que una gran lluvia, llenando el pozo, nos proporcionara satisfacción artística, a la par que científica.
Pero lo que sobre todo atrajo nuestros asaltos diarios fué el cañaveral. Tardamos dos semanas enteras en explorar como era debido aquel diluviano enredo de varas verdes, varas secas, varas verticales, varas dobladas, atravesadas, rotas hacia tierra. Las hojas secas, detenidas en su caída, entretejían el macizo, que llenaba el aire de polvo y briznas al menor contacto.
Aclaramos el secreto, sin embargo; y sentados con mi hermana en la sombría guarida de algún rincón, bien juntos y mudos en la semioscuridad, gozamos horas enteras el orgullo de no sentir miedo.
Fué allí donde una tarde, avengonzados de nuestra poca iniciativa, inventamos fumar. Mamá era viuda; con nosotros vivían habitualmente dos hermanas suyas, y en aquellos momentos un hermano, precisamente el que había venido con Inés de Buenos Aires.
Este nuestro tío de veinte años, muy elegante y presumido, habíase atribuído sobre nosotros dos cierta potestad que mamá, con el disgusto actual y su falta de carácter, fomentaba.
María y yo, por de pronto, profesábamos cordialísima antipatía al padrastrillo.
– Te aseguro— decía él a mamá, señalándonos con el mentón— que desearía vivir siempre contigo para vigilar a tus hijos. Te van a dar mucho trabajo.
– ¡Déjalos!– respondía mamá cansada.
Nosotros no decíamos nada; pero nos mirábamos por encima del plato de sopa.
A este severo personaje, pues, habíamos robado un paquete de cigarrillos; y aunque nos tentaba iniciarnos súbitamente en la viril virtud, esperamos el artefacto. Este consistía en una pipa que yo había fabricado con un trozo de caña, por depósito; una varilla de cortina, por boquilla; y por cemento, masilla de un vidrio recién colocado. La pipa era perfecta: grande, liviana y de varios colores.
En nuestra madriguera del cañaveral cargámosla María y yo con religiosa y firme unción. Cinco cigarrillos dejaron su tabaco adentro; y sentándonos entonces con las rodillas altas, encendí la pipa y aspiré. María, que devoraba mi acto con los ojos, notó que los míos se cubrían de lágrimas: jamás se ha visto ni verá cosa, más abominable. Deglutí, sin embargo, valerosamente la nauseosa saliva.
– ¿Rico?– me preguntó María ansiosa, tendiendo la mano.
– Rico— le contesté pasándole la horrible máquina.
María chupó, y con más fuerza aún. Yo, que la observaba atentamente, noté a mi vez sus lágrimas y el movimiento simultáneo de labios, lengua y garganta, rechazando aquello. Su valor fué mayor que el mío.
– Es rico— dijo con los ojos llorosos y haciendo casi un puchero. Y se llevó heroicamente otra vez a la boca la varilla de bronce.
Era inminente salvarla. El orgullo, sólo él, la precipitaba de nuevo a aquel infernal humo con gusto a sal de Chantaud, el mismo orgullo que me había hecho alabarle la nausebunda fogata.
– ¡Psht!– dije bruscamente, prestando oído;– me parece el gargantilla del otro día… debe de tener nido aquí…
María se incorporó, dejando la pipa de lado; y con el oído atento y los ojos escrudiñantes, nos alejamos de allí, ansiosos aparentemente de ver al animalito, pero en verdad asidos como moribundos a aquel honorable pretexto de mi invención, para retirarnos prudentemente del tabaco, sin que nuestro orgullo sufriera.
Un mes más tarde volví a la pipa de caña, pero entonces con muy distinto resultado.
Por alguna que otra travesura nuestra, el padrastrillo habíanos ya levantado la voz mucho más duramente de lo que podíamos permitirle mi hermana y yo. Nos quejamos a mamá.
– ¡Bah!, no hagan caso— nos respondió, sin oirnos casi;– él es así.
– ¡Es que nos va a pegar un día!– gimoteó María.
– Si ustedes no le dan motivos, no. ¿Qué le han hecho?– añadió dirigiéndose a mí.
– Nada, mamá… Pero yo no quiero que me toque!– objeté a mi vez.
En este momento entró nuestro tío.
– ¡Ah! aquí está el buena pieza de tu Eduardo… ¡Te va a sacar canas este hijo, ya verás!
– Se quejan de que quieres pegarles.
– ¿Yo?– exclamó el padrastrillo midiéndome.– No lo he pensado aún. Pero en cuanto me faltes al respeto…
– Y harás bien— asintió mamá.
– ¡Yo no quiero que me toque!– repetí enfurruñado y rojo.– ¡El no es papá!
– Pero a falta de tu pobre padre, es tu tío. ¡En fin, déjenme tranquila!– concluyó apartándonos.
Solos en el patio, María y yo nos miramos con altivo fuego en los ojos.
– ¡Nadie me va a pegar a mí!– asenté.
– ¡No… ni a mí tampoco!– apoyó ella, por la cuenta que le iba.
– ¡Es un zonzo!
Y la inspiración vino bruscamente, y como siempre, a mi hermana, con furibunda risa y marcha triunfal:
– ¡Tío Alfonso… es un zonzo! ¡Tío Alfonso… es un zonzo!
Cuando un rato después tropecé con el padrastrillo, me pareció, por su mirada, que nos había oído. Pero ya habíamos planteado la historia del Cigarro Pateador, epíteto éste a la mayor gloria de la mula Maud.
El cigarro pateador consistió, en sus líneas elementales, en un cohete que rodeado de papel de fumar, fué colocado en el atado de cigarrillos que tío Alfonso tenía siempre en su velador, usando de ellos a la siesta.
Un extremo había sido cortado a fin de que el cigarro no afectara excesivamente al fumador. Con el violento chorro de chispas había bastante, y en su total, todo el éxito estribaba en que nuestro tío, adormilado, no se diera cuenta de la singular rigidez de su cigarrillo.
Las cosas se precipitan a veces de tal modo, que no hay tiempo ni aliento para contarlas. Sólo sé que una siesta el padrastrillo salió como una bomba de su cuarto, encontrando a mamá en el comedor.
– ¡Ah, estás acá! ¿Sabes lo que han hecho? ¡Te juro que esta vez se van a acordar de mí!
– ¡Alfonso!
– ¿Qué? ¡No faltaba más que tú también!… ¡Si no sabes educar a tus hijos, yo lo voy a hacer!
Al oir la voz furiosa del tío, yo, que me ocupaba inocentemente con mi hermana en hacer rayitas en el brocal del aljibe, evolucioné hasta entrar por la segunda puerta en el comedor, y colocarme detrás de mamá. El padrastrillo me vió entonces y se lanzó sobre mí.
– ¡Yo no hice nada!– grité.
– ¡Espérate!– rugió mi tío, corriendo tras de mí alrededor de la mesa.
– ¡Alfonso, déjalo!
– ¡Después te lo dejaré!
– ¡Yo no quiero que me toque!
– ¡Vamos, Alfonso! ¡Pareces una criatura!
Esto era lo último que se podía decir al padrastrillo. Lanzó un juramento y sus piernas en mi persecución con tal velocidad, que estuvo a punto de alcanzarme. Pero en ese instante salía yo como de una honda por la puerta abierta, y disparaba hacia la quinta, con mi tío detrás.
En cinco segundos pasamos como una exhalación por los durazneros, los naranjos y los perales, y fué en este momento cuando la idea del pozo, y su piedra, surgió terriblemente nítida.
– ¡No quiero que me toque!– grité aún.
– ¡Espérate!
En ese instante llegamos al cañaveral.
– ¡Me voy a tirar al pozo!– aullé para que mamá me oyera.
– ¡Yo soy el que te voy a tirar!
Bruscamente desaparecí a sus ojos tras las cañas; corriendo siempre, di un empujón a la piedra exploradora que esperaba una lluvia, y salté de costado, hundiéndome bajo la hojarasca.
Tío desembocó en seguida, a tiempo que dejando de verme, sentía allá en el fondo del pozo el abominable zumbido de un cuerpo que se aplastaba.
El padrastrillo se detuvo, totalmente lívido; volvió a todas partes sus ojos dilatados, y se aproximó al pozo. Trató de mirar adentro, pero los culantrillos se lo impidieron. Entonces pareció reflexionar, y después de una atenta mirada al pozo y sus alrededores, comenzó a buscarme.
Como desgraciadamente para el caso, hacía poco tiempo que el tío Alfonso cesara a su vez de esconderse para evitar los cuerpo a cuerpo con sus padres, conservaba aún muy frescas las estrategias subsecuentes, e hizo por mi persona cuanto era posible hacer para hallarme.
Descubrió en seguida mi cubil, volviendo pertinazmente a él con admirable olfato; pero fuera de que la hojarasca diluviana me ocultaba del todo, el ruido de mi cuerpo estrellándose obsediaba a mi tío, que no buscaba bien, en consecuencia.
Fué pues resuelto que yo yacía aplastado en el fondo del pozo, dando entonces principio a lo que llamaríamos mi venganza póstuma. El caso era bien claro: ¿con qué cara mi tío contaría a mamá que yo me había suicidado para evitar que él me pegara?
Pasaron diez minutos.
– ¡Alfonso!– sonó de pronto la voz de mamá en el patio.
– ¿Mercedes?– respondió aquél tras una brusca sacudida.
Seguramente mamá presintió algo, porque su voz sonó de nuevo, alterada.
– ¿Y Eduardo? ¿Dónde está?– agregó avanzando.
– ¡Aquí, conmigo!– contestó riendo.– Ya hemos hecho las paces.
Como de lejos mamá no podía ver su palidez ni la ridícula mueca que él pretendía ser beatífica sonrisa, todo fué bien.
– ¿No le pegaste, no?– insistió aún mamá.
– No. ¡Si fué una broma!
Mamá entró de nuevo. ¡Broma! Broma comenzaba a ser la mía para el padrastrillo.
Celia, mi tía mayor, que había concluído de dormir la siesta, cruzó el patio y Alfonso la llamó en silencio con la mano. Momentos después Celia lanzaba un ¡oh! ahogado, llevándose las manos a la cabeza.
– ¡Pero, cómo! ¡Qué horror! ¡Pobre, pobre Mercedes! ¡Qué golpe!
Era menester resolver algo antes que Mercedes se enterara. ¿Sacarme, con vida aún?… El pozo tenía catorce metros sobre piedra viva. Tal vez, quién sabe… Pero para ello sería preciso traer sogas, hombres; y Mercedes…
– ¡Pobre, pobre madre!– repetía mi tía.
Justo es decir que para mí, el pequeño héroe, mártir de su dignidad corporal, no hubo una sola lágrima. Mamá acaparaba todos los entusiasmos de aquel dolor, sacrificándole ellos la remota probabilidad de vida que yo pudiera aún conservar allá abajo. Lo cual, hiriendo mi doble vanidad de muerto y de vivo, avivó mi sed de venganza.
Media hora después mamá volvió a preguntar por mí, respondiéndole Celia con tan pobre diplomacia, que mamá tuvo en seguida la seguridad de una catástrofe.
– ¡Eduardo, mi hijo!– clamó arrancándose de las manos de su hermana que pretendía sujetarla, y precipitándose a la quinta.
– ¡Mercedes! ¡Te juro que no! ¡Ha salido!
– ¡Mi hijo! ¡mi hijo! ¡Alfonso!
Alfonso corrió a su encuentro, deteniéndola al ver que se dirigía al pozo. Mamá no pensaba en nada concreto; pero al ver el gesto horrorizado de su hermano, recordó entonces mi exclamación de una hora antes, y lanzó un espantoso alarido.
– ¡Ay! ¡Mi hijo! ¡Se ha matado! ¡Déjame, déjenme! ¡Mi hijo, Alfonso! ¡Me lo has muerto!
Se llevaron a mamá sin sentido. No me había conmovido en lo más mínimo la desesperación de mamá, puesto que yo— motivo de aquella— estaba en verdad vivo y bien vivo, jugando simplemente en mis ocho años con la emoción, a manera de los grandes que usan de las sorpresas semi-trágicas: ¡el gusto que va a tener cuando me vea!
Entretanto, gozaba yo íntimo deleite con el fracaso del padrastrillo.
– ¡Hum!… ¡Pegarme!– rezongaba yo, aún bajo la hojarasca. Levantándome entonces con cautela, sentéme en cuclillas en mi cubil y recogí la famosa pipa bien guardada entre el follaje. Aquel era el momento de dedicar toda mi seriedad a agotar la pipa.
El humo de aquel tabaco humedecido, seco, vuelto a humedecer y resecar infinitas veces, tenía en aquel momento un gusto a cumbarí, solución Coirre y sulfato de soda, mucho más ventajoso que la primera vez. Emprendí, sin embargo, la tarea que sabía dura, con el ceño contraído y los dientes crispados sobre la boquilla.
Fumé, quiero creer que cuarta pipa. Sólo recuerdo que al final el cañaveral se puso completamente azul y comenzó a danzar a dos dedos de mis ojos. Dos o tres martillos de cada lado de la cabeza comenzaron a destrozarme las sienes, mientras el estómago, instalado en plena boca, aspiraba él mismo directamente las últimas bocanadas de humo.
* * * * *
Volví en mí cuando me llevaban en brazos a casa. A pesar de lo horriblemente enfermo que me encontraba, tuve el tacto de continuar dormido, por lo que pudiera pasar. Sentí los brazos delirantes de mamá sacudiéndome.
– ¡Mi hijo querido! ¡Eduardo, mi hijo! ¡Ah, Alfonso, nunca te perdonaré el dolor que me has causado!
– ¡Pero, vamos!– decíale mi tía mayor— ¡no seas loca, Mercedes! ¡Ya ves que no tiene nada!
– ¡Ah!– repuso mamá llevándose las manos al corazón en un inmenso suspiro.– ¡Sí, ya pasó!… Pero dime, Alfonso, ¿cómo pudo no haberse hecho nada? ¡Ese pozo, Dios mío!…
El padrastrillo, quebrantado a su vez, habló vagamente de desmoronamiento, tierra blanda, prefiriendo para un momento de mayor calma la solución verdadera, mientras la pobre mamá no se percataba de la horrible infección de tabaco que exhalaba su suicida.
Abrí al fin los ojos, me sonreí y volví a dormirme, esta vez honrada y profundamente.
Tarde ya, el tío Alfonso me despertó.
– ¿Qué merecerías que te hiciera?– me dijo con sibilante rencor.– ¡Lo que es mañana, le cuento todo a tu madre, y ya verás lo que son gracias!
Yo veía aún bastante mal, las cosas bailaban un poco, y el estómago continuaba todavía adherido a la garganta. Sin embargo, le respondí:
– ¡Si le cuentas algo a mamá, lo que es esta vez te juro que me tiro!
¿Los ojos de un joven suicida que fumó heroicamente su pipa, expresan acaso desesperado valor?
Es posible. De todos modos, el padrastrillo, después de mirarme fijamente, se encogió de hombros, levantando hasta mi cuello la sábana un poco caída.
– Me parece que mejor haría en ser amigo de este microbio— murmuró.
– Creo lo mismo— le respondí.
Y me dormí.
LA MENINGITIS Y SU SOMBRA
No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quieren decir la carta de Funes, y luego la charla del médico? Confieso no entender una palabra de todo esto.
He aquí las cosas. Hace cuatro horas, a las 7 de la mañana, recibo una tarjeta de Funes, que dice así:
Estimado amigo:
Si no tiene inconveniente, le ruego que pase esta noche por casa. Si tengo tiempo iré a verlo antes. Muy suyo
Luis María Funes.
Aquí ha comenzado mi sorpresa. No se invita a nadie, que yo sepa, a las siete de la mañana para una presunta conversación en la noche, sin un motivo serio. ¿Qué me puede querer Funes? Mi amistad con él es bastante vaga, y en cuanto a su casa, he estado allí una sola vez. Por cierto que tiene dos hermanas bastante monas.
Así, pues, he quedado intrigado. Esto en cuanto a Funes. Y he aquí que una hora después, en el momento en que salía de casa, llega el doctor Ayestarain, otro sujeto de quien he sido condiscípulo en el colegio nacional, y con quien tengo en suma la misma relación a lo lejos que con Funes.
Y el hombre me habla de a, b y c, para concluir:
– Veamos, Durán: Vd. comprende de sobra que no he venido a verlo a esta hora para hablarle de pavadas; ¿no es cierto?
– Me parece que sí— no pude menos que responderle.
– Es claro. Así, pues, me va a permitir una pregunta, una sola. Todo lo que tenga de indiscreta, se lo explicaré en seguida. ¿Me permite?
– Todo lo que quiera— le respondí francamente, aunque poniéndome al mismo tiempo en guardia.
Ayestarain me miró entonces sonriendo, como se sonríen los hombres entre ellos, y me hizo esta pregunta disparatada:
– ¿Qué clase de inclinación siente Vd. hacia María Elvira Funes?
¡Ah, ah! ¡Por aquí andaba la cosa, entonces! ¡María Elvira Funes, hermana de Luis María Funes, todos en María! ¡Pero si apenas conocía a esa persona! Nada extraño, pues, que mirara al médico como quien mira a un loco.
– ¿María Elvira Funes?– repetí.– Ningún grado ni ninguna inclinación. La conozco apenas. Y ahora…
– No, permítame— me interrumpió.– Le aseguro que es una cosa bastante seria… ¿Me podría dar palabra de compañero de que no hay nada entre Vds. dos?
– ¡Pero está loco!– le dije al fin.– ¡Nada, absolutamente nada! Apenas la conozco, vuelvo a repetirle, y no creo que ella se acuerde de haberme visto jamás. He hablado un minuto con ella, ponga dos, tres, en su propia casa, y nada más. No tengo, por lo tanto, le repito por décima vez, inclinación particular hacia ella.
– Es raro, profundamente raro…– murmuró el hombre, mirándome fijamente.
Comenzaba ya a serme pesado el galeno, por eminente que fuese— y lo era,– pisando un terreno con el que nada tenían que ver sus aspirinas.
– Creo que tengo ahora el derecho…
Pero me interrumpió de nuevo:
– Sí, tiene derecho de sobra… ¿Quiere esperar hasta esta noche? Con dos palabras podrá comprender que el asunto es de todo, menos de broma… La persona de quien hablamos está gravemente enferma, casi a la muerte… ¿Entiende algo?– concluyó mirándome bien a los ojos.
Yo hice lo mismo con él durante un rato.
– Ni una palabra— le contesté.
– Ni yo tampoco— apoyó encogiéndose de hombros.– Por eso le he dicho que el asunto es bien serio… Por fin esta noche sabremos algo. ¿Irá allá? Es indispensable.
– Iré— le dije, encogiéndome a mi vez de hombros.
Y he aquí por qué he pasado todo el día preguntándome como un idiota qué relación puede existir entre la enfermedad gravísima de una hermana de Funes, que apenas me conoce, y yo, que la conozco apenas.
* * * * *
Vengo de lo de Funes. Es la cosa más extraordinaria que haya visto en mi vida. Metempsícosis, espiritismos, telepatías y demás absurdos del mundo interior, no son nada en comparación de este mi propio absurdo en que me veo envuelto. Es un pequeño asunto para volverse loco. Véase:
Fuí a lo de Funes. Luis María me llevó al escritorio. Hablamos un rato, esforzándonos como dos zonzos, puesto que comprendiéndolo así evitábamos mirarnos, en charlar de bueyes perdidos. Por fin entró Ayestarain, y Luis María salió, dejándome sobre la mesa el paquete de cigarrillos, pues se me habían concluído. Mi ex condiscípulo me contó entonces lo que en resumen es esto:
Cuatro o cinco noches antes, al concluir un recibo en su propia casa, María Elvira se había sentido mal— cuestión de un baño demasiado frío esa tarde, según opinión de la madre. Lo cierto es que había pasado la noche fatigada, y con buen dolor de cabeza. A la mañana siguiente, mayor quebranto, fiebre; y a la noche, una meningitis, con todo su cortejo. El delirio, sobre todo, franco y prolongado a más no pedir. Concomitantemente, una ansiedad angustiosa, imposible de calmar. Las proyecciones sicológicas del delirio, por decirlo así, se erigieron y giraron desde la primera noche alrededor de un solo asunto, uno solo, pero que absorbe su vida entera. Es una obsesión— prosiguió Ayestarain,– una sencilla obsesión a 42°. Tiene constantemente fijos los ojos en la puerta, pero no llama a nadie. Su estado nervioso se resiente de esa muda ansiedad que la está matando, y desde ayer hemos pensado con mis colegas en calmar eso… No puede seguir así. ¿Y sabe Vd.– concluyó— a quién nombra cuando el sopor la aplasta?
– No sé…– le respondí, sintiendo que mi corazón cambiaba bruscamente de ritmo.
– A Vd.– me dijo, pidiéndome fuego.
Quedamos, bien se comprende, un rato mudos.
– ¿No entiende todavía?– dijo al fin.
– Ni una palabra…– murmuré aturdido, tan aturdido, como puede estarlo un adolescente que a la salida del teatro ve a la primera gran actriz que desde la penumbra del coche mantiene abierta hacia él la portezuela… Pero yo tenía ya casi treinta años, y pregunté al médico qué explicación razonable se podía dar de eso.
– ¿Explicación? Ninguna. Ni la más mínima. ¿Qué quiere Vd. que se sepa de eso? Ah, bueno… Si quiere una a toda costa, supóngase que en una tierra hay un millón, dos millones de semillas distintas, como en cualquier parte. Viene un terremoto, remueve como un demonio eso, tritura el resto, y brota una semilla, una cualquiera, de arriba o del fondo, lo mismo da. Una planta magnífica… ¿Le basta eso? No podría decirle una palabra más. ¿Por qué Vd., precisamente, que apenas la conoce, y a quien la enferma no conoce tampoco más, ha sido en su cerebro delirante la semilla privilegiada? ¿Qué quiere que se sepa de esto?
– Sin duda…– repuso a su mirada siempre interrogante, sintiéndome al mismo tiempo bastante enfriado al verme convertido en sujeto gratuito de divagación cerebral, primero, y en agente terapéutico, después.
En ese momento entró Luis María.
– Mamá lo llama— dijo al médico. Y volviéndose a mí, con una sonrisa forzada:
– ¿Lo enteró Ayestarain de lo que pasa?… Sería cosa de volverse loco con otra persona…
Esto de otra persona merece una explicación. Los Funes, y en particular la familia de que comenzaba a formar tan ridícula parte, tienen un fuerte orgullo; por motivos de abolengo, supongo, y por su fortuna, que me parece lo más cierto. Siendo así, se daban por pasablemente satisfechos con que las fantasías amorosas del hermoso retoño se hubieran detenido en mí, Carlos Durán, ingeniero, en vez de mariposear sobre un sujeto cualquiera de insuficiente posición social. Así, pues, agradecí en mi fuero interno el distingo de que me hacía honor el joven patricio.
– Es extraordinario…– recomenzó Luis María, haciendo correr con disgusto los fósforos sobre la mesa. Y un momento después, con una nueva sonrisa forzada:
– ¿No tendría inconveniente en acompañarnos un rato? ¿Ya sabe, no? Creo que vuelve Ayestarain.
En efecto, éste entraba.
– Empieza otra vez…– sacudió la cabeza, mirando únicamente a Luis María. Luis María se dirigió entonces a mí con la tercera sonrisa forzada de esa noche:
– ¿Quiere que vayamos?
– Con mucho gusto— le dije. Y fuimos.
Entró el médico sin hacer ruido, entró Luis María, y por fin entré yo, todos con cierto intervalo. Lo que primero me chocó, aunque debía haberlo esperado, fué la penumbra del dormitorio. La madre y la hermana, de pie, me miraron fijamente, respondiendo con una corta inclinación de cabeza a la mía, pues creí no deber pasar de allí. Ambas me parecieron mucho más altas. Miré la cama, y vi, bajo la bolsa de hielo, dos ojos abiertos vueltos a mí. Miré al médico, titubeando, pero éste me hizo una imperceptible seña con los ojos, y me acerqué a la cama.
Yo tengo alguna idea, como todo hombre, de lo que son dos ojos que nos aman, cuando uno se va acercando mucho a ellos. Pero la luz de aquellos ojos, la felicidad en que se iban anegando mientras me acercaba, el mareado relampagueo de dicha, hasta el estrabismo, cuando me incliné sobre ellos, jamás en un amor normal a 37° los volveré a hallar.
Balbuceó algunas palabras, pero con tanta dificultad de sus labios resecos, que nada oí. Creo que me sonreí como un estúpido (¡qué iba a hacer, quiero que me digan!), y ella tendió entonces su brazo hacia mí. Su intención era tan inequívoca que le tomé la mano,
– Siéntese ahí— murmuró.
Luis María corrió el sillón hacia la cama y me senté.
Véase ahora si ha sido dado a persona alguna una situación más extraña y disparatada:
Yo, en primer término, puesto que era el héroe, teniendo en la mía una mano ardida en fiebre y en un amor totalmente equivocado. En el lado opuesto, de pie, el médico. A los pies de la cama, sentado, Luis María. Apoyadas en el respaldo, en el fondo, la madre y la hermana. Y todos sin hablar, mirándonos con el ceño fruncido.
¿Qué iba a hacer? ¿Qué iba a decir? Preciso es que piensen un momento en esto. La enferma, por su parte, arrancaba a veces sus ojos de los míos, y recorría con dura inquietud los rostros presentes uno tras otro, sin reconocerlos, para dejar caer otra vez su mirada sobre mí, confiada en profunda felicidad.
¿Qué tiempo estuvimos así? No sé; acaso media hora, acaso mucho más. Un momento intenté retirar la mano, pero la enferma la oprimió más entre la suya.
– Todavía no…– murmuró, tratando de hallar más cómoda postura a su cabeza. Todos acudieron, se estiraron las sábanas, se renovó el hielo, y otra vez los ojos se fijaron en inmóvil dicha. Pero de vez en cuando tornaban a apartarse inquietos y recorrían las caras desconocidas. Dos o tres veces miré exclusivamente al médico; pero éste bajó las pestañas, indicándome que esperara. Y tuvo razón, al fin, porque de pronto, bruscamente, como un derrumbe de sueño, la enferma cerró los ojos y se durmió.
Salimos todos, menos la hermana, que ocupó mi lugar en el sillón. No era fácil decir algo— yo al menos. La madre por fin se dirigió a mí con una triste y seca sonrisa:
– Qué cosa más horrible, ¿no? ¡Da pena!
¡Horrible, horrible! No era la enfermedad, sino la situación lo que les parecía horrible. Estaba visto que todas las galanterías iban a ser para mí en aquella casa. Primero el hermanito, luego la madre. Ayestarain, que nos había dejado un instante, salió muy satisfecho del estado de la enferma; descansaba con una placidez desconocida aún. La madre miró a otro lado, y yo miré al médico: podía irme, claro que sí, y me despedí.
* * * * *
He dormido mal, lleno de sueños que nada tienen que ver con mi habitual vida. Y la culpa de ello está en la familia Funes, con Luis María, madre, hermanas, médicos y parientes colaterales. Porque si se concreta bien la situación, ella da lo siguiente:
Hay una joven de diez y nueve años, muy bella sin duda alguna, que apenas me conoce y a quien le soy profunda y totalmente indiferente. Esto en cuanto a María Elvira. Hay, por otro lado, un sujeto joven también— ingeniero, si se quiere— que no recuerda haber pensado dos veces seguidas en la joven en cuestión. Todo esto es razonable, inteligible y normal.
Pero he aquí que la joven hermosa se enferma, de meningitis o cosa por el estilo, y en el delirio de la fiebre, única y exclusivamente en el delirio, se siente abrasada de amor. ¿Por un primo, un hermano de sus amigos, un joven mundano que ella conoce bien? No señor; por mí.
¿Es esto bastante idiota? Tomo, pues, una determinación, que haré conocer al primero de esa bendita casa que llegue a mi puerta.
* * * * *
Sí, es claro. Como lo esperaba, Ayestarain estuvo este mediodía a verme. No pude menos que preguntarle por la enferma, y su meningitis.
– ¿Meningitis?– me dijo— ¡Sabe Dios lo que es! Al principio parecía, y anoche también… Hoy ya no tenemos idea de lo que será.
– Pero, en fin— objeté,– siempre una enfermedad cerebral…
– Y medular, claro está… Con unas lesioncillas quién sabe dónde… ¿Vd. entiende algo de medicina?
– Muy vagamente…
– Bueno; hay una fiebre remitente, que no sabemos de dónde sale… Era un caso para marchar a todo escape a la muerte… Ahora hay remisiones— tac— tac— tac, justas como un reloj…
– Pero el delirio— insistí— ¿existe siempre?
– ¡Ya lo creo! Hay de todo allí… Y a propósito, esta noche lo esperamos.
Ahora me había llegado el turno de hacer medicina a mi modo. Le dije que mi propia sustancia había cumplido ya su papel curativo la noche anterior, y que no pensaba ir más.
Ayestarain me miró fijamente:
– ¿Por qué? ¿Qué le pasa?
– Nada, sino que no creo sinceramente ser necesario allá… Dígame: ¿Vd. tiene idea de lo que es estar en una posición humillantemente ridícula; si o no?
– No se trata de eso…
– Sí, se trata de eso, de desempeñar un papel estúpido… ¡Curioso que no comprenda!
– Comprendo de sobra… Pero me parece algo así como…– no se ofenda— cuestión de amor propio.
– Muy lindo!– salté— ¡Amor propio! ¡Y no se les ocurre otra cosa! ¡Les parece cuestión de amor propio ir a sentarse como un idiota para que me tomen la mano la noche entera ante toda la parentela con el ceño fruncido! Si a Vds. les parece una simple cuestión de amor propio, arréglense entre Vds. Yo tengo otras cosas que hacer.
Ayestarain comprendió al parecer la parte de verdad que había en lo anterior, porque no insistió, y hasta que se fué no volvimos a hablar de aquello.