Sadece LitRes`te okuyun

Kitap dosya olarak indirilemez ancak uygulamamız üzerinden veya online olarak web sitemizden okunabilir.

Kitabı oku: «Cuentos de amor», sayfa 3

Horacio Quiroga
Yazı tipi:

EL SOLITARIO

Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.

Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.

No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil— artista aún,– carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al transeunte de posición que podía haber sido su marido.

Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya— ¡y con cuánta pasión deseaba ella!– trabajaba de noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.

Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacerle amar las tareas del artífice, y seguía con ardor las íntimas delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluída— debía partir, no era para ella,– caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oir sus sollozos, y la hallaba en la cama, sin querer escucharlo.

– Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti,– decía él al fin, tristemente.

Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco.

Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla. ¡Consolarla! ¿de qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento.

Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.

– ¡Y eres un hombre, tú!– murmuraba.

Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.

– No eres feliz conmigo, María— expresaba al rato.

– ¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo? ¡Ni la última de las mujeres!… ¡Pobre diablo!– concluía con risa nerviosa, yéndose.

Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.

– Sí… ¡no es una diadema sorprendente!… ¿cuando la hiciste?

– Desde el martes— mirábala él con descolorida ternura— dormías de noche…

– ¡Oh, podías haberte acostado!… ¡Inmensos, los brillantes!

Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía el trabajo con loca hambre de que concluyera de una vez, y apenas aderezada la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos.

– ¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su mujer! Y tú… y tú… ni un miserable vestido que ponerme, tengo!

Cuando se franquea cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a decir a su marido cosas increíbles.

La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta de un prendedor— cinco mil pesos en dos solitarios.– Buscó en sus cajones de nuevo.

– ¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.

– Sí, lo he visto.

– ¿Dónde está?– se volvió extrañado.

– ¡Aquí!

Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor puesto.

– Te queda muy bien— dijo Kassim al rato.– Guardémoslo.

María se rió.

– Oh, no! es mío.

– Broma?…

– Sí, es broma! ¡es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar que podría ser mío… Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.

Kassim se demudó.

– Haces mal… podrían verte. Perderían toda confianza en mí.

– ¡Oh!– cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.

Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó y la guardó en su taller bajo llave. Al volver, su mujer estaba sentada en la cama.

– ¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Qué soy una ladrona!

– No mires así… Has sido imprudente, nada más.

– ¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco de halago, y quiere… me llamas ladrona a mí! ¡Infame!

Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.

Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más admirable que hubiera pasado por sus manos.

– Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.

Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario.

– Una agua admirable…– prosiguió él— costará nueve o diez mil pesos.

– Un anillo!– murmuró María al fin.

– No, es de hombre… Un alfiler.

A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.

– Si quieres hacerlo después…– se atrevió Kassim.– Es un trabajo urgente.

Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.

– María, te pueden ver!

– Toma! ¡ahí está tu piedra!

El solitario, violentamente arrancado, rodó por el piso.

Kassim, lívido, lo recogió examinándolo, y alzó luego desde el suelo la mirada a su mujer.

– Y bueno, ¿por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?

– No— repuso Kassim. Y reanudó en seguida su tarea, aunque las manos le temblaban hasta dar lástima.

Pero tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de nervios. El pelo se había soltado y los ojos le salían de las órbitas.

– ¡Dame el brillante!– clamó.– ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí! ¡Dámelo!

– María…– tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.

– ¡Ah!– rugió su mujer enloquecida.– ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! Y creías que no me iba a desquitar… cornudo! ¡Ajá! Mírame… no se te había ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah!– y se llevó las dos manos a la garganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó, alcanzando a cogerlo de un botín.

– ¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim miserable!

Kassim la ayudó a levantarse, lívido.

– Estás enferma, María. Después hablaremos… acuéstate.

– ¡Mi brillante!

– Bueno, veremos si es posible… acuéstate.

– Dámelo!

La bola montó de nuevo a la garganta.

Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad matemática, faltaban pocas horas ya.

María se levantó para comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.

– Es mentira, Kassim— le dijo.

– ¡Oh!– repuso Kassim sonriendo— no es nada.

– ¡Te juro que es mentira!– insistió ella.

Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe cariño la mano.

– ¡Loca! Te digo que no me acuerdo de nada.

Y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con la cara entre las manos, lo siguió con la vista.

– Y no me dice más que eso…– murmuró. Y con una honda náusea por aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fué a su cuarto.

No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vió luz en el taller; su marido continuaba trabajando. Una hora después, éste oyó un alarido.

– ¡Dámelo!

– Sí, es para ti; falta poco, María— repuso presuroso, levantándose. Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo. A las dos de la mañana Kassim pudo dar por terminada su tarea; el brillante resplandecía, firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fué al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura helada de su camisón y de la sábana.

Fué al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido.

Su mujer no lo sintió.

No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dura inmovilidad, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer.

Hubo una brusca apertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados. Los dedos se arqueron, y nada más.

La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin perfectamente inmóvil, pudo entonces retirarse, cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.

LA MUERTE DE ISOLDA

Concluía el primer acto de Tristán e Isolda. Cansado de la agitación de ese día, me quedé en mi butaca, muy contento con la falta de vecinos. Volví la cabeza a la sala, y detuve en seguida los ojos en un palco balcón.

Evidentemente, un matrimonio. El, un marido cualquiera, y tal vez por su mercantil vulgaridad y la diferencia de año con su mujer, menos que cualquiera. Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezas que más que en el rostro, aún bien hermoso, están en la perfecta solidaridad de mirada, boca, cuello, modo de entrecerrar los ojos. Era, sobre todo, una belleza para hombres, sin ser en lo más mínimo provocativa; y esto es precisamente lo que no entenderán nunca las mujeres.

La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y porque cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente un cuerpo hermoso, no recurre al arbitrio femenino de los anteojos.

Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestras miradas se cruzaron. Yo, que había apreciado ya el encanto de aquella mirada vagando por uno y otro lado de la sala, viví en un segundo, al sentirla directamente apoyada en mí, el más adorable sueño de amor que haya tenido nunca.

Fué aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en mi largo minuto de insistencia, tornaron fugazmente a mí.

Fué asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado un instante su marido, el más rápido desencanto de un idilio. Sus ojos volvieron otra vez, pero en ese instante sentí que mi vecino de la izquierda miraba hacia allá, y después de un momento de inmovilidad de ambas partes, se saludaron.

Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a considerarme un hombre feliz, y observé a mi compañero. Era un hombre de más de treinta y cinco años, barba rubia y ojos azules de mirada clara y un poco dura, que expresaba inequívoca voluntad.

– Se conocen— me dije— y no poco.

En efecto, después de la mitad del acto mi vecino, que no había vuelto a apartar los ojos de la escena, los fijó en el palco. Ella, la cabeza un poco echada atrás, y en la penumbra, lo miraba también. Me pareció más pálida aún. Se miraron fijamente, insistentemente, aislados del mundo en aquella recta paralela de alma a alma que los mantenía inmóviles.

Durante el tercero, mi vecino no volvió un instante la cabeza. Pero antes de concluir aquél salió por el pasillo opuesto. Miré al palco, y ella también se había retirado.

– Final de idilio— me dije melancólicamente.

El no volvió más y el palco quedó vacío.

* * * * *

– Sí, se repiten— sacudió amargamente la cabeza.– Todas las situaciones dramáticas pueden repetirse, aún las más inverosímiles, y se repiten. Es menester vivir, y usted es muy muchacho… Y las de su Tristán también, lo que no obsta para que haya allí el más sostenido alarido de pasión que haya gritado alma humana… Yo quiero tanto como usted a esa obra, y acaso más… No me refiero, querrá creer, al drama de Tristán, con las treinta y dos situaciones del dogma, fuera de las cuales todas son repeticiones. No; la escena que vuelve como una pesadilla, los personajes que sufren la alucinación de una dicha muerta, es otra cosa… Usted asistió al preludio de una de esas repeticiones… Sí, ya sé que se acuerda… No nos conocíamos con usted entonces… Y precisamente a usted debía de hablarle de esto! Pero juzga mal lo que vió y creyó un acto mío feliz… ¡Feliz!… Oigame. ¡El buque parte dentro de un momento, y esta vez no vuelvo más… Le cuento esto a usted, como si se lo pudiera escribir, por dos razones: Primero, porque usted tiene un parecido pasmoso con lo que era yo entonces— en lo bueno únicamente, por suerte.– Y segundo, porque usted, mi joven amigo, es perfectamente incapaz de pretenderla, después de lo que va a oir. Oigame:

La conocí hace diez años, y durante los seis meses que fuí su novio, hice cuanto me fué posible para que fuera mía. La quería mucho, y ella, inmensamente a mí. Por esto cedió un día, y desde ese instante, privado de tensión, mi amor se enfrió.

Nuestro ambiente social era distinto, y mientras ella se embriagaba con la dicha de mi nombre— se me consideraba buen mozo entonces— yo vivía en una esfera de mundo donde me era inevitable flirtear con muchachas de apellido, fortuna, y a veces muy lindas.

Una de ellas llevó conmigo el flirteo bajo parasoles de garden party a un extremo tal, que me exasperé y la pretendí seriamente. Pero si mi persona era interesante para esos juegos, mi fortuna no alcanzaba a prometerle el tren necesario, y me lo dió a entender claramente.

Tenía razón, perfecta razón. En consecuencia flirteé con una amiga suya, mucho más fea, pero infinitamente menos hábil para estas torturas del tête-a-tête a diez centímetros, cuya gracia exclusiva consiste en enloquecer a su flirt, manteniéndose uno dueño de sí. Y esta vez no fuí yo quien se exasperó.

Seguro, pues, del triunfo, pensé entonces en el modo de romper con Inés. Continuaba viéndola, y aunque no podía ella engañarse sobre el amortiguamiento de mi pasión, su amor era demasiado grande para no iluminarle los ojos de dicha cada vez que me veía entrar.

La madre nos dejaba solos; y aunque hubiera sabido lo que pasaba, habría cerrado los ojos para no perder la más vaga posibilidad de subir con su hija a una esfera mucho más alta.

Una noche fuí allá dispuesto a romper, con visible malhumor, por lo mismo. Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida.

– Qué tienes— me dijo.

– Nada— le respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente. Dejó hacer, sin prestar atención a mi mano y mirándome insistemente. Al fin apartó los ojos contraídos y entramos.

La madre vino, pero sintiendo cielo de tormenta, estuvo sólo un momento y desapareció.

Romper, es palabra corta y fácil; pero comenzarlo…

Nos habíamos sentado y no hablábamos. Inés se inclinó, me apartó la mano de la cara y me clavó los ojos, dolorosos de angustioso examen.

– ¡Es evidente!…– murmuró.

– Qué— le pregunté fríamente.

La tranquilidad de mi mirada le hizo más daño que mi voz, y su rostro se demudó:

– ¡Que ya no me quieres!– articuló en una desesperada y lenta oscilación de cabeza.

– Esta es la quincuagésima vez que dices lo mismo— respondí.

No podía darse respuesta más dura; pero yo tenía ya el comienzo.

Inés me miró un rato casi como a un extraño, y apartando bruscamente mi mano y el cigarro, su voz se rompió:

– ¡Esteban!

– Qué— torné a decirle.

Esta vez bastaba. Dejó lentamente mi mano y se reclinó atrás en el sofá, manteniendo fijo en la lámpara su rostro lívido. Pero un momento después su cara caía de costado bajo el brazo crispado al respaldo.

Pasó un rato aún. La injusticia de mi actitud— no veía más que injusticia— acrecentaba el profundo disgusto de mí mismo. Por eso cuando oí, o más bien sentí, que las lágrimas salían al fin, me levanté con un violento chasquido de lengua.

– Yo creía que no íbamos a tener más escenas— le dije paseándome.

No me respondió, y agregué:

– Pero que sea ésta la última.

Sentí que las lágrimas se detenían, y bajo ellas me respondió un momento después:

– Como quieras.

Pero en seguida cayó sollozando sobre el sofá:

– ¡Pero qué te hecho! ¡qué te he hecho!

– ¡Nada!– le respondí.– Pero yo tampoco te he hecho nada a ti… Creo que estamos en el mismo caso. Estoy harto de estas cosas!

Mi voz era seguramente mucho más dura que mis palabras. Inés se incorporó, y sosteniéndose en el brazo del sofá, repitió, helada:

– Como quieras.

Era una despedida. Yo iba a romper, y se me adelantaban. El amor propio, el vil amor propio tocado a vivo, me hizo responder:

– Perfectamente… Me voy. Que seas más feliz… otra vez.

No comprendió, y me miró con extrañeza. Había cometido la primer infamia; y como en esos casos, sentí el vértigo de enlodarme más aún.

– ¡Es claro!– apoyé brutalmente— porque de mí no has tenido queja…¿no?

Es decir: te hice el honor de ser tu amante, y debes estarme agradecida.

Comprendió más mi sonrisa que las palabras, y salí a buscar mi sombrero en el corredor, mientras que con un ¡ah!, su cuerpo y su alma se desplomaban en la sala.

Entonces, en ese instante en que crucé la galería, sentí intensamente cuánto la quería y lo que acababa de hacer. Aspiración de lujo, matrimonio encumbrado, todo me resaltó como una llaga en mi propia alma. Y yo, que me ofrecía en subasta a las mundanas feas con fortuna, que me ponía en venta, acababa de cometer el acto más ultrajante, con la mujer que nos ha querido demasiado… Flaqueza en el Monte de los Olivos, o momento vil en un hombre que no lo es, llevan al mismo fin: ansia de sacrificio, de reconquista más alta del propio valer. Y luego, la inmensa sed de ternura, de borrar beso tras beso las lágrimas de la mujer adorada, cuya primera sonrisa tras la herida que le hemos causado, es la más bella luz que pueda inundar un corazón de hombre.

¡Y concluído! No me era posible ante mí mismo volver a tomar lo que acababa de ultrajar de ese modo: ya no era digno de ella, ni la merecía más. Había enlodado en un segundo el amor más puro que hombre alguno haya sentido sobre sí, y acababa de perder con Inés la irreencontrable felicidad de poseer a quien nos ama entrañablemente.

Desesperado, humillado, crucé por delante de la puerta, y la vi echada en el sofá, sollozando el alma entera sobre sus brazos. ¡Inés! ¡Perdida ya! Sentí más honda mi miseria ante su cuerpo, todo amor, sacudido por los sollozos de su dicha muerta. Sin darme cuenta casi, me detuve.

– ¡Inés!– llamé.

Mi voz no era ya la de antes. Y ella debió notarlo bien, porque su alma sintió, en aumento de sollozos, el desesperado llamado que le hacía mi amor, esta vez sí, inmenso amor!

– No, no…– me respondió.– ¡Es demasiado tarde!

* * * * *

Padilla se detuvo. Pocas veces he visto amargura más agotada y tranquila que la de sus ojos cuando concluyó. Por mi parte, no podían apartar de los míos aquella adorable belleza del palco, sollozando sobre el sofá…

– Me creerá— reanudó Padilla— si le digo que en mis muchos insomnios de soltero descontento de sí mismo, la tuve así ante mí… Salí de Buenos Aires sin ver casi a nadie, y menos a mi flirt de gran fortuna… Volví a los ocho años, y supe entonces que se había casado, a los seis meses de haberme ido yo. Torné a alejarme, y hace un mes regresé, bien tranquilizado ya, y en paz.

No había vuelto a verla. Era para mí como un primer amor, con todo el encanto dignificante que un idilio virginal tiene para el hombre hecho, que después amó cien veces… Si usted es querido alguna vez como yo lo fuí, y ultraja como yo lo hice, comprenderá toda la pureza viril que hay en mi recuerdo.

Hasta que una noche tropecé con ella. Sí, esa misma noche en el teatro… Comprendí, al ver a su marido de opulenta fortuna, que se había precipitado en el matrimonio, como yo al Ucayali… Pero al verla otra vez, a veinte metros de mí, mirándome, sentí que en mi alma, dormida en paz, surgía sangrando la desolación de haberla perdido, como si no hubiera pasado un solo día de esos diez años. ¡Inés! Su hermosura, su mirada, única entre todas las mujeres, habían sido mías bien mías, porque me habían sido entregadas con adoración— también apreciará usted esto algún día.

Hice lo humanamente posible para olvidar, me rompí las muelas tratando de concentrar todo mi pensamiento en la escena. Pero la prodigiosa partitura de Wagner, ese grito de pasión enfermante, encendió en llama viva lo que quería olvidar. En el segundo o tercer acto no pude más y volví la cabeza. Ella también sufría la sugestión de Wagner, y me miraba. ¡Inés, mi vida! Durante medio minuto su boca, sus manos, estuvieron bajo mi boca, mis ojos, y durante ese tiempo ella concentró en su palidez la sensación de esa dicha muerta hacia diez años. ¡Y Tristán siempre, sus alaridos de pasión sobrehumana, sobre nuestra felicidad yerta!

Salí entonces, atravesé las butacas como un sonámbulo, aproximándome a ella sin verla, sin que me viera, como si durante diez años no hubiera yo sido un miserable…

Y como diez años atrás, sufrí la alucinación de que llevaba mi sombrero en la mano e iba a pasar delante de ella.

Pasé, la puerta del palco estaba abierta, y me detuve enloquecido. Como diez antes sobre el sofá, ella, Inés, tendida en el diván del antepalco, sollozaba la pasión de Wagner y su dicha deshecha.

¡Inés!… Sentí que el destino me colocaba en un momento decisivo. ¡Diez años!… ¿Pero habían pasado? ¡No, no, Inés mía!

Y como entonces, al ver su cuerpo todo amor, sacudido por los sollozos, murmuré:

– ¡Inés!

Y como diez años antes, los sollozos redoblaron, y como entonces me respondió bajo sus brazos:

– No, no…¡Es demasiado tarde!…

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
190 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

Bu kitabı okuyanlar şunları da okudu