Kitabı oku: «Sprachkritik und Sprachberatung in der Romania», sayfa 11

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Internetquellen

http://www.ambafrance-de.org/Frankophonie (24.04.2016).

http://www.cbc.ca/news/canada/quebecers-form-a-nation-within-canada-pm-1.624141 (05.03.2016).

http://www.cslf.gouv.qc.ca (05.03.2016).

http://www.cmfc-mccf.ca/ (25.04.2016).

http://www.cmfc-mccf.ca/statistical-profiles (05.03.2016).

http://www.francophonie.org/(06.03.2016).

http://www.liberation.fr/planete/2008/10/18/sarkozy-du-quebec-libre-au-canada-uni_154044 (06.03.2016).

http://www.spiegel.de/spiegel/print/d-14021782.html (05.03.2016).

http://www12.statcan.ca (02/20/201).

https://www.usito.com/ (05.03.2016).

2. Iberoromania
Lingüística popular y codificación del español

Franz Lebsanft (Bonn)

a Julio Borrego Nieto

1 Introducción

Lo que voy a desarrollar sobre “lingüística popular y codificación del español” se inscribe en una reflexión sobre la norma cuyo origen está, al menos en una parte importante, en las enseñanzas que recibí en las aulas salmantinas hace poco más de un cuarto de siglo. En julio de 1989 asistí a un curso monográfico sobre “Hablar bien”, “hablar mal”: el español frente a la norma, cuyos conferenciantes eran los académicos Manuel Alvar (1923–2001) y Gregorio Salvador, los catedráticos Eugenio de Bustos (1926–1996) y Antonio Llorente (1922–1998), y un joven profesor, Julio Borrego. En aquel momento estaba yo preparando, en Madrid, mi tesis de habilitación sobre “cultura idiomática española” (Lebsanft 1997) y fui a Salamanca para profundizar las bases teóricas de mis investigaciones. De esa estancia salmantina he retenido sobre todo dos cosas: por una parte, mi entrevista con Manuel Alvar, entonces director de la Academia, sobre el papel normativo de ésta (Lebsanft 1997, 289) y, por otra parte, la conferencia de Julio Borrego sobre Actitudes y prejuicios lingüísticos, conferencia que se publicó más tarde con el subtítulo explicativo la norma interna del hablante en Estudios filológicos en homenaje a Eugenio de Bustos (Borrego Nieto 1992).

Mi enfoque se basaba, entre otras cosas, en el concepto de la Volkslinguistik, es decir, de la lingüística popular, término calcado del inglés folk linguistics y que el indoeuropeísta Henry M. Hoenigswald había acuñado en los años 60 del pasado siglo con referencia a la conocida folk etymology, traducción a su vez del alemán Volksetymologie o etimología popular. La Proposal for the Study of Folk-Linguistics (Hoenigswald 1966) se publicó en las actas de lo que tal vez fuese el primer congreso importante de la sociolingüística naciente (Bright, ed., 1966). La idea de que los conceptos lingüísticos de los no especialistas, de los “legos en lingüística”1, merecen atención y análisis por ser un hecho social que influye de una manera u otra en la conducta lingüística de los hablantes se oponía diametralmente a la teoría del estructuralismo entonces aún reinante. Su representante más destacado, Leonard Bloomfield (1944), había descalificado esas ideas en el más puro estilo behaviorista de “secondary and tertiary responses to language”, sin interés alguno para el análisis científico de la lengua.2 Debemos a Actitudes y prejuicios lingüísticos una exposición diáfana de los conceptos y métodos sociolingüísticos que permiten hacer operante el estudio de la lingüística popular. Se trata, ante todo, del concepto de “creencias evaluativas” cuyos ajustes o desajustes con los hechos lingüísticos conforman, según había propuesto José Pedro Rona (1966, 296; 1970, 206; cf. Lebsanft 1997, 51), la “actitud” lingüística del hablante. Particularmente interesantes resultan, por supuesto, los desajustes entre creencias y hechos. Estos permiten detectar las diferencias que hay entre las creencias profesadas y las creencias reales, auténticas que constituyen “la norma interna del hablante” (Borrego Nieto 1992). Esa norma interna es la que realmente determina su conducta lingüística.

Por lo general, el análisis sociolingüístico está efectivamente dirigido hacia esa conducta y hacia las “creencias o evaluaciones auténticas, que no siempre llegan a aflorar de forma consciente”, según comenta Borrego Nieto (1992, 125). Ahora bien, cuando hablamos de “lingüística popular y codificación del español” apuntamos en otra dirección, ligeramente diferente o, mejor dicho, complementaria. Entre los dos tipos de variables lingüísticas que dejan al hablante un margen de elección en el momento de elaborar su discurso, William Labov destaca los stereotypes, es decir, los elementos lingüísticos que “son explícitamente evaluados dentro de la comunidad como un tópico que, infundado o no, corre de boca en boca” (Borrego Nieto 1992, 122). Si a esto añadimos que los estereotipos, en cuanto creencias explícitas, no solo corren de boca en boca sino también de pluma en pluma o, para ser más conforme con la realidad actual, de teclado en teclado, con esto establecemos la conexión necesaria entre los dos conceptos de mi contribución, ya que por “codificación” entendemos la formulación explícita de una norma de conducta lingüística.

2 Un ejemplo: Un supuesto caso de dequeísmo

Para dar un ejemplo de la extensión limitada de los conocimientos típicamente “populares” sobre la norma, Borrego trae a colación una carta al director que el diario El País publicó el día 6 de julio de 1989, es decir, una carta muy actual en el momento del curso monográfico antes mencionado. La carta, firmada por cuatro lectores, reprocha a la redacción del periódico el “error manifiesto” del “dequeísmo” al admitir el titular “EE UU informa sin protestar de que China ha expulsado a otros 14 norteamericanos”, un titular en el que Borrego Nieto (1992, 130) no encuentra “nada lingüísticamente anómalo de acuerdo con la norma académica”, cuando “el verbo informar es con de como se construye”. Por pura casualidad, el día mismo de la publicación de la carta yo había entrevistado en Madrid a Álex Grijelmo, el entonces redactor responsable del Departamento de Edición y Formación de El País, y había tematizado en esa ocasión el supuesto caso de “dequeísmo”. A Álex Grijelmo le vino muy bien el que yo le facilitara la información bibliográfica con la que supo argumentar ante el defensor del lector José Miguel Larraya el régimen preposicional del verbo informar. Esa defensa se publicó tres días más tarde en la tribuna dominical “El Ombudsman”:

Para más información [explica el redactor Grijelmo] los interesados pueden consultar la página 232 del Diccionario de dudas del lingüista Manuel Seco [= Seco 91986]; la página 130 del Manual del español urgente, editado por Efe [= MEU 51989]; o el artículo [= “De idioma, pueblo y pedantes”] firmado en este periódico por Agustín García Calvo, catedrático de Latín, el 30 de marzo de 1986 (Larraya 09.07.1989; Lebsanft 1997, 283).

Un año más tarde, la tercera edición del Libro de estilo de El País (1990, 271), la primera que se puso a la venta, acoge en la nomenclatura de su diccionario la entrada “informar” y explica: “La construcción correcta es ‘informar de que’, ‘Le informó de que vendría’.”

Todo esto puede parecer una verdad de Pero Grullo; pero no es una perogrullada. Muy al contrario, es el caso prototípico de una cierta forma de “cultura idiomática” digna, repito, de interés y de análisis. En un artículo muy famoso en nuestras latitudes germanas, el lingüista e hispanista Hans-Martin Gauger (1981, 233) había decretado que el español era una lengua “fácil”, entre otras cosas porque la comunidad lingüística española era, según él, una comunidad lingüística poco exigente, es decir, una comunidad que no reparaba en niñerías gramaticales como la de saber si se habría de decir informar que o informar de que. En contraste con esa afirmación, la discusión entre hablantes, periodistas y lingüistas, discusión que en un primer momento puede parecer puramente anecdótica, demuestra que la codificación de lo que Eugenio Coseriu (1964) llama la “lengua ejemplar” es el resultado de un diálogo intenso entre varios tipos de actores, especialistas y aficionados a la lengua.

La entrada “informar” del Libro de estilo puede servirnos de ejemplo para explicar cómo funciona la construcción discursiva de estereotipos normativos.3 Esta construcción utiliza el viejo esquema de la correctio retórica “non x, sed y”, es decir “donde dice… debiera decir”, esquema elaborado en los diccionarios antibárbaros cuyo primer ejemplo es, para los romanistas, el famoso Apéndice Probi (Lebsanft 1997, 212 s.). Obviamente, no pretendo decir que la tradición discursiva del Libro de estilo arranque ininterrumpidamente de tan remoto modelo, pero sí se inscribe en ese tipo “latino” de actuación normativa. Para Álex Grijelmo, autor principal del Libro de estilo del 1990, los modelos inmediatos fueron, evidentemente, los style books estadounidenses y españoles –de ahí la denominación española libro de estilo, calco del inglés– y los diccionarios “de dudas y dificultades”, es decir principalmente “el Seco” cuya primera edición del 1961 sí remite al Apéndice Probi de la Antigüedad. La correctio proyecta sobre el eje sintagmático lo que constituye una alternativa en el eje paradigmático. Contiene normalmente dos términos opuestos que se relacionan mediante un elemento evaluador que indica el grado de obligación con el que se recomienda, en el eje paradigmático, la sustitución del término x por el término y. Es típico de la lingüística popular proponer correcciones fuertes, inequívocas, tajantes, un poco a la manera de los antónimos complementarios donde los términos son incompatibles entre sí. En este sentido, informar de que es “correcto” e informar que no lo es, tertium non datur. En el caso de informar, el nuevo y muy reciente Libro de estilo (cuyo máximo responsable sigue siendo Álex Grijelmo) no debilita, sino refuerza esa estrategia normativa simplificadora al afirmar:

En El País se usará la construcción culta española ‘informar de que’ (no ‘informar que’). Por tanto, se informa de algo (no se informa algo). ‘Le informó de que vendría’ (y no ‘le informó que vendría’) (El País 2014, s.v.).

Llama la atención la mención de la norma “culta española” cuya procedencia no se explica y cuyo estatus no se define. A mi modo de ver se trata de una referencia opaca a la Nueva gramática de la lengua española donde se afirma (NGRALE 2009, 3250, § 43.6j) que el complemento preposicional es mayoritario en España pero el complemento directo en América. El periódico que quiere ser “el periódico global”, publicado en varias lenguas diferentes, oculta los usos americanos y sigue siendo fiel a las tradiciones idiomáticas del español norteño.

3 Los “libros de estilo”, codificación “popular” de la norma, y la asesoría lingüística académica

Los libros de estilo españoles, que –con la excepción del inglés americano– no tienen parangón en las demás comunidades lingüísticas de origen europeo, constituyen una forma de codificación que podemos localizar a medio camino entre las codificaciones profesionales de académicos y lingüistas, por una parte, y las ideas lingüísticas de la masa de los hablantes, por otra. En materia de codificación lingüística, el autor del Libro de estilo no reivindica la condición de experto, de lingüista, pero sí de aficionado al idioma. Álex Grijelmo así lo dice utilizando conocidísimos estereotipos “cognitivos” en la entrevista que le hice en julio de 1989 (Lebsanft 1997, 289). Dice:

Yo soy de Burgos que es una ciudad y una zona donde se habla muy bien el castellano, y bueno, es Castilla, es la cuna de Castilla, ¿no?, y entonces pues quizá por un poco de sentimiento regional o de la tierra siempre me dolía que no se utilizase bien mi lengua, mi lengua que además es la lengua de todos los españoles y la de 300 millones de personas, ¿no?, y entonces quizá por eso, ¿no?, pero yo de todas formas no me he sentido nunca lingüista ni experto en lengua, me he sentido siempre periodista (Grijelmo 06.07.1989).

He dicho que el fenómeno de los libros de estilo españoles (de los cuales el de El País es solo el más llamativo)4 no tiene parangón en otras comunidades lingüísticas europeas. Por supuesto hay que preguntarse por qué es esto así. La hipótesis que avanzo en mi Cultura idiomática española (Lebsanft 1997) aventura la doble explicación de que, por una parte, la época de la “Transición” en la segunda mitad de los años setenta y de los años ochenta exigía una fundamental renovación democrática del estilo periodístico; y que, por otra parte, a falta de una modernización y adaptación de la codificación académica en aquella época, se sentía la necesidad de llenar el hueco entre un “uso vivo” rápidamente cambiante y una codificación vetusta. El desfase enorme entre las necesidades lingüísticas de una sociedad moderna y las respuestas de una institución por aquel entonces poco innovadora era evidente. Ahora bien, desde entonces y hasta hoy la modernización de la codificación lingüística académica ha sido verdaderamente espectacular y produce un dispositivo normativo extraordinario que pone en mano de cuantas clases de usuarios se puedan imaginar la obra de referencia apropiada. Pero hay más. Hasta finales de los años ochenta, solo una minoría de los académicos podía imaginarse una institución que se encargase de asesorar a los usuarios para resolver “dudas y dificultades” lingüísticas concretas. Fernando Lázaro Carreter, que en 1989 no quiso entrevistarse conmigo pero sí contestar a preguntas escritas, me envió una carta “oficial” (02.07.1989) diciendo que el usuario de la lengua solo podía esperar de la Academia la orientación de sus Diccionarios y de la (entonces inexistente) Gramática; aunque, según él, debería exigir más, pero –añadió–: “soy miembro de la Academia, y, mientras conserve esta condición, es en ella donde debo formular mis críticas y plantear mis expectativas”. Todos sabemos cuánto ha cambiado la situación de una institución que hoy en día está metida en el negocio de la asesoría lingüística con obras impresas, pero que también cuenta con un servicio de consultorio lingüístico, el Departamento de Español al día, para decir la verdad no sé cuan eficaz.5

La media vuelta en política normativa que ha dado la Academia, que hasta hace muy poco solo quería tener una misión “notarial, fedataria” (Lázaro Carreter 31.12.1976), cambia también la situación de la lingüística popular. Hoy en día la codificación lingüística del Libro de estilo y de otros manuales de este tipo entra en competencia real con obras académicas como el Diccionario panhispánico de dudas (DPD 2005) o El buen uso del español (BUE 2013). Para ser más exacto debería decir, por cierto, que son estas obras las que entran en competencia con aquellos, ya que han llegado más tarde al mercado de la asesoría lingüística. Por eso la codificación popular tiene que posicionarse frente a una codificación académica actual, amplia y de un fuerte impacto público. En muchos casos, los libros de estilo ya no tienen que labrar terrenos lingüísticos incultos que la Academia no haya pisado; en muchos casos se trata de confirmar o de criticar la codificación de la más prestigiosa institución lingüística española. No obstante, es cierto que el Libro de estilo se presenta en la nueva “Introducción”, firmada por Álex Grijelmo, con la modestia que es de buen tono en este tipo de tradición discursiva. Dice el autor:

Conviene recordar que estamos ante un libro de estilo, y que de estilo se habla; no de una norma general para todos los hablantes, sino del criterio que un periódico decide darse a sí mismo de entre varios posibles (El País 2014, 22).

No dudo de la buena fe del amigo Álex Grijelmo, pero él y todos los demás sabemos que los lectores del Libro de estilo no compran la obra solo para prestarse al juego de controlar si los periodistas respetan sus propias reglas, sino también para aclarar las dudas que surjan en la conducta lingüística de todo el mundo.

4 La norma ejemplar en el nuevo Libro de estilo (El País 2014): El “Diccionario”

Todo eso nos lleva a un problema nada fácil de resolver, y este es aclarar en qué nivel de la estructura del lenguaje se sitúa la norma ejemplar. En un trabajo reciente, Carla Amorós y Emilio Prieto (2013, 387) han concebido la lengua ejemplar –ellos prefieren hablar de “estándar”– “no como un código, sino como un modo de usar un sistema lingüístico complejo”. En este mismo sentido, pero sin ninguna reflexión teórica al respecto, el periodista lego en lingüística dice que procura “utilizar bien” su lengua. De acuerdo con esta posición el manual del Libro de estilo (El País 2014, 39 s.) afirma que “está dirigido a que los periodistas hagan un buen uso del castellano”. En este contexto tampoco es fortuito que la guía normativa de las Academias (BUE 2013) se titule El buen uso del español. Desde el punto de vista teórico todo eso me parece muy bien, pero solo a condición de que, basándonos en el modelo de la “estructura general del lenguaje” coseriano (Coseriu 1981, 272), no se olvide que la lengua ejemplar no se puede reducir completamente al saber expresivo “ejemplar” que corresponde al nivel del discurso. Muy al contrario, la norma ejemplar sí supone también una elección de determinados elementos lingüísticos en el nivel de una lengua histórica. Es evidente que el Libro de estilo formula –y así lo dice explícitamente– “normas de escritura” cuando define como ideal periodístico un “estilo” que sea “claro, conciso, preciso, fluido y fácilmente comprensible” (El País 2014, 39), pero no es más claro el uso de informar con régimen preposicional que el uso de este verbo sin él; es solo una construcción que goza, en España, de mayor prestigio social. Por eso se trata, sin lugar a dudas, de una elección en el plano de la lengua, no del discurso. Todo esto hay que tenerlo presente a la hora de analizar la manera en que se construyen los elementos de una norma ejemplar en el Libro de estilo.

En lo que sigue, me voy a limitar a un análisis –muy superficial, por cierto– de la parte más importante –eso sí– del Libro de estilo, es decir su “Diccionario”. Según los conceptos de la metalexicografía son dos los aspectos que hay que estudiar: la macroestructura o nomenclatura y la microestructura. Limitándonos solo a la letra “A” que contiene 245 entradas, podemos distinguir, primero, dos tipos de artículos fundamentales, a saber, (1) artículos de remisión a otras partes del libro tal como el “Manual” y la “Gramática” o, también, a otros artículos del Diccionario mismo y (2) artículos completos. Al primer tipo pertenecen artículos como “a, preposición”, “acentuación”, “acrónimo” o “adjetivos”, por una parte, y “América del Sur, véase Sudamérica”, por otra. Los artículos completos son también de dos tipos, artículos que se refieren a nombres propios y expresiones denominativas, y otros –la mayoría– cuyas entradas son nombres apelativos. Los nombres propios y las expresiones denominativas tienen una importancia evidente en el lenguaje periodístico. El tratamiento normativo sigue las pautas propuestas hace más de 50 años por Salvador de Madariaga en su artículo polémico famosísimo de la Revista de Occidente, “¿Vamos a Kahlahtahyood?” (= Calatayud) en el que disfrazaba el nombre de la ciudad de los bilbilitanos con una ortografía inglesa (Madariaga 1966). Se trata sobre todo de transliterar con la ortografía española nombres escritos en alfabetos no latinos, pero también de respetar las adaptaciones españolas tradicionales de topónimos europeos, es decir, los exónimos españoles. El ejemplo de transliteración clásico es el nombre de la capital de Sudán, Jartum, donde la transliteración española de la letra jāʾ ﺧ, documentada en CORDE (01.03.2016) desde 1899:6

Como la antigua y famosa Universidad del Cairo, muy rica en manos muertas é instituciones piadosas de toda clase y, por consiguiente, muy independiente, no puede ser instrumento de los ingleses, quieren estos oponerle en Jartum una gran Universidad rival, musulmana en apariencia, pero diestra y firmemente encaminada á favorecer las miras de Inglaterra (Ricardo Beltrán y Rózpide: La geografía en 1898, Madrid, Fortanet, 1899, 249),

permite representar el fonema velar fricativo sordo árabe mucho más fielmente que la sustitución inglesa y francesa por la grafía <kh> que se realiza normalmente –almenos en inglés– como una velar oclusiva sorda aspirada [kh].7 Sin embargo, la adaptación española tiene también sus límites en el caso de la incongruencia entre la fonética y fonología extranjera y española. En el caso de Jartum se expresa la mīm ـﻢ (final) con la grafía <m>, pero como la consonante bilabial nasal sonora se encuentra en posición final, se pronuncia por supuesto como una [n]. En este caso, la fidelidad gráfica es solo una fidelidad ficticia y se podría defender también –tal como se ha hecho– la transcripción con la grafía <n> (Jartún).8 En contradicción con su propia norma El País escribe:

Muere apuñalado el jefe de visados español en su casa de Jartún

Madrid / Jartum 29 SEP 2014–18:20 CEST – Emiliano García Arocas, jefe de visados de la sección consular en la Embajada de España en Jartún (Sudán), ha sido encontrado muerto esta mañana en su casa, según han confirmado por teléfono fuentes diplomáticas desde la capital sudanesa. […]

No es el primer suceso de este tipo en Sudán. El cónsul ruso en Jartún y su esposa resultaron heridos en enero de este año, al ser apuñalados por un hombre procedente de República Centroafricana (El País 29.09.2014).

En todo este aspecto no veo ninguna diferencia fundamental entre el Libro de estilo de El País y las reglas que establecen las Academias sobre la ortografía de los topónimos extranjeros. A mi modo de ver y desde un punto de vista sociolingüístico, la “recomendación” académica de que la grafía de estos topónimos “se adapte enteramente a la ortografía del español, alterando en la menor medida posible el reflejo de la pronunciación original”“ (OLE 2010, 648)9 sigue un principio lingüístico coherente, pero más importante es el hecho de que sea al mismo tiempo la expresión de una actitud lingüística que recupera –como diría Madariaga (1970, II, 5)– “el valor … para acuñar con el sello de su espíritu vocablos extranjeros”. Es un caso de language pride, de orgullo lingüístico, que comparten expertos y legos en lingüística. Si fuera necesario aducir argumentos adicionales, entonces los aportaría el tratamiento de las expresiones denominativas. A este respecto, la lingüística popular del Libro de estilo va mucho más allá de la lingüística académica (que no se pronuncia sobre el tema) cuando establece, por ejemplo, normas para la adaptación de denominaciones de festividades –con la excepción significativa de las lenguas de España. Por eso hay que escribir en el periódico Día de Acción de Gracias en vez de Thanksgiving Day, pero Aberri Eguna añadiendo la explicación “Día de la Patria”. Según el mismo principio la fiesta del Once de Septiembre es la Diada del Onze de Setembre y la del 23 de abril (por no mencionar el día de la entrega del premio Cervantes) es la Diada de Sant Jordi.10 Estos ejemplos de expresiones denominativas de festividades permiten descubrir, dicho sea de paso, que para los periodistas defensores del español hay lenguas y lenguas de España. Mientras que la festividad vasca se escribe en cursiva –marca que destaca la distancia lingüística entre el español y el vasco– las festividades de la lengua románica hermana se escriben en redonda.

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