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Viajar por los días

Adolfo Bioy Casares

Esta entrevista es la versión completa de una conversación

mantenida con el autor argentino en el mes de julio de 1977,

en su casa de la calle Posadas, en Buenos Aires.

Adolfo Bioy Casares (argentina, 1914-1999)

Detrás del seudónimo H. Bustos Domecq, autor hipotético de memorables obras policiales, estaban dos grandes amigos y escritores, Borges y Adolfo Bioy Casares, cuyas vidas transitaron por caminos bastante paralelos. En principio, ambos compartían el gusto por la literatura fantástica. La invención de Morel (1940), novela que afianza de manera independiente el nombre de Bioy Casares, da prueba de esta predilección y de una voz propia para explorar el mundo real y las relaciones interpersonales más allá de lo visible y obvio. Por eso, se la considera hoy como un clásico de las letras latinoamericanas. Entre sus otras novelas, destacan El sueño de los héroes (1954), Diario de la guerra del cerdo (1969), Dormir al sol (1973) y La aventura de un fotógrafo en La Plata (1985). La prosa conversada que caracteriza las narraciones de este autor cobra aún mayor fluidez estilística en sus libros de cuentos La trama celeste (1948), Historia prodigiosa (1956), Guirnalda con amores (1959) y El héroe de las mujeres (1978).

Se admira a la gente por prodigios no logrados,porque los libros están llenos de defectos, aunque uno intente siempre escribir obras maestras.

Adolfo Bioy Casares

Se dice de usted que ha sido precoz como escritor y como amante.

En cierto sentido, sí, porque empecé a escribir desde chico. Cuando aprendí las primeras letras, ya quise hacer un cuento. Lo primero que escribí (tenía yo, por entonces, unos diez años) fue para despertar la admiración de mis primas y, sobre todo, para conquistar a una de ellas. Recuerdo que plagié a uno de sus autores favoritos: Gyp, seudónimo de Sibylle-Marie-Antoinette de Riquetti de Mirabeau; pero, de todos modos, logré una narración muy mala. Tenía el nombre de dos mujeres como título, ahora no lo recuerdo.

Es un comienzo que tiene la resonancia de unos versos de Francisco López Merino, ese poeta de La Plata que tuvo una muerte trágica, se suicidó a los 24 años, en 1928.

Usted se refiere al poema «Mis primas, los domingos», ¿verdad?

Sí. Creo que dice: «Mis primas, los domingos, vienen a cortar rosas / y a pedirme algún libro de versos en francés. / Caminan sobre el césped del jardín, cortan flores / y se van de la mano de Musset o Samain».

Tiene razón, algo parecido hay entre lo que sugiere este poema y los motivos que me llevaron a escribir, ahora recuerdo, esa mala novela de amor que llamé Iris y Margarita, tratando de imitar Petit Bob de Gyp.

López Merino también escribió un poema, llamado «Estampa», que parece un anticipo, por su similitud, del «Poema 15» de Pablo Neruda. Es curioso, pero «Estampa» comienza así: «Siempre estás como ausente de la tarde ¿qué lago / invisible y lejano recogerá tu imagen?».

Yo ya no recordaba esos versos de «Estampa». Recuerdo, sin embargo, que Borges le dedicó un poema a López Merino.

Un poema que concluye: «...es ligera tu muerte, / como los versos en que siempre están esperándonos, / entonces no profanarán tu tiniebla / estas amistades que invocan». Me estoy poniendo muy poética. Creo que es mejor retomar el tema de sus inicios, ¿qué pasó después de aquel relato fallido que escribió para una de sus primas?

Cuatro años después, como a los 14 o 15, escribí un cuento fantástico y de corte policial.

¿Fantástico o de corte policial?

Bueno, yo pienso que hay una relación estrecha entre lo fantástico y lo policial. Ambos géneros presentan situaciones, digamos, bastante inverosímiles. Además, tanto el uno como el otro requieren de un argumento muy preciso que se atenga a una estructura también muy precisa. Son géneros, el fantástico como el policial, que se ajustan a las reglas clásicas de la narración y, por lo tanto, enseñan mucho a desarrollar las aptitudes de un escritor joven, porque le sirven de aprendizaje para abordar, más tarde, otras iniciativas.

¿Y llevó a buen término el cuento fantástico y policial?

Más o menos. Mi intención era castigarme, porque pensaba que yo era muy presumido. Por eso, escribí ese cuento, que titulé «Vanidad o una aventura terrorífica» y en el que hacía una especie de autocrítica por mi comportamiento.

Hay, en su estudio, libros que no solo desbordan las estanterías de la biblioteca, sino que están sobre las sillas, las mesas, incluso sobre el sofá. También hay un gran número de fotografías y de objetos curiosos, que dan lugar a imaginar que provienen de sitios lejanos y exóticos.

Muchos de estos libros pertenecían a mis padres. Eran grandes lectores. Me dejaron una extraordinaria colección de libros franceses.

¿Cómo eran ellos? Empecemos por su madre, Marta Casares.

Mi madre murió con la duda de si yo había elegido bien mi vocación. Cuando dejé la carrera de Derecho, supongo que se llevó un disgusto. Claro que, después, entré en la Facultad de Filosofía y Letras, pero también abandoné pronto esos estudios, porque quería dedicarme nada más que a escribir. Escribir, en aquella época como en la actual, no garantiza nada. Por otra parte, mi madre siempre me decía que me cuidara de las mujeres. Temía que me devoraran. Benjamín Constant, el autor de Adolfo, (yo me llamo Adolfo), había padecido terriblemente su relación amorosa con Madame de Staël. Creo que mi madre relacionaba la historia de Constant con ciertos aspectos de la mía, y quería evitarme todo dolor. La idea que ella tenía de la vida era que debía ser como una obra de arte hermosa. Sin embargo, había leído a Marco Aurelio, y su concepción de la vida estaba basada en la filosofía estoica. Siempre ponía como ejemplo a su hermano, es decir, a mi tío. Una vez, mi tío se había quemado la mano con un enchufe, produciéndose una quemadura de segundo grado. Como en la casa había gente, él disimuló el dolor. La gente que estaba reunida le pidió que tocara el piano; luego, el órgano. Y así lo hizo, incansablemente, con su mano quemada. Había que sobreponerse a todo. Ese era un poco el lema. Por eso, cuando estoy mal, pienso en mi madre y me repongo.

¿Y su padre?

Mi padre recitaba versos, lo hacía muy bien. Recitaba el Martín Fierro, El ombú de Luis Domínguez, el Fausto de Estanislao del Campo y a muchos otros autores criollos. Gracias a él tengo el oído acostumbrado a la musicalidad de la poesía y puedo reconocer de inmediato su métrica. Él siempre quiso ser escritor, pero fue abogado. Escribió dos libros de memorias, Antes del Novecientos y Años de Mocedad, y tenía un tercero que no pudo acabar antes de morir.

¿Cuáles fueron sus lecturas?

He leído un poco de todo. La Biblia, El Quijote, a los dramaturgos españoles del Siglo de Oro, La Divina Comedia. He leído, desde luego, la obra de Shakespeare, de Giovanni Papini, de Apollinaire, de Montaigne, de Pascal y de Descartes. También a Proust, a Wells, a Conrad, a Chesterton, a Shaw, a Kipling. Y, por consejo de mi madre, a Epicteto, a Marco Aurelio y a Séneca. Pero dicho así, parecen solo nombres. En realidad, cada período de mi vida está marcado por obras y escritores diversos. Kafka, en un momento, ocupó muchas de mis horas de lectura, igual que Joyce.

En pocas palabras, ¿qué es la literatura para usted?

Lo más intenso de la vida.

¿Ha escrito todo lo que se ha propuesto?

No, yo he abandonado varios proyectos de novelas y cuentos porque nunca he querido forzar lo que no sale. También es cierto que algunos de esos proyectos los retomé años más tarde y llegaron a su fin. Caminando un día con Borges, en 1932 o 1933, le conté el argumento de «El perjurio de la nieve», pero muy por el aire. La narración, lo que yo había imaginado, tenía enormes baches no resueltos. La cosa quedó ahí y, por supuesto, el cuento no avanzó. Después de diez años de relatarle a Borges estas ideas vagas mientras paseábamos, pude, al fin, en una noche, redondear mentalmente la historia de «El perjurio de la nieve» y, a la mañana siguiente, lo escribí.

¿Cuándo conoció a Jorge Luis Borges?

A finales de 1931, en la casa de Victoria Ocampo.

¿Paseaban juntos con frecuencia?

Lo que hacíamos era caminar por barrios de Buenos Aires y entre casitas y quintas de Adrogué. Grandes caminatas para conversar sobre autores, obras y tramas posibles de futuros libros.

¿Dónde y cómo escribe?

En cualquier sitio, a condición de estar solo. No soy de los que pueden hacerlo en un café. Escribo a mano y luego lo paso a máquina. Hago muchas correcciones. Pero, con más frecuencia de la que me gustaría, me hago trampas para no escribir. Pienso, por ejemplo, la fruta que hay en casa no es suficiente para el almuerzo de hoy. Entonces, dejo todo y salgo corriendo a la frutería.

A pesar de las trampas, usted tiene mucha obra escrita.

No, por favor, comparado con los escritores europeos, no tengo nada.

Hace años que usted está casado con Silvina Ocampo.

Sí, a Silvina le debo mucho. En primer lugar, el hecho de ser escritor. Ella me convenció de que debía dedicarme a escribir.

¿Cómo se las arregla una pareja de escritores?

La buena educación indica que no se debe molestar al otro con lo de uno todo el tiempo, consultándole palabras o el título de un cuento, de una novela. Especialmente, consultándole los títulos de los libros, que son tan difíciles de lograr. Aunque, desde luego, siempre se consulta algo, se muestra alguna página o se charla sobre el final de un texto.

¿Y a sus amigos usted les lee lo que escribe antes de mandarlo a la editorial o a la imprenta?

Nunca he sometido a mis amigos a que me oigan. En 1940, con Borges, pensamos en hacer un Club de Escritores para leernos unos a otros. Por suerte, esta idea no prosperó. Comprendimos, a tiempo, el suplicio que podía llegar a ser esto. También pensamos en crear un Club de Cuentistas. Este Club consistía en elegir, por votación, al presidente, el cual estaba obligado a realizar una antología anual con los cuentos de los miembros del grupo y, además, con narradores que estaban fuera del grupo, quienes, al ser publicados en la antología, pasaban, inmediatamente, a formar parte del Club de Cuentistas. Lo teníamos bastante organizado, y muy democráticamente, pues cada año, por sorteo, íbamos a elegir a un nuevo presidente. Bueno, cuando todo ya estaba en marcha, nos citó la policía para que le informáramos en qué consistía el Club. La idea que se hicieron fue que era algo así como el Club del Cuento del Tío. En consecuencia, nos asustamos y la cosa concluyó ahí.

¿Está de acuerdo con quienes dicen que La invención de Morel es su libro más conocido, más leído?

En realidad, empezó a ser leído cuando un director de cine francés se entusiasmó con esta novela y realizó un film basado en el argumento. El film se estrenó en 1967. A raíz de la película, el libro se vendió mucho en Francia, todo lo que no se había vendido desde que apareció, en 1940, hasta bien entrada la década del sesenta. Tanto es así que yo pensaba que había estafado a mis pobres editores, porque cuando me pasaban la liquidación de las ventas, veía que solo se vendían siete ejemplares por año o una cifra similar.

¿Es, de sus novelas, la que gusta más?

Posiblemente. Bueno, al director de cine le había gustado tanto La invención de Morel que le regaló un ejemplar del libro a su novia, como demostración del gran cariño que sentía por ella. Poco después, la muchacha, por descuido, perdió la novela. Durante un tiempo, trató de ocultarle al novio que la había extraviado, pero vivía esto con muchísima angustia, porque creía que él no se iba a casar nunca con ella si descubría lo que le había sucedido. Pero, finalmente, la joven le confió su secreto a Ginebra Bompiani y le pidió que, por favor, le consiguiera otro ejemplar de La invención de Morel. Como nadie tenía ejemplares, Ginebra, a su vez, recurrió a Juan Rodolfo Wilcock, y este le hizo llegar un ejemplar.

¿Cómo siguió la historia, qué pasó con la joven?

Felizmente, pudo continuar su relación sentimental y también casarse con el director de cine.

Mencionó a Wilcock, el escritor argentino que reside en Italia.

Sí, claro. Wilcock es una de las personas más inteligentes que he conocido y por la que siento un gran afecto. Wilcock era un ingeniero que trabajaba dentro de su profesión y que, por disidencias políticas (en la primera época peronista), tuvo que irse del país. Tenía un aspecto sumiso y una vocecita muy suave, pero era capaz de decir las cosas más irónicas y terribles. En Italia, se convirtió en un escritor de méritos. Una vez, Alberto Moravia dijo: «Yo soy un escritor de fama, pero Wilcock es un escritor respetado».

¿El respeto de los lectores es la máxima aspiración de un escritor?

Desde luego.

¿Qué otras aspiraciones tiene usted?

Escribir para los lectores, precisamente, y no para mí o para un grupo de amigos. Esto requiere que los seres que uno crea sean personajes literarios y no proyecciones del autor. Hay tantos que hoy en día escriben para lucirse, para mostrar lo que saben. Yo aspiro a contar historias con la mayor sencillez, sin subestimar, por supuesto, la ambigüedad inteligente, a veces necesaria para la elaboración de un cuento. Además, tiendo, con mayor frecuencia que en mis comienzos, a utilizar el diálogo, porque es muy vital y facilita la lectura. Y prefiero, en este último tiempo, escribir relatos que no presenten situaciones demasiado inverosímiles, violentas o extrañas.

Además de cuentos y novelas, también escribió teatro. ¿Qué resultados obtuvo de esta experiencia?

No fue muy positiva que digamos. Tengo dos piezas: la comedia Una cueva de vidrio y Un viaje al oeste, que abandoné en el segundo acto. La primera intentaba ser una obra política; y como yo odio la política, los personajes resultaron ser cualquier cosa. Pero me consuelo pensando que a Flaubert le pasó lo mismo con El candidato. Todos los personajes eran fantoches; los míos también. Lo que ocurre es que, aunque me gusta mucho el teatro, no soy un espectador asiduo y, a pesar de que no creo en los géneros, o en la rigidez de los géneros, porque la creación es una, hay ciertas técnicas, propias de cada género, que el artista debe conocer profundamente. De lo contrario, tiene asegurado su fracaso.

Usted ha viajado mucho. Primero, con sus padres; después, con Silvina Ocampo y con amigos. Ha realizado viajes de placer y viajes profesionales. ¿Qué repercusión tienen los viajes en un escritor?

La importancia que tiene viajar no es para el escritor, sino para su vida. Los días, uno mismo, tienden a repetirse. Y cuando se está de viaje suceden muchas cosas fuera de lo habitual. Constant pensaba que cada día debía acabar con una propuesta consumada, con algún pequeño logro personal. En su diario íntimo, registraba sus propuestas, también sus logros y sus fracasos. La lista de sus propuestas era, más o menos, la siguiente: uno, amor físico; dos, trabajar; tres, romper con Madame de Staël. Luego, anotaba el resultado: uno, regular; dos, regular; tres, trestrestres.

¿En sus viajes habrá conocido gente de renombre?

En 1949 conocí, en París, a Octavio Paz y a Elena Garro. Paz me presentó a André Breton. Le aclaro que Breton y el surrealismo me parecen una estupidez, a pesar de que, en mis comienzos, fui un tanto surrealista. Recuerdo que Breton fingía estar entusiasmado con unos jeroglíficos que, según decía, contenían mensajes escandalosos, pero como no podía dibujar ninguno, y ante mi cara de escéptico, mandó a una hermosa muchacha, que lo acompañaba, que fuera a buscarlos a su casa. Le indicó que estaban sobre el piano, debajo de una calavera. Por supuesto, la muchacha regresó sin encontrarlos. Pienso que André Breton tuvo mucha voluntad y poca representación, igual que el surrealismo, del que fue su principal progenitor. En aquella ocasión, en aquel viaje, de quien me hice muy amigo fue del chef de un restaurante del sur de Francia. Me interesan más las personas que los personajes públicos.

¿No todos son lo que parecen?

Claro, en varios sentidos. Por ejemplo, Hardy, el escritor inglés, tenía el aspecto de un contable y, sin embargo, era excelente. Fue el último escritor que mandó sus manuscritos a la imprenta redactados de su puño y letra, y con una caligrafía impecable.

¿Cómo es usted?

Soy un hombre de gustos sencillos. Siempre estoy tratando de engordar. Un poquito demasiado basta para mí. Puedo llegar a tomar de tres a cuatro tazas de té con cuatro o cinco miñones o felipes. Me gusta mucho el pan y soy muy exigente en esto. Después, solo las comidas esenciales: papa, carne, agua y, desde luego, pan.

¿Qué me puede decir de su vida pública?

Que es prácticamente nula. No se imagina lo que sufro cuando me piden que dé una charla o una conferencia. Si algunas veces acepto, después de muchos retaceos, es porque pienso en mi madre. Pienso en ella y, entonces, me sobrepongo y hablo en público. Pero siempre tengo la sensación de que los demás reciben poco de mí. Qué les puedo dar yo, que digo tantas estupideces. Lo que reciben, suma cero. Es mejor evitarme este sufrimiento y que yo les ahorre el tener que oírme. El escritor no tiene por qué ser un orador. Su campo de acción es la palabra escrita. Por otra parte, las apariciones públicas no redundan en un mayor aprecio. Y, para los que ya te aprecian, las actuaciones públicas no añaden nada. Incluso, como dice Hardy, uno es un pensamiento pasajero en la mente de la gente que más nos quiere.

¿Cómo se llega a ser Bioy Casares huyendo de la publicidad?

Mis defectos me salvaron de la promoción. Tengo poca facilidad de palabra y nunca pude convertirme en difusor propio. Antes existía un editor, un distribuidor y un librero; ahora quieren que el escritor sea todo eso.

¿Qué significa para usted la fama?

Una situación falsa. Se admira a la gente por prodigios no logrados, porque los libros están llenos de defectos, aunque uno intente siempre escribir obras maestras.

¿Aborrece usted de los escritores demasiado profesionales?

A veces es más decoroso el escritor profesional que el genio vanidoso. También puedo decirle que, como miembro de varios jurados en concursos literarios, los originales más malos son los que llevan el sello del registro de la propiedad intelectual.

Casi todo es otra cosa

Álvaro Mutis

Entrevista realizada en Madrid el 29 de enero del año 2002.

Álvaro Mutis (Colombia, 1923-México, 2013)

No resulta azaroso que el ensayista Blas Matamoro calificara a Alvaro Mutis como «el gran impertinente» de los escritores latinoamericanos que surgieron en la segunda mitad del siglo XX por estar a contracorriente en materia literaria y política. Si en la poesía de los 50 se ejercita «un coloquialismo sembrado de experimentos verbales a la sombra de un maestro: César Vallejo», señala, o, por el contrario, se sigue la propuesta nerudiana de «americanismo telúrico», Mutis se decanta por una «poesía versicular», con atisbos cultos y cierta exuberancia contenida y trabajada hasta el paroxismo. Más tarde, a la hora de narrar, y cuando el boom impone una línea de experimentación formal y la mirada atenta a la especificidad geopolítica, el autor colombiano prefiere afianzase en la tradición y componer «una larga saga en clave de aventura caballeresca» presentando a su héroe, Maqroll, como un personaje errático y desencantado, una especie de exiliado natural que vaga por el mundo. Su lento viraje hacia la prosa culminó en siete novelas reunidas bajo el título genérico de Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero.

Siempre he dicho que todo poeta debe ser un visionario. De lo contrario, no es poeta. La condición es revelar un mundo distinto al de la realidad y, al mismo tiempo, tan real como la realidad; aquello que tenemos generalmente escondido y revuelto en el alma.

Álvaro Mutis

Las voces de Proust, Conrad, Faulkner, Joyce, Eliot, Saint-John Perse resuenan en su escritura. ¿Estos autores son sus interlocutores cuando escribe?

Nunca pienso en ellos cuando escribo. Proust, ciertamente, es uno de los autores que más quiero y más leo. Y a Conrad lo disfruté mucho, sobre todo de joven. La presencia de estas voces en mi escritura corre por parte del lector. Yo escribo lo que va saliendo, de una forma un tanto sonámbula, y no veo esas presencias que usted menciona.

Algunos escritores dialogan con otros escritores cuando escriben, ¿usted no?

Yo solo dialogo con mis fantasmas y no me acuerdo de Faulkner cuando lo hago. Pero se lo digo con mucha sinceridad, no estoy tratando de defenderme de nada.

¿Los ríos son sus patronos tutelares, sus protectores como se deja intuir en el poema V de su libro Un homenaje y siete nocturnos?

Sí, lo digo allí. Y hablo de una visión que tuve cuando llegué a Nueva Orleans y me subieron a la habitación de un hotel que daba sobre el Mississippi y no pude dormir, me quedé en el balcón, puse una silla y ahí pasé toda la noche. Y después escribí el poema. Nuestros ríos son las vidas que van a dar a la mar, que es el morir, ya sabemos todos ese poema maravilloso, las Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique. Nuestras vidas son los ríos... Para mí es una imagen maravillosa del destino humano, fuera de la voz de la naturaleza, que me dice tantas cosas, que me acompaña siempre.

En su obra, tanto poética como narrativa, usted ha descrito enfermedad, muerte, cárcel, corrupción, deslealtad, exilio. Hay una suerte de percepción onettiana del mundo. ¿Estoy equivocada?

No, para nada. Es decir, no tengo nada que ver con Onetti, pero en verdad yo veo así el mundo. Veo el mundo y a la especie humana como un desastre. Escribí un artículo cuyo título es «Fallamos como especie». Es lo que siento. Estamos destruyendo el mundo, el mal es uno de los deportes favoritos del hombre, pero hay que dejar que sea así y no tratar de arreglarlo ni ponerse de salvador ni de apóstol, porque eso es perfectamente inútil.

¿Es un descreído como lo fue Borges?

Yo nunca he participado en política, no he votado jamás y no me interesa la política. Y no sé si soy un descreído como Borges, pero estoy totalmente de acuerdo con él cuando decía que la política es una de las formas de la superficialidad.

Sin embargo, usted fue amigo de gente a quien le preocupaba mucho la cuestión política. Por ejemplo, Luis Buñuel.

La amistad con Luis fue muy valiosa para mí y muy llena de gratificaciones magníficas, sentimentales y también gustativas, porque preparábamos cócteles y discutíamos largamente sobre surrealismo, sobre ciertos escritores que a él le interesaban y sobre la novela gótica inglesa. Además, cuando yo estuve en la cárcel de Lecumberri, en México, encerrado durante quince meses, él me iba a visitar a la cárcel, iba todos los domingos a verme, y lo quise mucho. Una amistad, pues, una amistad lo es todo.

En la colección de poemas narrativos que aparece bajo el título Summa de Maqroll el Gaviero, usted nos habla de su antigua pasión por la historia. Vuelve, digamos, a Homero, a Virgilio.

En todo caso, retorno a mis obsesiones y mis intereses de siempre. Desde niño, fui un aficionado a leer libros de historia. Casi le puedo decir que leo más historia que literatura. Me interesa mucho ver el destino del hombre a través de la historia. En Crónica regia y alabanza del reino también aparece lo histórico; y de vez en cuando surge Bizancio, que es otra de mis obsesiones.

¿Como la infancia, que tanto emerge en sus escritos?

Desde luego, porque yo sostengo que se debe mantener vivo al niño que fuimos, y no tratar de matarlo para convertirlo en esa cosa tan oscura, tan indefinida que es un adulto. Los niños son visionarios como los poetas. Por eso, hay que conservar al niño intacto en nosotros. El niño que fuimos nos va a decir todo.

Simbólicamente, ¿Maqroll, el personaje principal de las siete novelas que ha publicado, vendría a constituirse en esa figura salvadora que lo preservó a usted de romper definitivamente con su infancia?

Sí, podría ser. Estoy de acuerdo.

Pero, no obstante, Maqroll se presenta casi siempre como un viejo desencantado. ¿Por qué?

Nació cuando escribía mi primera línea poética. Yo me di cuenta de que mi poesía era bastante desencantada, bastante desesperanzada. Era la poesía de alguien que ha pasado por experiencias fuertes, tremendas. Entonces, dije: mejor pongo en voz de Maqroll mi poesía, porque detrás de sus experiencias tiene más sustancia, más solidez, más consistencia lo que estoy mostrando, y así me ha funcionado.

Además, encarna al hombre errático, al exiliado permanente.

Claro, exactamente. Un hombre que no tiene adónde regresar ni quiere regresar ni le interesa regresar ni tampoco anda buscando aventuras. Deja que las cosas sucedan y se le vengan encima.

Hay quienes dicen que, si hay en su obra poética una escuela regente, esa le rinde tributo al romanticismo. ¿Está de acuerdo?

A mí no me preocupan ni me ocupan mucho las escuelas, pero digamos que cierto ambiente, cierto aire que viene del romanticismo me interesa enormemente. Y bueno, sí, esas ráfagas, esas rachas pasan por alguien que está escribiendo poesía desde los diecisiete años. Escribí solamente poesía durante cuarenta años.

¿Cuándo usted empezó a escribir, quiso ponerse premeditadamente, digamos, en la otra vereda de los modernistas?

No, no, no.

En su poesía, ¿la naturaleza es más lenguaje que paisaje?

Sí, pero mire: no pensé nunca en Darío o en Nervo o en Lugones cuando escribía poesía. Me salía del alma dejar esos paisajes y esas impresiones que me inspiraban los paisajes. Nunca pensé en estilos ni en escuelas.

Su primer volumen de poesía, La balanza, desapareció incinerado en el Bogotazo del 9 de abril de 1948, tras el asesinato del líder del Partido Liberal, Jorge Eliécer Gaitán.

Se imprimieron doscientos ejemplares de ese libro que escribí con Carlos Patiño Rossell. Acababa de salir de imprenta y estaba en tres librerías del centro de Bogotá, que ardieron en los incendios que se produjeron a raíz de la protesta por el asesinato de Gaitán. Así que fue un best seller por cremación.

Dicen que usted escandalizó, de joven, con sus diatribas en contra del modernismo.

Nunca tuve en mente ese propósito. Hay poetas del modernismo que, ya entonces, yo admiraba intensamente, como José Asunción Silva.

Usted descubre su continente y después celebra las culturas del mundo europeo.

No.

¿Y cuando celebra a Felipe II, cuando habla de El Escorial?

Bueno, pero esos han sido intereses míos desde niño. Crónica regia, que es el libro que dedico a Felipe II, es porque desde niño me apasionó este personaje, este rey; y El Escorial, desde luego, es un sitio alucinante que me acompaña también desde muy joven. Yo viví primero en Europa y entonces me quedaron todas esas imágenes muy presentes.

También aparece en su obra la nostalgia que produce el exilio.

Desde México, donde vivo, en hora y media puedo ir a lugares fascinantes, sitios que amo. Y con respecto al exilio, yo creo que somos unos eternos exilados. En primer lugar, de nuestra infancia, y eso es muy grave. Todo se va perdiendo y, al mismo tiempo, se va tratando de rescatar como sea, ¿no?, con la escritura, con la vida.

¿Luis Cardoza y Aragón, a quien usted dedicó su primer poema, «Tres imágenes» (1947), fue una figura importante para esos siempre necesarios nuevos aires en la poesía de aquellos años?

Fue mi amigo. Sí, muchísimo para esos aires nuevos en la poesía. Fue embajador de Guatemala en Colombia. Nos acogió a todos los de mi generación. Nos recomendaba muchas lecturas importantes, el Abate Bremond, por ejemplo, libros de Baudelaire y sobre Baudelaire. Nos orientó mucho y, además, era un amigo extraordinario, inolvidable. Yo no me conformo con la ausencia de Luis. Después estuve con él en México y seguimos siendo muy amigos.

¿Coincide con algunos críticos que dicen que el trópico, la tierra caliente o la tierra baja son, en todos los poemas afines suyos, «patrias metafísicas» que usted trata de recuperar, y que son «lugares sin fortuna»?

Sí, en verdad es eso. De ahí que trate de rescatar algo, de hablar de ellos, de escribir sobre ellos.

¿Y por qué lugares sin fortuna?

Hay que ir para conocerlos, son lugares que no poseen, digamos, esa posición que puede tener la llanura castellana o el sur de Francia, que están vinculados a la historia, a la literatura, a la aparición de una civilización, sino que están como marginados. Y eso, me encanta.

¿Lleva unos cuarenta y cuatro años en México, es ya su país de residencia?

Relativamente, porque me muevo mucho. Viajo a Europa todos los años.

¿Y va a Colombia seguido?

De vez en cuando.

Decía usted en una entrevista que todo poema válido es un poema finalmente suspendido; es decir, el poema que ya no se puede corregir más. ¿Corrige mucho?

Horriblemente. Sufro de la maldición de la autocrítica, pero es una autocrítica que no tiene tanto que ver con el estilo, como con qué tanto queda aquí de lo que yo quería decir, qué tanto hay. Por eso, he quemado dos novelas completas y bastantes poemas, porque siento: aquí no, aquí no pasó, no pasó a la página lo que, de veras, yo quería que pasara. Y esa es una obsesión que me hace a mí el escribir un trabajo muy duro, muy difícil. Pero, bueno, me enfrento y lo hago.

En 1953 se publica su libro de poemas Los elementos del desastre en la editorial Losada de Buenos Aires. ¿Cuándo visitó la Argentina por primera vez?

La primera vez que estuve en la Argentina fue en el año 1954 y después en múltiples ocasiones, cuando yo trabajaba para compañías de cine como Twenty Century Fox o Columbia Pictures. Era gerente para América Latina de estas compañías en el ramo de televisión y llegué a conocer muy bien Buenos Aires y Rosario. Es un país que me gusta mucho.

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