Kitabı oku: «Rondas, fanfarrias y melancolía»

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Rondas, fanfarrias y melancolía. Aproximaciones a la obra de Federico Fellini/editor, Ricardo Bedoya; presentación, Óscar Quezada Macchiavello. Primera edición digital. Lima: Universidad de Lima, Fondo Editorial, 2021.

243 páginas.

Incluye referencias.

1. Directores de cine – Italia -- Siglo xx – Crítica e interpretación. 2. Películas cinematográficas – Siglo xx – Crítica e interpretación. 3. Cine italiano – Siglo xx – Crítica e interpretación. I. Fellini, Federico, 1920-1993 -- Crítica e interpretación. II. Bedoya, Ricardo, editor. II. Quezada Macchiavello, Óscar, presentación. III. Universidad de Lima. Fondo Editorial.

791.430233092

F35Z3B ISBN 978-9972-45-553-7

Rondas, fanfarrias y melancolía. Aproximaciones a la obra de Federico Fellini Ricardo Bedoya (editor)

Primera edición impresa: noviembre, 2020

Primera edición digital: marzo 2021

© Universidad de Lima

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Versión e-book 2021

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ISBN 978-9972-45-553-7

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú n.o 2021-01858

Índice

Presentación del rector de la Universidad de Lima

Presentación del Embajador de Italia

Introducción. Un breviario felliniano

Ricardo Bedoya

Federico Fellini: un soñador con los pies en la tierra

Gabriele La Posta

Federico Fellini: del neorrealismo residual a la modernidad fulgurante

Isaac León Frías

¿Qué quiere Giulietta?

Giovanna Pollarolo

Espectros y revelaciones: Las tentaciones del doctor Antonio

Giancarlo Cappello

Fragmentos de un mosaico colorido. Sobre Fellini y Roma

Javier Protzel

Entre espectros y maniquíes: Toby Dammit y el terror gótico italiano

José Carlos Cabrejo

Roma: topografía y topología felliniana

Eduardo A. Russo

El oficio de robar recuerdos

Ana Carolina Quiñonez Salpietro

El inca negro de Federico

Fernando Vivas Sabroso

Los actores norteamericanos de Fellini

Enrique Silva Orrego

Yo nunca pienso en Fellini

Miguel Marías

El legado de Fellini en el cine de hoy: influencias, homenajes y traiciones

Natalia Ames Ramello

Bajando a la luna: Fellini, el dibujo y el escenario

Gabriel Quispe Medina

Dos películas de Fellini: Ensayo de orquesta e Y la nave va

Rafaela García Sanabria

Tres películas de Fellini: Agencia matrimonial, Ocho y medio y Los clowns

Federico de Cárdenas

Los autores

Presentación del rector de la Universidad de Lima

Una vez más, la ya fructífera colaboración de la Embajada de Italia con la Universidad de Lima hace posible algo de mucho valor: en este caso, la publicación de un libro sobre Federico Fellini, a raíz de la celebración de los cien años de su nacimiento. Es un honor y una gran alegría para la Universidad de Lima, en particular, esta grata coordinación con la Embajada de Italia, pues reafirmamos con ella nuestra reconocida tradición promotora del buen cine y de la crítica cinematográfica sostenida por diversas publicaciones a lo largo del tiempo.

Esta convocatoria a colaborar con un conjunto de aproximaciones a la obra de Federico Fellini ha sido una ocasión festiva, no solo para los cinéfilos y especialistas en su obra, que aquí han convergido desde diferentes ámbitos, sino también para los lectores conocedores de su cine, quienes sabrán redimensionar desde distintas entradas el arte de ese gran Maestro de Rímini que ha trascendido su tiempo, su género y se ha hecho realmente universal.

Concuerdo con quienes piensan que estamos ante un genio de proporciones magníficas: original, prolífico, cuya idiosincrasia estética ha marcado la sensibilidad cinematográfica de nuestro tiempo proyectándola a latitudes oníricas, esperpénticas, tornasoladas, surreales, misteriosas, pero ancladas siempre en la referencia narrativa y figurativa a Italia. Estamos, en suma, ante un océano imaginario en el que reverberan, coagulan y se disuelven incesantemente los símbolos de las angustias y contradicciones existenciales de su autor.

Con acertada inspiración condensadora, el editor ha recogido tres emblemas de ese impresionante cosmos: las rondas, esas de los ditirambos desmesurados, de los saltimbanquis alabados o despreciados, de los circuitos y cortocircuitos de la acción, impregnados en las risas sardónicas que destellan en los rostros, de las conversaciones entrecortadas y circulares, de los rituales familiares, amicales y sociales dispuestos en corro; las fanfarrias, esas que suenan y resuenan en las músicas de feria y entraman el hilo mismo de los relatos irradiando un clima muy característico; y la melancolía, esa estructura pasional ambiental expresada en una mirada entre apenada y sosegada al horizonte irrecuperable de los afectos vividos. Sin duda, en esos emblemas (y en otros menos perceptibles) están, en memoria, las mascaradas elaboradas por quien fue también un notable ilustrador satírico e historietista.

No me corresponde hacer más comentarios generales sobre el inmenso e intenso fenómeno felliniano, encarnado por antonomasia en esa fantástica comunidad de la Cinecittà; solo me queda agradecer cálidamente a la Embajada de Italia por su entusiasmo y decidido apoyo, e invitar a los interesados a celebrar, con la buena lectura de estas aproximaciones que persiguen la estela indeleble de su obra, el siglo del nacimiento de este gran creador italiano que ya pertenece a toda la humanidad.

Óscar Quezada Macchiavello

Rector de la Universidad de Lima

Presentación del Embajador de Italia

La Universidad de Lima me honra al darme la oportunidad de presentar esta publicación, que es un ejemplo perfecto de la estrecha relación que desde hace muchos años tienen nuestras instituciones y que nos ha permitido desarrollar un amplio abanico de actividades culturales para el público peruano.

Esta vez nos convoca un hijo de Italia que, a mi parecer, es uno de los pocos artistas del siglo XX que merece ser calificado como genio. El de Federico Fellini fue un espíritu que supo llenar la pantalla de ensueño y de ilusión; que logró presentar de manera original e imperecedera la Italia de la posguerra y del gran desarrollo desde una mirada que fue muy personal, pero capaz de tocar la imaginación de toda una época y de extender su influencia también a las siguientes generaciones.

La trascendencia de Fellini es la razón por la que ahora, a cien años de su nacimiento, un claustro tan prestigioso y caracterizado por la difusión del buen cine edita una publicación que, a través de los textos de investigadores peruanos y de otras latitudes, rinde homenaje a su vida y obra. Aprecio mucho no solo el afán, sino también la realización de un proyecto que analiza, desde diversas perspectivas, variados aspectos del arte y del legado de un creador que sobrepasó los límites de su tiempo y se convirtió en un ícono del cine mundial.

Como representante de Italia, me enorgullece que el trabajo de un compatriota sea reconocido y apreciado en una nación como el Perú que, una vez más, demuestra sus estrechos vínculos con la cultura italiana. Quiero expresar mi sincero agradecimiento a la Universidad de Lima y a su Fondo Editorial por renovar y ampliar el interés del público peruano por el Maestro riminés.

Estoy seguro de que, en las páginas de esta publicación, el lector encontrará interesantes acercamientos al cosmos de Fellini, a lo que le movió para entregarse a ese mundo encantado que es Cinecittà, donde dejó un legado imperecedero. Les invito a “volver a conocer” al gran Federico a través de estos textos que nos permiten vislumbrar su creación visionaria.

Giancarlo Maria Curcio

Embajador de Italia

Introducción. Un breviario felliniano

Ricardo Bedoya

Como editor de este volumen, me toca hacer una presentación panorámica de la obra de Federico Fellini. Es un aprieto, por supuesto, ya que resulta difícil sintetizar en cinco mil palabras lo que representan las películas de un autor cinematográfico de preocupaciones tan amplias, de un estilo tan complejo y de un mundo tan variado como Fellini. Rastrear su legado supone dar cuenta de sus vínculos con el neorrealismo, de su tránsito hacia una “nueva figuración”, de su conversión en un personaje de sus propias películas y de situar el último período de su obra, el más pesaroso y desencantado, entre otros asuntos.

Por otra parte, sus películas siempre generaron debates. Algunos esgrimen las mejores razones para preferir una u otra etapa de su carrera, como si no hubiera vínculos estrechos y continuidades muy visibles entre ellas. Hay quienes apuestan todo por el período que se inicia en 1950, año de su primer largometraje, Mujeres y luces (Luci del varietà), que codirigió con Alberto Lattuada, y se extiende hasta 1957, cuando realiza Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria). Otros, en cambio, sin desdeñar ese primo tempo, valoran sobre todo las películas que siguieron el camino iniciado en La dolce vita (1960).

En otras palabras, están los que aprecian su cercanía a la narración tradicional y el encuadre “realista” de Mujeres y luces, El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952), Los inútiles (I vitelloni, 1953), Agencia matrimonial (Agenzia matrimoniale, episodio del largo L’amore in città, 1953), La calle (La strada, 1954), El cuentero (Il bidone, 1955) y Las noches de Cabiria, y los que se deslumbran —contando algunas decepciones de por medio— con La dolce vita (1960), Las tentaciones del doctor Antonio (Le tentazioni del dottor Antonio, episodio de Boccaccio 70, 1962), Ocho y medio u (Otto e mezzo, 1963), Giulietta de los espíritus (Giulietta degli spiriti, 1965), Toby Dammit (episodio de Historias extraordinarias - Histoires extraordinaires - Tre passi nel delirio, 1968), Fellini Satyricon (1969), A Director’s Notebook - Block-notes di un regista (1969), Los clowns (I clowns, 1970), Fellini Roma (1972), Amarcord (1973), Casanova (Il Casanova di Federico Fellini, 1976), Ensayo de orquesta (Prova d’orchestra, 1978), La ciudad de las mujeres (La città delle donne, 1980), Y la nave va (E la nave va, 1983), Ginger y Fred (1985/1986), Entrevista (Intervista, 1987) y La voz de la luna (La voce della luna, 1990).

¿Pero se dio ese giro radical hacia el barroquismo y la subjetividad que ven algunos, o se trató más bien de un cambio de acento, de un ajuste del punto de vista, de una adecuación al aire de los tiempos, o del desborde de impulsos, visiones, afectos y caprichos que estuvieron ahí desde siempre?

Echemos una mirada fragmentaria, en bloques, a la manera de un breviario de asuntos y motivos, al conjunto de la obra felliniana. Acaso así podamos acercarnos a esas líneas, frases, estilemas, melodías y obsesiones que aparecen y luego se ocultan para volver a asomarse, pero reescritas o compuestas de otra manera, en otro orden, distinto tono y un acento cada vez más grave.

NEORREALISMO

Los vínculos de Federico Fellini con el neorrealismo son estrechos desde los días en que colabora con Roberto Rossellini y trabaja con Cesare Zavattini en la publicación satírica Marc’Aurelio1. Pero en un momento de su carrera como cineasta, que se sitúa hacia La dolce vita, decide alejarse de ese “arte de la evidencia” que sustentaba las películas que lo formaron como guionista y realizador. Es un distanciamiento radical del realismo tal como lo practicaban Cesare Zavattini y Vittorio De Sica, sobre todo. Pero también Roberto Rossellini, ya que para el director de Stromboli (Stromboli, terra di Dio, 1950), el cine era el instrumento capaz de penetrar en el magma de lo sensible y encontrar ahí, sin forzar las técnicas de observación, momentos privilegiados de revelación espiritual y “epifanías de lo real”2.

De paso, en su disidencia, Fellini se lanza a incumplir los cánones de Cesare Zavattini y sus empeños por hallar una supuesta y esquiva esencia del cine en sus posibilidades testimoniales. Sin negar la fuerza del documento fílmico, Fellini concilia las convenciones del realismo con una dimensión visionaria que se preocupa cada vez menos por duplicar las apariencias inmediatas de lo tangible. Al hacerlo, refuerza su escepticismo o incredulidad en ese denominador común —del que son devotos los artífices del neorrealismo— que iguala a los seres humanos en la aflicción o en la desdicha. Decide, entonces, marchar en busca de lo diferenciador, hurgando en los signos particulares, registrando los rasgos de lo insólito y hasta de lo grotesco. Las fábulas realistas y piadosas de Zavattini y Vittorio De Sica se transforman, en manos de Fellini, en relatos de excepción.

El mundo del director se puebla, de modo progresivo, con payasos, artistas de feria, jóvenes a la deriva, simuladores, viajeros libertinos, nobles depravados, celebrantes enmascarados, figuras extravagantes, seductores taciturnos, saltimbanquis, locos encaramados a un árbol, magas y médiums espiritistas, telépatas, equipos de reporteros televisivos desconcertados, fantoches fascistas, videntes, impetuosos paparazzi, varones acosados y mujeres imaginadas, seductoras y temibles. El guionista de Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945), de Roberto Rossellini, voltea su mirada en busca de esas singularidades que aprendió a observar en cada quien cuando fungía de caricaturista. Una poética de lo excepcional, de lo estrafalario y hasta de lo monstruoso empieza a vislumbrarse en sus películas, aun cuando escarben en la marginalidad, como ocurre en La calle, en El cuentero o en Las noches de Cabiria.

Alguna vez, Jacques Rivette, por entonces cercano a las ideas de su mentor André Bazin, dijo, a propósito del cine de Howard Hawks, que “lo que es, es”. De un aserto de ese tipo, apología de un cine de las evidencias y del templado registro de lo “real”, y dictamen aplicado como juicio valorativo, es que se distancia Fellini. La realidad registrada por el arte en general y por el cine en particular es incapaz de generar certidumbres. Las imágenes que la representan lucen más bien traspasadas por la subjetividad del que la interpreta, y no solo del que la contempla.

ENCUESTAS

Películas crónica, películas reportaje, películas encuesta. Una franja de la obra de Fellini se ofrece bajo esas formas. Sea porque simule las técnicas de la aproximación periodística, porque se muestre como la recreación de épocas evocadas por un narrador-guía —a veces el propio Fellini—, o porque apele a algunas de las formas retóricas del documental. Y es precisamente con una película “encuesta” que el director desafía, por primera vez, y años antes de La dolce vita, el canon de la estética neorrealista.

Ocurre en Agencia matrimonial, uno de los seis episodios o “encuestas” que integran Amor en la ciudad, un proyecto fílmico a varias manos (las de Alberto Lattuada, Francesco Maselli, Federico Fellini, Carlo Lizzani, Cesare Zavattini, Michelangelo Antonioni, Dino Risi) impulsado por Zavattini con el fin de condensar el espíritu del neorrealismo, entendido como una crónica informativa, casi de índole periodística, en permanente sintonía con los sucesos de su tiempo. Tres años después de haberse iniciado como realizador cinematográfico, Fellini sigue las reglas del juego propuesto y, a la vez, las pone en cuestión. Es decir, participa en el proyecto de Zavattini, pero infiltrando en él un tratamiento ficcional que pergeña con el guionista Tullio Pinelli.

A primera impresión, Agencia matrimonial parece apegarse a la ortodoxia neorrealista: encontramos rodaje en interiores y exteriores naturales y a un grupo de actores sin glamur, aunque con alguna experiencia profesional. Tanto la conductora de un negocio de arreglos matrimoniales (Angela Pierro) como la joven ilusionada con el novio prometido (Livia Venturini) se definen con precisión como “encuestadas” y se presentan como “actores —actrices— sociales”, según la apelación con la que Nichols (1997, p. 76) designa a los personajes del documental. Pero sobre esa base testimonial se construye un punto de vista decididamente narrativo y dramático, el del reportero (Antonio Cifariello) que conduce la pesquisa y redondea la moraleja ética de la historia.

“Lo que estoy a punto de contar es un suceso verdadero. Me ha ocurrido a mí”, dice el periodista-narrador en una primera intervención que conjuga el verismo zavattiniano —el previo a Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951) de Vittorio De Sica— con la subjetividad felliniana. La entonación del relator, su mirada sobre la agencia que investiga y los espacios que recorre, tanto como la fantasía del lupo mannaro necesitado de amor que preside su pesquisa le otorgan al cronista un relieve superior, el del creador de una ficción que se va modelando conforme las acciones se desarrollan. Las “personas comunes” son confrontadas con el relato fantástico y, al despuntar aristas melodramáticas inesperadas, las vemos adoptar decisiones fundamentales para su futuro. La densidad de lo imaginario, que incluye la improbable existencia de un licántropo, se superpone a la fuerza de la propuesta verista.

En películas posteriores, los procedimientos retóricos —mejor, las argucias— de las encuestas simuladas o de los reportajes subjetivos y trucados reaparecen en la obra de Fellini cuando el realizador decide activar toda suerte de fantasías, más o menos ancladas en sus evocaciones personales. O cuando despliega los asuntos centrales de su poética: el circo, el carnaval, la representación de la memoria y la mascarada en Los clowns, o las posibilidades de construcción de la ilusión en el cine realizado al abrigo de Cinecittà en Entrevista. O cuando recupera ambientes y gestos extraviados en el tiempo y el recuerdo, como lo hace el guía-narrador de Amarcord.

Cuando Fellini se filma filmando es porque quiere hablar de sí, contarnos de sus fobias, embustes, caprichos o manías, lucir su narcicismo y autoindulgencia, saturarnos con sus hallazgos visuales, mostrarnos algo de su experiencia vital, liberar su temperamento barroco, lucir sus impulsos impresionistas y compartir su percepción intransferible de algo muy preciado que el tiempo clausuró. Por tanto, el joven periodista de la precoz Agencia matrimonial es reemplazado por el mismo Fellini, acaso satisfecho de su propia notoriedad, quien aparece asistiendo a las representaciones finales de la tradición del Augusto y el clown Blanco, recorriendo con nostalgia las instalaciones de Cinecittà, o trazando un levantamiento topográfico mental y mapa afectivo de Roma, figurada como el lugar donde pervive el pasado mediato (el teatro de la Barafonda, la trattoria al aire libre) o el pretérito: la villa de dos mil años de antigüedad encontrada en las excavaciones del metro (una topografía que Eduardo A. Russo analiza de modo exhaustivo en este mismo volumen). El director también se muestra filmando cuando se convierte en testigo de las aprensiones del presente. Los “actores sociales” son, en esos casos, figuras del cine y de la cultura (Anna Magnani y Gore Vidal en Fellini Roma), o actrices o actores de sus propias películas, como Anita Ekberg y Marcello Mastroianni en Entrevista.

DESPLAZAMIENTOS SUBJETIVOS

Los desplazamientos subjetivos de la cámara, convertidos luego en estilemas fellinianos, los entrevemos en El jeque blanco, gracias a la furtiva, pero reveladora mirada que Wanda dirige a la agitada trastienda del mundo de las fotonovelas. Se prolongan en el final de Los inútiles, encarnados en la visión omnisciente de Moraldo (Franco Interlenghi), que asiste, como testigo silencioso e imaginario, al reposo de sus amigos y familiares desde el tren que lo aleja de su ciudad. Pero dominan en Agencia matrimonial, que apela a los dispositivos formales de los encuadres móviles en travelling subjetivo para identificar la mirada del cronista avanzando por los espacios del viejo edificio que alberga las oficinas de la agencia matrimonial: los “ojos” del reportero recorren los pasillos del inmueble, se asoman a los interiores de los deteriorados departamentos, aguaitan por las esquinas de los corredores de una edificación ruinosa. Un grupo de niños lo conducen al lugar que busca. Se topa entonces con el extravagante y verboso propietario de la agencia (Ilario Maraschini), definido en sumarios trazos fisonómicos que demuestran el oficio del Fellini caricaturista.

Similares desplazamientos subjetivos no son privativos de los filmes “reportaje”. Los reencontramos en sus fantasías barrocas: en Ocho y medio, en Giulietta de los espíritus, en La ciudad de las mujeres. Los travellings subjetivos recorren espacios realistas o ensoñados para registrar, de modo fugaz, apariciones insólitas o para anotar percepciones íntimas. Son vistazos de un “reportero”, a veces absorto ante el caos que lo envuelve o lo arrastra, que aparecen incluso en las fantasías más recargadas y delirantes.

MELANCOLÍA

Una vez más, la inicial Agencia matrimonial, a pesar de su brevedad, nos dice algo acerca de lo que vendrá en la obra de Fellini. Apunta a su vena melancólica y anuncia ese presentimiento del final que adquiere matices premonitorios en sus últimas películas. Es un afecto que comienza a dibujarse en los gestos de desencanto de la ingenua y solitaria Rossana al desechar su matrimonio con el licántropo.

La melancolía es una vivencia que no solo impregna las ficciones de Fellini. También se instala en sus “reportajes”. Vemos en ellos a personajes evocando las ilusiones que vivieron en sus encuentros iniciales con el circo, con la gran ciudad o con los estudios cinematográficos. Pero ahora las observan desde la vivencia de la desolación. Comprenden, entonces, que les será imposible volver a sentir el júbilo y el deslumbramiento de otrora. Y aparece la aflicción. En Los clowns, Fellini y el guionista Bernardino Zapponi se empeñan en convocar a los más distinguidos representantes de las galas del circo, pero sin lograr reanimar las técnicas anacrónicas de ese arte extinguido, por más que les ofrezcan una despedida estrafalaria. El entretenimiento popular de antaño ha sido reemplazado por la presencia contaminante de la televisión, y ya no hay vuelta atrás. En Fellini Roma, la pesadilla de los atascos en la vía periférica ha sustituido el entrañable desorden de los cines populares en los que se ofrecían espectáculos antes de las proyecciones. Y ya tampoco se podrá filmar El viaje de G. Mastorna, ese proyecto entrevisto en A Director’s Notebook - Block-notes di un regista.

La trompeta que oímos al final de Los clowns, prolongando el acento elegíaco de la melodía de La calle, lo resume todo. La música de Nino Rota evidencia la melancolía que impregna todos los “reportajes” fellinianos, yendo en paralelo con los acentos festivos y carnavalescos de su obra3. Por eso, Amarcord empieza con unas notas musicales que fusionan la fanfarria celebratoria y la música popular, acompañando el rito de la fogata en la plaza principal del pueblo, pero luego cede su lugar a la triste melodía que interpreta Cantarel, el ciego, en su acordeón. Es un lamento por el transcurso del tiempo, por el fin de los rituales que fluyen aparejados con la sucesión de las estaciones del año, y por la pérdida de esa candidez colectiva de los adolescentes de la provincia que se fascinaban con el contoneo de la Gradisca (como lo desarrolla Ana Carolina Quiñonez Salpietro en el artículo de acentos evocativos que ha escrito para este libro). La larga secuencia del matrimonio de la diva del lugar, acompañado por esa melodía tristísima, es la representación cabal de un sentimiento crepuscular.

En Fellini Roma, las memorias personales del cineasta, tan libérrimas como sus fantasías, se tornan insumos de la ficción. Para expresarse en plenitud, se liberan del corsé del relato tradicional y encuentran la forma del mosaico que mezcla el pasado y el presente, la realidad y la imaginación. Proliferan los cuadros, los episodios y las viñetas, que se alejan del costumbrismo por las vías de la ensoñación y la irrealidad; las escenas son “alveolos, imágenes compartimentadas, cabañas, nichos, galerías y ventanas”, según observación de Deleuze (1987, p. 123). Por ellas circulan las memorias y los gestos del pasado, los encuentros que se fingen fortuitos (como aquel con Anna Magnani, refractaria a la entrevista y que Fellini presenta como símbolo clásico de la ciudad, loba y vestal), el sentido de lo inesperado y lo extravagante (que tiene su punto más alto en la secuencia del desfile de modas eclesiástico) y la convicción de que el esplendor de la ciudad quedó atrás.

Pero el punto máximo de esa visión melancólica la hallamos en un momento de Ginger y Fred. Hasta la boca del lobo del estrafalario régimen televisivo impulsado por Silvio Berlusconi llegan dos personajes que encarnan el sueño y la memoria del espectáculo tradicional, ahora derrotado por la pantalla electrónica en la era de la “neotelevisión”. Son dos viejos imitadores de las rutinas fílmicas de Ginger Rogers y Fred Astaire —encarnados por Giulietta Masina y Marcello Mastroianni—, en busca de recuperar, en los escasos minutos de una agitada emisión, todo el esplendor de las luces de las variedades. Desechos de un anacrónico star system, caen en el centro de ese espacio espectral televisivo que apuesta a la simulación perpetua. Sobrevivientes de la ilusión del blanco y negro de Sombrero de copa (Top Hat, 1935), de Mark Sandrich, y de las pistas de baile relucientes de la RKO Pictures, ahora se enfrentan a la destellante luminosidad del color electrónico. Ginger y Fred, o Giulietta y Marcello, son los emisarios de la gracia fílmica varados en el electrónico vientre de la ballena audiovisual. Enfrentan la catástrofe televisiva con el ánimo apacible, entre embotado y perezoso, típico de Marcello, y la mirada desconcertada de Giulietta. Sobre el set y en el aire, ocurre lo imprevisto. La energía eléctrica se interrumpe y la emisión se detiene. Solos y en medio de la oscuridad —como el abuelo de Titta creyéndose muerto entre las brumas de Amarcord—, ambos tienen un instante de iluminación luego de transitar por un poso de melancolía. Mueren y renacen, se reencuentran, dejan atrás achaques, alcoholismo y dolores articulares. Al volver la luz y al restablecerse el flujo de la TV, los espectros del cine del ayer anudan una alianza vital que les permite ser auténticos una vez más, recrear una forma de espectáculo intemporal y paladear la eternidad4.

NUEVA FIGURACIÓN

Desde La dolce vita, escrita con Ennio Flaiano, Fellini se instala en el dominio de una “nueva figuración”, dando inicio a una etapa de su obra caracterizada por la abolición de la estructura tradicional del relato, la opción por representar lo alucinatorio y lo onírico, la atenuación del diseño psicológico de los personajes, el predominio de los artificios escenográficos y la proliferación iconográfica. En paralelo, la puesta en escena asimila las dinámicas circulares, festivas o delirantes del circo, el vodevil o la celebración pagana.

La dolce vita es la primera película que adopta una estructura en “moléculas largas”, como señala Legrand (1979, p. 218), que va a prolongarse en títulos posteriores, haciendo notoria la influencia de la construcción de los números del teatro de variedades y sus secuencias de autonomía relativa. Es una disposición en bloques-secuencias que alternan la fantasía, el humor, el onirismo o la alucinación. Cada uno de esos segmentos ofrece una composición visual singular, donde los protagonistas se entremezclan con el conjunto de comparsas que hacen las veces de coros movedizos, siempre inquietos y dispuestos en los diferentes términos del encuadre, conformando múltiples, simultáneos y dinámicos centros de interés visual, lo cual perturba la percepción de la amplitud del campo representado en cada encuadre. Cada uno de esos partiquinos tiene algún trazo singular o hipertrofiado en sus facciones, sus gestos, sus movimientos extraños o sus maquillajes. Para percibirlos, los espectadores debemos desparramar la mirada por el campo visual, de tal manera que se pulveriza cualquier posibilidad de focalizar nuestra atención en un único elemento.

La suma de esas singularidades colma el espacio visible del encuadre y crea un débil equilibrio entre la composición del “cuadro”, siempre saturado por esas presencias de notorio volumen físico y variedad cromática, y las impresiones de desorden y confusión causadas por las diversas velocidades con las que se desplazan, aparecen, se agitan o se desvanecen. Las imágenes alternan la abundancia y el ocultamiento.

A diferencia de otros barrocos, digamos Orson Welles (ese otro bugiardo), Fellini no apela al sistema retórico creado por las angulaciones intencionadas, los movimientos de cámara hiperbólicos o los contrapicados insistentes. Tampoco atraviesa la imagen con líneas de composiciones marcadas ni con la disposición simétrica del encuadre y sus componentes, para cargarlos de valores simbólicos, como el Joseph Losey de El sirviente (The Servant, 1963) y otras películas. Le interesa representar el desorden en sus diversas intensidades, en sus flujos imparables y con abundancia de ornamentos, siempre visibles y coloridos. Rehúye la simetría porque le atrae la representación de lo informe y lo caótico.