Kitabı oku: «Cristo decide en mi vida»
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Asociación “Hogares Nuevos”
Zona Urbana S6106XAE-Aaron Castellanos
(Santa Fe)- Argentina
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Facci, Ricardo EnriqueCristo decide en mi vida / Ricardo Enrique Facci. - 1a ed . - Aarón Castellanos : Hogares Nuevos Ediciones, 2020.Libro digital, EPUB - (Cristo vive en mí)Archivo Digital: descarga y onlineISBN 978-987-47565-1-01. Vida Cristiana. 2. Cristianismo. 3. Espiritualidad Cristiana. I. Título.CDD 248.4 |
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Con las debidas licencias. Queda hecho el depósito que ordena la ley 11.723
Noviembre 2020
Industria Argentina.
Presentación
Tenemos el agrado de presentar el Tomo III de la colección “Cristo vive en mí”, titulado “Cristo decide en mi vida”.
La colección recoge diversos textos inéditos del Padre Ricardo E. Facci que ayudarán al lector, a profundizar sobre una realidad que toca a todo cristiano: dejar que Cristo sea el artífice de la propia vida.
Estamos convencidos que estas páginas ayudarán a quienes desean vivir profundamente un camino de santidad.
Ponemos en manos de María Reina de la Familia cada una de estas páginas, ella que se dejó conducir por la voluntad Divina diciendo “hágase en mí según tu palabra”, hoy nos dice: “hagan todo lo que Él les diga”.
Equipo Editorial
Primera Parte:
La vocación del Cristiano
1. La Meta es la Santidad
La santidad es la meta a la cual estamos llamados. Uno de los secretos de la perseverancia es no olvidarse de la meta.
Permanentemente debemos recordar este llamado.
La gramilla y las malezas crecen rápido; se los arranca, se les coloca productos para que no vuelvan a nacer, sin embargo se las ingenian y vuelven a nacer solos. Aquella planta que llena los ojos, que se cultiva por la flor o por la semilla, hay que sembrarla, cuidarla, resembrarla una y mil veces.
Los vicios en nuestro corazón nacen solos, en cambio las semillas grandes de Dios hay que resembrarlas constantemente porque la agitación de la vida no las deja crecer. Dice San Pablo en 1Cor 1,2: “Pablo saluda a la iglesia de Dios que reside en Corinto, a los que han sido santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos”. El salmo 80 expresa en el versículo tercero: “despierta tu poder, Señor y ven a salvarnos, ven a santificarnos”.
Si nos remontamos al principio, con la caída de Adán, el pecado desbarató el plan divino para la santificación del hombre. El pecado destruyó, desarmó el plan que Dios tenía para que el hombre fuera santo.
Nuestros primeros padres se hundieron en un profundo abismo de miseria, y al hundirse arrastraron a todo el género humano. Durante siglos el hombre gime en su pecado y construye una cima infranqueable donde de un lado está Dios y del otro el hombre. Para llevar a cabo lo que el hombre no puede, Dios promete un Salvador. Esto no pertenece solamente a la etapa previa al nacimiento de Jesús y a la constitución de la Iglesia, sino que se vuelve a reeditar en cada uno de nosotros.
Cuando nuestros padres nos engendran, están utilizando la capacidad que Dios Creador le dio al hombre, pero no pueden darnos la plenitud de la pureza, porque automáticamente nos contaminan con el pecado. En la etapa que va desde que fuimos engendrados hasta el bautismo, reeditamos el tiempo de espera del pueblo de Israel, reeditamos el tiempo de la promesa de un salvador.
La promesa estaba depositada en el pueblo de Israel pero era para todos, y es por eso que nosotros participamos de esa promesa: “y acudirán pueblos numerosos que dirán: vengan, subamos a la montaña del Señor, a la casa del Dios de Jacob; Él nos instruirá en sus caminos y caminaremos por sus sendas” (Is 2,3). Jesús lo confirma: “por eso les digo que muchos vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac, Jacob” (Mt 8,11). “Porque Él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,4). “Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en Él no muera sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
De esta manera ha amado Dios al mundo: Israel fue el depositario de la promesa y debía transmitirla de generación en generación. Pero en el plan de Dios ya desde el principio, la promesa estaba destinada a toda la familia humana, y en esto se fundamenta nuestra actitud misionera. No solamente la actitud que debía tener el pueblo de Israel, sino nuestra propia actitud misionera, porque la promesa se ha cumplido. Pero claro, no existirá nunca una actitud misionera si primero no se tiene conciencia del mensaje, de la acción redentora, de que la salvación llegó para uno y para todos.
No se puede llamar a los demás a ser santos, si primero no se lo entiende para uno. ¿Cómo se podrá decir que Dios ama si primero no se experimentó que Dios ama? ¿Cómo se podrá decir que Dios llama si primero no se experimenta que Dios llama? ¿Cómo se podrá decir que Dios mandó a su Hijo y que murió en la cruz, si primero no se experimenta que murió en la cruz por uno? Si a nosotros Pablo nos enviara una carta, también, la podría encabezar del mismo modo: “ustedes, llamados a ser santos”.
En función de la consagración por el bautismo, estamos llamados a ser santos. Por lo tanto, la santidad es ofrecida a todos los hombres.
Levítico 11,44: “los santificaré y serán santos porque yo soy santo”. Jesús lo puntualiza mucho más en Mateo 5,48: “sean perfectos, como perfecto es el Padre Celestial.” ¡Qué expresión tan cargada de un ideal alto, de una meta alta, llena de esperanza! “Sean perfectos como el Padre Celestial es perfecto”. Jesús, en el sermón de la montaña, se lo estaba proclamando a la multitud que lo seguía. Allí estaban todos, inclusive muchos que no entendían quién era Él. Pero igualmente les decía: “sean perfectos...” Esto marca una pauta muy grande para toda la vida de la Iglesia: no hacen falta pedestales para ser llamados a la santidad.
Todos estamos llamados a la santidad. ¡Con cuánta mayor razón quienes han dado pasos más cercanos en la relación con Dios! Porque han continuado el crecimiento en la vida de santificación, recibiendo sacramentos y hasta preparándose para vivir con Él. Por lo tanto, existe la posibilidad de ser santos. Jesús da los medios en Juan 10,10: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia, he venido para darles los medios para alcanzar la santidad”. La Iglesia marca el llamado a la santidad para todos los bautizados, no sólo para la jerarquía.
Esta conciencia que tiene el pueblo de esperar que el sacerdote o la religiosa sean santos, ¿no será porque en definitiva el pueblo sencillo capta que tienen más medios para poder alcanzarlo? ¡Todos están llamados! Todos pueden y tienen la gracia suficiente, pero parece que algunos tienen algo más que lo suficiente. Si para todos es deber responder a este llamado por estar bautizados, cuánto más para quienes viven una consagración. La tarea misionera y evangelizadora recuerda y nos recuerda que se está llamado a la santidad.
Santa Teresa de Jesús dice: “no puedo entender qué es lo que temen para ponerse en el camino de la perfección; estamos llamados a la santidad”. Uno puede preguntarse: ¿cómo santificarse? ¿Qué hacer para santificarse? Dice san Pablo en 1Cor 1,4: “doy continuamente gracias a Dios a propósito por la gracia que les ha sido otorgada en Cristo Jesús”.
La comunidad cristiana está llamada a la santidad, pero al mismo tiempo tiene una gracia para alcanzar esa vida de santidad. Por eso, San Pablo da gracias a Dios, porque le fue otorgada en Cristo Jesús. Esta gracia llega a la humanidad, a todos los hombres, a través de los méritos infinitos de Jesús.
Jesús, cuando muere en el sacrificio de la cruz, obtiene méritos infinitos para saldar la deuda que la humanidad tenía con Dios, que era infinita. La falla del ser humano, la ofensa, se mide no por quien ofende sino por a quién se ofende. No es lo mismo ofender a una persona que pasa por la calle que ofender al presidente de la nación. Los dos son personas humanas, pero una de ellas tiene un cargo diferente, una responsabilidad diferente en la comunidad humana; entonces es más grave ofender al presidente de la nación.
El pecado del hombre ofende a Dios. Dios es infinito. Por eso, el pecado siempre se transforma en una ofensa infinita. Esto significa que jamás el hombre por el hombre mismo puede repararla. Cuando uno va a confesarse y el sacerdote da una penitencia, ésta tiene un sentido reparador, pero es nada más que simbólico, porque nunca se podrá reparar la ofensa a Dios. Para reparar la ofensa a Dios hubo que esperar la venida de Jesucristo. Él también es Dios y podía poner un mérito infinito y ser el único capaz de saldar la deuda que tenía la humanidad. Esta gracia que proviene del mérito infinito de Jesús es concedida a cuantos creen en Él. Por lo tanto, fue concedida en el momento que se recibe el don de la fe, el día del bautismo.
El bautismo ha depositado en el cristiano el germen de la santidad: la gracia, germen fecundo que hace participar de la vida divina. Germen capaz de producir frutos preciosos de vida santa y de vida eterna, siempre y cuando la criatura colabore de buena voluntad a su desarrollo. Hay que entender: la santidad la da el Señor, uno colabora. No es que uno tenga que esforzarse y la gracia colabora.
Todos los cristianos han recibido este don, por lo tanto todo cristiano puede hacerse santo. No hace falta hacer grandes obras para ser santo. Es necesario hacer fructificar, con la ayuda de Dios, la gracia recibida en el bautismo. Entonces, todo bautizado, automáticamente, es un santo de derecho. Pero no se puede quedar con el derecho, hay que serlo, también, de hecho, llevando una vida santa. Y se lleva una vida santa haciendo obras dignas de un hijo de Dios, de alguien que ha sido salvado y redimido por Cristo. Que el pensar, hacer y decir sean dignos de Aquél que murió por uno y por todos.
La gracia santificante la da el Señor constantemente a la Iglesia de la cual somos miembros. Tonto se es cuando no se sabe aprovechar de ella. Para que la gracia de Cristo dé frutos de santidad, es necesario que transforme por entero la vida humana, para que de este modo, quede santificada en todas sus actividades. No hacen falta grandes obras, pero que en la actividad se note una vida de santidad, la gracia de santificación. Los pensamientos, van a responder a los frutos de santidad que conlleva la gracia de Cristo. En los afectos, en las intenciones, en las obras, en todo, va a mostrarse la santidad.
Parecería poca cosa insistir en los detalles de la vida del cristiano, en los detalles de la vida comunitaria. Pero en el detalle también aparece la vida de santidad. Si no manifiesto frutos en el detalle, es porque todavía me falta ¡y mucho! Falta que fructifique más la gracia de Cristo en la santidad de nuestra vida.
El detalle negativo está denunciando que aún la propia vida no está plenamente transformada, que aún no se ha buscado el choque entre la gracia de Cristo y la vida, que no logra embestir para transformar. En la medida que la gracia crece y madura en el creyente, va ejerciendo en él un influjo cada vez más amplio y profundo, transformando hasta las mismas raíces. Cuando ese influjo se extiende efectivamente hacia todas las actividades, las orienta sin excepción hacia la voluntad de Dios y a su gloria.
Días pasados, leyendo un libro sobre el fundador, encontré una definición muy simple: el fundador es un hombre que hace lo que Dios quiere que haga. La voluntad de Dios la descubrimos a través de lo que Cristo quiere de nuestra vida. Cuando todas las actividades, el propio accionar responde sin excepción a la voluntad de Dios, entonces la vida alcanzó el objetivo que se había propuesto: ser cristocéntrica.
La santidad no existe en la grandiosidad de las obras exteriores ni tampoco en las riquezas de los dones naturales que da Dios. La santidad consiste en el pleno desarrollo de la gracia y de la caridad recibida en el bautismo. En la medida que se desarrolle esa gracia y la caridad, o sea, el amor de Dios derramado en nuestro corazón el día del bautismo, uno será santo.
El más humilde de los fieles, sin grandes dotes humanas, sin cargos, sin grandes misiones, puede llegar a la santidad. También lo dice Jesús: “te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios, a los prudentes y haberla revelado a los pequeños” (Lc 10,21). Un niño discapacitado mental aparentemente no tiene dones naturales, ninguna misión concreta y, sin embargo, tiene el don de la santidad y va al Cielo.
En el Seminario había un sacerdote que siempre nos recordaba el tema de la santidad, aunque de un modo equivocado. Siempre nos atacaba con la misma pregunta: ¿tú eres santo? Nunca pude responder si lo era o no; para él la santidad consistía en hacer determinadas cosas, en el propio esfuerzo de cada uno. Entonces, como no lo eras, no podías evangelizar ni trabajar en una parroquia. De todos modos, yo le agradezco a Dios que lo haya puesto en mi camino, porque despertó en mí, al menos, el intento.
Tiene que haber en el corazón un fuerte anhelo de santidad, pedirla una y mil veces, constantemente. Santa Teresa de Jesús decía: “por el valle de la humildad...” Si no le doy espacio a Jesús y a su gracia, difícilmente produzca frutos en mí. Para Teresa de Calcuta: “amar es santidad”. Es verdad, porque el santo ama, lo hace profundamente.
Podemos decir que la santidad es llegar a esa transformación de sentimientos, mente y corazón, para que a cada instante sea Cristo sintiendo, pensando, amando en uno; de modo que cada minuto de la vida llegue a ser un minuto de Dios en uno, para los demás.
2. Hombres Nuevos
Ezequiel 36, 22-38
“...Les daré un corazón nuevo, y pondré dentro de ustedes, un espíritu nuevo. Les quitaré del cuerpo el corazón de piedra y les pondré un corazón de carne. Les daré un corazón nuevo...”
Convertidos, fascinados por Cristo Jesús, para ser hombres nuevos.
Cuando el corazón de una persona está enfermo, le impide hacer de todo y tiene que estar dependiendo permanentemente de medicinas. Tiene que controlarse, porque no está bien su salud.
Pero un día, en una intervención quirúrgica le colocan un nuevo corazón y comienza a tener otra vida. Ya no vive como antes, limitándose de todo, sino que cambió su corazón herido por un corazón nuevo y su vida comienza a ser nueva. Puede hacer lo que antes no hacía, tal vez comenzar a trabajar y dejar las medicinas anteriores.
Hay cristianos, que como este hombre con corazón enfermo, llevan una vida precaria, enferma, deprimida; actúan poco, mal y con desgano.
A veces los cristianos van por la vida, con desaliento, vencidos. Arrastran la cruz. Para ayudarse se sirven de ciertos medicamentos: algunas normas que cumplen, o cierto miedo a Dios, hacen alguna oración y participan de la misa más en cuerpo, que en espíritu. La palabra en Ezequiel: “les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo. Arrancaré del pecho el corazón de piedra y les daré un corazón de carne”, vale para el de fe débil, para el que vió fracasar sus ilusiones
Aquella persona que tuvo que operarse para poder vivir de un modo nuevo, con el corazón que le implantaron, no solamente cambia el ritmo de su sangre o de su corazón, sino toda la vida.
Lo mismo ocurre con la conversión, con este corazón nuevo que da el Señor, corazón de carne que reemplaza el corazón de piedra. La conversión es un cambio que afecta a toda la personalidad, sobre todo a la afectividad, ya que la conversión constituye el núcleo de la afectividad del hombre. La conversión no se reduce a admirar intelectualmente al Señor y apreciar los valores evangélicos, sino que es sobre todo, dejarse fascinar, atrapar por Él.
Enamorados, seducidos y fascinados: todo esto pasa por la afectividad del hombre.
La adhesión de nuestro ser al de Cristo es una acción afectiva, no es intelectual. Por supuesto que después la mente y el corazón tendrán que adecuarse a la mente y al corazón de Cristo. Nuestro modo de pensar y amar tendrá que ser el modo de pensar y amar de Cristo, pero, la primera adhesión a Jesucristo es afectiva. Nos fascina Él, ¡corazón nuevo, espíritu nuevo! Corazón de carne, no corazón de piedra. Corazón de amor.
El hombre nuevo se define por un hombre de amor. Amor que cambia toda la vida. Sólo el amor cambia totalmente la visión de la vida y la relación con las personas y las cosas. Cuando el amor penetra el corazón de alguien seguramente que éste comienza a ver la vida, sus circunstancias y a los demás de un modo diferente.
Es muy común, especialmente en pueblos o ciudades pequeñas, donde la gente se suele ver todos los días, después de la conversión, del encuentro con Cristo, se la ve distinta.
Hay un corazón cambiado, la cara que antes no le decía nada, hoy le dice mucho. Cuántas veces ocurre que entre vecinos todo les molesta: Las travesuras de los chicos de al lado, cuando ponen la televisión con alto volumen o que la gallina del vecino se pase de lado y les coma la lechuga de su huerta y mucho más. Pero un día, se conocen más o comparten una experiencia o fueron los dos al Encuentro de Matrimonios, y de allí en más, no solamente, no les molesta más lo que los otros realizan, sino que les parece positiva la convivencia. Cambió el corazón.
Hay un ejemplo de la conversión de un matrimonio. Vivían en una ciudad relativamente chica y enfrente de su casa había un matrimonio de dos viejitos, que no les importaba nada de ellos
Cuando él volvía del trabajo, a veces cansado o apurado, llegaba en el auto, bajaba; el viejito lo saludaba con la mano y él le contestaba de mala gana. Pensaba: “este viejo siempre me saluda y me saca del tema que tengo en la cabeza”. Hicieron el encuentro y cambiaron el corazón. Cambiaron en su familia. Pero también, cambiaron hacia fuera.
Hacia afuera había dos viejitos que ellos no sabían lo que les pasaba. Se acercaron y encontraron toda una realidad durísima, tristísima. El viejito enfermo y la viejita casi ciega; ella solita hacía la comida para los dos; la casa con una mugre impresionante, ya que ella casi no se podía mover, no veía y no podía limpiar. Él poco podía moverse. Aquellos dos ancianos que la mayor parte de los días no le decía nada, o que molestaba su saludo, de pronto se transformó en una gran ocasión de amor.
Asearon al viejito, lo hacían curar, lo acompañaron, hasta su muerte. Ellos estuvieron siempre a su lado, limpiaron la casa, le ayudaban con las comidas. Algunos días preparaban dos porciones más en su comida y se la alcanzaban ya hecha. Cuando quedó sola la viejita la acompañaron hasta que se la llevó un familiar.
Encontraron vecinos nuevos. Porque ellos eran nuevos. Jesús puso un corazón nuevo. Sacó el corazón de piedra que hacía mucho daño a su propia familia y a sus alrededores y se lo cambió por un corazón de carne.
¿Por qué un padre, una madre, son capaces de quitarse el pan de la boca por sus hijos? Renuncian, a veces, al sueño, al descanso. Cuando llega un hijo, lo reciben con tanta alegría, amor, sin rezongos se levantan cada tres horas a la noche o tienen en sus brazos al niño que está llorando ¿Por qué hacen todo esto? Por amor, no por otra cosa. Por otro lado, tantos que salen al cruce de una necesidad del otro, familiares, nietos, yerno, nuera, hijo. Cuando un papá o una mamá donan un órgano a un hijo, lo hace porque ama a ese hijo.
Estas realidades humanas nos ayudan a descubrir el amor, para motivarnos a actuar con un corazón nuevo, con un cristianismo vivido, convertido, en las exigencias del Evangelio, que pide que amemos dando absolutamente todo lo nuestro, siendo un Evangelio no de opresión sino que nos presenta una gozosa liberación en el amor.
Quien ve al Evangelio como un peso, vive con un corazón de piedra. No sabe compartir, todavía no se ha fascinado por Jesucristo. No le ha dado la oportunidad a Dios de arrancar su viejo corazón y ponerle un nuevo corazón.
A veces en nuestras homilías, guías, consejos, orientaciones, cuando escuchamos de alguien: “a mí me cuesta levantarme temprano, hacer tal cosa, estudiar, tratar con tal persona”, se le dice, ofrézcanselo a Dios.
¡No!... lo que te cuesta no se lo ofrezcas a Dios. ¡Escóndelo!, porque es tristísimo que te cueste. Lo que no te cuesta ofréceselo a Dios porque es grande. Si esta persona te cuesta cómo le vas a ofrecer a Dios el trato con ella. Si está costando es porque no se la ama. Es tristísimo que cueste el trato con esta persona.
Si se tiene un espíritu grande, se es capaz de amar, por lo tanto, no va a costar tratar con ella, aunque haya que soportar muchas cosas. Aunque haya que poner la cruz de esa persona sobre el propio hombro.
Qué le dirían a una mujer que dice que le cuesta estar al lado del esposo enfermo. ¡Cómo le va a costar estar al lado del esposo enfermo! Si lo ama, lo hace con mucho gusto. O si está enfermo el hijo, y la madre todo el día reniega, diciendo que está cansadísima, sin dormir, porque el hijo está enfermo. ¿Qué pensarían?
Las cosas que cuestan no hay que ofrecérselas a Dios porque son las tristezas que se acarrean. Lo que se debe ofrecer a Dios son las cosas positivas. Cuando se tiene un corazón capaz de amar.
Tenemos que ir creciendo, hay situaciones que hoy cuestan y mañana no. Cuando no cueste, entonces se lo ofrecemos a Dios, no ahora que cuesta.
Que diríamos de un novio que dice que tuvo que hacer un sacrificio bárbaro, porque trabajó horas extras para hacer un regalo a su novia. Tristísimo. La expresión más clara de un amor maduro es la espontaneidad. La alegría, la satisfacción del servicio a la persona que se ama.
Con alegría... servir, servir, servir. La vida, cuando es alegría, es también servicio. Se imaginan un sacerdote que dice: “a mí me cuesta la Misa, me canso en la Misa” ¡Qué triste! Es un servicio tan grande a Cristo y a la comunidad. Amén, de que es realmente un encuentro con Cristo. La Misa no puede cansar nunca. O como aquel seminarista que dice: “tuve que ayudarle dos Misas al padre, ¡estoy cansado!” ¡Qué poca capacidad de amar!
El culmen del amor es cuando se llega a una actitud psicológica, en la cual, ya no se puede no amar.
Se transforma de tal manera la capacidad de amar y el amor como acto concreto, que el amor brota espontáneamente, habitualmente.
El hábito produce en nosotros como una segunda naturaleza. Los hábitos pueden ser buenos o malos. Cuando son buenos les llamamos virtudes y a los malos les llamamos vicios.
Una persona que logró el hábito de contestar bien, siempre contesta bien. No puede contestar mal, porque tiene el hábito de contestar bien. Cuando se hace naturaleza en uno, no se piensa, ya se actúa de modo natural.
La persona que adquiere el hábito de responder siempre ante las necesidades del otro actuará en consecuencia. Con el amor pasa lo mismo. Hay que llegar a que cada minuto de la vida se ame sin que cueste. Aunque sea la situación más difícil. Espontáneamente brota. Es el trabajo que hay que ir realizando; e ir disponiéndose a que Jesús vaya haciendo su obra en un corazón nuevo.
La persona que quiere amar de verdad no puede dejar de hacer feliz a la persona amada. El que tiene el hábito de amar, no puede no hacer feliz a quien ama. Cuando hace infeliz al que ama es porque no lo ama, o porque aún tiene que crecer mucho.
Veamos el caso de alguien que esté perdidamente enamorado. No puede no hacer feliz a la persona que ama. Quiere hacerla feliz. Es el caso de los santos. El amor para los santos no es una exigencia, sino una necesidad.
Cuando alguien logra el hábito de amar, tiene necesidad de amar. Para quien logra la necesidad de amar, es mucho sacrificio ser egoísta, porque tiene que ir contra el requisito que ya creó en su ser.
Nuestro ruego a Cristo debe ser pedirle un corazón nuevo, un espíritu nuevo. Nunca dejo de pedírselo. Todos los días. Le pido mi conversión, que Él haga en mi vida el corazón nuevo que necesito.
Cuando uno se convierte de corazón, cuando Cristo va modelando en el corazón de carne, va dando la oportunidad de pasar de la moral del “tengo que”, a la mística del “con mucho gusto”. Es decir, paso del “tengo que cumplir”, hacer esto o lo otro –así pesa, cuesta, no gusta, pero hay que hacerlo– al “con mucho gusto” hago esto.
Sucede cuando vive dentro del cristiano el hombre nuevo, resucitado. Cuando actúa movido, no por obligaciones, sino por el espíritu de los hijos de Dios. Es cuando vivir, es vivir en Cristo; es darle rienda suelta al amor; es realizar todo con mucho gusto.
No es el esposo más fiel el que resiste mejor las tentaciones de infidelidad, sino aquel para el cual la infidelidad es cada vez menos atractiva. Ni se le pasa por la cabeza porque vive tan sumergido en el amor a su esposa, que no ve las ocasiones de infidelidad.
Lo mismo el cristiano. El que tiene que estar viviendo del “tengo que”, está constantemente relacionado con alguna tentación de “no tengo que” o “no quiero que” o “no puedo”. En cambio, el que “con mucho gusto” va viviendo todo, cada vez está más lejos de la tentación del egoísmo, del yo, del no al compromiso.
Cristo vino a cambiar el corazón. A un alto precio. Es que la operación del corazón tiene un alto precio y mucho riesgo. Se necesitan grandes cirujanos, especialistas, aparatos de tecnología de última generación.
El corazón de carne que Jesús quiere poner en nosotros a cambio del corazón de piedra, también tuvo un alto precio. El precio de la entrega en la cruz. Toda su vida, su ser, su sangre derramada por esa operación, para quitar el corazón de piedra y poner un corazón de carne, para que quede atrás el hombre viejo y comience a ser el hombre nuevo. Para que deje la moral del “tengo que” y pase a la mística del “con mucho gusto”. Jesús viene a decirnos que nuestros comportamientos fluyen de la conversión del corazón.
El mensaje cristiano siempre es buena noticia. El anuncio de la liberación del hombre y la misma liberación la produce el amor. Las cadenas de las que debemos ser desatados se encuentran siempre, sobre todo, en nuestro corazón. Por eso, permitamos a Jesús este accionar, día tras día, minuto tras minuto, momento tras momento. No interesa si aún está lejos la meta. Lo importante es que se vaya caminando hacia ella. Somos seres humanos con etapas de crecimiento.
Es mucho más importante, fructífero y real, estar pasando del escalón uno al dos, en una escala de cien, que estar sentado en el cincuenta. El que está sentado en el cincuenta es muy probable que mañana esté en el cuarenta y nueve. El que está pasando del uno al dos ha dejado su corazón de piedra en manos de Jesús y le está permitiendo que Él vaya, poco a poco, transformándole ese corazón en uno de carne. Una operación de corazón lleva muchas horas. Jesús también se toma su tiempo. Nos va acompañando en una pedagogía de la paciencia.
Los grandes santos llegaron a la necesidad de amar. No fue de un día para el otro. Fueron luchando, confesándose, pidiéndole a Jesús no volver a ese hombre viejo que tenían antes. Por eso fueron santos, porque lucharon, no bajaron nunca los brazos y permitieron que el amor viva plenamente en su corazón.
Pidámosle esa gracia a Jesús. A lo mejor nos la da como a algunos en un instante. Pero, normalmente la mayoría de las veces es un momento fuerte y desde allí, poco a poco, lentamente va modelando el corazón y lo va haciendo cada vez más perfecto.
La Madre Teresa de Calcuta, una religiosa mediocre, de la que nadie daba nada por ella, débil y enferma, un día descubre que Jesús era el que cambiaba el corazón. Se produce una gran conversión y ella da el gran salto. Aquel momento fue importante y después dejó todo el corazón a Jesús para que Él fuera modelándolo, haciéndolo cada vez más grande. Y aquella figura humana diminuta hace que su corazón sea muy grande. Pongo este ejemplo. Se pueden poner miles. Son legiones los que han sido santos.
¿Cuándo llegaremos a amar lo que es auténtico? Cuando lleguemos a amar lo que Cristo ama. Para esto es muy importante que recordemos nuestro Bautismo, donde surge el hombre nuevo. El Bautismo exige ser coherente. En las aguas del Bautismo sumergimos y ahogamos nuestro hombre viejo y brota y nace el hombre nuevo.
Los paganos cuando se bautizaban, se colocaban otro nombre. Ya no se llamaban del mismo modo, eran otra persona, hombres nuevos. Dejaban la ropa que tenían, tiraban todo, porque nada servía de las pertenencias del hombre viejo.
La realidad del pecado, del hombre viejo, debemos dejarla de lado, porque ya la enterramos en el Bautismo. Ha quedado sumergida. Cuando nos recuerdan el Bautismo se nos pide la coherencia.
El significado del agua nos da justamente más luz para entender el Bautismo. Al agua la usamos para dos cosas, para destruir y para dar vida. Cuando el piso está sucio, se lo lava con agua y elimina todas las manchas. Una camisa con una mancha, se la coloca en el agua y ésta limpia la mancha. Si se olvida la camisa se destruye también.
El agua tiene un poder destructor mucho más grande que el fuego. En un campo prenden fuego y al otro día lo aran. Un campo se inunda y tal vez no sirva nunca más. Lo lava de tal modo, que le destruye todas las riquezas. Una casa, se prende fuego y queda la estructura; si se inunda no queda nada, ni rastros. También, al agua se la utiliza para la vida. Donde no hay agua, no hay vida. No hay plantas, ni animales, ni hombres.
En el Bautismo, en esa agua destructora se introdujo el hombre viejo, el del pecado. Tratemos de que no vuelva a aparecer. De esa agua nació la vida nueva de los hijos de Dios, el hombre nuevo. Los primeros cristianos vieron en la piscina, el lugar donde se bautizaban, una sepultura y un seno. La sepultura, donde muere el hombre viejo, y el seno, donde surge la vida.
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