Kitabı oku: «He atravesado el mar», sayfa 2

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De lo innecesario a lo fundamental

En este momento del acaecer educativo somos muchos los que con afán buscamos encontrar soluciones reales a problemas específicos. Uno de los principales obstáculos, sin embargo, —heredero del esnobismo reinante en gran parte de la ciencia actual, y más aún en las humanidades— es querer encontrar soluciones en “nuevos descubrimientos”, en desdeño constante por otras investigaciones y experiencias pasadas, que no son necesariamente caducas, pero a las que se les mira siempre con recelo e incluso con desprecio. En este sentido, en dirección contraria al citado esnobismo, algunos hemos pensado que la solución puede estar en tener la capacidad de retornar a las características fundamentales de la educación, pero sin tradicionalismos, como parte del paisaje que las instituciones deben adoptar para poder garantizar pertinencia y futuro. Hace unos años leí en algún lugar una metáfora que puede iluminar y dar sentido a esa tesis:

El maestro de zen y sus discípulos comenzaron su meditación de la tarde. El gato que vivía en el monasterio hacía tanto ruido que distrajo los monjes de su práctica, así que el maestro dio órdenes de atar al gato durante toda la práctica de la tarde. Cuando el profesor murió años más tarde, el gato continuó siendo atado durante la sesión de meditación. Y cuando, a la larga, el gato murió, otro gato fue traído al monasterio y fue atado durante las sesiones de práctica.

Siglos más tarde, eruditos descendientes del maestro de zen escribieron tratados sobre la significación espiritual de atar un gato para la práctica de la meditación.1

Esta corta historia muestra lo que la tesis enunciada quiere decir. Muchas veces hacemos cosas y las incluimos como un activo importante de nuestras tradiciones, aunque estas no tengan mucho sentido. Nuestras instituciones están cargadas de este tipo de “tradicionalismos”; procesos, leyes y normas que en algún momento se hicieron para resolver un tema inmediato que simplemente continuamos aplicando con la disculpa de la prevención o porque se hizo costumbre. ¿Cuántas cosas innecesarias hacemos en nuestras universidades? ¿Cuántas cosas que no tienen sentido ni agregan valor a las instituciones? Pues bien, habría que entrar en la lógica de rediseñar y ajustar los procesos con el propósito de acabar con los tradicionalismos que hacen rígidas, pesadas y paquidérmicas nuestras instituciones. Deberíamos cambiar ese lenguaje coercitivo: “que si no hacemos esto o aquello el Ministerio nos va a castigar” o “que las cosas simplemente no pueden ser así solo porque acá nunca las hemos hecho así”. En un universo cambiante, la capacidad de adaptación se convierte en la habilidad más importante para las instituciones. La cuarta revolución industrial nos está mostrando desafíos muy grandes, que implican cambios profundos2 y un retorno a lo realmente fundamental. ¿Será que si seguimos como vamos con nuestros tradicionalismos, podremos adaptarnos completamente?, ¿qué va a pasar con las universidades que no comprendan los desafíos de la educación?, ¿seguiremos formando con modelos educativos que simplemente no se adaptan a las personas de hoy? De nuestra capacidad para transformar nuestros entornos, nuestras formas, de revisar nuestros comportamientos internos y de entender que el liderazgo no es una confrontación entre los tradicionalismos y lo se debe hacer, dependerá que nuestras relaciones con el entorno sean más cálidas, mucho más arriesgadas y desafiantes.

Una universidad de calidad no puede existir simplemente para acreditarse, esta debe ser una condición básica, más que una meta debe convertirse en un medio. No puede ser que se tomen más en serio, dentro de la formación profesional, las competencias en uso de aplicaciones y herramientas que van surgiendo, que los contenidos mismos de las diferentes áreas del conocimiento, solo porque las universidades no tienen el valor de comprenderse en el contexto, y de entender que hay diferencias certeras y claras entre la forma y la materia. Estar “actualizado” no es solamente ir al ritmo de los tiempos, es también poder tomar perspectiva, posición y a veces, incluso, oposición. La enjundia del saber no está en el medio, no está en la manera. Cuánto rigor académico en investigaciones serias se nos está yendo de los contenidos programáticos de las materias, solo porque ahora todo lo encontramos en cursos en línea masivos y abiertos (MOOCS, según su nombre en inglés), o en diversas plataformas donde la lectura crítica no es algo fundamental. Estamos pasando por un momento coyunturalmente álgido, si no se hace nada, la cuenta de cobro será muy grande y cuando nos demos cuenta, se habrá avanzado años luz y será muy difícil retomar el rumbo. No sigamos amarrando gatos cuando estos ya no maúllan.


La universidad que soñamos

Las universidades se deben transformar. ¿Cómo hacerlo? Soñando. Muy difícilmente una universidad se puede transformar si antes no se permite soñar. Es tan simple como complejo. La universidad que soñamos es abierta, es un lugar donde los vigilantes no exigen carné, está diseñada para ser “la universidad de todos”, un lugar tanto para los de 8 como para los de 80 años. Una universidad para la gente, crítica e independiente, que deje de estar ausente en el proceso social del país. Soñamos con una universidad que genere placer y bienestar. El placer de enseñar y el bienestar para aprender. Soñamos con una universidad para la vida colectiva, sin distinciones ni discriminaciones. Una planta física sostenible y robusta tecnológicamente. Con una fuerte plataforma digital y con un currículo inteligente donde cualquier persona pueda acceder a las clases sin necesidad de estar matriculado.

Soñamos con una universidad multilingüe. Con un proceso de responsabilidad social claro, pertinente para las regiones, cercana a los sectores empresarial, político y social. Queremos una universidad que sea un espacio de convergencias de sectores sociales. Una universidad abierta e integrada a la sociedad. La universidad que soñamos debe ser el centro de las relaciones región-mundo. Debe ser humanista y entender que el ser es lo más importante. Queremos que permanentemente esté en función del cambio, esto la haría más dinámica, menos estática. Queremos una universidad en donde la comunicación sea asertiva, orientada al servicio, con un fuerte énfasis en la arquitectura institucional, con posicionamiento a nivel internacional por su oferta. Soñamos una universidad reconocida por su carisma inspirador, innovadora y por lo mismo disruptiva, creativa, con un liderazgo que no confunda, que sea adaptativa y global, esto es, fortalecida localmente y pensada globalmente.

Queremos una universidad que motive el trabajo colaborativo, que sepa simplificar sus procesos y que agregue valor. Queremos que el valor sea consecuencia de las personas; un valor que sepa integrar los conocimientos de la gente y sumarlos a sus habilidades. Con esto garantizamos los estándares de la calidad educativa; sin embargo, lo que soñamos que debe multiplicar y hacer elevar de manera exponencial nuestras instituciones es la actitud de las personas. Una actitud inspiradora, orientada al servicio, desinstalada para permitir que otros se instalen. Una actitud consecuencia de entender que quienes trabajamos en la universidad respondemos a la vocación de educar. Una actitud de personas felices por estar en la universidad, dispuestas a asumir riesgos; que sepan llegar a las regiones sin timidez, con alegría, con la ternura suficiente para mover su corazón hacia los más débiles, dispuestas siempre a escuchar; libres, ya que este es uno de los principios fundamentales de nuestra humanidad; fuertes, pues estos sueños se hacen con la fortaleza que nace del amor de las personas. Soñamos con una universidad en donde lo que fue descartado en el tiempo por muchas instituciones, se vuelva un factor determinante: la cultura, las humanidades, el arte. No queremos más universidades masivas, queremos universidades familia, donde todos seamos de los mismos, nos construyamos en comunidad y generemos en nuestras relaciones los lazos suficientes para la vida. Queremos universidades donde el foco de la gestión sea su propia transformación. La transformación de las universidades no es un asunto de tecnología, se trata de entender que la universidad debe ser sea entendida de otra manera, para mejorar y renovar sus formas, al hacerse más ágil y permitirse ser disruptiva y canalizar las necesidades para que sean las personas los sujetos del cambio que las instituciones requieren. Nuestro principal reto es diseñar una experiencia para los estudiantes que genere un vínculo elemental para comprender intuitivamente y de forma clara lo que ellos necesitan.

Vale la pena soñar. Si algo sabemos hacer los académicos es soñar, soñar con ganas y soñar ¡siempre para adelante! Siempre que alguien se acerque a una universidad debe sentir que está invitado a soñar: soñar con crecer, con llegar a las regiones con más audacia y construir un liderazgo que promueva el desarrollo humano, social y económico.


De la universidad filarmónica a la universidad del jazz

En algunos libros antiguos de administración se tiende a considerar que las organizaciones deben ser gestionadas como una filarmónica. De esta misma manera fueron lideradas las universidades. En la actualidad las cosas son diferentes. Una universidad que se asemeje a una orquesta filarmónica depende en alto grado de su director, quien marca el compás, define la partitura y da las entradas para que cada integrante de la orquesta intervenga en la melodía. En este caso, las universidades que generan alta dependencia de un líder corren el riesgo de responder simplemente a lo que tradicionalmente ha sido la gestión de las universidades. No se permiten innovar, abrirse a nuevas formas, escudadas en razones como “acá siempre hemos hecho las cosas así”, entonces nunca cambian, no se presenta nada nuevo y, por ende, no pasa nada, aunque seguro se minimizan al máximo los riesgos de cometer errores. Caso contrario es hacer que las universidades se gestionen como un grupo de jazz. El director es fundamental como articulador, como motivador y como gestor de la unidad del grupo. Cada músico ejecuta su instrumento, sin necesidad de tener una partitura, todos construyen, siguiendo las claves que va dando el bajo, una pieza musical armónica e igualmente bella.

Un grupo de jazz permite que todos sean protagonistas, que todos sean líderes y se integren como comunidad de saberes musicales y capacidades para crear las mejores notas. No hay paso para elaborar la partitura, la pieza musical varía según los cambios que los mismos integrantes proponen. Cuando una trompeta cambia el ritmo, todos están atentos para seguir lo nuevo que trae, y así, con todos. No requiere que alguien esté al frente garantizando que todos se articulen. ¡No! Todo en el grupo de jazz funciona según el ritmo que los participantes proponen. Se trata de hacer que las personas se empoderen, asuman su liderazgo, desarrollen sus capacidades, se sumen a la comunidad de conocimiento y trabajo, y cada uno, conforme a sus capacidades, le aporte al grupo un sonido y un ritmo que todos, sin jerarquías, podamos seguir.

Esos rectores que vemos por ahí procurando ser directores de orquesta filarmónica deben esforzarse por aprender los nuevos ritmos que la industria del conocimiento está proponiendo. Robert Solow3, ganador del Premio Nobel de Economía en 1987, afirma que lo que realmente le podría generar crecimiento a una organización, como en el caso de las economías emergentes en Oriente, es la educación como base del capital y no los bienes ni la mano de obra. Además, los líderes no se deben escoger conforme a los conocimientos tradicionales sino según su capacidad de aprender cosas nuevas y ponerlas en práctica.

¿Cómo deberían ser los rectores de las universidades actuales? Vale la pena recordar las palabras de Steve Jobs:

nosotros dirigimos Apple como un startup4. Siempre dejamos que las ideas ganen las discusiones, no las jerarquías. Si lo hiciéramos de otro modo, los mejores empleados se marcharían. La colaboración, la disciplina y la confianza son críticas5.

Aprender lo nuevo implica entender qué es lo nuevo. Seguimos en instituciones donde cada día la brecha entre las necesidades reales y la oferta educativa es exponencialmente amplia. Instituciones donde las matrículas son el afán cotidiano, donde las estructuras son rígidas y como consecuencia las estrategias son igualmente obsoletas. ¿Qué tal si nos damos la oportunidad de escuchar más jazz y nos dejamos contagiar del ritmo que la música nos propone? Si quienes lideran equipos académicos lograran separarse de la operatividad y delegaran al máximo este tipo de actividades, si buscaran usar más tecnología, seguramente tendrían más tiempo para formarse y formar equipos de trabajo que esperen de los directores de orquesta motivación y respaldo institucional. Rectores, vicerrectores y decanos no solo comprometidos con la educación de los demás sino con su propia educación. Necesitamos más de esos que dejan que las trompetas o las guitarras de la academia suenen, así nos cambien el ritmo o, inclusive, aunque varíen las melodías. Más innovación y capacidad de enfrentar retos que nos permitan comprender que el error no es lo peor que le puede pasar a nuestras universidades, sino todo lo contrario, que es sinónimo de que algo diferente y nuevo está surgiendo.


Educar con ideas y sin ideologías

Existió por tierras antioqueñas y colombianas un gran académico que nos presentó el profundo sentido de vivir en una democracia: Carlos Gaviria Díaz. Fue un ilustre profesor, jurista y político. Como buen académico, centró su reflexión en las ideas, no en las ideologías. Ser un “animal político”, como lo afirmaba Aristóteles, es la forma más noble de convivir con, para y por los otros. Un hombre político es un ser de ciudad, porque esta ofrece el ambiente natural de la democracia y la convivencia. De manera que una democracia debe propender por que quienes la habitan se desarrollen conforme a la política y a la ciudad. En este sentido nos civilizamos. Esa dialéctica entre la educación y la democracia es el foco de desarrollo de cualquier proyecto políti- co comunitario. Todos estamos llamados a conformar territorios conforme a nuestras necesidades, preocupaciones, anhelos y esperanzas. Este ideal, muchas veces tildado de utópico, es posible solo gracias a la educación. La utopía, según Ignacio Ellacuría, es aquella capaz de tejer la historia6. Esa utopía se hace realidad con un proceso educativo cimentado en el ideal de la libertad.

Pedagogos como John Dewey definen la democracia como el mejor sistema político para liberar la inteligencia de todos y ponerla al servicio de la solución de los problemas sociales7. El economista Amartya Sen y la filósofa Martha Nussbaum realizan un proceso argumentativo consciente del ideal de la democracia como posibilitador de una educación de calidad y de la educación como el principal eslabón de una democracia integral8. La filosofía aristotélica nos invita a retornar a la cosa pública, la res de los ciudadanos, lo que les corresponde a todos como ideal supremo y, de esta forma, desarrollar la educación de tal manera que permita el florecimiento pleno de las capacidades de seres siempre diversos, no simplemente de aptitudes racionales útiles para desempeñarse en el mundo técnico de las sociedades capitalistas. Cabe entonces afirmar que lo que denominamos democracia utópica es, sin temor al error, la democracia posible.

¿Qué debería entonces hacer una institución educativa para construir una democracia posible, que se distancie de las ideologías y se acerque a las ideas? Tres cosas: enseñar a pensar, convivir y comunicar. Esto va en sintonía con el pensamiento platónico que plantea como ideal de ciudadano (gobernante) a aquel que es capaz de saber qué son la verdad, la justicia y la belleza9. Imaginen ustedes un proyecto pedagógico que se fundamente en el saber pensar ordenado a la verdad, en el saber convivir ligado a la justicia y en el saber comunicar como una expresión de la belleza. Una institución de estas características rescata el ideal de la paideia griega. De la forma como hacemos una cultura ciudadana, como enseñamos a convivir a partir de nuestras diferencias, nacen las verdaderas políticas de inclusión, de rescate de las culturas, de empoderamiento de la mujer como promotora del ideal de una democracia posible y de hacer de la educación el lugar común para desarrollar la ciudad.

Quien ideologiza convierte la obediencia en diplomacia hipócrita; la fraternidad en complicidad; la austeridad en esclavitud del dinero; el género en imperio de una construcción personal que riñe con la idea de transformación social; la democracia en confusión de normas con los deseos de las personas. “Una verdadera democracia presupone personas que piensan, reflexionan, discuten y, por lo mismo, disienten permanentemente. El disenso es constitutivo de una democracia sana, mientras el fanatismo o la unanimidad signos de lo contrario”10.

Una ideologización de la democracia cierra el paso a la capacidad de disentir y de discernir. La ideologización nos lleva a la polarización. ¿Cuál es entonces la solución? Ya lo hemos dicho, una educación que no solo sea integral sino integradora. Una educación capaz de hacer del disenso y del discernimiento su estructura central, que los focos sean el pensar, el convivir y el comunicar. Que su base epistemológica esté centrada en la verdad, como sujeto de la pertinencia; en la justicia como instrumento de equidad; en la belleza como motor de la verdad y la justicia. La democracia es posible porque somos esencialmente iguales en cuanto que todos gozamos de discernimiento, algo resaltado por autores tan diversos como Platón, Descartes y Erasmo de Rotterdam.



Pensar, convivir y comunicar

Los modelos educativos “tradicionales” forman a una generación que no existe. Esta es una preocupación latente, no prestarle atención conducirá a la gran debacle del sistema educativo, la deserción y la pérdida de credibilidad institucional. Una de las principales causas que están llevando a plantear este problema son las deficiencias en argumentación, reflexión y lectura crítica de los estudiantes. Cabe preguntar qué hace un grupo de docentes cuando se organizan esas largas jornadas académicas en los colegios, o cuando una universidad invierte importantes sumas de dinero para realizar comités curriculares. ¿De qué hablan? ¿Para qué se reúnen? ¿Se trata solo de hacer tareas operativas? ¿Se trata solo de planear actividades?

Considero que el no aprovechamiento de esos momentos de encuentro genera parte de la crisis, pues se trata de pensar, de disentir, de debatir, de poner sobre la mesa las consideraciones, las oportunidades, los sujetos de nuestra acción misional. Se trata de conversar más, porque estoy convencido del poder que tienen las conversaciones en una institución, se trata del encuentro, de vernos unos a otros, cara a cara y tomarnos en serio la labor de la docencia. Hace poco escuchaba a un docente de una prestigiosa institución de educación superior decir que no era valorado en su universidad simplemente porque esta no le proveía los recursos suficientes para hacer bien su trabajo. Al día siguiente, visité un colegio de una comuna muy pobre de la ciudad de Medellín, durante una jornada pedagógica con los docentes, quienes a pesar de estar notoriamente necesitados de recursos, vibraban con entusiasmo tomándose en serio “eso de ser docentes”, gastando tiempo para pensar en cómo iban a enseñar a sus estudiantes a ser mejores ciudadanos, cuestionándose por los contenidos que impartían en el aula, conscientes de las limitaciones pero no resignados a ellas, siendo recursivos y llegando a acuerdos sobre qué enseñar, cómo comunicar y de qué manera construir un modelo de convivencia.

Cualquier modelo educativo debe preocuparse por enseñar a sus estudiantes a pensar, comunicar y convivir. A eso debemos ir todos a una institución de educación, desde los niños hasta quienes se encuentran haciendo doctorados. No nos podemos cansar de aprender a pensar, comunicar y convivir, solo porque no se trata de algo limitado, sino que esas tres categorías evolucionan permanentemente. La crisis de la generación productiva actual es precisamente la ausencia de esas habilidades que llamamos blandas y sobre las cuales las empresas tienen que invertir mucho para capacitar al talento humano. Del mismo modo, estas tres competencias nos ayudan a desarrollar una facultad central, la memoria. Si todos cultivamos la memoria, finalmente estamos garantizando lo fundamental. Por ello, las asignaturas de todos los grados y las áreas deben desarrollarla. Es la única forma en que dejamos de pensar en calidad como sinónimos de procedimientos y formatos, y podemos considerarla como la articulación efectiva del trabajo docente en la vida de los estudiantes.

No somos fruto del azar, como lo afirmaba el darwinismo; en ese caso seríamos fácilmente remplazables, podríamos pensar en no considerarnos indispensables, como muchos lo afirman y sí que lo somos, eso le da sentido también a la vida y nos evita pensar que en definitiva el valor humano es poco. Pero a eso nos ha conducido el sistema educativo obsoleto, a considerar que somos únicos pero indispensables, por lo tanto, somos utilizables como un recurso más, fácilmente destruibles y poco importantes.

¿Qué hay en el ser humano que no sea reducible simplemente a lo material? Pues su capacidad de pensar, convivir y comunicar. Para que estas tres capacidades fortalezcan la facultad de la memoria que se debe tener muy presente, ya que esta ha sido vista como enemiga, como un desprecio al estudiante, como una pérdida de tiempo, casi como maltrato y por lo tanto un atentado a la inteligencia. Sin embargo, la memoria es el motor de la capacidad de contraste de modelos de la realidad, formar sin memoria reduce la capacidad crítica y la hace tremendamente superficial. Así que, si formamos a nuestros estudiantes con capacidad crítica pero sin memoria, lo que estamos logrando es una generación de personas amargadas, ácidas, capaces de la violencia, de la anarquía, imposibilitados para conversar, incapaces de ver al otro cara a cara, débiles para construir conocimiento y ponerlo al servicio de los demás. La sociedad requiere tejido social, capacidad de construir en conjunto, así como docentes que cuando se reúnan realmente tomen estos problemas en serio.


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