Kitabı oku: «Nadie vendrá a vernos», sayfa 2

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Confesionario

Inventé la libertad al anochecer de la Epifanía. Viajaba en el circuito camionero Justo Sierra y parque de Armas, escoltado por el desfile anual del Día de Reyes. La jauría de niños, los regalos, las bocinas, el estruendo, la dejaron frente a mí, en el asiento de minusválidos del autobús. De inmediato clavé mi mirada en ella. Quedé deslumbrado por ese rostro. Desconozco qué me atraía más en él: la nariz diminuta o los labios abultados.

La falda corta, cadena en el tobillo y los senos descubiertos a la mitad de las dunas de carne, alertaron mi sangre. Sus manos se entretenían desenredando el cable de unos audífonos.

En medio de la holgada vestimenta, exhibía los mejores atributos en el pliegue de sus piernas. En el hueco donde se encima la rodilla contra el muslo. Y oculta un triángulo hipnótico. Consciente de la insinuación burlona, miré para grabar en mi mente lo que era la mejor de todas las imágenes. Una tempestad dormida en la comba de sus senos.

Filmé los retazos de su rostro entre la escasa luz que le bañaba el pelo lacio hasta los hombros. Sofocado, tomé el pescante y reculé en mi gesto entre divertido y asombrado. Ignoro qué admiraba más en ese rostro: la nariz pequeña o la elipse que formaban sus labios rosados.

Fijé mi vista a mis manos entrelazadas. Temía mirarla de frente, temía enfrentarme a su mirada, sentirme descubierto. Temía incomodarla y que, con un gesto inadvertido, me despojara de ese instante de belleza. Pero me venció el deseo. Alcé la cabeza y sus ojos violeta me penetraban. Una sonrisa desafiante me dejó inerme contra una fuerza avasalladora.

No se fíe. En el lugar menos pensado ocurre el flechazo. La fuerza que se revelaba del Eros estaba sentada a la derecha de un chofer que escupía por la ventana.

Valiente, contesté con otra sonrisa. Frunció el ceño, respiró hondo y largo, para ver luego hacia otra parte. Bramaba entre mis piernas el pene erguido como centinela.

Giró la cintura para mirar la calle, perfiló sus senos contra los reflejos de luz de una tarde moribunda.

Aquella indiferencia despertó un interés ya descomunal por seguir en el duelo de pupilas.

Me temo que esos detalles, por más vulgares o sutiles que nos parezcan, son la proporción de paraísos en la tierra. Una nalga desnuda o un verso de Oliverio Girondo pueden convertirse en la antesala del Edén.

El autobús frenó en el paradero de Termales y subió una mujer entrada en carnes, gorda y avejentada. Tras de ella desfilaban en escalera cinco niños sucios y llorones que se acomodaron en el pasillo. Perdí de vista a la muchacha entre el vaivén de cuerpos. Los niños manoteaban, se empujaban unos a otros para agarrarse de los manubrios. La lonja de la gorda iba y venía con el ritmo del autobús. Me levanté del asiento para cederle mi lugar. Un trueno estalló, provenía del embrague del motor y con el coleteo ella perdió el equilibrio. Abrió los brazos y chocó en mi pecho. Traté de sostenerme, pero fue inútil, el peso me venció y empujé al niño pequeño que fue a darse en la cabeza con el tubo.

Los gritos de los pasajeros, los llantos y la sangre del niño salpicando en el pasillo amplificaron el drama. Un anciano me acusaba de provocar el accidente. Otro joven grababa con el teléfono la escena, la madre del niño jalonaba las solapas de mi saco. Cuando el autobús logró detenerse estaba rodeado por una turba.

Alcancé a verla. Apenas interesada en el escándalo y llevándose una mano al cabello, hizo una mueca apenada.

La gorda me acusaba de haber golpeado a su hijo. El chofer me bajó a empujones del camión. Obedecí entre una oleada de pasajeros que callaban a mi paso. En la calle, hice el último intento de mirarla. La muchacha tocó el vidrio con sus dedos y negó con la cabeza. Sonrió por última vez. ¿Cómo puede hacer uno para regresar al momento justo en que las cosas se quiebran para volverlas a pegar? Es como detener el correr de la gota de vino desbordándose por la copa; esa sensación de vacío, de indefensión. Sensación que, imagino, fue la que sintió Satán al ser expulsado del paraíso.

Arrastré un cuerpo extasiado y pervertido con los sueños llenos de estrellas. Entré por el descampado ya caída la oscuridad. En el internado solamente se observaban las luces de la rectoría. Me esperaba Héctor para rendirme los pormenores de la jornada. El reporte de los maestros y la minuta para la reunión del Consejo Académico.

Recuerdo haber corregido algún gazapo entre los textos. No lograba recobrar el sentido. La conmoción partía mi cerebro por mitad. Me parecía todo de maravilla. Incluso Héctor gesticulaba ante mi poca insistencia en los errores. Sólo deseaba terminar para ir a dormir.

Mi secreta mujer, una desconocida, no dejaba que me sumiera en el sueño.

Pasé esa noche con fiebre y la suave orografía de su cuerpo inundó con caricias, lengüetazos y mordidas un sueño húmedo. Desperté incómodo. Abatido por la ausencia, desmoronado por entrar a la vigilia.

Comencé la búsqueda desde el punto cero de nuestro encuentro. La parada de la calle Justo Sierra. Barrí la zona, los barrios adyacentes; diseñé hipérbolas posibles para encontrarla.

Visité las academias, los cafés. Miré por los espejos de los salones de belleza. Mi encarnizada búsqueda se enfocaba en los lugares donde la presencia femenina ponía su acento.

A punto de la derrota, en la entrada de la biblioteca pública vi por primera vez su culo en movimiento. Aquel trasero, en falda de satén, fue un afrodisiaco que rebasó mis fuerzas. La seguí como otros adolescentes que la miraban con calentura desmedida. Jovencitos que sofocaban el deseo de sentarla en cuclillas sobre sus caras. Vejetes que se consolaban con la brisa quieta de sus nalgas.

Apresuré el paso. “Señorita X: Comprendo que usted se sienta acosada con tanto infeliz arrobado por su belleza, pero le prometo que conmigo estará segura. La tomaré en mis brazos y mi verga se tornará bella y buena para usted; le besaré los senos como si se tratara de una zorra: dócil, lubricada, rabiosa. Déjeme hacerle el amor o me muero”.

Sin embargo, ahogué mis palabras en la glotis. La abordé como un turista. Mi terror procedía, pues, de no hallar una sola palabra para romper el hielo. Pregunté alguna dirección y a pesar de que tardó en reconocerme, cuando estuvimos cerca, sonrió. “Eres el tipo del camión. ¿Estás bien? Te salvaste de una paliza”.

Sus ojos borbotearon erotismo, como pequeños diablos que no tuvieran otros sitios donde recibirme. Adela era un nombre muy fuerte. Lo leí en el identificador de bibliotecaria abrochado a la blusa. Así me resollaba entre la boca cada vez que la nombraba.

Un espanto acudió en mi ayuda. Llegó una castaña abominable, con el pelo rizado y unos lentes redondos. Abrazó a Adela y escupió un gargajo. Reculé dos pasos.

Adela levantó la mano y giró el cuerpo para largarse. La noche apareció de pronto. Miré ese gran culo en retirada que podría tragar mi vida. La facilidad de encontrarla y volver a perderla me disgustaba a la vez que me espoleaba a una nueva cacería.

Es ese barniz de lo improbable, de lo prohibido, lo que muchas veces nos impulsa a tocar lo impalpable. No reduje a lamento esa súbita pérdida. Regresé al único cielo que me había cubierto hasta entonces: el álgebra, la astronomía y la historia. Bendije mi trabajo y me perdí en la boca del callejón que lleva directo al Instituto.

Al día siguiente de haber atisbado el culo de Adela, fui a la biblioteca. Ella estaba sumida en una ficha técnica; buscaba un libro en los estantes de geografía.

Cuando por fin nuestras miradas se enlazaron, ella diseñó una sonrisa desconcertante. Cualquier flama tiene menos violencia. Tal vez deseaba echarme de su vida o dejarme a su lado. Estaba perdido, habría llorado de rabia si era un rechazo. Vagabundeé como perro callejero. Sostenía un deseo: verla de nuevo a toda costa.

Esperé hasta la hora de salida. La seguí de cerca. Supe enseguida que aquella mujer sería mucho más que una simple aventura. Caminamos por las avenidas, por los parques, tejiendo conversaciones imaginarias. Debajo de un álamo, en las sobras de la tarde, le tomé la mano y ella giró en redondo.

Era como un hereje que a fuerza de negar a Dios se le acerca. Por instantes dudé. Alzó la cara y apretó los labios. Extrañado la sujeté ahora con ambas manos. No me quedaba nada, ni siquiera la experiencia de mi edad para resolver esos rechazos. La fuerza de mi abrazo ocasionó un choque de nuestros dientes. Una carambola de las narices. De acuerdo con las reglas del decoro, todo empieza con un beso y acaba en la cama. Pasó mucho rato antes de que pudiera absorberla en un beso.

No pude medir el tiempo y en la primera oportunidad que tuve abrí los párpados. La oscuridad caída en el parque animaba la llama del paso siguiente. Los pocos ruidos del parque eran ásperos gemidos, como el rodar de hojas en invierno.

Adela tenía un aspecto enloquecido. El impulso de la libertad sólo podía ser marginal y novelesco.

Ya le he dicho que, para mí, Adela era hermosa. Las expresiones de odio y deseo que resplandecían en su rostro, la situaban en el plano de los seres asexuados.

Ángeles o serafines. Seres lejanos y profundos que las prácticas simples del sexo no podían licuarse de momento.

La sincronía con la que había llevado mi vida, la palidez y el orden fueron desmoronándose. Adela llegaba con un sol adentro para iluminar ese hondo abismo de mi vida ordinaria. En unas cuantas horas aprendí que la vida no es un cuaderno de notas, sino una permanente intriga.

Adela asintió deslizando su mano hasta la protuberancia de la ingle. Veneré la abundancia de sus caricias, de sus bien dotados senos que se desbordaron al desprender el sostén. Así los minutos se prorrogaban. Ninguno deseaba llegar a la cópula. Nos detuvimos como en una sola maraña que daba vueltas al borde de ese diminuto precipicio entre la banca y el suelo. Entonces sus formas se hinchaban. Los labios, con el fragor de los besos eran gajos de mandarina. El pelo erizado, los aromas a sexo nos lanzaban hasta los rincones donde nos dominábamos.

Detuve la acción. Un filo de cordura se asomó momentáneamente por mi cabeza. Ella era una desconocida. Enfermedades. Pecado. Castigos. La adrenalina tuvo que ceder ante la conciencia, el miedo, la excitación. Tuve que pedirle que nos marcháramos a su casa. Lloró de emoción, lo recuerdo claro. Era un pequeño departamento con macetas en el ventanal. Admiré el desorden. Ropa tirada, la cama revuelta, papeles arrugados y los platos sucios.

Hay algo que quiero manifestarle. Adela me proporcionaba una parte sucia que yo no conocía.

Como un explorador medí las pulgadas de su piel. Arrastré las yemas de mis dedos de un lado a otro de un cuerpo cálido. Ese animalillo se retorcía, dando saltos como un delfín en la superficie del mar.

Me esforzaba por incrementar el gozo de Adela, aunque era difícil doblegar a un ser tan puro. Quise detenerme. Marcharme de inmediato. Algo me decía que no lo iba a lograr, pero la tentación acompaña a los puros de alma poniéndolos a prueba una y mil veces.

Insisto en estos detalles porque debo explicar las dimensiones de su poderío.

Era pues, frente a mi amada, un náufrago que halla una nueva isla: el clítoris. Cada mujer es un torrente inédito de fragancias, de lenguajes escondidos debajo de las bragas. La tenía en mis manos y, como un catecúmeno, me repetía: “ese cuerpo es mío en la clandestinidad. Merece que me destruya por él”.

El cielo colgaba plácidamente en la oscuridad de una madrugada muerta. Adela dormía un desmayo. Escuché pasos; luego vi una sombra, de un salto entré al armario.

Yo era un extraño, un extranjero. Siempre existe algo más allá de la puerta; los caminos que se bifurcan, las orejas pegadas. Alguien detrás del bloc de madera escondiendo una sorpresa. La noche no podría desvanecerse en la incógnita, desterrándome de pronto del lugar que ocupaba al lado de Adela.

Le insisto: Martha era horrible. ¿Pero existe malentendido más seductor? ¿Y acaso la verdadera sabiduría no vive en la incesante capacidad de enamorarnos? Verla con Martha me destrozó los nervios. Ambas me llenaron de reproches, me insultaron. Vi con claridad su rostro en muchos rostros.

El demonio me había tomado. Mis manos conducían un veneno de la madrugada, un virus de esas horas. Salté encima de ellas para apalearlas. El demonio, señor, el demonio. Lancé golpes al por mayor. Adela fue la víctima. Adela llevó la carga de las detonaciones hasta desfigurarle el rostro. La belleza sólo puede ser interior. La otra mujer se desvaneció entre los primeros rayos del amanecer. ¿Estuvo allí?, no importa.

A pesar de todo, la carne ya no tenía derecho a redimirse y yo no obtendría el perdón de Dios. El olor a muerte llenó mis manos. Muerte. El derecho a la muerte. Al juicio final para Adela. Descansé por un instante.

El milagro terminó en unas horas cuando lavaba mis prendas, al enjuagarme la sangre. Cobarde, abandoné la casa al despuntar el alba, con los primeros pájaros del amanecer. No podía sacarme al demonio que me atrapó. Estaba seguro, la amaría hasta mi decrepitud, pero ella estaba muerta. ¿Cuántas veces había escuchado las confesiones de infidelidad, de sexo, de perversiones? Miles de veces. ¿Existirá un crimen tan atroz que merezca el castigo de una eternidad en llamas infernales? Yo lo merecía.

Necesitaba un castigo. Una salida. Morir para Adela. Poco a poco volvía a mi estado de miedo y sumisión. Conocía el puente ideal para lanzarme al vacío. Para reunirme con mi amada o para arder con Satán. Entonces, sin oponer resistencia, subí al camión que hace el recorrido de la Justo Sierra al parque de Armas. En la mañana del siete de enero del Novus Ordo. Una mujer madura, que vestía una falda negra y un rosario en la mano, se sentó frente a mí. De inmediato clavé mi mirada en ella. Quedé deslumbrado por ese rostro. Desconozco qué me atraía más en él: la nariz diminuta o los labios abultados.

Anselmo Guaida

No hubo titulares de periódico alguno que dieran fe de la extraña desaparición de Anselmo Guaida. Aunque bien pudieron escribirse. “Viejo matemático asalta la radio traspasando las paredes y desaparece”. “Desaparece jubilado en asalto navideño a la estación de radio”.

Según los testimonios de un barrendero, “andaba como borracho. Se paró frente a la puerta y se echó a llorar”. Lo que hace suponer que todo comenzó antes, en un momento crucial, fúnebre. “Nada más me distraje echando la basura del recogedor al bote y desapareció”.

No era difícil sospechar que, a su edad, todo llanto viene de una pérdida. Los amigos notaron comportamientos extraños desde la muerte de su esposa polaca. Hablaba con Espartaco, un perro coquer spaniel. Se puede incluso señalar que ese día comenzó su muerte. La muerte de Anselmo Guaida.

Romelia, nombre castellanizado de la mujer de Anselmo, fue bailarina. Recién llegada de Cracovia, donde empezó a bailar desde niña, tuvo que trabajar como edecán para sobrevivir. Cuenta el Chato, dueño del congal que la contrató. “La mujer era una bomba sexual. No hablaba español. Así que, con señas y pasos de baile, me pidió trabajo. Mostró el currículum, para que me entiendas”. Rutila le entregó al final de la audición, la tarjeta de presentación de Anselmo. “El Chemo era buena onda, bien pedo, pero buena onda”. Se lee en la placa con su foto, como tributo del congal, la Dama de las Caléndulas.

Vivió en una casa construida en la calle de Salto del Mono, cuyo número 29 nunca será exacto. Nada más en la acera derecha se encuentran tres 29 y en la izquierda, hay un 29 A y un 29 A-1. Lo que asoma como una huella de la verdad son las pintas callejeras. Con el símbolo Pi, el olor guayabero de orines de gato y la mierda de perro que circundan la morada de adobe.

Según cuenta la criada que trabajaba con Anselmo, “diario lo hallaba entre pomos vacíos”. Anselmo sentado en un sillón morado, con pelos de perro. Allí, a la altura de su oreja, estaba la pequeña bocina de un radio de transistores marca Philips de los años setenta. Del hilo musical caía una nata espesa de música de Mozart. Pasajes atiborrados de si bemoles, pianos esquizofrénicos y mucho güisqui. Güisqui a borbotones.

El administrador del Instituto lo veía llegar puntual cada quincena a cobrar la pensión de jubilado. Caminaba a un lado de su perro. Esputaba aliento a demonios.

Es cierto que en su juventud cursó la carrera de matemáticas. Tuvo una estancia en Cracovia, donde supuestamente conoció a su mujer, Romelia. Fue en un invierno desangelado donde pasó el frío con siete medidas de vodka al atardecer. Una tarde se descolgó entre la nieve de las calles buscando alcohol. Encontró más que eso. Romelia bailaba en un tugurio clandestino.

Anselmo siempre dijo que Romelia se presentó con el Bolshoi, nadie puede constatarlo. Lo cierto es que luego de dos meses, Romelia llegó a tocar la puerta de Salto del Mono. El Patas, taquero de afición y minero de profesión, escuchó a la mujer increparle con una pataleta. “Tú me dijiste que lo que se me ofreciera. Que tu casa era mi casa”.

El retrato de boda que cuelga en el baño muestra a Romelia y a Anselmo confrontados en un rictus de dolor.

Aún en el siglo veinte se jactaba de ser un genio y obtuvo el nombramiento de maestro de tiempo completo por la institución. Era, en dos palabras: “Una eminencia”.

Pero más allá de los teoremas y los números, su pasión era la música que brotaba en esa alfaguara cristalina de la radio. Escucharla. Solamente escucharla. Alguien dijo que no hallaron ningún disco.

Uno de los sepultureros dijo que los guardó en la tumba de su esposa. Una colección de discos de música orquestal que había sumado a lo largo de su vida. La cantidad de dos mil. Aunque suena exagerado, los que sustentan esta locura dicen que los incineró en su estufa de carbón. Vinil tras vinil hasta formar una masa enorme. Era un chicle negro de diez kilos, que colocó debajo del cuadril de su difunta esposa.

La causa de muerte de Romelia fue el abandono. Una noche de festival, llegaron a la Dama de las Caléndulas los productores de “La huaracha”. Quedaron encantados con el espectáculo de Romelia. Le vieron posibilidades. Garra, fuelle, talento y grandes nalgas. “Ya para cuando despertamos a Anselmo de la borrachera, Romelia se había ido con los gachupines”. El Pelón Valdivia, golpeador profesional, fue el encargado de echar a Anselmo a la realidad.

No es precisa la fecha en que halló la música de la radio a través de las ondas hertzianas. Pero según sus palabras, recogidas del panfleto de aniversario número veinte de radio, se lee: “Era el segundo aniversario luctuoso de Romelia y en la soledad de mi habitación, encendí la radio. Cuando apenas salió de la bocina el réquiem de Mozart, me quedé para siempre en ese dial. Me atrapó”. Desde entonces siguió los patrones y los pormenores del 1040 de AM. Perseguía el hilo delicado de las bocinas que poblaban la vieja casa de Salto del Mono.

Como un centinela atento, desarrolló una memoria auditiva propia de un matemático. Matemáticas y música. Un binomio inherente. Una poesía que saltaba en la mente briaga, forrada con resacas de Passport, De Red Level y Johnny Walker. También es cierto que era un vigilante impertinente del hilo musical. No toleraba un ruido, un gis, una interrupción. Sudaba con lagunas auditivas.

Dicen que su constancia de oyente y melómano lo llevó a diseñar una gráfica que apuntaba en los cuadernos de clase. Calculaba estadísticas y pronosticaba la siguiente melodía.

Con ese diseño adivinaba la tendencia de los programadores. Las repeticiones de alguna pieza, las estrofas remendadas del himno nacional. No había radioescucha que compitiera en su labor. Podía considerarse un continuista autodidacto. En una resaca de otoño, exigió un pago por sus servicios profesionales.

Anselmo Guaida habitaba detrás del aparato transmisor en los sótanos de los edificios de la imagen. “Cuando salía a comprar el pan”, dijo la tamalera de las siete de la mañana, “ya lo veía enchufado” a sus audífonos.

Fue navidad cuando la locura lo comenzó a cubrir con un manto de tul. Esa mañana con siete grados C al termómetro. Saltó a la vigilia desde un infierno. Tendido con la resaca solitaria, el horror lo azotó con látigos de sordina.

Advirtió sus latidos impertinentes y comprobó que, de su radio, sólo salía un sonido seco y monótono. Electricidad acaso. Imaginó que, entre los manoteos indecentes de su borrachera, había movido el dial.

Podemos suponer que removió la manivela del radio. Sintonizó la bazofia de las estaciones comerciales bananeras de refrescos. Miró el reloj. Daban las siete de la mañana. Pensó que el Chango López no había llegado a tiempo a su turno de cabina. Buscó la botella de güisqui. Sirvió en el vaso y echó el primer trago que resanó las grietas de su faringe como una crema chantillí. El perro fue a echarse a sus pies. Movía la manivela. Buscaba exactamente el número 1040 del dial. Se afanaba sintonizando la estación de radio para no perderse el himno nacional. Los spots de identificación, la programación monocorde de la música orquestal que suponía villancicos, Chopin, la música popular orquestal. Toleraba alguna cosa contemporánea, de jazz, para rebajar los hielos de la malta.

Podríamos suponer que se levantó contracturado por los estertores de la cruda. Miró una barba crecida de tres días en el espejo del baño. Los dientes macilentos. Recordó la última navidad con su mujer polaca. Miró un árbol navideño en el frío de Varsovia, cuando recordó a su vieja echada con chándal en una cama polvorienta.

Acaso aguzó su audición deseando hallar, una muestra de la existencia de la estación. Pudo confundirse con una pesadilla de la que no podía salir. Pero es más confiable pensar que sin la música, confundió el cuándo y el dónde.

La mucama encontró una pila de postales fotográficas apiladas a un costado del sillón. “La señora Romelia trabajaba en el circo Atayde. Y le mandaba sus cariños de vez en cuando. Y el señor se los contestaba con dinerito. Yo iba al Oxxo a depositarle”. Este paisaje muestra un sedante melancólico para la nochebuena.

Cinco años borracho para que en una fecha así se quedara seco.

Se echó agua helada en la nuca. Se sabe, porque no tenía cilindros de gas llenos en la casa. Nada. Miró el reloj. Las ocho de la mañana. La radio enmudecida.

Se ajustó el cinturón. Le habló a su perro y salió para comprobar que el mundo seguía girando.

Frente a los estudios de la estación de radio comprendió lo que sienten los desengañados: terror a la verdad. En años no se había perdido una emisión navideña por la estulticia de un empleado. Este dato consta en las bitácoras radiofónicas del museo de la radiodifusión. Allí el apunte cita que cada año solicitaba al operador de cabina Sarabande Opus 14 núm. 2, de Ignacy Jan Paderewski. Sin variar la hora del día de Navidad. Estaba allí, puntual, brindando al piano estereofónico de sus deseos.

Pensaría que iba a hallarse al público indignado. Pero estaba solo, apenas unos rehiletes de viento helado recorrían la calle.

Jacinto Benavente, colega matemático, sostuvo en una borrachera que “era el único en su especie. El último escucha de una radio avejentada. El sobreviviente de una generación radiofónica y culta que veía como caía un telón de hierro. Insoportable”.

Los teporochos del escuadrón de la muerte suponían que trepó las escaleras de emergencia del edifico. Pero tienen sus dudas. El Cacarizo jura que lo vio “como mujer barbuda, en el Atayde. Allá en Querétaro”. El Chorizo siempre se opone: “se lo llevó patas de cabra, por briago y cornudo”.

Aún no es seguro que él halla sobornado al guardia. Benito, el elemento de seguridad estaba dormido en una de las oficinas del primer piso.

No se encontró el cuerpo. Sólo chorros de orines de perro esparcidos por la cabina de audio. Otros empleados de la estación aseguran que bebió una botella de güisqui encima de la consola de transmisión. Por los desmanes hizo todo lo posible por enchufar los aparatos. Lanzar al viento las ondas hertzianas. Pero fue inútil porque cedió ante la tentación de la radio. Desaparecer de inmediato. ¿O morir?

Nadie levantó cargos. Nadie inculpó a Anselmo Guaida del asalto a pesar de tener la única prueba. Una postal del Barnican de Cracovia, con un te extraño tachado. Se dice que ronda un aliento alcohólico por la estación cuando suena Sarabande Opus 14 núm. 2, de Ignacy Jan Paderewski.

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