Kitabı oku: «Belleza sin aura», sayfa 7
II. Dadaísmo y surrealismo
Los discípulos de Lafcadio
En “Sobre el lugar social del escritor francés en la actualidad”, Walter Benjamin recuerda que André Gide publicó Las cuevas del Vaticano (1914) en vísperas de la Gran Guerra, cuando empezaban a cobrar vigencia “corrientes que más tarde desembocarían en el surrealismo a través del expresionismo y del dadaísmo”.1 Años después, al preparar la edición de sus Páginas escogidas (1921), obra que dedicó a la juventud francesa, Gide consideró totalmente justificado incluir el pasaje en el Lafcadio, el héroe de aquella novela, se entrega a un acto gratuito y, sin ninguna motivación racional, asesina a un viejo cuya fealdad le molesta, arrojándolo de un tren en marcha: en un solitario vagón de tren con un anciano cuya fealdad le molesta y decide deshacerse de él, empujándolo a las vías, únicamente por curiosidad de sí mismo:
—¿Quién lo vería?, pensó Lafcadio. Allí, al alcance de mi mano, bajo mi mano, este doble pestillo, que puedo hacer mover con facilidad; esta puerta que, cediendo de pronto, lo dejaría precipitarse afuera; bastaría un pequeño empujón; caería en la noche como una masa; ni siquiera llegaría a oírse un grito… Y mañana, ¡en camino a las islas! ¿Quién lo sabría? […] Un crimen inmotivado, continuó Lafcadio: ¡qué bochorno para la policía! Por lo demás, sobre este talud sagrado, no importa que alguien pueda, desde un compartimento vecino, observar que una portezuela se abre y ver la sombra chinesca brincar. Al menos las cortinas están corridas… No es tanto por los acontecimientos que tengo curiosidad cuanto por mí mismo. Algunos se creen capaces de todo, pero cuando tienen que actuar, reculan… ¡Cuánta distancia hay entre la imaginación y el hecho!… Y no hay derecho de volver atrás, como en el ajedrez. ¡Bah!, si se previeran todos los riesgos, ¡el juego perdería todo interés!… Entre la imaginación de un hecho y… ¡Vamos! El talud cede. Estamos sobre un puente, creo; un río…2
En los surrealistas, afirma Benjamin comentando este pasaje, Lafcadio tuvo a “sus discípulos más aplicados”: comenzaron, al igual que él, “con una serie de actions gratuites —escándalos inmotivados o casi ociosos—” y el hecho de que con el correr de los años se hayan mostrado “cada vez más preocupados en que ciertos gestos, que al principio tal vez fueran efectuados solo lúdicamente y por curiosidad, se hallaran en consonancia con las consignas de la Internacional”, ilumina retrospectivamente la naturaleza del héroe de Las cuevas del Vaticano.3 Cuando Benjamin escribe estas líneas, conoce muy bien la opinión que Gide se ha forjado de los surrealistas, con quienes estuvo vinculado en los orígenes de la revista Littérature. La historia de su difícil relación con el grupo fue uno de los temas abordados en la entrevista que Benjamin le realizó a Gide en ocasión de su visita a Berlín, a fines de enero de 1928, aunque no incluyó la respuesta del escritor francés en su artículo en Die literarische Welt, quizá pensando en reutilizarlo de algún modo en el ensayo sobre el surrealismo que acabaría redactando a finales de ese mismo año.4
En la transcripción del diálogo que Gide encomendó a Pierre Bertaux, su secretario privado, encontramos dos observaciones sobre el surrealismo originadas en una pregunta de Benjamin que no se reproduce. La primera constituye una crítica de la escritura automática: “Los surrealistas no aspiraban a la obra de arte; aspiraban solamente a anotar un pensamiento tal como se presenta en un momento dado”.5 La segunda elogia los escritos de Louis Aragon y destaca Aniceto o el Panorama, novela (1921) y el cuento “Los parámetros” (1922), incluido en El libertinaje (1924), que el propio Gide publicó como editor de La Nouvelle Revue Francaise. Gide recuerda que Aragon le dedicó el relato “La señorita de principios” (1918) y, sin disimular su aversión por André Breton, alude a la gran atracción que los surrealistas sentían por el personaje de Lafcadio:
Muy curiosa esta historia de los surrealistas, el secreto de los surrealistas. Porque los surrealistas tienen un secreto muy divertido. Cuando la fundación de Littérature, vinieron a verme, llenos de una profunda admiración. Un libro de Aragon está dedicado “A André Gide, deo ignoto”; vinieron a pedirme consejo, a solicitarme abrir el primer número. El secreto es Breton, que acapara todo, delante del cual todos, hasta Aragon, tiemblan, y que está en el fondo celoso de mí, profundamente celoso. Breton publicó una entrevista conmigo ficticia, llena de perfidia, me acuerdo. […]
Aragon es quizás el mejor entre los jóvenes: Aniceto, “Los parámetros”. Sorprendente. Breton es malvado. Es el más malvado. La maldad para ellos es una actitud, una moral. Por amable que sea usted con ellos, le responderán con maldad inmediata. Así que no diga después que no le advertí, por mí y por usted; más vale que no lo tomen a usted en cuenta.
Hubo, recuerdo, dos lanzamientos de Littérature. Me pidieron algo para el segundo. Para ellos, yo era el autor de Las cuevas del Vaticano. Reconocían a uno de los suyos en Lafcadio. Pero les di unas páginas del diario de Lafcadio que forman el fragmento de Los nuevos alimentos incluido en Piezas escogidas. Debió no gustarles… Y después apareció La sinfonía pastoral… La catástrofe, la ruptura. Una historia muy curiosa la de los surrealistas, se conocerá un día.6
La “entrevista ficticia” a la que Gide hace referencia se había publicado en el primer número de la “nueva serie” de Littérature en marzo de 1922 y giraba en torno al volumen Piezas escogidas, aparecido al mismo tiempo que Páginas escogidas, donde se incluía el pasaje de Las cuevas del Vaticano citado por Benjamin.7 Pintando a Gide como alguien superficial, que presumía de ser el autor que más influencia habría de tener en los próximos cincuenta años, puesto que sus escritos estaban dirigidos a la juventud francesa, Breton alegaba que la generación de los surrealistas daría todos los libros del propio Gide “por verlo fijar ese pequeño fulgor que solo mostró una o dos veces” en las reflexiones de Lafcadio y en su “Conversación con un joven alemán algunos años antes de la guerra” (1919), donde decía: “La obra de arte para mí no es sino un último recurso. Prefiero la vida. […] Mire, […] solo con extender el brazo siento más felicidad que escribiendo el libro más hermoso del mundo. La acción, eso es lo que yo quiero; sí, la acción más intensa… intensa… hasta el asesinato”.8
Aunque Gide haya preferido no mencionar el hecho en su conversación con Benjamin, Breton había dado muestras de su admiración por Las cuevas del Vaticano en “Para Lafcadio”, su primer poema en la revista Dada, editada por Tristan Tzara en Zúrich.9 Este autorretrato en uniforme de fajina, a bordo de un lento tren cargado de soldados, tenía como secreto destinatario a su amigo Jacques Vaché, a quien los surrealistas identificaban con el héroe de la novela de Gide y veían como la encarnación de un “espíritu realmente nuevo”, de signo opuesto al que preconizaba Guillaume Apollinaire.10 En el invierno de 1917-1918, luego de leer las cartas de Vaché desde algún lugar del frente occidental, Aragon, Breton y Soupault comprendieron que su contenido explosivo no iba a tener cabida en los círculos cubistas que frecuentaban. Pese al respeto que sentían por Pierre Reverdy, estaban convencidos de que jamás admitiría ese “hecho nuevo” en las páginas de Nord-Sud, puesto que se mostraba ya demasiado cauteloso con Arthur Rimbaud.11 Con Paul Dermée y los demás “era inútil hablar”: decían que Alfred Jarry solo había escrito Ubú rey o que su obra maestra era Mesalina (1929), novela ambientada en la antigua Roma, que ellos juzgaban, contrariamente, de una extrema “pobreza”; en cuanto a Lautréamont, aquellos poetas pensaban que no representaba más que “una curiosidad de biblioteca”.12 Era, por tanto, del todo previsible que “el punto de vista del humor”, el aporte principal de Vaché, cayera “fatalmente antipático” y resultara indigerible.13
Décadas más tarde, Breton explicaría “el verdadero arreglo de cuentas” que representó este humor entre dos generaciones que se reconocían por diferentes motivos en Gide.14 La aparición de Las cuevas del Vaticano marcó el “apogeo de este malentendido”: mientras que la mayoría de sus antiguos admiradores lo acusaban de haberse dejado arrastrar al folletín y a la parodia, los más jóvenes estaban fascinados “menos por el argumento del libro […] o por el estilo, no desprovisto de todo esteticismo, que por la creación central del personaje de Lafcadio”.15 Para los primeros, su figura era “totalmente incomprensible”; los segundos, en cambio, lo encontraban “lleno de sentido, consagrado a una descendencia extraordinaria”: representaba “una tentación y una justificación de primer orden”.16 Durante los años de “debacle intelectual y moral” de la Primera Guerra, el personaje no dejó de crecer, llegando a encarnar “el inconformismo bajo todas sus formas, con una sonrisa” que los adolescentes ociosos encontraban “muy seductora, pese a ser imperceptiblemente oblicua y cruel”.17 A partir de él se desarrolló una “objeción de conciencia”, mucho más profunda que la opuesta a la movilización general, dirigida contra “las ideas de familia, de patria, de religión e incluso de sociedad”.18 En su actitud, como en la del joven alemán de la conversación, podía advertirse fácilmente “la conclusión lógica, activa, moderna, de la concepción del dandismo”: Vaché, “muy hostil a Gide en diversos aspectos”, soñaba en el frente “con instalar su caballete entre las líneas francesas y alemanas para pintar el retrato de Lafcadio”.19
El umor de Jacques Vaché
Entre fines de 1915 y principios de 1916, mientras se desempeñaba como “interno provisorio en el centro de neurología” del hospital de la rue Marie-Anne du Boccage, en la ciudad de Nantes, Breton conoció a un soldado que tenía una herida en la pantorrilla: “Era un joven de cabellos rojizos, muy elegante”, que había seguido los cursos de Luc-Olivier Merson en la Escuela de Bellas Artes y que, obligado a guardar cama, “se entretenía dibujando y pintando series de tarjetas postales para las cuales inventaba leyendas singulares”.20 La moda masculina era lo que más cautivaba a aquel muchacho de veinte años, oriundo de Lorient, que pasaba todas las mañanas alrededor de una hora “disponiendo una o dos fotografías, los pliegues, algunas violetas sobre una mesita encima de un encaje que había hecho con sus propias manos”.21 Los horrores del frente se multiplicaban, cada vez más heridos ingresaban al hospital y los médicos no daban abasto; todo el mundo desesperaba, pero él jamás perdía la calma: “Solitario narciso”, parecía “insensible al espectáculo de la realidad”, dando prueba con su actitud de que bajo aquellas condiciones “una forma de resistencia” aún era posible.22
El joven se llamaba Jacques Pierre Vaché y Breton muy pronto entendería que era un “maestro en el arte de prestar muy poca importancia a todas las cosas”.23 Comprendía mejor que nadie que “el sentimentalismo ya no estaba en boga y que el cuidado de la dignidad, cuya importancia primordial Charlie Chaplin todavía no había subrayado, demandaba no enternecerse”.24 No bien obtuvo el alta, se empleó como descargador de carbón; pasaba los mediodías en los cuchitriles del puerto y, al caer la tarde, andaba de café en café, “creándose una atmósfera a la vez dramática y llena de animación, a fuerza de engaños que no lo incomodaban”; recorría las calles de Nantes “a veces en uniforme de lugarteniente de húsares, de aviador, de médico” y, si se cruzaba con amigos, fingía no reconocerlos y continuaba su marcha sin volverse.25 Todo en él era desconcertante, desde su manera de saludar o despedirse sin dar la mano hasta su afición por el opio y el hecho de que viviera en una amplia habitación, ubicada en la Place du Beffroi de Nantes, en compañía de una muchacha muy hermosa con la que “no mantenía ninguna relación sexual”.26
En cuanto a sus gustos artísticos y literarios, Vaché declaraba admirar a Jarry, detestar a Rimbaud, conocer apenas a Apollinaire y desconfiar del cubismo.27 Con frecuencia le reprochaba a Breton, todavía prendado de Stéphane Mallarmé y Paul Valéry, su “voluntad de arte y de modernismo”.28 En aquella actitud, sin embargo, no había nada de esnobismo: “Dadá todavía no existía y Vaché lo ignoró toda su vida. Fue el primero, por tanto, que insistió en la importancia de los gestos, tan cara a André Gide”.29 En realidad, Vaché no admiraba al autor de Las cuevas del Vaticano, de quien decía que habría sido “un pálido Musset si hubiera vivido el Romanticismo”,30 sino a Lafcadio, cuya silueta se afanaba en dibujar con atributos de dandy. En él reconocía algunos rasgos del umor (sin hache) que preconizaba: “Porque no lee y solo lo produce en experiencias divertidas, como el Asesinato —y esto sin lirismo satánico— ¡mi viejo Baudelaire podrido!”, leemos en sus Cartas de guerra, publicadas por Littérature, en 1919, con una presentación de Breton.31 De acuerdo con Aragon, el paralelo con Lafcadio era evidente y, tras la noticia de la muerte de Vaché, más de una vez intentó conversar con Gide al respecto; pero mientras él quería hablar “de un hombre, y de las razones que los hombres tienen para continuar viviendo o negarse a ello”, aquel se atenía a “su personaje” literario: “El tema Lafcadio-Vaché no era en realidad halagador para Gide. No lo embellecía. Se adivinaba que un feliz azar había dado nacimiento al héroe de Las cuevas. Su padre no tenía nada interesante para enseñar sobre Lafcadio”.32
Hijo de un militar francés afectado al Servicio Exterior, Vaché había pasado parte de su infancia en Indochina y estudiado luego en el Grand Lycée de Nantes, donde se sumó a un pequeño grupo artístico y literario, liderado por Jean Sarment (Jean Bellemère), Eugène Hubler y Pierre Bisserié, que publicaba una pequeña revista manuscrita llamada En route mauvaise troupe —según un verso de Paul Verlaine— y el periódico bimensual Le Canard sauvage.33 En la primera de estas publicaciones, un manifiesto presentaba a sus integrantes unidos por “un disgusto común”: “Odiamos lo burgués, es decir, el cliché pomposo, lo convenido respetable, lo banal solemne— los prejuicios que desecan el corazón, las disciplinas oficiales”.34 Como explica Henri Béhar, sus miembros manejaban un argot particular, empleaban diversos seudónimos, citaban las opiniones patafísicas del Dr. Faustroll, asumían posturas antimilitaristas y proponían “una jerarquía humana” en cuya cima se situaban los “Mimos”, representantes de “la grandeza mística del silencio que se expresa”, a los que seguían los “Sares”, así llamados en honor a Josephin Péladan y los Rosacruces, los “homo-vulgaris”, los “sub-hombres”, luego los “super-hombres”, los “subofs” (suboficiales) y, al final de todo, los “generales”; las mujeres eran clasificadas de una manera análoga, pero a menudo se las situaba indiferenciadamente en la categoría “mis hermanas las respetadas putas”.35
Ignoramos cuánto sabía Breton del grupo de Nantes, pero la jerga de aquel círculo, su esteticismo anarquizante y su desprecio por los uniformes están muy presentes en las cartas que Vaché le envió desde el frente entre la primavera de 1915 y el invierno de 1918. Firmando en ocasiones con las iniciales de Jacques Tristan Hylar, uno de sus seudónimos, Vaché compara en ellas su amistad con Breton con la rareza extrema de los “Sares” y los “Mimos”.36 Cuenta que se desempeña como intérprete ante las tropas inglesas (“—Situación bastante aceptable en este tiempo de guerra, recibiendo trato de oficial— caballo, equipajes varios y ordenanza”)37 y se retrata paseando indiferente entre poblados en ruinas, con su “monóculo de cristal y una teoría de pinturas inquietantes —He sido sucesivamente un literato coronado, un dibujante pornógrafo conocido y un pintor cubista escandaloso —Ahora, me encierro en mí y dejo a los otros el cuidado de explicar y de discutir mi personalidad de acuerdo a las indicadas —El resultado no importa”.38 En ocasiones siente que la vida de soldado lo hace “presa de un temible tedio” y confiesa que su sueño “es llevar una camisa roja, un fular rojo y botas de montar —es ser miembro de una sociedad china sin finalidad y secreta en Australia”.39 Con altanera ironía, pregunta si los “iluminados” que colaboran en Nord-Sud “tienen derecho a escribir” y se define como “un perseguido, o un ‘catatónico’ cualquiera”, que relee a San Agustín solo para complacer a Fraenkel, a quien ha bautizado por su apellido “el pueblo polaco”.40 Otras veces se figura saliendo de la guerra “dulcemente chocho, a la manera de esos espléndidos idiotas de pueblo”, o convertido en una estrella de cine: “¡Qué película actuaré! —con automóviles locos, bien sabe usted, puentes que ceden, y manos mayúsculas que reptan sobre la pantalla hacia algún documento ¡inútil e inapreciable!— con coloquios muy trágicos, en ropa de noche, ¡detrás de la palmera que escucha!”.41
La irrupción de Vaché en los círculos literarios parisinos tuvo lugar la tarde del domingo 24 de junio de 1917, durante la puesta de Las tetas de Tiresias. Encontrándose de franco, se sumó a Breton, Fraenkel y otros jóvenes devotos de Apollinaire, que asistieron a la velada organizada por la revista sic “impacientes de combatividad no empleada, de bochinche”, como contaría Aragon.42 Al finalizar el primer acto, la sala estaba dividida en dos: los que aplaudían con entusiasmo y los que abucheaban, indignados por el tratamiento que la obra daba a temas como la guerra, el control de la natalidad, los derechos de la mujer, la infidelidad y la prensa. A Vaché aquel drama le parecía “demasiado literario” y deploraba el vestuario de Serge Férat, “pero el escándalo de la representación lo excitó prodigiosamente”: en medio del alboroto, irrumpió en la platea con uniforme de oficial inglés, “empuñando un revólver y hablando de disparar sobre el público”.43 Retrospectivamente, la actitud de Vaché sería vista por Breton, en el “Segundo manifiesto del surrealismo” (1930), como la esencia de la moral que promovía el movimiento: “El acto surrealista más simple consiste en salir a la calle, revólver en mano, y tirar al azar, tanto como se pueda, sobre la multitud”.44
Apollinaire era, para Vaché, un titán que encarnaba todas las fuerzas mitológicas que se proponía combatir. Su principal objeción al “espíritu nuevo” estribaba en el papel asignado al arte y la poesía como agentes de legitimación de una cultura burguesa que se consumía en las hogueras de la Gran Guerra. Refiriéndose a sus planes en común con Breton, que abarcaban desde una pieza dramática hasta una conferencia sobre su teoría del umor en el Théâtre du Vieux-Colombier, ilustrada con poemas de Aragon, escribía: “yo lo desearía seco, sin literatura y sobre todo no con sentido de ‘arte’ […] Pues no nos gustan ni el arte ni los artistas (abajo Apollinaire) ¡Y cuánta razón tiene tograth de asesinar al poeta!”.45 De no ser posible erradicar del todo la poesía, recomendaba “derramar un poco de ácido o de viejo lirismo” sobre ella, cualquier cosa que sacudiese vivamente, “porque las locomotoras van rápido” y la modernidad “constante” exige que ella misma sea “asesinada cada noche”: “Ignoramos a mallarmé, sin odio, pero está muerto. Desconocemos a Apollinaire porque lo suponemos haciendo arte muy a sabiendas, remendando el romanticismo con hilo telefónico y sin saber nada de dínamos”.46 Para terminar con el sentimentalismo, Vaché sugería aplicar dos métodos, aunque más no fuese de manera provisoria: “Formar la sensación personal con la ayuda de una colisión flamígera de palabras raras —no dichas a menudo— o bien dibujar ángulos, o cuadrados nítidos de sentimientos”.47
La antilírica de Vaché —ejemplificada en el poema en prosa “¡Blanco acetileno!”, fechado el 28 de noviembre de 1918— no era sino la expresión de su indefinible noción de umor, que oponía a la ruidosa “máquina de descerebrar”48 y apenas consentía en caracterizar como “una sensación” o “un sentido de la inutilidad teatral (y sin alegría) de todo”.49 La asimilación a las corrientes de la poesía francesa con las que comulgaban Breton y sus camaradas parisinos le era por completo ajena: “Decididamente estoy muy lejos de una multitud de figuras literarias, incluso de Rimbaud, me temo, querido amigo”, y se cuidaba de explicar: “el arte es una estupidez […] el arte tiene que ser una cosa divertida y un poco pesada — eso es todo”.50 En su última carta, escrita semanas antes de su trágica muerte en Nantes a principios de 1919, subrayaba el importante papel que la explotación de ese umor, esencialmente diferente de cualquier forma de “neonaturalismo”, desempeñaría en el advenimiento de ese “espíritu nuevo” que Apollinaire había entrevisto, pero que no había sido capaz de volver contra los valores de su tiempo:
Creo recordar que, de común acuerdo, habíamos resuelto dejar al mundo en una semi-ignorancia asombrada hasta alguna manifestación satisfactoria y tal vez escandalosa. No obstante, y naturalmente, confío en ti para preparar los caminos de ese Dios decepcionante, un poco socarrón, y terrible en todo caso — ¡Qué divertido va a ser, ¿sabes?, si ese verdadero espíritu nuevo se desencadena!
[…] Apollinaire ha hecho mucho por nosotros y no está muerto, desde luego; por lo demás, ha hecho bien en detenerse a tiempo —Ya se ha dicho, pero hay que repetirlo: marca una época. ¡Cuántas cosas bellas vamos a poder hacer!; — ¡ahora!51
Nacimiento de Littérature
Antes de encontrar el nombre con el que se haría famosa, la revista Littérature se llamó primeramente La Nègre y luego Le Nouveau Monde, título que fue desestimado por encontrarse ya registrado.52 En reemplazo, sus jóvenes directores barajaron el nombre Carte blanche, que llegó a ser oficial, pero que a último momento rechazaron, porque “tenía mucho de Picasso y de Reverdy, mucho de cubista”.53 Fue entonces cuando resolvieron pedir consejo a Paul Valéry, uno de los pocos escritores —dice Aragon— “que tomaban con bastante facilidad nuestros gustos por paradojas y que en el fondo tenían más confianza en nosotros que en Apollinaire, aun cuando no veían en esto más que un juego y nos creían, a pesar de todas nuestras desmentidas, todavía azucarados en el respeto por Mallarmé”.54 De acuerdo con Soupault, el autor de La velada con Monsieur Teste (1896) propuso “la palabra Literatura —¡subrayada!—” con el sentido en que Paul Verlaine la empleaba en su “Arte poética”: “Y todo el resto es literatura”, que se hacía eco a su vez de las palabras finales del príncipe Hamlet: “El resto es silencio”.55 Este nuevo título implicaba un auténtico “programa”, les hizo notar Valéry con ironía, de modo que lo adoptaron por todo lo que en ese vocablo había de “provocador, de desagradable, de pretencioso, de esquelético”.56
El primer número de la revista —cuya redacción funcionaba en el número 9 de la Place du Panthéon— apareció por fin el 19 de marzo de 1919. En su cubierta amarilla exhibía la palabra Littérature subrayada, como quería Valéry; tenía 24 páginas y contaba con colaboraciones de los grandes herederos del simbolismo (André Gide, Paul Valéry, Léon-Paul Fargue, André Salmon) y de representantes de la vanguardia de la Rive Gauche (Pierre Reverdy, Max Jacob, Blaise Cendrars, Jean Paulhan). Según Aragon, tal eclecticismo tenía su razón de ser; al margen de Valéry y Reverdy, que mantenían lazos directos con los editores, la presencia de Cendrars, Salmon y Jacob no respondía a preferencias propias, sino a la intención de diferenciarse de Nord-Sud: Fargue, compañero de colegio de Jarry, se beneficiaba a nuestros ojos de una vieja leyenda por lo demás controvertida que le prestaba un rol en la confección de Ubú rey; en cuanto a Gide, “solo estaba allí en función de Lafcadio” y por las ganas que los fundadores de la publicación tenían de “comprometerlo” en esta aventura.57
El lanzamiento de Littérature —continúa diciendo Aragon— tuvo “una prensa copiosa y elogiosa” en virtud de los grandes nombres convocados.58 Sin embargo, los editores no buscaban con ello consolidar una posición en la escena cultural parisina, sino “poner sobre el tapete todos los valores literarios” para someterlos luego a una profunda revisión.59 Por el momento avanzaban con prudencia: sus intenciones apenas se dejaban adivinar en los poemas de Aragon y de Breton, “Pierre fendre” [Piedra rajada] y “Clave de sol”.60 El rumbo se insinuaba también en la sección bibliográfica, que incluía dos “críticas-sintéticas” de Aragon: una sobre Vingt-cinq poèmes [Veinticinco poemas] de Tristan Tzara y otra sobre Jockeys camoufflés et Période hors texte [Jockeys camuflados y Período fuera del texto] de Reverdy, ambos aparecidos en 1918. El libro de Tzara, ilustrado por Hans Arp, era comparado con el catálogo de una tienda: “Pero el viento empuja y se vende con rebaja toda la utilería del bazar: liquidación por inventario”; el de Reverdy, con cinco dibujos de Henri Matisse, motivaba estas líneas: “Hay un hombre como una bola en el corredor que rueda y rebota de la sombra a la claridad. Canta una melodía que no se entiende, sin duda una melodía de danza. En el sueño, la fiebre o la ebriedad, sabe abrir los párpados en el momento en que los demás pierden conciencia”. 61 En tanto, Raymonde Linossier, que bajo el seudónimo de Les Sœurs x había publicado la micronovela Bibi-la-Bibiste (1918), informaba sobre los contenidos de tres revistas amigas: por un lado, Éventail y Les Écrits nouveaux, con ensayos de Breton sobre Jarry y Apollinaire, y por el otro, Dada, de la cual se extractaban algunas frases del “Manifiesto de 1918”, señalando que su texto merecía “quedar entre las obras que no llegarán a ‘la masa voraz’, pero que sobrevivirán por su energía”.62
Echando una ojeada retrospectiva al primer número de Littérature, Aragon sostiene que ninguna de las figuras de renombre que les habían prestado su apoyo podía entonces imaginar, por ejemplo, el lugar que se daría a Tzara. Reverdy mismo, que había sido el primero en otorgarle crédito cuando aún era un desconocido, “comenzaba a manifestar cierto malhumor con respecto al bullicioso director de Dada”.63 Todo lo que había estado dormido durante la guerra empezaba lentamente a despertar, pero el espíritu que le era propio todavía no se había manifestado:
Por eso André Breton fue a la Biblioteca Nacional y copió a mano las Poesías de Isidore Ducasse hasta entonces inéditas, simple curiosidad literaria, pero que a la luz de aquel espíritu aparecía como un texto fundamental, una especie de moral del lenguaje ataviada con toda la seducción del fuego que cayó un buen día sobre la cabeza de los apóstoles.64
Abarcando buena parte de los dos siguientes números de la revista, se publicó el texto íntegro de los dos fascículos de esta “publicación permanente” que Ducasse había dado a la imprenta poco antes de su muerte.65 La noticia preliminar de Breton se iniciaba con una analogía entre la guerra franco-prusiana y la Gran Guerra: “Los años 1870 y 1871, similares a lo que acabamos de vivir, vieron instruir las dos grandes demandas presentadas por el hombre joven al viejo arte”.66 Una era la “Carta del vidente” (1871) de Rimbaud, exhumada por La Nouvelle Revue Française en junio de 1912; la otra consistía en las inasequibles poesías i y ii de Ducasse, de cuyo único ejemplar existente habían proporcionado indicios Remy de Gourmont, Léon-Paul Fargue y Valéry Larbaud:
Littérature, en sus números 2 y 3, las reproduce para cortar de cuajo las insinuaciones de aquellos que, no temiendo una solución demasiado simple, clasifican al Conde de Lautréamont entre los locos. Si, como lo exige Ducasse, la crítica atacara la forma antes que el fondo de las ideas, sabríamos que en las “Poesías” está en juego una cosa muy distinta del romanticismo. En mi opinión, se trata sobre todo de la cuestión del lenguaje, mostrándose Ducasse capaz de revelar más el daño que le hacen las palabras (“¡Os pido un poco, mucho!”) que las figuras (hacer el vacío sin máquina neumática) que maneja a fondo la ciencia de los efectos (“¡Suene la música!”). Con conciencia, la necesidad de probar constantemente por el absurdo no puede ser tomada como un signo de sinrazón. Hace mucho tiempo Baudelaire reivindicó el derecho a contradecirse: admito que las “Poesías” de Isidore Ducasse a menudo refutan Los cantos de Maldoror. Añado que no le son en nada comparables, y por tanto no inferiores, ya que los dos fascículos impresos no constituyen más que su prefacio y no pueden tomarse más que por un Arte Poética cuyo florilegio permanece hasta hoy desconocido.67
La subversión estaba en marcha. Ducasse decía que reemplazaba “la melancolía por el coraje, la duda por la certeza, la desesperación por la esperanza, la maldad por el bien, las lamentaciones por el deber, el escepticismo por la fe, los sofismas por la frialdad de la calma y el orgullo por la modestia”.68 Se burlaba de los grandes nombres del romanticismo, sostenía que el progreso en literatura implicaba necesariamente “el plagio” y preconizaba que la poesía debía tener por fin la “verdad práctica” y “ser hecha por todos”.69 En las páginas de Littérature, todo esto sonaba como una declaración de propósitos y los números siguientes no hicieron más que confirmarlo. Junto con “Las manos de Jeanne-Marie”, poema inédito de Rimbaud, se publicaron las cartas de Vaché y las “Banalidades” con las que Apollinaire había colaborado en la revista Lacerba, órgano del futurismo italiano, desconocidas hasta entonces en Francia.70 En el quinto número, un aviso de la editorial Au Sans Pareil comunicaba a la vez la edición de Mont de piété de Breton y el lanzamiento en París del Bulletin Dada, y preludiaba la alianza con el movimiento liderado por Tristan Tzara que habría de producirse a comienzos de 1920.71 En los números 8 y 9 se publicaron finalmente tres largos escritos automáticos de Los campos magnéticos: “El espejo sin azogue”, “Estaciones” y “Eclipse”.72