Kitabı oku: «El señor de las cruzadas»

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© Ricardo Joel Almánzar Fortuna

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ISBN: 978-84-1386-090-9

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DEDICATORIA

A todos aquellos que tienen el don de soñar, de soñar con mundos fantásticos, con posibilidades infinitas, de ver más allá de lo evidente y de luchar por conseguirlo, por lo menos en las blancas páginas que nos sirven de compañía.

AGRADECIMIENTOS

A todo aquel que tiene voluntad de cambiar en sueños la realidad, a mis padres, familiares y amigos.

INTRÓITO

Hace mucho, mucho tiempo atrás, cuando la diosa Bethae comenzó su creación con Alfarios y Efesios, antes de que la tierra fuera hecha, éstos dos fueron creados a un tiempo como sus hijos. Por reglas sagradas, Alfarios se casó con Nereyda, creada por Bethae. Pero Efesios no obedeció las reglas sagradas y comenzó la creación de Dioses y Señores, por lo que fue expulsado del cielo por los guardianes sagrados. Él juró vengarse de Alfarios por dejarlo fuera del reino celestial.

En su propio reino, la tierra, Efesios creó los infiernos y puso un dios en cada uno. Sus hijos fueron llamados los dioses negros, que crearon su propio reino, sirvientes y Señores.

Conociendo estos hechos, Alfarios, nombrado dios de los cielos, creó sus hijos y Señores. Pero este hecho enfadó a Bethae y ella ordenó que Alfarios y Efesios no intervinieran en la guerra de los dioses. Esta guerra tomó control de la humanidad.

Los dioses negros tienen ventaja en la guerra, pero según la diosa Arcana, un mortal deberá emerger para apoderarse de los pendientes mágicos y convertirse así en el salvador en estas cruzadas. ¿Pero dejarán los dioses negros que este mortal triunfe sobre ellos?

Esta es la historia llamada El señor de las cruzadas

PARTE I

ENCUENTRA A ELYSIA

Angellore es designada por el dios del trueno para encontrar a un mortal que ha de convertirse en el héroe de las cruzadas de los dioses. Pero para ello tendrán que enfrentarse a incontables obstáculos, sobrepasar dificultades, combatir sus miedos más profundos.

En compañía de sus fieles amigos, Ségnegas deberá imponer el don de la justicia por encima de los maléficos planes de los dioses negros, pero no será nada fácil.

1

UNA AVENTURA COMIENZA

—¡Corran! ¡Los elysiuns están aquí!

—Ah, tontos mortales. ¿De qué les servirá? Corren de quien no pueden correr y menos esconderse. —Los aldeanos corrían desesperados ante la presencia del ejército negro de los elysiuns, comandados por Ernak.

—¡Busquen en todo lugar! ¡Que no quede vivo un varón, bebé o niño, matad a todos! —Escondidos, algunos de los aldeanos se preguntaban qué buscaba un dios en una aldea y por qué mataba a los niños varones.

—Mi señor Ernak, ya buscamos y no está aquí.

—¡Maldición! ¿Dónde está?

—Señor, disculpe, pero, ¿no cree que tal vez la diosa Arcana se haya equivocado?

—Eres un tonto. ¿Osas dudar de la palabra de un dios?

—No, no, señor.

—Más que nada quisiera que Arcana se equivocara, pero no es posible, hay que encontrar ese mortal, entre tanto, mata a toda la aldea. ¡Ahora!

—¡No lo harás! —Irrumpió una voz fuerte.

—¡Qué! ¡Quién contradice al dios Ernak!

—¡Yo!

—Vaya, vaya; pero si es mi querido hermano Thelión, dime, ¿vas a detener mi ejercito tú solo?

—Podría intentarlo, pero traje algunos amigos.

—¡Estamos listos! —dijeron los tres personajes: un joven, una chica y una especie de niebla que luego se convirtió en una guerrera.

—¡Qué! Veo que atrás de ti hay una gran compañía, ¿cómo están? Angellore, Issis y mi desheredado hijo, Manthys.

—Bien —dijo Manthys—, muy bien, padre.

—¿Qué haremos, señor? —alardeó el capitán de los Elysiuns, esperando la respuesta de Ernak.

—¡Vámonos!

—Sí, señor. —El ejército comenzó a desplegarse.

—¡Nos veremos, Thelión! —dijo Ernak a tono de amenaza.

—¡Claro que sí! ¡Hermano! —dijo Thelión viendo cómo Ernak y su ejército desaparecía como por arte de magia—. Claro que sí —se dijo—. ¡Angellore!

—Sí, mi señor —la joven de cabellos marrones y ojos miel, que vestía una túnica también marrón, se hubo acercado al dios Thelión, mejor conocido como Señor del trueno.

—Quiero que busques al mortal y lo guíes a donde debe de ir.

—Como mandes.

—Ah, y... Angellore.

—¿Sí?

—Él deberá enfrentar su destino solo.

—Como digas —la chica se transformó en una gran flama y luego desapareció.

—¿Y yo, qué? —preguntó Manthys.

—Vuelve a tus dominios, tú también, Issis.

—¡Sí! —dijeron a coro los jóvenes y también desaparecieron, Issis en forma de niebla y Manthys solo corrió a supervelocidad, solo quedó en la escena Thelión, entre los cadáveres de niños y de muchos padres que se opusieron al sanguinario Ernak, dios del infierno sur y de la ciudad oculta de Elysia.

—Pagarás por esta —dijo para sí el dios barbado, vestido de una armadura divina con la insignia del trueno, su pelo era largo y sus ojos verdes, era alto, aunque un poco viejo, pero la edad no importaba, era inmortal.

Ciudad de Bok

Dos chicos estaban ocultos en el florido bosque de Bok, teñido de verdes y altos árboles, uno de ellos era de pelo largo y negro, de ojos grises, era de estatura normal para un chico de diecisiete años, el otro era rubio, de ojos azules y muy alto, llamado Arfil, y el primero era el travieso, pero amable, Ségnegas.

—Oye —decía Arfil a Ségnegas—, ahí está —refiriéndose al nido de un dragón verde cuyos dientes eran muy valiosos y este en especial había mudado en esos días y había varios dientes.

—¿Y cómo lo haremos?

—Está dormido, iremos allá.

—Oh no, estás loco, ¿lo sabes?

—Eso dicen mis padres.

—Pues no mienten. Bien, yo iré.

—Ten cuidado y no lo destruyas esta vez, el cliente exige calidad.

—Oye, la vez pasada fue un accidente.

Ségnegas empezó a avanzar entre los arbustos hasta llegar al nido, la bestia dormía profundo y ya se disponía a tomar los colmillos y a partir, cuando:

—¿Pero qué rayos? —se dijo a sí mismo al ver aquello. Dejó los dientes y se dirigió a aquello. —¿Pero qué haces? —se preguntaba Arfil. Ségnegas continuó y al llegar a una extraña arboleda, lo vio con más claridad, una bella joven de cabellera marrón dormía en la hierba, pero no era eso lo que le asombraba, sino el hecho de que de su cuerpo salía un fuego extraño que no la dañaba en lo absoluto, se acercó tanto que pisó unos trillos y:

—¿Quién eres? —preguntó ella medio enfadada.

—Eh, yo...

—Atrevido, ahora verás —el fuego se concentró en sus manos.

—Oye, espera.

—¡Morirás! —ella arrojó la flama.

—¡Oohh! —el chico no supo cómo, pero esquivó la flama, aunque luego quedó a merced de la chica.

—¿Cómo? —dijo ella—. ¿Cómo puede un mortal esquivar mi ataque?

—¡Ségnegas! —era Arfil, que venía.

—Ah, vaya, otro más —dijo la chica.

—Oye —dijo Ségnegas—. ¿Quién eres tú?

—¿Qué te importa? Solo eres un tonto mortal.

—¿Y tú, no lo eres?

—No, soy un ser divino y no tengo tiempo de platicar contigo, debo ir a la ciudad y hallar al general Enzou.

—¿Dijiste Enzou?

—Sí, si lo conoces, dímelo.

—Sí, él es mi padre —en eso:

—¡Rrrr! —el dragón había despertado y ahora apuntaba hacia ellos.

—Oh, no —dijo Ségnegas—. Oye, haz algo —dijo él a la chica.

—¿Yo?

—Sí, tú —interrumpió Arfil.

—No puedo —dijo ella.

—¿Qué dices? —dijo Ségnegas—. Un dragón va a devorarnos y no harás nada.

—Es uno de los sirvientes de Aphelión.

—Y ese, ¿quién es?

—Mi hermano.

—Ah, sí —dijo Arfil—. Pues si no haces algo, nos morimos.

—¡Rrr! —la fiera se lanzó al ataque.

—¡Aaaahhh! —Se escuchó una voz y la fiera se detuvo. Tras de la bestia había un hombre con una extraña vestimenta.

—Oh, gracias al cielo —dijo la chica—, Aphelión.

—Hola, Angellore.

—¡Escuchen! —dijo Arfil—. ¿Quieren decirnos quiénes son y qué quieren?

—Somos deidades —dijo ella.

—¿Qué? —preguntó Ségnegas—. ¿Son qué...?

—Sí —dijo el hombre—, somos dioses, o parte de ellos.

—Vaya, papá y mamá van a pensar que estoy loco de verdad —dijo Arfil.

—¿Y qué quieren?

—Bueno —dijo la chica conocida como la poderosa Angellore—. Debo encontrar al general Enzou, lo que me recuerda que ibas a decir algo sobre él.

—Sí, es mi padre.

—En verdad, ¿Enzou es tu padre?

—Así es —asintió Arfil.

—Llévame con él —dijo ella—. Señor Aphelión, no tienes que venir, yo lo manejaré.

—Como gustes —dijo, y partió entre los árboles acompañados del dragón que ya no pareció tan feroz.

—Por aquí —dijo Ségnegas, indicando el camino a la ciudad.

—Los sigo —dijo ella.

La ciudad de Bok era una de las más ricas del reino, tenían gran producción de pieles, alimentos y eran comerciantes de dientes de dragón, los cuales cambiaban por armas con otras ciudades. Angellore llegó a la casa del general Enzou al atardecer. Se sorprendió mucho de ver a una divinidad en su casa.

—Hola —dijo inclinándose.

—Hacía tiempo ya, general —dijo Angellore.

—¿Qué puedo servirte, señorita?

—Vengo por el chico.

—¿Ya?

—Así es, la guerra está en su peor momento y necesitamos al chico.

—Pero no está listo aún.

—No discuta, general, sé que es difícil desligarse de él, pero es su destino.

—Bien, como digas. ¡Ségnegas! —llamó el general.

—¿Sí, padre?

—Escucha bien, hijo, debes ir con ella.

—¿Por qué?

—El destino de todo el mundo está en tus manos. —Explicó el general.

—¿Qué dices, padre?

—Verás —interfirió Angellore—, hay una guerra de dioses que acabará por destruirnos a ti, a mí y a todo si no la ganamos, para ello, un mortal que no es mortal, sino un dios, debe detener a los dioses negros.

—¿Y yo qué haré?

—Tú, mi hijo —dijo el general— eres ese mortal, eres un dios.

—¿Soy un dios?

—No, eres más bien un Señor —dijo Angellore.

—¿Más bien un Señor? —preguntó Ségnegas.

—Es un dios que puede ser aniquilado por otro dios y por un mortal, aunque un mortal deberá usar un arma sagrada para matar a un Señor. Pero tú aún eres un mortal.

—¿Y cómo seré un dios?

—El camino que recorrerás te convertirá en ello —respondió ella.

—¿El camino? ¿Qué camino?

—Ya lo sabrás. Ahora solo ve a dormir, mañana empezaremos el viaje.

—Sí —respondió Ségnegas y se marchó.

—Él estará bien —dijo ella.

—Lo sé —dijo el general—. Por favor, acepta dormir en mi casa señorita de la flama.

—Ni que lo digas, estoy muy cansada. Adiós.

—Que descanses.

Infierno sur

—Mi señor —el guardia estaba inclinado en señal de respeto por el soberano del infierno sur, el dios negro Ernak.

—¿Qué noticias me traes? —preguntó Ernak sentado en su trono.

—Angellore encontró al mortal.

—Ya veo —dijo afincando su barbilla en el puño derecho—. Conociendo a Thelión, no permitirá que me acerque al mortal, pero no importa, él mismo vendrá a mí de acuerdo al enigma de Arcana. Claro, que me encargaré de que no llegue con vida... ¡Soldado!

—¿Sí, señor?

—Dirígete al infierno este y dale a mi hermano Vasilius la noticia, y dile también que debe preparar a sus sirvientes.

—Como ordene, señor.

Ernak se quedó solo en su salón de mando decorado con calaveras y condenados, había un corredor y a ambos lados un pozo de lava hirviente en el cual vacío decenas de condenados que eran mutilados por los demonios de Ernak.

—Veremos si ese mortal es en verdad un dios...

Con la bendición de su padre y la esperanza, partió Ségnegas junto a Angellore. El sol no había salido cuando ya alcanzaban los montes que daban salida a la ciudad de Bok. A pesar de la niebla, el paisaje era admirable. Ninguno hubo dicho nada hasta que, salido el sol, el joven Ségnegas no cesó de hacer preguntas.

—Oye —decía Angellore—, haces muchas preguntas para ser un dios.

—Ese es el problema, yo no creo ser un dios.

—Te dije que aún no lo eres.

—Eres muy grosera, ¿lo sabías?

—Sí... bueno —dijo ella en señal de satisfacción al llegar a una verde pradera—, he cumplido mi parte.

—¿Qué dices? ¿De qué parte hablas?

—Yo solo debía traerte hasta aquí, tú has de continuar.

—¿A dónde?

—A la ciudad de Elsya.

—¿Qué? Estás loca, eso es el otro extremo del planeta, además, no sé cómo llegar hasta...

—Sabes, ustedes los mortales son muy impulsivos. Aquí tienes —dijo ella señalando un documento que sacó de su bolso.

—¿Qué es?

—Es un mapa, con él podrás llegar a Elsya, y cuídense de no ser atrapados por Ernak.

—¿Por qué dices cuídense?

—Tú y él.

—¿Él?

—Vaya, no me dirás que no habías notado que tu amigo nos sigue.

—¿Arfil? ¿A dónde?

—Tras aquel roble —ella indicó un árbol que habían dejado a unos metros tras de ellos—. ¡Oye! —gritó—. ¡Sal de ahí! —y efectivamente ahí estaba. Una vez reunidos ella les dio las últimas indicaciones—. Escuchen con atención…

—¡Sí!

—… Deben ir hasta Elsya y visitar al rey de la ciudad, cuando lo vean, díganle que el mismo Thelión los envía.

—Como si fuera a creernos —dijo Arfil.

—Lo hará —asintió ella—. Tomen —dijo, y lanzó una llama que sustituyó sus ropas por armaduras con la insignia del trueno.

—Vaya, esto ya está mejor —dijo Ségnegas.

—Son armaduras de muy poco poder, la tuya, por ejemplo, Arfil, te servirá para adquirir la fuerza de un rinoceronte negro.

—¿Y la mía? —curioseó Ségnegas.

—La tuya te protegerá de las flechas y armas envenenadas.

—¿Es todo? —dijo él en tono despectivo—. Yo pensé que ibas a darme algún poder igual que a él.

—No lo necesitarás. Bueno, adiós —dijo y desapareció.

—Vaya —dijo Ségnegas—. Vamos ya; según este mapa, debemos ir al sureste.

Y así empieza la hazaña de Ségnegas y su inseparable amigo Arfil, que debían atravesar grandes reinos teñidos de peligros inimaginables para encontrar la ciudad pérdida de Elysia. Luego de dos días de viaje, llegaron a un poblado, o lo que quedó de él. Había decenas de cadáveres y mutilados.

—Esto apesta —comentó Ségnegas.

—Ya lo creo.

—Ayuda... —Un débil llanto provenía de una cabaña.

—Vamos —indicó Arfil. Entraron y ahí estaba, un hombre yacía en el suelo con el estómago abierto.

—Oh, ayúdame.

—¿Qué pasó? —preguntó Ségnegas.

—Fue... fue.

—¿Quién? ¿Quién hizo esto? —preguntó Ségnegas.

—¡Ellos! —gritó el hombre. Indicó unos guerreros que merodeaban fuera.

—¿Lo haremos? —preguntó Arfil.

—Sí —salieron y se dejaron ver—. ¡Oigan!

—¿Qué? —los guerreros voltearon.

—¿Con qué derecho hacen esto? —dijo Ségnegas.

—Con el derecho del soberano Ernak.

—Pagarán —dijo Arfil.

—¿Ah, sí? —dijo el jefe—. ¡A ellos!

—¡Muerte! —gritaron los guardias.

—¡Aaahhh! —gritó Ségnegas y se lanzó sobre dos de ellos. Las espadas le rozaban los cabellos y de no haber tenido esa habilidad para escapar, habría perecido. Por su parte, Arfil tuvo un trabajo fácil, ya que con esa armadura estaba seguro. Luego de varios minutos de luch,a todos los guardias estaban en el piso vencidos y nuestros héroes se regocijaban.

—Ja, ja —reía Arfil—, no fue nada, hasta podría con cien más.

—¿Ah? Arfil —dijo Ségnegas nervioso.

—¿Qué pasa, Ségnegas? —quedó mudo al ver a su frente, más de cien guerreros se preparaban para hacer papillas a los dos.

—¡Ataquen, elysiuns!

—¡Oh, no! —fue lo único que le salió decir a Ségnegas, que cerró los ojos. Justo en el momento de su muerte, abrió los ojos y...—. ¿Uh? —los elysiuns permanecían sin moverse y mirando tras de Ségnegas.

—¿Qué pasa? —entonces volteó y ahí estaba; un joven alto y muy blanco, tanto, que palidecía, tenía pelo largo que cubría su rostro y vestía un camisón parecido a los que usan hoy en día los chinos, y un pantalón, ambos blancos—. ¿Quién eres? —preguntó Ségnegas.

—Yo soy —dijo el extraño con voz suave que hizo su cabello hacia tras dejando ver sus ojos blancos— Manthys.

—¿Manthys? —dijo Ségnegas extrañado—. ¿Y qué haces aquí?

—Vine a destruir a estos tontos.

—Oye —dijo Arfil—, no podrás solo, te ayudaremos.

—No.

—¿No? —Arfil se sorprendió.

—Solo protéjanse. Bien, elysiuns, esto será divertido, ¡atáquenme!

—¡Mátenlo! —Se lanzaron sobre él, pero en ese instante, él desprendió un gran Chi.

—¡Aaahhh! —Su cuerpo brilló y empezó a transfigurar en una extraña criatura, sus manos eran solo de tres dedos y dos en sus pies, pero con largas uñas de plata, tenía dos alas, también de plata, y su musculatura se incrementó rompiendo casi por completos sus ropas, sus ojos eran blancos por completo y tenía largos colmillos.

—¡No se rindan! —gritó el enemigo lanzando innumerables ataques. Manthys lo atravesaba y sacaba del camino—. ¡Todos juntos! —Manthys empezó a moverse a una velocidad tan anormal que los enemigos se mataban entre sí cada vez que erraban sus golpes. Por fin, de los pocos que quedaron decidieron huir. Manthys se volvió hacia Arfil y Ségnegas, que estaban inmóviles, de repente, Manthys volvió a ser humano.

—Dije que podía solo.

—Oye —dijo Ségnegas—, eres un dios.

—Algo parecido.

—Explícate —pidió Arfil.

—Soy el hijo de Ernak.

—¿Y por qué estás contra él?

—No puedo estar del lado de los dioses negros, que solo buscan dominar la tierra y el cielo. —¿Dijiste dioses? —preguntó Ségnegas—. Pensé que solo eran Ernak y Thelión.

—Ojalá así fuera, pero hay demasiados, y lo peor es que los dioses negros van ganando.

—Pero te temen —comentó Arfil.

—Si lo dices por lo que acabas de ver, te equivocas en grande. Los elysiuns son solo mortales al servicio de mi padre y, como viste, tuve que usar mi segunda transformación para acabarlos.

—¿Segunda transformación? —dijo Ségnegas.

—Así es —asintió Manthys—, tengo tres, la primera podría vencer a diez hombres y la tercera es poderosa en verdad, hasta podría pelear con mi padre.

—¿Y por qué no lo haces? —preguntó Ségnegas.

—Cuando la uso, quedo al borde de la muerte, es una debilidad que tenemos algunos dioses, además, mi padre es el más débil de los dioses de los infiernos.

—Vaya —dijo Ségnegas preocupado—. ¿Y cuál es el más poderoso de los cuatro?

—Es el dios del infierno norte, su poder es tanto que pudo pelear contra el dios Thelión, Angellore, Issis y conmigo.

—¿Venció? —preguntó Arfil.

—Casi, de no haber sido por el dios de los cielos Alfarios, que intervino.

—¿Quién es Alfarios? —preguntó Ségnegas.

—Es el dios de los dioses del cielo.

—Ya veo —dijo Ségnegas—. Oye, debemos seguir.

—Lo sé, tengo esto para ustedes.

—Vaya —dijo Arfil al ver el presente.

—Estas —dijo Manthys— son espadas sagradas, las envía Thelión. Adiós.

—Adiós —dijo Ségnegas.

—Vamos —dijo Arfil. Se adentraron más y más a la selva, entre verdes montañas llenas de maravilla. Cruzaron varios reinos hasta llegar al pueblo de Gokam.

—Espero que aquí nos traten mejor que en el último poblado —decía Ségnegas.

—Yo también... —El lugar parecía normal, había un mercado a la entrada, ellos llegaron hasta la taberna y preguntaron al cantinero.

—¿Dónde podemos pasar la noche? —preguntó Ségnegas.

—¡Oh! Veo que no sois de por aquí —repicó el cantinero.

—Así es —dijo Arfil.

—¿De dónde venís?

—Somos del reino Bok.

—Entiendo, y ¿qué buscan? ¿Aventuras y fama?

—No —respondió Ségnegas—, vamos a Elsya.

—Oye, eso está lejos.

—Sí, lo sé.

—Podrías comprar unicornios superveloces, así llegarían allá en tan solo cuatro días.

—Eso sería genial —dijo Arfil—. ¿Cuánto costarán?

—Cien ruedos (Los ruedos eran fragmentos de colmillos de dragón de 2 gramos) cada uno. —Es mucho —dijo Ségnegas—. ¿Y las habitaciones?

—Veinte cada una.

—Le daré 160 —dijo Ségnegas.

—¡20! —replicó el cantinero.

—¡80! —dijo Ségnegas.

—Hecho —contestó el hombre de barba blanca y larga, cabello blanco y gordo.

Esa noche, luego de varias horas de charla en la taberna, Ségnegas y su fiel amigo Arfil fueron a dormir en habitaciones contiguas. Hacía frío y la noche estaba cubierta de niebla, no se veía a nadie en el sendero. Solo se escuchaba los murciélagos y lobos a lo lejos, acompañado de los búhos y otros hijos de la noche.

2

EL TOQUE DE LA MUERTE

—Ségnegas —la voz era la de una mujer y llegaba casi como un susurro, como un llamado a la mente y no al oído—. Ségnegas.

—¿Quién es?

—Te espero fuera —siguió el susurro—, sal, te estoy esperando. —Ségnegas salió aún medio dormido. El sendero estaba vacío.

—¿Dónde estás? —dijo él—. ¿Quién eres?

—No me conoces —respondió por fin la extraña voz, mientras de la niebla salía aquella misteriosa mujer—. Yo soy Visellya.

—¿Visellya? —La mujer se dejó ver por completo. Era negra y vestía un traje gris, su cabello era corto, era alta y muy bella.

—Soy la emperatriz de infierno este. Quiero que regreses a casa. No interfieras en los asuntos de los dioses.

—No puedo hacer eso. La vida de muchos está en juego, y si los dioses negros ganan, será el fin de todos, no lo permitiré, así tenga que morir en el intento.

—Tonto y obstinado mortal. Te di la oportunidad de conservar tu patética vida, pero no, tenías que desafiar a una diosa, ahora tendré que llevarme tu alma al infierno este.

—¡Eso lo veremos! —Empuñó su espada y se puso en guardia. Visellya mostró su Chi y creó a cinco guerreros negros, tenían armaduras negras y armas muy filosas, sus ojos eran lo único que se distinguía en sus rostros.

—Cada uno de ellos tiene la fuerza de diez hombres... ¡Ah! Y... si te tocan un solo cabello, morirás, pues son poseedores del toque de la muerte, que destruye de adentro hacia afuera, muy lento, mientras desearías morir, pero el toque es tan poderoso que no tienes fuerzas ni para el suicidio.

—Me tienes sin cuidado.

—¡Mátenlo!

—¡A pelear! —gritó Ségnegas con la espada empuñada. Dos de los guerreros atacaban a un tiempo con sus espadas, el joven se defendía de una forma increíble, entonces los otros tres guerreros negros se integraron a la pelea—. ¡Son muy fuertes! —la pelea se tornaba agotadora. Ségnegas logró destruir a tres de ellos—. ¡Vengan! ¡Sólo son dos ahora! —se lanzaron hacia él, pero Ségnegas los esquivó y los guerreros se destruyeron a sí con sus armas—. He ahí a tus guerreros. Están vencidos. ¿Qué harás ahora? ¿Atacarás tú misma?

—Eres muy fuerte, mortal, pero eres un tonto si crees que has ganado.

—¡Ségnegas! —era Arfil, que se hubo despertado al igual que otros—. ¿Qué pasa?

—Nada. Solo que mientras dormías yo pateaba el trasero de algunos dioses.

—¿Qué? Entonces esa mujer…

—Sí —dijo ella altiva—, soy una diosa.

—Una diosa con el trasero pateado —dijo Ségnegas—. ¡Ja, ja, ja!

—Tonto mortal. Me marcho.

—Será lo mejor —dijo Ségnegas.

—Pero antes... —ella encendió su Chi otra vez.

—¿Piensas atacar? —dijo Ségnegas que, al poner su atención en Visellya, no se dio cuenta que un guerrero negro de los que hubo vencido estaba atrás de sí.

—¡Morirás, mortal!

—¿¡Qué!? —Ségnegas volteó y el guerrero lo tocó en la frente, cayó de rodillas.

—¡Ja, ja, ja! —Visellya rio con una risa macabra.

—¡Noooo! —Arfil se lanzó a ella atacando con la espada, pero Visellya creó una barrera con su Chi. Luego lanzó un ataque a Arfil que lo dejó inconciente. Todo estaba oscuro y él caminaba en las tinieblas.

—¿En dónde estoy? ¿Estoy muerto...?

—¡Ségnegas! —una voz tan suave como una canción lo llamaba.

—¿Quién es?

—¡Aquí! —él miró tras sí y ahí fue el momento en que la vio. Una joven hermosa sentada en un trono y en cada flanco dos guerreros dragones dorados.

—¿Quién eres?

—Eso no importa...

—Oye... —él quedó fascinado al ver que el espaldar del trono era totalmente visible—. ... eres transparente. —El Chi de esta joven era gigantesco y tranquilo. Ella tenía una túnica blanca una corona de rosas rosa, su pelo era muy largo y blanco, sus ojos violeta claro, y su nariz perfilada y su boca rosa—. ¿Por qué estoy aquí?

—Estás en el madrigal.

—¿El madrigal?

—Sí. Así llaman a este lugar por su belleza.

—Pero todo está oscuro.

—No más —ella hizo un ademán y todo se volvió claro.

—¡Vaya! —quedó sorprendido por la belleza. Había dos escaleras góticas y a cada lado un jardín de rosas, era un palacio. La escalera terminaba en un estanque de forma ovalada y a cada lado bellos árboles que jamás hubo visto—. ¿Estoy muerto?

—No. No lo estás.

—¿Y cómo llegué aquí?

—Igual que los demás.

—¿Los demás?

—¿Hay dioses aquí?

—Así es.

—¿Y yo por qué estoy aquí?

—Viniste con tu mente, ya que todos los dioses nacen aquí primero y luego son enviados a la tierra.

—Ya veo. Pero Visellya y los guerreros…

—No te preocupes. No morirás en esta, pero has de tener cuidado. Adiós.

—¡Espera! —todo se volvió negro otra vez.

—¡Ségnegas!

—¿Qué...? —abrió sus ojos y vio la luz del sol. Estaba montando en un unicornio y el que lo conducía era…—. ¿Arfil?

—Hasta que despiertas.

—¿Cuánto llevo dormido?

—Un día.

—Vaya. ¿Por qué estoy tan débil?

—Es el efecto del toque de la muerte.

—Es cierto. ¿A dónde vamos?

—Hacia el pantano de Güendolin, el temible alquimista. Me recomendó el cantinero.

—¿Para qué?

—Él sabrá cómo deshacer el hechizo.

—Pero debemos llegar a Elsya.

—No te preocupes, conozco un atajo.

—Como digas, amigo. Oye tuve un raro sueño...

Cabalgaron por inmensas praderas y atravesaron montañas y bosques hasta llegar al bosque de los desaparecidos, así llamado porque nadie había podido entrar ni salir, ni vivo ni muerto. Había una especie de cerro antes del bosque, lo cual lo hacía ver en el fondo y una inscripción gigantesca decía “Nadie sale de aquí”, pero ése era el único camino al pantano y la única esperanza de salvar a Ségnegas y detener así a los dioses negros.

El extraño paso hacia el monte de los desaparecidos era desolado y misterioso, ¿cómo podía un bosque está situado al lado de un desierto? Un extraño nublado cubría el bosque cuando Arfil y Ségnegas se adentraron en él. Había una niebla espesa y un olor a azufre cubría el aire:

—¡Dios! ¿Qué es ese olor? —dijo la voz débil de Ségnegas al percibir un fétido olor.

—No lo sé, amigo. Y no quiero averiguarlo.

—Rrr...

—¿Qué fue eso, Arfil?

—Rrr...

—No lo sé...

—Rrrr —el extraño sonido se hacía más notable a medida que cabalgaban lentamente—. ¡Mira! —dijo Ségnegas señalando al sendero delante de ellos.

—Ves mucho para estar muriendo, no veo nada.

—Ahí... —el chico volvió a señalar—. ¿Lo ves?

—Sí... —Arfil enmudeció por unos segundos al ver la figura—. ... pero qué diablos es eso.

—No estoy seguro, pero creo que es un...

—¿Un qué?

—... creo que es un ulrogg.

—¿Qué es un ulrogg?

—De acuerdo con lo que me hubo contado mi padre, los ulrogg eran sirvientes del cielo y se cruzaron al lado de la maldad en una conspiración, pero fallaron y fueron convertidos en eso: criaturas destinadas al hambre eterna.

—¿Y qué comen?

—Bueno... a nosotros, si no escapamos.

—No podemos regresar, así que los burlaremos.

—¿Crees poder caminar?

—Sí, estoy mejor. Debemos tener cuidado de no llamar su atención. Dejando el caballo, se desplazaban lentamente, pero Ségnegas, debido a su debilidad, cayó sobre unos triíllos llamando la atención del ulrogg.

—¡Oh, no! —dijo Arfil—. Vamos, amigo, debemos correr o moriremos —se echó a Ségnegas por un brazo y empezaron a correr.

—¡Rrrrr! —el ulrogg los seguía. Tenía el rostro de un esqueleto humano en descomposición y dos cuernos como los de un macho cabrio, sus ojos eran como un farol de verde luz, su cuerpo cubierto de un pelaje rojizo, sus brazos eran largos y sus manos tenían largas uñas negras, de su cintura hacia abajo tenía sus patas sesgadas hacia el frente y terminaban en algo así como las garras de un velociráptor.

—¡Más rápido! —decía Arfil.

—No puedo seguir —dijo Ségnegas.

—Si tú no puedes, nadie podrá. ¡Oh! ¡No!

—¡Aaahhh! —tropezaron y rodaron hasta el pantano.

—¿Aún nos sigue? —preguntó Ségnegas.

—Creo que lo perdimos —contestó Arfil.

—Oye, mira —dijo Ségnegas—, creo que es aquí.

—Esperaba algo más —dijo Arfil al ver que el pantano no tenía nada de extraño. Empezaron a cruzar por las rocas hacia una casa que estaba en una especie de isla. Al llegar a tierra, tocaron un gong que estaba al pie de unas viejas escaleras de madera roída, al igual que la casa cobijada con palmas y otros ramos de árboles.

—¡Hola! —dijo Arfil, pero no hubo respuesta alguna —¡Hooo...!

—¡Oye! —dijo una voz—. Ya os oí —un anciano de túnica gris salió su encuentro.

—Lo siento —dijo Arfil.

—Bah, no os preocupéis. ¿Qué os trae aquí?

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9788413860909
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