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El modelo global

El modelo global enmarca un conjunto de etapas que en orden cronológico se clasifican así: la primera precedida por la expedición de Marco Polo a China en el siglo XIII y claramente por los descubrimientos de territorios por parte del continente europeo entre los siglos XV y XV; la segunda etapa comprende el periodo de 1871 a 1945, se considera a partir del despliegue industrial que siguió a la revolución francesa y la independencia de Estados Unidos (Mosquera, 2013).

La tercera etapa inicia con el boom expansivo como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. Las fases expansivas la configuraron el plan de recuperación y reconstrucción de Europa (el Plan Marshall) y llega hasta la Guerra Fría. Justo con el comienzo de esta guerra entre el bloque soviético y los Estados Unidos, se articula la cuarta etapa de globalización, de allí emana el surgimiento de los Tigres Asiáticos, las crisis financieras y la incursión de China, el gigante asiático que despertó como actor principal en el mercado mundial. Este último tema será el foco del análisis de Asean como bloque económico (Mosquera, 2013).

Finalmente, la quinta etapa corresponde a la llamada crisis del capitalismo mundial que se presenta como la peor crisis económica y financiera, hecho que no ocurría desde La Gran Depresión de 1929 y que, según el Nobel de Economía Paul Krugman (2009), fue una crisis económica “peligrosa, brutal y larga”.

Ahora bien, los llamados mercados emergentes, como China e India, comenzaron a ser los principales motores del crecimiento mundial. En el 2010, según el informe económico mundial del FMI (2011), las economías avanzadas del mundo crecieron en total un 2,7 % solamente, mientras que los mercados emergentes lo hicieron en un 7,1 %. El producto interno bruto (PIB) de las economías emergentes pasó de representar el 39,7 % del PIB mundial en 1990 a constituir el 47,1 % en 2010. No obstante, la desaceleración económica que en el 2016 ocasionó la crisis del petróleo ha cuestionado lo que en algún momento todos los economistas de renombre internacional acordaron sobre el futuro que representarían los mercados emergentes.

Cómo aprovechar la globalización

“La globalización es una fuerza benevolente que genera oportunidades de crecimiento y disminución de la pobreza en las economías que están preparadas para ella” (DAS, 2004). Esta frase refleja un pensamiento frecuente entre los economistas que consideran que el libre flujo de mercancías y factores, el cual es uno de los elementos de la globalización, mejorará el bienestar de las mayorías. Pareciera que las diferencias básicas entre las visiones tradicionales y las que podrían llamarse heterodoxas no están solo en cuestionar los beneficios de eliminar barreras, sino en que los segundos advierten que las economías deben estar preparadas para participar de la globalización si quieren obtener beneficios.

Estar preparados para la globalización no consiste exclusivamente en eliminar cualquier tipo de distorsión al libre comercio, se trata de un esfuerzo estatal “Hacia el establecimiento de políticas económicas que promuevan y faciliten la industrialización y el desarrollo, lo cual implica una apertura comercial estratégica, gradual y parcial” (Cruz, 2007). Es decir, que ingresar en la órbita del mercado global exige que el Estado redefina las condiciones internas con que cuenta para generar espacios y áreas competitivas que conlleven mejores condiciones de vida.

Esta fase de preparación previa, de industrialización y ganancias en competitividad, explica las diferencias del exitoso modelo de países asiáticos de insertarse en la economía mundial, con los frustrantes intentos de los países latinoamericanos, que han seguido un modelo de liberalización más ortodoxo y no han visto traducidos sus esfuerzos en significativos progresos en desarrollo económico y mejoras en la calidad de vida de sus gentes.

Bajo esta premisa sería sano dudar más de la globalización propuesta por organismos como el Fondo Monetario Internacional (FMI), que reducen el papel del Estado, a identificar los sectores donde gozan de ventajas comparativas frente al resto del mundo y especializar sus sistema de producción en esas áreas para la exportación o la sustitución de importaciones, a la vez de promover la inversión insuficiente e incentivar la transferencia tecnológica y la innovación, para que el resultado final sea un mecanismo más eficiente de distribución de los ingresos.

Sin embargo, no existe coherencia frente a la preparación que exige ingresar a este mercado mundial. La propuesta del FMI sería coherente si estuviéramos en un escenario donde todos los países partieran de las mismas condiciones iniciales, es decir, con el mismo desarrollo tecnológico, recursos naturales y productivos equivalentes y de capital suficientes. Sin embargo, una relación comercial entre Japón y Colombia obliga a reconocer las imposibilidades de obtener un acuerdo equitativo para los dos países, pues a pesar de la fuerte demanda por alimentos que tiene el país nipón, ellos exigen condiciones fitosanitarias para las cuales Colombia no está preparada ni ha realizado inversiones mínimas porque ha dedicado dos décadas a la promoción de la “segunda revolución verde” liderada por la aspersión con glifosato y otros químicos.

Es decir, a pesar de que Colombia goce de condiciones para la producción de alimentos, esta no está preparada para las exigencias del mercado global. Algo similar ocurre con infraestructura, capital humano, tecnología, innovación. Por ejemplo, un elemento sustancial para incursionar en el mercado global es el manejo de un segundo idioma, específicamente el inglés. Según estimaciones del Ministerio de Educación Nacional, para el 2018 solo 8 % de los estudiantes tenían un nivel intermedio, mientras que en el sector oficial solo lo alcanzan el 2 %. Parte del problema radica en que los docentes no hablan un segundo idioma y no les interesa aprenderlo.10

Ante este panorama, no se goza de ventajas sino de desventajas comparativas y competitivas para la incursión en el mercado global, que es la formación del capital humano, y a las cuales deben añadirse las debilidades en aprendizaje reflejadas en el bajo posicionamiento en las pruebas Pisa, donde los resultados muestran que se ubica de 61 en matemáticas; 57 en ciencias y física; y 54 en comprensión lectora. La política debe preparar a un país, no solo en sus sectores productivos, sino a la población como eje clave para incursionar acertadamente al mercado global.

1.
La globalización como línea de investigación11

Cuando hablo de línea de investigación empleo el sustantivo de forma intencionada. Una línea es la continuidad y la constancia de muchos puntos en un mismo horizonte y encaminado a un fin preciso. No bastan uno o dos puntos. Y esta es una de las diferencias fundamentales entre el oficio de la consultoría, que también he desempeñado, con la investigación como una obra consolidable a condición de un largo aliento, como lo señalara el apreciado colega Jesús Bejarano en un lúcido ensayo (Bejarano, 1996).

Retornaré en otras ocasiones a esta distinción, pero por ahora es preciso añadir a esta notoria diferencia una en especial, entre otras también cruciales: una indagación puntual surge y desemboca sin más continuidad al resolver una pregunta o un problema específico planteados por una institución cualquiera; para los economistas o científicos sociales por lo general la demanda es el sector público. Oficio legítimo y empeño loable para ambas partes, y por cierto muy útil, empero entraña varias limitaciones: una primera, la consultoría no suele acumular conocimiento, porque la continuidad se extingue al resolver la demanda. El consultor espera otra propuesta en torno a un tema distinto y la institución usa el conocimiento ad hoc sin mayor horizonte, pues tal saber se enmarca en la resolución inmediata de un problema práctico y puntual.

Pero aún hay otras constricciones en el oficio de la consultoría que, con todo, aprecio mucho: es necesario insistir en el hecho de que a diferencia de la investigación, como la que he consolidado paso a paso, las preguntas no emanan del investigador, sino de las entidades que solicitan una respuesta en alguna medida ya prefigurada por la índole de la pregunta. Con ello se angosta la densidad propia de una marcha individual o colectiva de investigación, pues como argumentaré, la investigación en tanto permanencia consistente requiere del investigador ante todo un atributo muy especial: la capacidad de sostener una serie de preguntas que abran el abanico de otras preguntas, pues ellas son el dínamo de una indagación seria. El acento es muy diferente e incluso es un tanto paradójico: antes que acumular respuestas, una trayectoria de investigación que se proponga abrir el panorama del saber se define por la propiedad de generar una multiplicidad de preguntas para ensanchar el objeto de indagación. Además, preguntas fecundas porque de ellas emerge una interrogación incesante. Al cabo, una investigación halla su mejor saldo en la cantidad de preguntas formuladas, más que en las respuestas obtenidas.

Y todavía hay que indicar una tercera diferencia: pese a que el conocimiento generado en una consultoría puntual suponga un marco teórico para perfilar la respuesta, por lo común el resultado es mucho más rico en conocimiento aplicado que en la ampliación de la matriz conceptual usada para esbozar la respuesta. Y aún así, esta extensión del marco teórico se adelgaza o se concluye al usarse en la urgencia práctica y en la respuesta transitoria.

Hay por supuesto consultores que, por un gran esfuerzo personal, incrementan su patrimonio teórico y, pese a la varianza de problemas resueltos, poseen la capacidad, más bien rara, de ampliar de modo explícito los marcos de análisis al enlazar lo disparejo. En ellos una suerte de vocación y de tensión personal permite que la contingencia deje de serlo y, por decirlo así, de demanda en demanda aleatorias van entretejiendo por esfuerzo personal una trama para abarcar lo disperso y vario en una trama de conocimiento más amplio. Tal es el caso, por ejemplo, del investigador Hernando Gómez Buendía (1995, 1997).

Lo anterior es más propicio en instituciones como Fedesarrollo o, en otro tiempo, el Instituto Ser, o, para mencionar un modelo cercano, el Centro de Investigaciones para el Desarrollo (CID), de la Universidad Nacional —en el cual trabajé y afronté varias consultorías—y otras instituciones de la sociedad civil que no solo poseen y cultivan la memoria de sus consultorías, sino que al mismo tiempo ofrecen un marco institucional durable y colectivo propicio para erigirse como una suerte de faro y de laboratorio de análisis mediante seminarios, talleres, publicaciones o discusiones colectivas, y en las cuales se cultiva la memoria del trayecto.

El hilo conductor de los distintos momentos de mi persistencia como investigador, maduró mis aventuras estudiantiles en búsqueda de entreverar la marcha de las economías como apareadas al poder político a escala mundial. Era entones una época en la cual, bajo el influjo de la revolución cubana y del Mayo francés de 1968, se pensaba con cierta ingenuidad que podíamos modelar a nuestro antojo un mundo que se figuraba en trance de súbito cambio por muerte o por apocalipsis anunciados.

Si se quiere, este es el legado válido de una formación en el socialismo, cabalgando sobre la ingenuidad voluntarista de la osadía juvenil y tamizado en mi caso por un progresivo acento en idearios de un liberalismo social que explora remozamientos de la democracia local, nacional y mundial con principios de justicia, por tanto enmarcados en una ética de convicción, pero también de responsabilidad con el destino de la existencia de la especie. Ética de convicción, como el credo firme en una tabla de justicia, que ha sido una constante en la trayectoria casi sesquicentenaria de la Universidad Nacional de Colombia desde cuando se fundara en 1867 como el fiel de la balanza entre las tendencias centrípetas de la era radical y la necesidad de una integración cultural que sirviera como imán centrípeto. Pero también profeso una ética de responsabilidad para distinguir lo posible y probable dentro de lo deseable y, del mismo modo, saber argumentar pros y contras con la flexibilidad para cambiar los puntos de vista personales en función de sólidos argumentos e intereses colectivos.

Además, aunque no éramos tan angélicos o ingenuos como para pensar que los cambios orbitales o locales se indujeran sin violencia —pues desde Heráclito hasta Maquiavelo, Hobbes y Marx, el poder se entiende como engendrado por la violencia (“La violencia es la partera de la historia” o “El poder nace del fusil”)—, el tamaño y la hondura de los terrores locales, nacionales y mundiales nos planteó a muchos de nuestra generación la confianza ciega en el ejercicio de las armas, a medida que comprobábamos en los años setenta los horrores de parte y parte cuando la razón calla ante la sordera bramante de los fusiles.

Como fuere, el nervio rector de esta indagación ha consistido en examinar de qué modo se reconfigura a nivel mundial la ecuación entre una nueva economía, cada vez más basada en intensidad de conocimiento, información y organización,y la tendencia orbital hacia un mundo multipolar por la afirmación de nuevos bloques económicos y políticos, en un mapamundi en buena medida sellado como una etapa situada más allá de los confines de los estados nacionales clásicos, luego del fin de la Guerra Fría que, para efectos prácticos, puede ser cifrado en su nacimiento por la caída del Muro de Berlín en 1989, año sorprendente para quien conozca la historia, pues coincidió con la toma de La Bastilla dos siglos antes.

Del mismo modo, todo aquello se escenificaba bajo el paraguas prodigioso de la carrera espacial, esa real guerra de las estrellas, una que por un lado puso en jaque al socialismo real al disponer de visión precisa para el despliegue de una lluvia de misiles, y de otro lado incubó la revolución de las comunicaciones y por ello fuera preludio de la impactante revolución tecnológica de Internet. Ambos fenómenos apuntaban a la inédita prioridad de la ciencia y de la tecnología como bastión de economía y poder, y sustentan mi insistencia duradera en el papel cardinal de la apropiación de la ciencia y la tecnología como pilares de la relativa soberanía de un Estado nacional. Consciente de que también nuestro devenir está orientado desde antes de la Constitución de 1991 a nuevos nexos entre Estado, Nación y mundo en un planeta cambiante, el observatorio de las transformaciones del globo ha sido pensado como búsqueda para calibrar la brújula de nuestro devenir y allí se ubica el interés permanente por el papel de la ciencia y de la tecnología.

Esta certidumbre debe sustentarse: la constatación del sufrimiento nacional y de América Latina entera por la devastación producida en la llamada “década perdida”, la de los ochenta del siglo XX, engendró, más allá de la angustia, una preocupación por examinar de modo crítico y con cierta cirugía de los romanticismos de los setenta, otras estrategias conducentes a una nueva inserción de la región y del país en el nuevo orden mundial, en la cual sin duda la puerta de ingreso se cifraba en la apropiación nacional de la ciencia y de la tecnología y con ello se demandaba la necesaria reorganización de las energías del Estado y de la Nación hacia ese horizonte. Con tal norte, encaminé mi interés por la reorganización de las universidades, primero desde mi rectoría de la Universidad Surcolombiana, luego como rector de la Universidad Nacional de Colombia, y en seguida como principal gestor en el Senado de la expedición de la Ley 30 de 1993, reformatoria de la educación superior, en un momento tan propicio como fuera una cierta nueva energía del poder legislativo emanada de la primera etapa de la naciente Constitución de 1991.

Formados hasta entonces en los distintos dilemas de revolución, desarrollismo, línea de la Cepal, teorías del subdesarrollo o de la dependencia, pronto nos vimos literalmente obligados a comprender que el fracaso económico de la región en la década de los ochenta no era de endilgar por entero a demiurgos externos, pues, en lo que respecta a este desastre, parte de la responsabilidad recaía en las élites nacionales y aún, si se es sincero, en las contraélites.

Se demostró entonces en el declive económico de la región, patente en la desigualdad tremenda de los términos de intercambio y en la pérdida neta de capitales y de patrimonio, que cabía enorme culpa a gobiernos militares, autoritarios, e incluso populistas, como en el caso del Apra con Belaúnde y Alan García, en el tremendo fiasco solo comparable al efecto negativo de la depresión de los años treinta.

Y desde otro ángulo, la prolongación de guerras irregulares en nuestra nación, con deletéreos efectos por el acelerado tráfico de estupefacientes —no pocas veces engarzados y confundidos todos los actores de la violencia legítima desvirtuada en demasía con los factores insurgentes o delincuenciales organizados—, probaba, por si hiciera falta, que el supuesto expediente salvador de la conquista del poder por vía de las armas e incluso su defensa a ultranza, desnudaba los goznes legítimos y corroboraba dos famosos dichos de la sapiencia popular: que el remedio era peor que la enfermedad, pues mermaba la riqueza, devastaba la población y teñía la atmósfera cultural de un fatalismo endémico. Se corroboraba también que los contrarios terminan por parecerse, muchas veces más en sus defectos que en sus virtudes.

Fue sorprendente entonces sopesar que, pese al tremendo fracaso económico de la región, los países contaban entonces con una reserva enorme para abrir paso a nuevas formas de democracia en medio del desastre, imperfectas como siempre son, pero con potencia para perfeccionarse a medida que la población civil abría espacios inéditos, como ocurrió entre nosotros no por vía de los pactos de paz, como suele reducirse el asunto, sino como producto de la conjunción de al menos siete movimientos sociales: estudiantiles, educativos, culturales, indígenas, universitarios, cívicos y campesinos. Una a una cayeron las dictaduras militares y los gobiernos autoritarios y, como en la propia Colombia, se abrieron compuertas para repensar la relación entre el Estado y la Nación. Regreso entonces al principio de mi exposición: cuando me refiero a línea de investigación, debo precisar el concepto de investigación más allá de lo dicho en torno a la continuidad y constancia en el tiempo en horizontes que superan los cuatro lustros. Concibo la investigación como un abrazo de dos estilos de pensamiento, ninguno de los cuales por separado puede producir una obra duradera: el pensamiento convergente y el pensamiento divergente.

Con tal visión, concibo la investigación en parte como una actividad normada por el sentido etimológico: in vestigium, un seguir las huellas. Pero una investigación ha de sobrepasar el rastreo del saber, por supuesto necesario, pero es ante todo una primera etapa preparatoria. Y es lo que indican dos palabras francesas originarias de otros conceptos de investigación, como se cifra en las palabras chercher y rechercher, y en inglés search y research: todas ellas provienen, contra lo que se cree, no de un esfuerzo rectilíneo, sino de una búsqueda circular (cercle), no por supuesto en la forma de círculos viciosos que en su recorrido vuelven al mismo principio, sino como círculos ensanchados en forma de espirales cada vez más abiertas y precisas.

Con lo anterior se dibuja con cierta precisión lo que se traza en el método, palabra que significa en su origen el camino hacia una meta: el momento o, mejor, los momentos del esbozo de un estado del arte: son aproximaciones por espirales cada vez más amplias para abarcar lo que se sabe en relación con un dominio o campo del saber, con el fin de no repetir lo que ya se sabe y ampararse en lo que ya ha sido conocido para avanzar más allá.

El estado del arte delimita, como en una circunferencia, el ámbito de la búsqueda, y como en la circunferencia, afirma un centro a partir del cual se exploran los límites y se jerarquizan los temas en función de su concentración o de su dispersión, siempre en una tensión característica entre lo centrípeto y lo centrífugo. Pues de ahí mismo se establece el ámbito de investigación mediante un principio en apariencia paradójico: un sistema o un campo del saber se define no solamente por lo que incluye, sino por aquello que excluye.

Y dado que lo conocido no es por ello reconocido, el levantamiento del estado del arte debe apuntar a re-conocer lo ya conocido. Ello se orienta a concebir la investigación en esta etapa diagnóstica y exploratoria como un acto en cierta forma sagrado, si se acepta que la etimología de la religión deriva de re legere y no de re ligere, el primero, re legere, significa leer y releer la tradición, y en el mismo tenor evitar la negligencia, que es lo opuesto a releer (nec legere).

Pero el reconocimiento de lo conocido es apenas una faz del proceso de investigación y no basta por sí mismo para ser un genuino engendramiento de un nuevo saber. Es el preludio bastante dispendioso del pensamiento convergente que, como la palabra lo dice, envuelve lo conocido de modo que sea reconocido por el investigador. Pero a partir de esa responsabilidad con el saber conocido, responsabilidad que demanda un respeto por las tradiciones del pensamiento heredado como saber responder y resonar al legado, debe abrirse paso el pensamiento divergente, uno con tal fuerza de creatividad que alcance una visión inédita de lo que ya haya sido conocido y reconocido para transformar la tradición mediante la instauración de un saber inédito erigido sobre los cimientos de lo heredado.

Y esto solo puede proceder por el pasaje de lo que en un verbo latino se denomina quaere, palabra que conjunta búsqueda, querencia y pregunta. La investigación no es entonces más que una pasión por la búsqueda que demanda coraje y que ha de traducirse en la capacidad para sostener y enriquecer la potencia de preguntar y preguntar, sostenida en la admiración, la sorpresa, la duda y la conjunción de análisis y de síntesis.

Ahora bien, esta aleación de pensamiento convergente y de pensamiento divergente entraña una lección que trasciende el campo de la investigación como matriz para alcanzar un equilibrio entre tradición y revolución, permanencia y cambio. Una palabra muy usada por Marx, procedente de la filosofía de Hegel, señala el broche áureo que acompasa tradición y cambio: aufheben, superar conservando. Ello entraña una consecuencia ética y política de gran hondura y es la que me ha llevado a moderar el socialismo con un liberalismo de talante equitativo.

Podría divagar en torno al famoso concepto, pero por provenir de una región campesina me gusta traducirlo en términos de la actividad del sembrador: como el investigador, ha de inclinarse ante la tradición, en aquel caso el terreno ya labrado por sus progenitores, para regarlo y para recoger los frutos; no permanece allí en el suelo, se levanta y los procesa, pero vuelve a inclinarse porque debe resembrar las semillas para que la fecundidad sea permanente. Superar conservando implica entonces respeto por la tradición, como el suelo común o limo de todos, y esto implica inclinarse ante ella, pero al mismo tiempo se levanta la tradición con nuevos frutos, de los cuales brotan las semillas para un nuevo sembrar.

Otras dos dimensiones son cruciales, y lo han sido en mi peregrinación, para alentar la persistencia: la investigación ha de ser a la vez relevante y pertinente. Relevante proviene de re levare, levantar y levantar, y ello apunta a una dirección: ser universal, pensar de modo global, no ser parroquial —aunque se parta y se vuelva al pequeño lar de la plaza pública, no resignarse a un espacio pequeño, aunque al cabo se retorne a la tierra, pero de un modo enriquecido.

En ello mi hálito se sostiene en la enseñanza de mis maestros por comprender a Colombia entera en el mapamundi cambiante. Y también se afinca en la enorme y profunda convicción de que Colombia, pese a sus problemas, puede ser condigna y coetánea del universo.

Por ello, el impulso de la investigación también ha de asentarse y comprobarse con el pedimento de que el esfuerzo del investigador sea pertinente, palabra que proviene de pertinens, pertenecer, arraigar. Provinciano como soy, según se decía en el siglo antepasado, pero proveniente de una región tan cercana al mundo por el drama del caucho, por el petróleo, por el café, aun por la coca, he crecido con la valía de la tierra y con la ambición de ser universal.

Pero de ser provinciano, como lo hemos sido todos los colombianos frente al eje dominante del mundo, se puede derivar una gran ventaja, inapreciable, cual es la del eclecticismo. No se trata de un eclecticismo acomodaticio, superficial, perezoso por superponer como en un pastiche imágenes o ideas de aquí o de allá. No, se trata de toda aquella enorme ventaja emergida de la potencia de la acepción originaria de eclecticismo: eklegein, leer desde afuera, como quien dice desde el margen o la periferia.

Si este verbo se toma en la acepción seria de la tremenda épica de un pensamiento mestizo esforzada por el dolor desde América Latina, se verá al trasluz que no hay solo una lectura, sino muchas lecturas cuando se lee y se escribe desde el margen. Hay que centrarse y a la vez descentrarse en relación con los textos dominantes, limar sus asperezas, matizar sus antagonismos y sus esquemas binarios, combinar, realizar nuevas síntesis. Y hay que forzar la mirada, casi hasta lo bizco, para que por mirar para arriba y a la vez para abajo, por compulsar y comparar lo otro con lo propio, se alcance algún despunte de un pensamiento remozado.

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