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II.
DOS ACENTOS DE LA VIDA INTERIOR
HEMOS DICHO QUE LA ETAPA de los adelantados se caracteriza por la vía ascética y la de los perfectos por la vía mística. Esta terminología era desconocida para los Santos Padres y los teólogos medievales. La vida espiritual se concebía como un todo.
Pero desde el siglo XVIII, por múltiples razones, el planteamiento de la teología espiritual comienza a escindirse. El compacto bloque aparece dividido en dos apartados. Un punto de inflexión tiene lugar con la publicación del libro Direttorio ascético y, separadamente, el Direttorio místico, de Juan Bautista Scaramelli, S. J. (1687-1752). Dice en la introducción: «La ascética es la ciencia que dirige a las almas a la perfección por los caminos ordinarios de la gracia; se diferencia de la mística en que esta conduce a la misma perfección, pero según los caminos extraordinarios de la gracia»[1].
Parecería que la ascética fuera para el común de los cristianos mientras que la mística o contemplación se reservaba para quienes iban por caminos extraordinarios. No era ya la mística un momento del desarrollo progresivo de la gracia santificante, sino la constatación de fenómenos espectaculares: éxtasis, levitaciones, estigmas, raptos, toques sustanciales... Afortunadamente, una controversia larga y provechosa sobre esta distorsión, tuvo lugar en las primeras décadas del siglo XX, produciendo fructíferas clarificaciones[2]. El Catecismo de la Iglesia Católica salió definitivamente al paso reafirmando la doctrina de siempre: «El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama ‘mística’, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en él, en el misterio de la Santa Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con él, aunque gracias especiales o signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para así manifestar el don gratuito hecho a todos»[3].
Dios nos llama a todos a esta unión íntima con él. Lo extraordinario —y aquí aparece la confusión histórica— no es más que un signo o manifestación del don gratuito hecho a todos[4]. Los signos extraordinarios no son para todos; la plenitud de gracia santificante y la acción de los dones, sí. En la vida de algunos santos —y, por cierto, no en la mayoría— encontramos esos signos milagrosos, manifestativos del don gratuito que se ubica más allá de las categorías del orden natural. Pero la contemplación o Mystica theologia, como la llama san Juan de la Cruz siguiendo al Pseudo-Dionisio, es para todos[5].
Podemos en este punto preguntarnos si nosotros habíamos confundido la mística como algo reservado a una elite especial, y no para el común de los cristianos. Y preguntarnos, además, si nos la hemos planteado como meta personal. En caso negativo, seríamos cristianos con riesgo, según la conocida expresión de san Juan Pablo II[6]. Aparecería el peligro del enanismo espiritual que produce frutos amargos[7]. La Vida Nueva, proyectada al infinito, unida a la de Cristo, comenzaría a quedarse atrapada en los límites de su propia finitud.
Abundemos, pues, un poco más en los enfoques ascético y místico, teniendo siempre presente la unidad de la vida espiritual y la inseparabilidad de ambos: no se trata de clasificar a las personas en una u otra categoría, sino tan solo de señalar procesos.
EL ACENTO ASCÉTICO
La vida espiritual suele enseñarse y practicarse bajo dos modulaciones: una más teocéntrica o contemplativa; otra más antropológica o moralizante. Son meros acentos, no líneas paralelas ni mutuamente excluyentes.
El acento ascético privilegia la acción del hombre y sus obras. Este modo de entender la vida espiritual es más propio de temperamentos activos, emprendedores, llenos de confianza en las realizaciones humanas. Es preciso indicarlo en la pedagogía inicial de la vida cristiana, tal como debe darse en los adolescentes, y en quienes se hallan en los primeros estadios de la vida espiritual. Es momento de consolidar virtudes, señalar cauces e indicar sistemas. No es que Dios y su amor dejen de fundamentar el proceso, pero Él, en cuanto Persona amada, queda un tanto al margen. Se atiende más a los efectos que Dios produce que a Dios mismo.
La fe, en el acento predominantemente ascético, consistirá en un modo de plantearse la vida en términos de generosidad, servicio, entrega. Dios aparece remoto; no es el impulso inmediato de vida. El examen de conciencia consistirá en un análisis minucioso de las faltas y sus causas, buscando luego el remedio virtuoso: contra pereza, diligencia; contra gula, templanza; contra ira, mansedumbre... Orar será meditar, buscar la aplicación de la Palabra de Dios a la vida cotidiana, descubriendo qué se ha de hacer en tal situación o en otra. Se detiene con frecuencia en la introspección, entendida como propio conocimiento, con peligro de centrarse en el hombre con exceso.
Orientada a la reforma de la vida, da especial importancia a las aplicaciones prácticas. El hombre moderno, envuelto en el pragmatismo —incluso si ha hecho una opción radical de entrega a Dios—, suele emplear el modo de orar meditativo más que el contemplativo, donde el orante practica el solo ejercicio del amor y descansa en la fruición de la posesión del Bien deseado.
El asceta podrá medir sus logros: crecimiento en virtudes, avance en proyectos apostólicos, ausencia o disminución de pecados, defectos y errores. Juega un papel importante el examen particular [8]: se trata de lograr triunfos y evitar fallos. En este punto advirtamos que la otra directriz —la teocéntrica o mística— no relega o menosprecia la práctica de las virtudes, el apostolado o el examen particular, pero la lucha no será enfocada directamente, sino como consecuencia del Amor, es decir, cristocéntricamente[9]. En el místico, el ejercicio virtuoso vendrá dado al comprender los modos de amar del Corazón de Jesús y sus sentimientos.
En el modo ascético, el amor al prójimo puede desenfocarse y acabar siendo considerado el mayor de los mandamientos, semejante al amor de Dios y norma última de vida. De ahí la vigilancia sobre el egoísmo y la insistencia en la universalidad de la caridad. En la vía ascética o moralizante el acento recae sobre el hombre que sirve a Dios y al prójimo.
EL ACENTO MÍSTICO
El acento místico o contemplativo atiende preferentemente al ejercicio de las virtudes teologales —el ascético, dijimos, a las morales—. Repetimos de intento que ambos enfoques no se presentan en estado químicamente puro —serían herejías— sino con modulaciones. Resulta imposible separarlos y, dependiendo de los influjos educativos, de la época histórica, del temperamento y de la moda, escuelas e individuos privilegian uno u otro, manteniéndose sin embargo la autonomía del cristiano y la suprema libertad del Espíritu.
Teniendo como punto focal el Amor de Dios, quien transita por la orientación mística se fundamenta en dicho Amor y tiende siempre a él. Con el alma invadida por ese Amor —o, al menos, con el deseo de él—, desarrolla, en su despliegue, la práctica del amor al prójimo, así como el resto de las virtudes. La ascética pone el acento en el ejercicio de dichas virtudes, sin olvidar o relegar la acción constante de la gracia para practicarlas. La mística no desprecia lo humano y las realidades terrenas, sino que las integra en el amor: «Desde luego, has de seguir tu camino: hombre de acción... con vocación de contemplativo»[10].
La concepción contemplativa o teocéntrica se basa en la certeza del Amor divino vertido sobre cada hombre. El místico sabe que Dios lo ama antes y lo ama tal cual es, independientemente de sus méritos. Con ese fundamento comprende todo lo demás. Su fe será ante todo una relación personal y directa con ese Dios que se ha abajado hasta él, y tal acercamiento le dará la pauta para tratarlo con confiada intimidad. El pecado no será sino el desaire a Quien le ha ofrecido su amor: el rechazo de la unión.
En su examen de conciencia buscará ubicar momentos en que la comunicación amorosa se ha interrumpido, así como el desenfoque del corazón que la ha ocasionado. Se refugiará entonces en el canto a la misericordia de Dios que habrá de cantar eternamente. Para quien se siente cómodo en esta directriz, orar le resultará sencillamente trato de amistad, ejercicio unitivo, donde se dejará amar y encender por el fuego y la luz de un Amor sin límite ni medida. Tal resplandor se manifestará, con palabras o sin ellas, en su existencia.
Esta forma de plantear la vida espiritual no conlleva la pérdida de la propia personalidad, pero sí la de la propia voluntad, que busca hacerse una con la del Amado, incluidas las exigencias de vaciamiento y purificación que eso comporta. Ser humilde consistirá en permitir que la verdad propia se deje fascinar por la grandeza, belleza, bondad y amor de Dios. Su vida tendrá como meta la transformación en el Amado, para hacerlo presente de nuevo sobre la tierra. En una palabra, el acento recae en Dios, a quien el hombre mira, no en el hombre, que es transformado por Dios.
PROS Y CONTRAS
El acento místico o contemplativo entiende el cristianismo como vida, cuya fuente es Jesús. Sus efectos no suelen ser fácilmente mesurables ni tampoco rápidos. Como ha de asimilar una Vida que suple la suya, el proceso se va realizando paulatinamente, hasta que se haga presente la única Vida, la de Cristo. Atiende a lo hondo de la persona, a la raíz, desde donde llegará al tronco y a las ramas, y entonces producirá el fruto.
La ascética es una vía más fácilmente verificable. Puede ofrecerse como conversión rápida y visible, pero también más externa. No ha alcanzado al corazón sino, como dijimos, solo a la voluntad. Es absolutamente imprescindible para la mística, tal como señala san Josemaría en gráfica comparación: «No pensemos que valdrá de algo nuestra aparente virtud de santos, si no va unida a las corrientes virtudes de cristianos. —Esto sería adornarse con espléndidas joyas sobre los paños menores»[11].
Ambas líneas tienen sus peligros y ambas han tenido sus partidarios en los grandes sistemas teológicos y en las distintas escuelas de espiritualidad. Por ambas se transita hacia la santidad, una en calidad de medio, la otra de fin. Como todo camino, en las dos aparecen riesgos: la contemplativa o teocéntrica puede desembocar en intimismo, quietismo y misticismo (en el sentido peyorativo de la palabra). Ilusiones, auto-engaño, soberbia espiritual que prescinde de reglas y controles. La otra puede deslizarse hacia el pelagianismo, es decir, a la inflación de lo humano con oscurecimiento de la acción divina que antecede, acompaña y sigue todo esfuerzo del hombre. El hilo negro de la soberbia aparece ahí, igual que cuando Adán quiso hacer del hombre un dios.
En la mera ascética, los éxitos y progresos en la propia vocación o en los frutos apostólicos —unidos al carácter resolutivo y empeñoso del sujeto—, podrán derivar en voluntarismo, jansenismo y humanismo, con los tintes propios de cada época, ambiente y temperamento. Por la ley del péndulo, muchas veces este planteamiento provoca decepciones, cuando el cristiano experimenta sus límites. Aparecerá tarde o temprano la sensación de fracaso al percibir la santidad como imposible, porque la entendió como autoperfección, o al comprobar esterilidad en su acción apostólica.
La mística es vivencia de las virtudes teologales de las cuales brotan las morales por desbordamiento; la ascética atiende más la acción del hombre. La una abre las alas para volar; la otra corre el peligro de cortarlas.
En estas páginas hablaremos del progreso en la vida espiritual. No resulta, pues, extraño, que recalquemos la forma mística o contemplativa. Por eso, nos detendremos en las premisas para lograrla. La crisálida no desea permanecer eternamente como gusano. No se contenta con andar paso a paso; buscará que le salgan alas. «Ya no tiene en nada las obras que hacía siendo gusano, que era poco a poco tejer el capucho; hanle nacido alas, ¿cómo se ha de contentar, pudiendo volar, de andar paso a paso?»[12].
[1] El planteamiento de Scaramelli no se da por generación espontánea. En el Apéndice I se relatan los avatares que dieron lugar a dicho planteamiento.
[2] Para un tratamiento amplio del tema, ver La cuestión mística. Estudio histórico-teológico de una controversia, JAVIER SESÉ-MANUEL BELDA, EUNSA, Pamplona 1998.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, n.º 2014. El subrayado es nuestro.
[4] Además de la enseñanza del Catecismo antes citada, el Magisterio enseña: «A propósito de la mística, se debe distinguir entre los dones del Espíritu Santo y los carismas concedidos en modo totalmente libre por Dios. Los primeros son algo que todo cristiano puede reavivar en sí mismo a través de una vida solícita de fe, de esperanza y de caridad y, de esta manera, llegar a una cierta experiencia de Dios» (Carta Orationis formas, de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, n. 25, 15-X-1989). Recordemos que, desde el bautismo y mientras permanecemos en gracia santificante, poseemos todos los dones del Espíritu Santo.
[5] Aunque tienen matices que las diferencian, aquí emplearemos indistintamente los vocablos mística y contemplación. Así, san Juan de la Cruz: «Esta noche es la contemplación en que el alma desea ver estas cosas. Llámala noche porque la contemplación es oscura, que por eso la llama por otro nombre mística teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida» (Cántico B, canción 39, n.º 12).
[6] «Se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no solo serían cristianos mediocres, sino cristianos con riesgo. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos» (SAN JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo millennio ineunte, n.º 34).
[7] «El puro ascetismo, sin amor, ha fracasado siempre en la historia del cristianismo» (MELQUIADES ANDRÉS, Historia de la mística en la edad de oro en España y América, BAC, Madrid 1994, p. 127).
[8] Por examen particular se entiende la concreción de alguna meta espiritual: desarraigar un hábito, crecer en una virtud, rezar determinadas oraciones, etc.
[9] San Josemaría Escrivá enseña un modo concreto de vencer desde la óptica de la mística: «Si queréis aprender de la experiencia de un pobre sacerdote que no pretende hablar más que de Dios, os aconsejaré que cuando la carne intente recobrar sus fueros perdidos o la soberbia —que es peor— se rebele y se encabrite, os precipitéis a cobijaros en esas divinas hendiduras que, en el Cuerpo de Cristo, abrieron los clavos que le sujetaron a la Cruz, y la lanza que atravesó su pecho. Id como más os conmueva: descargad en las Llagas del Señor todo ese amor humano... y ese amor divino» (Amigos de Dios, n.º 302).
[10] Id. Surco, n.º 452.
[11] Camino, n.º 409.
[12] SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas 5, c. 2, n.º 9.
III.
LA ASCÉTICA COMO MEDIO
«La vida ascética debe siempre ordenarse, y de suyo se ordena como a su término, complemento y coronamiento, a la plenitud y esplendor de la mística».
(JUAN GONZÁLEZ ARINTERO, La evolución mística)
HEMOS DICHO QUE privilegiaremos en estas páginas el acento místico de la vida cristiana, como meta del progreso espiritual. Pero sin preterir la ascética. Todos necesitamos del esfuerzo, del entrenamiento, de la lucha. Chesterton decía que «solo quien nada contracorriente tiene la certeza de estar vivo»[1]. La ascética nos es, pues, imprescindible, ya que estamos obligados a pulirnos y tallarnos según el modelo de la suma Piedra angular.
Santa Rosa de Lima tuvo una visión. Se le mostró el Señor hermosísimo para desposarse con ella. Venía vestido de escultor, y le encargó tallar ciertos bloques de mármol. Como Rosa no se sintiera capaz de tan dura tarea, intentó excusarse diciendo que sabía coser e hilar, pero no tallar piedras. «¿Crees tú —le replicó Él—, que eres la única obligada a ocuparse en ese rudo trabajo?». Y le mostró un inmenso taller donde había multitud de jóvenes ocupadas en dicha faena que, con gran habilidad y celo manejaban no la aguja, sino el cincel y el martillo. Y para acelerar su obra y para que las piedras resultaran más brillantes, las regaban con sus lágrimas. Algunas piedras estaban aún por terminar, pero otras aparecían labradas con finura y delicadeza. En medio de esos trabajos, las jóvenes lucían trajes de fiesta que, en vez de aparecer manchados de polvo, resplandecían de belleza[2].
Todos somos esas piedras duras, llenas de asperezas y deformidades. Hemos de esculpir con sudores y lágrimas la roca en bruto de nuestro natural: «Para ser libre, hay que ser asceta», decía Pío Baroja[3]. Pero no estamos luchando en solitario. En esta tarea vamos siendo acompañados y apoyados por el Espíritu de Dios de manera que, una vez dispuestos para su soberana acción santificadora, el Paráclito encuentre material dispuesto y pueda continuar su obra. Porque sin el fundamento de los hábitos buenos adquiridos —las virtudes morales—, las virtudes sobrenaturales y los dones no tendrían apoyo ni solidez. «Torno a decir —anota santa Teresa en sus Moradas—, que para esto es menester no poner vuestro fundamento solo en rezar y contemplar; porque, si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas; y aun plega a Dios que sea solo no crecer, porque ya sabéis que quien no crece, descrece; porque el amor tengo por imposible contentarse de estar en un ser, adonde le hay»[4].
LA ASCÉTICA COMO MEDIO
La ascética, es, pues, absolutamente necesaria para el progreso interior. Pero no es la meta. Alguien podría encontrarse incómodo pensándose como místico. Quizá por temperamento hiperactivo o por exceso de confianza en sus capacidades. O porque le da grima visualizarse como tal. Pero intentemos señalar los riesgos de permanecer anclados en la mera ascética.
El fin de nuestra vida no es lograr una estructura virtuosa. Correríamos el riesgo del narcisismo. Si nuestra atención prevalente se enfoca a la adquisición de virtudes morales tendremos, a la corta o a la larga, una situación desamorada y fatigosa: al fin y al cabo, el referente sería nuestro propio yo. El narcisismo es la admiración excesiva que siente una persona por sí misma, por su aspecto físico, por sus dotes intelectuales, afectivas o éticas.
Además, el planteamiento de la santidad como continuada tensión, sin experimentar de algún modo la posesión gozosa del fin, produciría consecuencias negativas tanto en lo espiritual como en lo psíquico. Las facultades humanas tienen un límite, y lo tiene también su crecimiento: «La lucha interior no es una simple ascesis de rigor humano. Es la consecuencia lógica de la verdad que Dios nos ha revelado acerca de Él mismo, acerca de nuestra condición y acerca de nuestra misión en la tierra»[5].
La verdad que Dios nos ha revelado acerca de Sí mismo es la verdad de su Ser-Amor. Nuestra condición y misión en la tierra es poseerlo a Él, ya desde aquí por el amor unitivo, y comunicar a otros ese amor. La simple ascesis de rigor humano tiene un tope, pero no lo tiene Dios. Y si lo único que no tiene límites es Él, tampoco se da ese límite en las virtudes que lo tienen a Él por objeto, es decir, en las teologales[6]. Pero no en las morales, cuya perfección está in medio virtus[7]. De ahí que remarcar el acento en avances referidos a virtudes morales —orden, laboriosidad, servicio, apostolado, mortificación…— absolutizaría lo que tiene carácter de medio. Y la desilusión, el cansancio o el hastío, aparecerían antes o después.
Decíamos que la pura ascética, sin amor, ha traído frutos amargos en la historia del cristianismo. Quizá las figuras emblemáticas sean Marta y María. Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Marta está sirviendo, pero enfadada. Trabaja, al menos explícitamente, sin el gozo del amor. Si lo hiciera, cualquier dedicación se le haría grata: la llevaría a un amor mayor. Su trabajo es agapé, pero no eros[8]. Las virtudes morales, cuando no están informadas por la caridad —es decir, si el sujeto no las vive desde las teologales, cuya cumbre es la caridad— resultan informes, pseudo virtudes. Carecen de la alegría del amor, no solo como apetito racional sino también como pasión: el amor emotivo ha de integrarse en la persona toda. De manera que cuando el cristiano no vive contemplativamente, o bien acaba pretendiendo tan solo sus logros personales, o bien abandona su ansia de unión con Dios, o bien se coloca en riesgo de rompimientos psíquicos. «Yo querría haceros comprender con mucha claridad —escribe san Josemaría— que cada uno de nosotros (…) hagamos lo que hagamos, estemos donde estemos, siempre podemos atender a Jesús, cuidarle, escucharle, si trabajamos con amor (…). Con nuestra vida contemplativa, con ese esfuerzo en estar continuamente con el Señor, en cualquier sitio, en cualquier circunstancia, convertimos los afanes terrenos en tesoros divinos»[9].
Abundando en lo anterior, resultaría peligroso plantear la santidad en términos de perfección, en el sentido de auto-perfección o perfeccionismo. La expresión evangélica sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto[10] significa que, al habernos hecho Dios partícipes de su naturaleza divina, estamos llamados a ser como es Él, perfectos en el amor. Y contemplarlo como se contemplan las Personas divinas: en un flujo de Amor infinito e incesante[11]. Entonces estamos en el camino correcto. Y al revés: sin ella, avanzaríamos a paso de tortuga, o nuestro avance se detendría. «Sin la contemplación —comenta Lallemant— nunca se adelantará gran cosa en la virtud, ni se estará en condiciones de hacer adelantar a los otros. No acabará uno de librarse de sus flaquezas e imperfecciones, y permanecerá atado a la tierra. Y, no pudiendo remontarse sobre sí mismo, tampoco podrá ofrecer a Dios un servicio perfecto. Mas con ella podrá hacer más para sí y para los otros en un mes, de lo que con ella podría hacer en diez años»[12].
«La santa contemplación —decía san Francisco de Sales— es el fin y blanco a que se encaminan los demás ejercicios: lectura, meditación, oraciones y devociones, y todos se reducen a ella»[13]. La ascética es medio; la contemplación, fin.
EL PROTAGONISTA ES DIOS
«Espejito, espejito, ¿quién es la mujer más bella del reino?». La malvada reina del cuento de los hermanos Grimm esperaba todos los días la respuesta del espejo encantado: «La mujer más bella del Reino es Su Majestad. Ninguna mujer es más bella que Su Majestad». No es infrecuente que personas piadosas desenfoquen su deseo santidad en un mirarse continuamente el espíritu como se mira el rostro para descubrir una nueva mancha o una arruga recién aparecida. Y su vida transcurre como la de la bruja: en un inquieto hurgar pretendiendo la hoja inmaculada de servicios. Deseo por demás imposible, y ni siquiera grato a Dios[14]. Sucede entonces que esa persona, o se abruma ante sus derrotas, o le corroe la envidia: siempre aparecerá alguna Blancanieves.
El planteamiento de una vida de entrega no se orienta a la consecución de logros provenientes del esfuerzo personal, ni tampoco a evitar que se deshilvanen los hilos. Mira a la unión, al amor de intimidad. El horizonte de la mera ascética corre el riesgo del Tiovivo que da vueltas sobre sí mismo. La inveterada seducción de la soberbia.
Habla el que fuera arzobispo primado de México:
La experiencia me ha enseñado que en todas las etapas de la vida espiritual —aun en la de la transformación en Dios y puedo decir que en esta principalmente— lo que más perjudica a las almas y más estorba a los designios de Dios es la mirada y atención sobre sí mismas, aunque esa mirada y esa atención tenga al parecer un motivo santo.
Y es natural, nada estorba tanto para ser Jesús como intentar ser nosotros.
Y como en los últimos períodos de la vida espiritual el yo se desliza sutilmente, se necesita en abundancia la luz de Dios para descubrirlo.
Si nos examinamos atentamente, nos convenceremos que en el fondo de la inquietud producida por nuestras miserias hay un retorno sutilísimo sobre nosotros mismos.
El temor de ofender a Jesús nos hace pensar en nuestra debilidad, cuando debíamos pensar confiadamente en la fuerza invencible del que vive en nuestra alma; ese temor nos hace apartar un poco los ojos del alma de aquella divina hermosura, que encanta y pacifica, para ponerlos en nuestra miseria que nos horroriza y nos inquieta[15].
Una manera de descubrir si estamos atrapados en ese enfoque reductivo podrá reflejarse en las conversaciones de acompañamiento espiritual. El mero asceta se atormenta con pequeñeces, examinándose puntillosamente. Su mundo empieza y termina en su propio terreno, alimentando, por ejemplo, juicios críticos, ideas obsesivas o escrúpulos. Su visión va estrechándose en las dificultades que encuentra en el trato con los demás o en el prurito de vivir vidas ajenas. Ha perdido de vista lo esencial: a Aquel que debería buscar, y acaba por desconocer los mensajes que Él le manda como formas de crecer en su amor.
Otro modo sencillo de descubrir un horizonte tan solo ascético consistiría en revisar qué ocupa nuestro encuentro con Jesús luego de comulgar. Si se reduce, por ejemplo, a la mera petición —no es que sea malo pedir luego de comulgar— prescindiendo del anhelo de fusión que ese encuentro unitivo puede facilitar, podríamos pensar que seguimos anclados en planteamientos ascéticos. Estaríamos en trato de negocios, más que de amor.
De no cambiar tal enfoque, nuestra vida cristiana corre el riesgo de tornarse decepcionante, desilusionada. Olvidaríamos que lo importante es Él y la integración de nuestro yo en el Suyo. Dios espera de cada uno no tanto que pongamos, cuando que quitemos, es decir, que vayamos haciendo mutis por el foro para que acabe apareciendo Él y solo Él. En otras palabras, y para insistir sobre lo mismo, que cambiemos la polaridad del protagonismo del yo por el protagonismo de Él.
EXPERIENCIAS DE VIDA: CUANDO LA ASCÉTICA SE CONVIERTE EN FIN
La madre Angélica, artífice del proyecto televisivo católico más importante del siglo XX —la cadena EWTN— recuerda las dificultades que ocasionaba a las jóvenes religiosas una maestra de novicias de corte puramente ascético. Su experiencia puede ayudarnos a comprender los riesgos que entraña un planteamiento pelagiano en la búsqueda de la santidad.
Angélica había ingresado en agosto de 1944 al convento de las Clarisas Pobres de Cleveland. Raymond Arroyo, su biógrafo, explica lo ocurrido nueve años después: «En el otoño de 1953, once novicias habían abandonado Santa Clara para escapar al férreo régimen instaurado por la madre María Inmaculada, maestra de novicias. Y quienes se quedaron en aquel entorno ‘sumamente estricto’ sufrían frecuentes colitis nerviosas, crisis de llanto y una baja autoestima. La excesiva atención prestada a las faltas provocó una crisis nerviosa en una hermana y preparó el camino para la de otra (…). Cuando la madre María Inmaculada inició sus ocho días de ejercicios espirituales, la abadesa pidió a la madre Angélica que ocupara su puesto»[16].
Durante esos ocho días, Angélica se hizo cargo de la dirección de las jóvenes, «insistiendo especialmente en el amor de Dios hacia las hermanas y animándolas a ser solo suyas (…). Ella tomaba ejemplos de las vidas de los santos y de los modelos de la vida religiosa, y les enseñaba que los santos “no han roto las reglas; simplemente han saltado por encima de ellas”».
Un viento nuevo corrió por el noviciado. Las monjas más jóvenes se vieron inundadas por la seguridad de un amor volcado sobre ellas que les hacía entrar en una luminosa libertad. «A raíz de la vuelta de la maestra de novicias y del restablecimiento de los viejos tiempos, la hermana Raphael sufrió una “crisis nerviosa” que acabó con ella en la enfermería. En aquel momento era la madre Angélica quien se encargaba de cuidar a las convalecientes (…) según reconoce la misma novicia, Angélica la ayudó a escapar de las trampas en que se había visto atrapada».
Prosigue Arroyo: «Sensible a los problemas del noviciado, la hermana Angélica continuó mimando también a las demás novicias. Si una de las hermanas más jóvenes parecía deprimida, cuando se cruzaba con ella en el vestíbulo le susurraba: ‘Jesús te ama’; y si otra recibía una reprimenda de la madre María Inmaculada, Angélica metía baza para decir: ‘Eso siempre me pasaba a mí cuando era novicia»[17].
No se trata de arrinconar el esfuerzo ascético ya que el cristiano, el santo, ha de ser antes hombre o mujer cabal. Es quimera pretender amar a Dios sin la negación y el esfuerzo. Pero más peligroso resulta preterir el amor: el efecto sería la infelicidad.
[1] G. K. CHESTERTON, El hombre eterno, Cristiandad, Madrid 2004, p. 83.
[2] Cf. LEONARDO HANSEN, Vida admirable de Santa Rosa de Lima, libro 1, c. 12.
[3] Cit. en SACRAMENTO MARTÍ, Misoginia y comprensión en clásicos españoles del siglo XX, Lacre, Madrid 2018, p. 56.
[4] Moradas 7, c. 4, n.º 9.
[5] Carta del 28 de marzo de 1973, n.º 10.
[6] En S. Th., I-II, q. 64, a. 4, pregunta Santo Tomás: ¿Consisten las virtudes teologales en un justo medio? Responde que no, y explica por qué “el hombre no puede amar a Dios tanto como este debe ser amado; tampoco es posible creer y esperar en Él tanto como debemos”.
[7] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, libro II, c. IX.
[8] Cfr. BENEDICTO XVI, Enc. Deus caritas est, n.º 69.
[9] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Meditaciones VI, pp. 57-58.
[10] Mateo 5, 48.
[11] Cf. GARRIGOU-LAGRANGE, R., Las tres edades de la vida interior, Palabra, Madrid 1984, p. 340.
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