Kitabı oku: «Historia de la locura en Colombia», sayfa 8
VII. ALGO MAYOR QUE EL MAL RIGE ESTOS MUNDOS
Siguieron los tiempos oscuros hasta que llamarlos «tiempos oscuros» fue una tontería. Siguieron la paz bipartidista y la represión y la tortura a la diferencia del Frente Nacional, la Violencia oficiada por los ejércitos financiados por la coca, el terrorismo que negó el conflicto armado.
Y, mientras crecían las poblaciones y crecían los males del país, abundaron los novelistas y las novelas de todas las índoles que mostraron la nueva sociedad volcada a las capitales y recrearon el pasado para darle alguna forma al presente: Catalina (1962), de Elisa Mújica, recrea en el contexto de la Guerra de los Mil Días el papel protagónico de un sexo condenado a interpretar personajes secundarios; El hostigante verano de los dioses (1963), de Fanny Buitrago, parodia de modo magistral al mismo tiempo una región bananera de machos en la que «los dioses están viejos» y una vida urbana en la que se despilfarra la juventud; Cóndores no entierran todos los días (1971), de Gustavo Álvarez Gardeazábal, se mete en el cuerpo de los victimarios para retratar el absurdo como es; Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1975), de Albalucía Ángel, trae a la mesa el hecho de que la mujer es y fue la primera de las víctimas de la Violencia; Los parientes de Ester (1978), de Luis Fayad, revisa a la ensimismada familia colombiana en las turbulentas ciudades de los setenta; ¡Que viva la música! (1978), de Andrés Caicedo, retrata una nueva sociedad con un pie en el mundo y el otro pie en Colombia; La tejedora de coronas (1982), de Germán Espinosa, va hasta los días de la Inquisición como descubriendo que esto de aniquilar la diferencia empezó por «las brujas»; Primero estaba el mar (1983), de Tomás González, ve cómo se va poniendo en escena un mundo espeluznante y dolido en una tierra que no tiene la culpa de nada; Sin remedio (1984), de Antonio Caballero, precisamente parodia en lengua bogotana el empeño constante de dar con un poema épico en estos parajes; En diciembre llegaban las brisas (1987), de Marvel Moreno, pone de manifiesto cómo han lidiado las mujeres el imperio de los hombres en una Barranquilla que resume esta cultura; Un beso de Dick (1992), de Fernando Molano Vargas, es la bella historia de amor entre dos muchachos en un país que encerraba con llave los amores «diferentes»; las siete novelas de las Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (1993), de Álvaro Mutis, crean el arquetipo del colombiano que termina volviéndose extranjero para soportar el mundo; Cartas cruzadas (1995), de Darío Jaramillo Agudelo, pinta la decadencia de una cultura piadosa rebarajada por el tráfico de drogas; La marca de España (1998), de Enrique Serrano, no deja olvidar en dónde empezó esta tragicomedia que tiene más de tragedia que de comedia; Rosario Tijeras (1999), de Jorge Franco, consigue encarnar –en una sicaria de los tiempos de Pablo Escobar– la apoteosis de este fracaso de la humanidad; El desbarrancadero (2001), de Fernando Vallejo, lanza el monólogo al que se ve obligado el hombre que se rinde a estos parajes y a estas costumbres y a estos horrores; Delirio (2004), de Laura Restrepo, da en el blanco porque cuenta la historia de una mujer a la que ha enloquecido Colombia y parte de la idea de que «tenemos que estar muy locos para adaptarnos a esta convulsión brutal»; Los informantes (2004), de Juan Gabriel Vásquez, comienza una honda indagación sobre cómo pagan los hijos por las guerras de los padres; El olvido que seremos (2006), de Héctor Abad Faciolince, recrea con un colombianísimo amor por la familia el cuándo, el cómo, el dónde y el por qué mataron a su padre; El crimen del siglo (2006), de Miguel Torres, revisa el asesinato de Gaitán desde lo puramente humano; Los ejércitos (2007), de Evelio Rosero, retoma la novela de la Violencia en la figura de un viejo profesor para dejar en claro que el suspenso que acaba en terror aún no ha querido irse.
Podría uno hablar, con la misma fascinación, de las búsquedas en las obras de Pedro Gómez Valderrama o de Manuel Zapata Olivella o de Fernando Soto Aparicio o de Roberto Burgos Cantor o de R. H. Moreno-Durán o de Álvaro Miranda o de Silvia Galvis o de Jaime Manrique o de Ricardo Cano Gaviria o de Rafael Chaparro Madiedo o de William Ospina o de María Cristina Restrepo o de Piedad Bonnett o de Rafael Baena o de Julio Paredes o de Santiago Gamboa o de Mario Mendoza. Y, para probar que también en la experimentación, en la fragmentación y en el fluir de la consciencia se ha buscado el retrato de Colombia, podría invitar a la lectura postergada de los valientes juegos novelísticos de Julio Olaciregui o José Luis Díaz Granados o Rodrigo Parra Sandoval o Álvaro Pineda o Nicolás Suescún: podría uno decir, además, que quizás el verdadero realismo sea esa imitación de las paradojas y de los desvaríos de la realidad.
Por otra parte, es lo mínimo mencionar, pues merecen, como pocos, la reivindicación que poco llega en Colombia, a una serie de poetas desafiantes e incisivos que desde los años sesenta –desde los días paranoicos del Frente Nacional– se empeñaron en dejar atrás las manías formales de su tradición. Mario Rivero confesó «A veces me pregunto qué fue de los amigos…». José Manuel Arango retrató a «Aquel que esperaba y esperaba /pero no sabía lo que esperaba / y era la muerte». Jaime Jaramillo o X-504 advirtió «Os preocupáis demasiado de que vuestra casa esté limpia». Giovanni Quessep vaticinó «Todo está a tu favor, el cielo, la lejanía que se abre». Jotamario Arbeláez concluyó que «El aire de familia que nos une lo tomamos sin duda del mismo pozo». Raúl Gómez Jattin aceptó que «La poesía es la única compañera / Acostúmbrate a sus cuchillos / que es la única». Darío Jaramillo Agudelo reconoció que «Uno debería aprovechar la poesía. Pero no».Ángel Marcel soltó el endecasílabo «sólo podemos dar lo que es ajeno». Piedad Bonnett precisó que «No hay cicatriz, por brutal que parezca, / que no encierre belleza». William Ospina comprendió que «Algo mayor que el mal rige estos mundos». Juan Manuel Roca reveló todo lo que se puede revelar: «Mis luchas con el ego ocurren en un estadio abandonado», escribió.
Habría que hablar de muchos más poetas vivos y muchos más poetas muertos, aunque esté claro ya que lo que ha habido aquí han sido voces, pero quizás sea bueno cerrar este catálogo de versificadores con El canto de las moscas (1998) de María Mercedes Carranza: veinticuatro poemas brevísimos para veinticuatro masacres, «Mapiripán es ya una fecha», «Esta es la boca que hubo», «La vida sabe a mar», «La muerte: carne de la tierra», «Un pájaro / negro husmea / las sobras de / la vida», «El viento / ríe en las mandíbulas / de los muertos», «Puede ser Dios / o el asesino: / da lo mismo ya», como lápidas mínimas sobre pueblos enterrados por esta locura, sobre pueblos que se vuelven pueblos fantasma y que aparecen en el mapa de Colombia cuando sucede una tragedia.
Hablo de las ficciones hechas de palabras porque las palabras son lo contrario a los actos violentos y porque las palabras violentas son modos de aplazar el desmadre.
Y, sin embargo, es claro que también se han dado en las artes plásticas un pulso con el horror y una celebración de la vida y una parodia del montaje social colombiano: una edición extraordinaria de la revista Arcadia de 2014, la edición número 100, reconoce como lecturas únicas de Colombia a obras tan conscientes de la enajenación nacional y tan perturbadoras como Horizontes (1913) de Francisco Antonio Cano, Bachué (1925) de Rómulo Rozo, Masacre del 9 de abril (1948) y La República (1958) de Débora Arango, Los obispos muertos (1958) de Fernando Botero, Violencia (1962) de Alejandro Obregón, Los suicidas del Sisga (1965) y Decoración de interiores (1981) y Auras anónimas (2010) de Beatriz González, Primera lección (1970) de Bernardo Salcedo, Aquí no cabe el arte (1972) y Colombia (1976) de Antonio Caro, Agresión al imperialismo (1972) de Taller 4 Rojo, Alacena con zapatos (1978) de El Sindicato, Amarrados (1980) de Fernell Franco, Yumbo (1981) de Alicia Barney, Caín y Abel (1992) de Jesús Abad, Musa paradisíaca (1993) y Variaciones sobre el purgatorio No. 4 (2011) de José Alejandro Restrepo, Cajas fucsia y Anexo 273 (1996) de Juan Fernando Herrán, La bandeja de Bolívar (1998) y Guerra y pa (2001) y Bocas de ceniza (2002) de Juan Manuel Echavarría, Noviembre 6 y 7 (2002) y Shibboleth (2007) y Plegaria muda (2008-2010) de Doris Salcedo, Color que soy (2002) de Delcy Morelos, Re/trato (2003) de Óscar Muñoz, David (2006) de Miguel Ángel Rojas y Treno (2007) de Clemencia Echeverri.
Si uno pasa frente a cada una de ellas, una por una por una como recorriendo un museo de las plegarias y de las catarsis y de los exorcismos que han buscado algo de alivio, es testigo de esa lucidez desgarradora que suele alcanzarse en las posguerras pero que acá ha tenido que darse en los márgenes de la barbarie. El contramonumento Fragmentos (2018) de Doris Salcedo, ese piso ceniciento y rugoso hecho de las armas entregadas por las Farc, y encajado a una cuadra del Archivo General de la Nación, es un ejemplo de la precisión –de la agudeza redoblada– con la que se ha estado lamentando y repugnando esta guerra desde el arte sin caer en la trampa de conmemorarla. Es una guerra sin glorias, ni traumas ni cicatrices porque siempre se está librando. Es, sobre todas las cosas, una fábrica de huérfanos.
Está empezando a hablarse seriamente de las cicatrices que ha dejado la guerra en la salud mental de millones de colombianos. Está empezando a decirse –lo ha dicho la investigadora Martha Bello– que de tanto sobrevivir aquí no ha habido tiempo para la tristeza: de tanto lidiar desapariciones, violaciones, reclutamientos, estallidos de minas, secuestros, no ha habido tiempo para el alivio. Luego de entrevistar a más de cuatro mil pacientes, la organización Médicos Sin Fronteras concluyó que el 67 por ciento sufre trastornos relacionados con el conflicto, que el 34 por ciento vive con ansiedad, que el 38 por ciento lidia la melancolía: se sospecha que el día remoto en el que por fin pasa el peligro millones de víctimas viven entre la desconfianza, la incomunicación y la incertidumbre. Luego de entrevistar a más de doscientos habitantes de los Montes de María, un estudio hecho en la Universidad de los Andes determinó que el noventa por ciento padece de depresión. Pero quizás la cifra más dolorosa entre las dolorosas cifras sea esta: que, según un informe del Centro de Memoria Histórica, dos millones de niños han sido afectados directamente por la guerra. Y de acuerdo con un estudio de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), la Unicef y el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), hecho con más de mil seiscientos niños que fueron testigos de lo peor entre lo peor, el resultado es una generación ahogada por profundos problemas de identidad, pero que, en un gesto típico del coraje colombiano, se resiste a ser definida enteramente por su dolor.
Hay que decir que hubo un tiempo en el que la infancia no fue objeto de estudio, ni en la paz ni en la guerra. Hay que reconocer que las proezas de la literatura infantil colombiana son pruebas de la profunda transformación de una sociedad que durante mucho tiempo dejó a los niños para cuando ya estuvieran grandes.
En un completísimo ensayo sobre el tema, publicado en 1996, la escritora e investigadora Beatriz Helena Robledo, experta en la obra de Rafael Pombo, hace el recorrido de los relatos infantiles desde los años veinte del siglo XX hasta hoy. Recuerda que sólo al final de la Regeneración, pero sobre todo en los años de la modernización de la República Liberal, la sociedad colombiana empezó a pensar en los menores de edad de manera específica: por esos años, de los veinte a los cuarenta, la revista especializada Chanchito se convirtió en una gran divulgadora de ficciones para la infancia y aparecieron una serie de recreaciones de la Historia del país –como la Historia en cuentos de Eduardo Caballero Calderón– en clave de relato para niños. Desde finales de los sesenta hasta hoy, como probando una transformación de fondo, llegaron la Ley de Paternidad Responsable, el ICBF, el Cerlalc, el Premio Enka, Fundalectura, la Fundación Rafael Pombo y el Taller Espantapájaros. Y entonces, con el trabajo clásico de Jairo Aníbal Niño, Celso Román, Luis Darío Bernal y Triunfo Arciniegas, empezó a tomar forma una literatura infantil colombiana con sus propios hallazgos y sus propios límites.
En los años ochenta y los años noventa, por obra y gracia de la aparición de editoras especializadas y la consolidación de nuevos proyectos editoriales, los textos llenos de humor e irreverencias de Gloria Cecilia Díaz, Ivar Da Coll, Irene Vasco, Pilar Lozano, Evelio Rosero y Yolanda Reyes –que siguen teniendo en mente a los niños mientras escriben– no sólo removieron el panorama hasta convertir esa región de nuestra literatura en un territorio ideal para el juego y para la crítica del mundo, sino que, de paso, le abrieron las puertas a una generación entera de escritores e ilustradores que hasta hoy han estado contándoles a los niños lo que nadie quiso ni se atrevió a contarles en los primeros dos siglos de la república: ni más ni menos que la incertidumbre.
Sí, en Colombia la incertidumbre se ha transmitido de generación en generación. Y, si asumimos como una tesis la hipótesis de que los tres grandes géneros son el resultado de una investigación del tiempo –la narrativa investiga el pasado, la poesía investiga el presente y el drama investiga el futuro–, tiene sentido que el teatro nos haya puesto en escena la tragedia de la incomunicación en este sitio y nos haya servido tantas veces para articular nuestra perplejidad: «¿Y ahora qué…?». Tuvo que ser esa la razón por la que el dramaturgo e historiador Carlos José Reyes presentó hace unos años esa exploración monumental –en tres tomos– que deja las cosas claras desde su título: Teatro y Violencia en dos siglos de historia de Colombia.
En una entrevista con El Tiempo, con motivo de la presentación de su enorme inventario, Reyes señala a Sugamuxi (1826) de Luis Vargas Tejada, Las víctimas de la guerra (1884) de Soledad Acosta de Samper, El monte calvo (1966) de Jairo Aníbal Niño, Los papeles del infierno (1968) de Enrique Buenaventura, I took Panama (1974) de Luis Alberto García y el TPB, Guadalupe años sin cuenta (1975) y El paso (1988) de Santiago García y el Teatro La Candelaria, La agonía del difunto (1977) de Esteban Navajas, Los tiempos del ruido (1985) de Eddy Armando y La siempreviva (1994) de Miguel Torres como diez obras fundamentales que han puesto en escena con urgencia y con dolor los reveses de la Historia colombiana: la llegada de los españoles, las guerras civiles, la pérdida de Panamá, la Violencia, el fracaso en Corea, el nacimiento de las guerrillas, el desplazamiento, la toma del Palacio de Justicia, el narcotráfico. Pero su recuento completo reúne a los grandes autores teatrales de estos doscientos años, desde Luis Vargas Tejada hasta Carolina Vivas, desde José Manuel Freidel hasta Rolf y Heidi Abderhalden, desde Luis Enrique Osorio hasta Víctor Viviescas.
Reyes se abstiene de nombrar su estupenda versión de la masacre de las bananeras: Soldados (1966). Alcanza a mencionar el trabajo de Fabio Rubiano y del Teatro Petra, eso sí, pero no sobra reseñar aquí Labio de liebre (2016) o Cuando estallan las paredes (2018) como dos pruebas recientes de que el teatro colombiano no ha desfallecido en la tarea de encarnar la vida entre la costumbre de la muerte. Si algo extraordinario han conseguido los dramaturgos nacionales en este par de siglos, ello ha sido, como Reyes lo demuestra, ponerles enfrente a sus espectadores –en carne y hueso– a los fantasmas olvidados y negados del conflicto armado: «¡Julieta está viva!», grita la madre de La Siempreviva a unos pasos del espectro de su hija desaparecida, y uno llega a creer que ahí está dicho todo.
Sin embargo, la locura aún nos ronda y la terapia aún es cuestión de vida o muerte.
Y estas primeras décadas del siglo XXI hay que contar, maravillado, el triunfo de una nueva generación de escritores y de artistas hecha de varias generaciones de escritores y de artistas que –amparada por la industria editorial y promocionada desde las redes sociales– ha encontrado a sus propios lectores como no se veía desde hacía mucho tiempo. No diré nombres ni dejaré caer títulos porque, como ha sido en este siglo, sobre todo, que yo he estado haciendo parte de ese grupo, corro el riesgo de arruinar el recorrido con una lista de mentores y de amigos. Diré que cuento 139 voces lúcidas, entre novelistas, cuentistas, poetas, artistas plásticos, editores, narradores para niños, ilustradores y dramaturgos nacidos desde los sesenta, que han estado jugándose el sistema nervioso por reinterpretar y rescribir el mundo empezando por Colombia.
Quizás lo más diciente e importante, lo más atípico y lo más esperanzador en un país tan dado a aniquilar la diferencia en su búsqueda de una nación, es que más de la mitad de esas voces sean voces irrepetibles de mujeres. Tal vez lo más significativo es que, aun cuando nuestro complejo de inferioridad se siga dando mañas para ser ciego a nuestros talentos y para despreciar nuestros logros literarios, todas esas voces hayan encontrado sus lectores, sus espectadores, sus públicos. El analfabetismo se redujo, por fin, en la segunda mitad del siglo XX. La industria editorial del país, la cuarta más grande de América Latina, crece año a año. Gracias a las redes sociales, cada día se crean más canales, como clubes de lectura, que consiguen que escritores y lectores se encuentren como lo hacían en las calles del siglo XIX.
Puede ser que lo que se ha dicho y se ha contado de Colombia ya no esté en manos de una élite, sino de todo el que quiera leerlo: pueda ser… Y ojalá que esto que escribo –esta reseña de nuestro arte que siempre ha sido hecho y visto en medio de la beligerancia– sirva de recuento de novedades que contienen el secreto de este «lugar sin límites».
Y que el descenso a los infiernos de esos personajes con vocación de arquetipos, de Fernández, Cova, Zalamea, Siervo, Catalina, Manuel Pacho, los obispos muertos, el Transeúnte, el Padre, la Forastera, Guadalupe el guerrillero, el Coronel, el Cóndor, Úrsula, María del Carmen Huerta, Santiago Nasar, Maqroll, Genoveva Alcocer, Florentino Ariza, Fermina Daza, Jota, Zoro, Ignacio Escobar, la Siempreviva, Felipe el adolescente, Cuchilla, el terror de Sexto B, Rosario Tijeras, Vallejo, Santoro, Aguilar, Abad, Roa, Ismael el profesor, Salvo Castello –y de los demás protagonistas y personajes secundarios de las obras de amigos que no menciono para no enrarecer el álbum–, sean cicatrices y conjuros y expiaciones para todos los que necesiten y todos los que quieran.
VIII. YO QUIERO PEGAR UN GRITO Y NO ME DEJAN
El hombre es el animal que se cuenta a sí mismo. El hombre es el cuerpo que deja constancia de su paso por la vida aunque esté solo. Pero, desde finales del siglo XIX, las telecomunicaciones le multiplicaron su vocación a narrarse, su necesidad de ser recibido por los otros. En Colombia hubo líneas telegráficas a partir de 1855 y el Estado fue errático luego de la destrucción de las redes en la Guerra de los Mil Días, pero pronto las compañías telefónicas empezaron a crecer hasta dejar de ser un problema: el número de teléfono de don Cupertino Salgado, el editor del Directorio General de Bogotá de 1893, era el 496; el número de teléfono de don Fabio Restrepo, el administrador de El Tiempo en 1925, era el 1246; el número de teléfono del restaurante La Posada del Mar en 1968, «exclusivamente altas calidades», era el 493 656.
La Empresa Nacional de Telecomunicaciones, Telecom, puso orden al asunto desde los años cincuenta. La Universidad de los Andes puso en marcha el servicio de internet desde los años noventa: al día de hoy, cerca del 65 por ciento de los hogares colombianos han caído en la red.
Y, sin embargo, antes de hablar de esta época en la que quince millones de colombianos están en las redes sociales retratándose en vivo y en directo día por día por día, hay que señalar que el pueblo colombiano fue salvado por la radio. Fue, de cierto modo, una hazaña. Que un país rural, mitad selva, mitad incertidumbre, consiguiera conectarse por fin de alguna manera: que el silencio de la guerra encontrara algún alivio, que las narraciones de las capas de la sociedad dejaran de pertenecerles a las élites letradas, que la educación, que ya no era un monopolio de la Iglesia católica, se les saliera de las manos a los poderosos. El miércoles 7 de agosto de 1929, bajo la dirección de la Biblioteca Nacional, empezó a funcionar la HJN. Siguieron, en las dos décadas siguientes, La Voz de Barranquilla, La Voz de la Víctor, Nueva Granada, Radio Santa Fe, Radio Nacional, La Voz de Antioquia, Radio Sutatenza, Caracol, Todelar y RCN.
Fueron escuchándose, así, las voces que narraron a toda Colombia e hicieron valer la menospreciada oralidad: entre cientos de cientos de voces, se fueron quedando las de Fernando Gutiérrez, María Emma Rebollo, Blanquita Bernal, Víctor Mallarino, Julio Nieto Bernal, Carlos Arturo Rueda, Otto Greiffenstein, Hilda Strauss, Luisa Mahé de Bernal, Jorge Antonio Vega, Humberto Martínez Salcedo, Teresa Gutiérrez, Juan Harvey Caicedo y Alberto Piedrahita.
Sirvió la radio para darles herramientas al amor propio, a la educación, a la cultura, a la información, a la reflexión del país. Presentó nuevas maneras de contar la vida, con los pianos traganíqueles y los estudios de grabación, en el llamado «país de los 1025 ritmos folclóricos»: desde entonces, canciones magistrales como La guaneña de Nicanor Díaz, Prende la vela de Lucho Bermúdez, La gota fría de Emiliano Zuleta, Grito vagabundo de Guillermo Buitrago, Se va el caimán de José María Peñaranda, Señora María Rosa de Efraín Orozco, La múcura y El año viejo de Crescencio Salcedo, La piragua de José Barros, Ay cosita linda de Pacho Galán, Bésame morenita de Álvaro Dalmar, Alicia adorada de Alejo Durán, La casa en el aire de Rafael Escalona, La pollera colorá de Wilson Choperena, Los cucaracheros de Jorge Áñez, Mi Buenaventura de Petronio Álvarez, Ay mi llanura de Arnulfo Briceño, Llamarada y Me llevarás en ti de Jorge Villamil, Yo me llamo cumbia de Mario Gareña, La cucharita de Jorge Velosa, Rebelión de Joe Arroyo, La creciente de Hernando Marín, La tierra del olvido de Carlos Vives e Iván Benavides o Bolero falaz de Aterciopelados dieron un país y una tristeza y una alegría y una lengua común a los colombianos.
Quizás haya sido la propagación de la cultura popular a través de la radio y a través de las grabaciones, que relativizó la alta cultura y desempolvó el derecho a cantar al pueblo desde el pueblo, lo que obligó a la gran prensa a afinar sus modos y a reconsiderar a sus lectores.
Hubo periódicos críticos con los desmanes españoles, como los de Manuel del Socorro Rodríguez o Antonio Nariño, en las últimas décadas de la Colonia. Durante el siglo XIX, y durante la primera mitad del siglo XX, los periódicos sirvieron a los hombres de letras para ensayar sus poemas, sus cuadros de costumbres, sus disquisiciones pedagógicas, sus traducciones, sus parodias, sus sátiras, sus declaraciones de principios, sus llamados de auxilio, pero sobre todo fueron un vehículo de los caudillos de turno y de sus ideologías. Superada la larga década de la Violencia, si es que asumimos que aquella época acabó, la prensa insistió en librarse de su vocación –de su manía más bien– a cerrar filas no sólo con uno de los dos partidos, sino, sobre todo, contra el bando enemigo.
Fue en los años sesenta, pues, cuando la prensa colombiana pasó definitivamente de corregir la realidad a plegársele a ella. En consonancia con el Frente Nacional, que quiso enterrar, en todos los sentidos, los horrores de los cincuenta, la prensa de acá fue del compromiso con una ideología partidista al compromiso con los propósitos democráticos. El periodismo radial reunió a las clases populares con las clases altas. Y el periodismo escrito, temeroso de una nueva ruptura del establecimiento, se convirtió entonces en una institución más del Estado que le proponía debates a la clase política –y así, como el Estado, perdió de vista al país–, pero también se dedicó seriamente a la tarea de modernizarse: de hallar las historias de la sociedad colombiana e informar.
El Tiempo y El Espectador dieron la batalla por la libertad de expresión durante la Violencia y durante la dictadura de Rojas Pinilla. El Tiempo, bajo la dirección de Roberto García-Peña, fue clausurado el miércoles 3 de agosto de 1955 por denunciar el asesinato del periodista liberal Emilio Correa. Se convirtió a partir de ese momento en un diario que llevaba un vaticinio en su título, Intermedio, para seguir en la labor de fiscalizar a los saboteadores de la democracia. Y, sin embargo, tendría que caerse el régimen militar y suceder el Frente Nacional con sus logros y sus vicios, para que en el periodismo colombiano –empezando por sus viejos periódicos liberales– se les encontrara un lugar a los investigadores de los secretos y las conspiraciones del poder.
Se les debe a periodistas como Enrique Santos Calderón, Daniel Samper Pizano y Antonio Caballero Holguín, nacidos, los tres, en 1945, la consciencia de un periodismo irreverente, fiscalizador, obligado moralmente a pronunciar la verdad sin eufemismos. Crecieron, los tres, en el establecimiento puro: los Santos, los Samper, los Caballero. Pero tuvieron, los tres, el coraje para negarse a ser evangelistas del bipartidismo. Junto con voces fundamentales como las de Gabriel García Márquez, Jorge Orlando Melo, Álvaro Tirado Mejía, Orlando Fals Borda, Carlos Duplat, Jorge Restrepo, Cristina de la Torre, Bernardo García, Joe Broderick y Roberto Pombo, hicieron parte de la revista de izquierda Alternativa en los años setenta. Se convirtieron luego, los tres, en los principales columnistas de Colombia.
Samper Pizano y Santos Calderón hicieron sus brillantes carreras en El Tiempo y sobrevivieron a la tragedia de tener hermanos presidentes. En 1972 Samper Pizano se inventó con el estupendo Alberto Donadío –y luego con el excelente Gerardo Reyes– la pionera Unidad Investigativa de El Tiempo, que sigue revelando los desmanes del poder. Coincidió en la sala de redacción con el gran autor colombiano de libros periodísticos, Germán Castro Caycedo, que en medio siglo de carrera ha escrito clásicos del género como Colombia amarga (1976), Mi alma se la dejo al diablo (1982), La bruja (1994) y El palacio sin máscara (2008). Gracias a todos estos nombres, el valiente, vilipendiado e incomprendido periodismo colombiano, que sigue arrastrando tanto su fama de gobiernista como su vocación a hacer parte de las instituciones –y a apagar sus incendios–, ha seguido dando muchos investigadores más en las salas de redacción del país.
Desde los setenta y hasta hoy, ese espíritu investigativo, vigilante de los poderosos y vigilado por el poder, se ha dado en los medios del establecimiento –en revistas como Semana o Cambio, en estaciones radiales de Caracol o de RCN, en noticieros de televisión como 24 Horas o el Noticiero de las 7 o QAP o CM& o Noticias Uno– y en los medios alternativos que han prosperado en tiempos de internet: de Verdad abierta a La Silla Vacía.
Luego del remezón de los setenta y ochenta en los periódicos, las salas de redacción de las revistas, los noticieros de televisión, los programas radiales, fueron apareciendo periodistas incisivos e incansables como José Salgar, Alberto Aguirre, Juan Gossain, Yamid Amat, Javier Darío Restrepo, Felipe López, Darío Arizmendi, Alberto Casas, Heriberto Fiorillo, Andrés Salcedo, Hernán Peláez, José Clopatofsky, Margarita Vidal, María Teresa Herrán, Alfredo Molano, Juan José Hoyos, Fernando Garavito, Darío Restrepo, Diego Martínez, Amparo Peláez, Amparo Pérez, Laura Restrepo, Patricia Lara, Silvia Duzán, Cecilia Orozco, Judith Sarmiento, Olga Behar, María Elvira Bonilla, María Elvira Samper, María Isabel Rueda, María Jimena Duzán, María Teresa Ronderos, Consuelo Cepeda, Germán Santamaría, Álvaro Sierra, Julio Sánchez, Mauricio Gómez, Antonio Morales, Antonio José Caballero, Héctor Rincón, Ana María Cano, Gloria Congote, Mauricio Vargas, Roberto Pombo, Ricardo Ávila, Jorge Lesmes, Édgar Téllez, Rodrigo Pardo, Roberto Posada, Luis Cañón, Héctor Fabio Cardona, José Luis Ramírez, Pastor Virviescas, Alfonso Cuéllar, Silvia Hoyos, Ernesto McCausland, Alberto Salcedo, Daniel Coronell, Ángela Patricia Janiot, Yolanda Ruiz, Juan Manuel Ruiz, Félix de Bedout, Óscar Montes, Fernando Araújo, Darío Fernando Patiño, Álvaro García, Juan Carlos Iragorri, Martha Soto, Jesús Abad, Pirry, María Elvira Arango, Diana Calderón, Marta Ruiz, Norbey Quevedo, Juan Guillermo Cano, Fernando Cano, Fidel Cano, Ricardo Calderón, Ignacio Gómez, Claudia Morales, Ana Cristina Restrepo, Gustavo Gómez, Juanita León.
Puedo oír, desde ya, las reacciones. Pero si me pongo en la tarea de hacer semejante lista farragosa e insuficiente al mismo tiempo, de la que excluyo a la gente brillante de mi generación y a la gente brillante de las generaciones que siguen para no enrarecer –como dije– el ejercicio, es sólo porque la sociedad colombiana suele olvidar que este país ha requerido de un verdadero ejército de periodistas –de todas las clases de talentos, de opiniones, de indignaciones– para que esto sea un infierno, pero no un apocalipsis. Existe el síndrome de «este país…» con puntos suspensivos en todas las áreas laborales, pero en lo público, en el Estado y en el periodismo, es común encontrarse viejos que se preguntan para qué han dado la vida por esta cadena de horrores.