Kitabı oku: «The twittering machine»

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Akal / Pensamiento crítico / 86

Richard Seymour

The Twittering Machine

(La máquina de trinar)

Traducción: Alcira Bixio


Una brillante investigación sobre los efectos políticos y psicológicos de nuestra cambiante relación con los medios sociales.

Los antiguos ejecutivos de la industria social nos dicen que el sis­tema es una máquina de adicción. Somos usuarios que esperamos histéricos nuestro próximo éxito, con sus likes, sus comentarios y su difusión compartida. Escribimos a la máquina como individuos, pero esta nos responde agregando nuestros deseos, fantasías y debilidades, y convirtiéndolo todo en datos. Nos transformamos, queramos o no, en una experiencia de mercancía.

En la obra de Paul Klee Die Zwitscher-Maschine (The Twittering Machine o La máquina de trinar, 1922), la canción del pájaro de una máquina diabólica actúa como un cebo para atraer a la humanidad a un pozo de condenación. De igual forma, las redes y la industrial social nos ofrecían la promesa de construir nuestra propia historia, pero ¿hasta qué punto elegimos la pesadilla en la que se ha convertido?

«Todos deberíamos leerlo.» William Davies, The Guardian

«Una mirada inmisericorde a nuestra relación tóxica con los sombríos pero convincentes medios de comunicación social.» Emma Jacobs, Financial Times

«Un brillante y urgente texto que cambia completamente nuestro punto de vista.» China Miéville

«Lo que Susan Sontag hizo por la fotografía y Christopher Lasch hizo por la cultura del narcisismo, Richard Seymour lo ha hecho con los medios de comunicación social. Lo leo con una sensación de reconocimiento y alarma.» Adam Shatz, London Review of Books

Richard Seymour, escritor, analista y locutor, es autor de The Liberal Defence of Murder (2008), Against Austerity (2014) y Corbyn: The Strange Re­birth of Radical Politics (2018). Sus columnas aparecen regularmente en The Guardian, Jacobin, London Review of Books, New York Times y Pros­pect.

Diseño de portada

RAG

Motivo de cubierta

Antonio Huelva Guerrero

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Nota editorial:

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Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

The Twittering Machine

© Richard Seymour, 2019

© Ediciones Akal, S. A., 2020

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-5019-3


The Twittering Machine (Die Zwitscher-Maschine), Paul Klee, 1922 (The Museum of Modern Art, MoMA)

A los luditas

Nota del autor

Al escribir este libro, me he propuesto no cargarlo de referencias y alusiones eruditas. Quiero que se lea como un ensayo antes que como un análisis polémico o una obra académica. Pero, quien quiera saber más o sencillamente llegue a preguntarse en algún momento «¿cómo sabe el autor tal o cual cosa?» encontrará al final de la obra las notas bibliográficas. Quien sienta el impulso de investigar una cita, una estadística o un dato en particular, solo tendrá que buscar la frase de su interés por el número de página en la última sección de la obra.

Prólogo

Todo lo que está en el ordenador es escritura. Todo lo que está en la red es escritura en páginas web, archivos y protocolos.

Sandy Baldwin, The Internet Unconscious

The Twittering Machine (La máquina de trinar)[1] es una historia de terror, aun cuando se trate de tecnología que, en sí misma, no es buena ni mala. La tec­nología, como dice el historiador Melvin Kranzberg, «no es buena ni mala… ni neutral».

Tendemos a atribuir poderes mágicos a las tecnologías: el teléfono inteligente es nuestro billete a la dicha; la tableta, nuestro anotador místico. En la tecnología descubrimos nuestras propias facultades enajenadas en una forma moralizada, o bien como un genio benevolente o bien como un demonio atormentador. Estas son fantasías paranoides, nos parezcan o no malignas, porque en ellas estamos a merced de los dispositivos. De tal manera que si estamos ante una historia de horror este debe residir en parte en el usuario: una categoría que me incluye y que probablemente incluya a la mayor parte de las personas que están leyendo este libro.

Si bien la The Twittering Machine (La máquina de trinar) nos confronta a una serie de calamidades –adicción, depresión, «fake news», trolls, turbas online, subculturas de la derecha alternativa–, lo único que hace es explotar y magnificar problemas ya socialmente generalizados. Si descubrimos que nos hemos hecho adictos a las redes sociales, a pesar –o precisamente a causa– de su frecuente sordidez, como me ha pasado a mí, quiere decir que hay en nosotros algo que está esperando para hacerse adicto. Algo que las redes sociales potencian. Y si, a pesar de todos esos problemas, aún frecuentamos las plataformas de las redes sociales –como lo hace más de la mitad de la población mundial– quiere decir que debemos estar obteniendo algo de ellas. La sombría literatura dictada por el pánico moral que vitupera «las frivolidades» y la sociedad de la «posverdad» debe estar pasando por alto una verdad vital del tema que analiza.

Quienes disfrutan de las plataformas que ofrecen las redes sociales tienden a sentirse a gusto con la idea de que se les está dando una oportunidad de ser escuchados. Esto debilita el monopolio sobre la cultura y el sentido, del que antes gozaban únicamente las empresas informativas y de entretenimiento. El acceso no es igualitario, pues los usuarios corporativos, las agencias de relaciones públicas, las celebridades y muchos otros compran y pagan un mayor alcance, y además ofrecen un contenido mejor financiado, pero aun así, las plataformas pueden dar una oportunidad a las voces marginales donde antes no tenían ninguna. El acceso recompensa la agudeza, el ingenio, la inventiva, la chispa y ciertos tipos de creatividad, aunque también recompense los placeres más oscuros tales como el sadismo y el rencor.

Y si el uso de las redes sociales desestabiliza los sistemas políti­cos, no es algo tan malo para los que tradicionalmente han estado excluidos de esos sistemas. La tan publicitada idea de la «revolución de Twitter» exageró enormemente el papel que desempeñaron las redes sociales en los levantamientos populares, sobrepasados desde entonces por fuerzas más oscuras subyacentes en las redes sociales, desde los asesinos de ISIS al Men’s Rights Activists (MRA). Pero, ocasionalmente, el flujo de información entre los ciudadanos es lo que permite establecer una gran diferencia, momentos en los que no es posible confiar en los medios informativos tradicionales, momentos en los que puede darse buen uso a las posibilidades de las redes sociales. Estos, generalmente, son tiempos de crisis.

Con todo, el aspecto crucial de la observación de Kranzberg es que la tecnología nunca es neutral. Y, en esta historia, la tecno­logía determinante es la escritura, una práctica que vincula a los seres humanos con las máquinas en una configuración de relaciones sin la cual sería imposible la mayor parte de lo que llamamos civilización. Las tecnologías de la escritura, al constituir un fundamento de nuestros modos de vida, nunca son social ni políticamente neutras en sus efectos. Cualquiera que haya vivido las distintas etapas del crecimiento de internet, la difusión de los teléfonos inteligentes y el auge de las plataformas de las redes sociales habrá comprobado la notable evolución operada. Al trans­formarse de análoga a digital, la escritura se ha vuelto masivamente ubicua. La gente nunca escribió tanto ni tan frenéticamente en toda la historia de la humanidad: enviando mensajes de texto y tuits, tecleados con los pulgares en el transporte público, actua­lizando su estado durante las pausas en el trabajo, haciendo pasar imágenes y pinchando enlaces frente a resplandecientes pantallas a las 3 de la mañana. En cierto sentido, esta es una extensión de los cambios producidos en el lugar de trabajo, donde la comu­nicación mediada por el ordenador significa que la escritura absorbe una porción cada vez más amplia de la producción. Y, ciertamente, en un sentido importante, la escritura que producimos hoy es trabajo, aunque no pagado. Pero también es indicativa de nuevas pasiones o de pasiones a las que hoy puede dárseles rienda suelta.

De pronto, todos somos «autormaníacos», estamos poseídos por un violento deseo de escribir, incesantemente. Podemos decir, pues, que esta es una historia de escritura pero también de deseo y violencia. También es un relato sobre cómo podríamos incluirnos, cultural y políticamente, a través de la escritura. No pretende ser un informe prescriptivo, algo imposible en esta etapa temprana de la evolución de un sistema tecnopolítico radicalmente nuevo. El libro es un intento, tan bueno como cualquier otro, de ir encontrando un nuevo lenguaje para reflexionar sobre lo que está surgiendo. Y, finalmente, si todos vamos a ser escritores, esta es una historia que formula la mínima pregunta utópica: ¿qué otra cosa que no sea esto podríamos hacer con la escritura?

[1] El título original de este libro de Richard Seymour hace referencia a la obra de Paul Klee Die Zwitscher-Maschine (1922, MoMA), cuya traducción a la lengua inglesa es, precisamente, The Twittering Machine. En él, el autor establece paralelos y significados compartidos entre la obra de Klee y las actuales redes sociales. Le ayuda, además de toda la argumentación que magistralmente despliega, el juego evidente que existe en lo nominal, entre Twitter, la conocida red de microblogging, y twitter, el verbo que hace referencia al trino o gorjeo que los pájaros realizan.

Para no perder la totalidad de correlaciones que el libro exhibe hemos optado por mantener el título original de la obra, The Twittering Machine, en el exterior, y La máquina de trinar en el interior cuando esta aparezca. Esta última, La máquina de trinar, es además la traducción más asentada y aceptada del conocido cuadro de Paul Klee [N. del ed.].

CAPÍTULO I

Todos estamos conectados

En nuestro futuro se perfila un populismo televisivo o de internet en el que la respuesta emocional de un grupo selecto de ciudadanos pueda presentarse y ser aceptada como la voz del pueblo.

Umberto Eco, «El fascismo eterno»

En 1922, el pintor surrealista Paul Klee creó Die Zwitscher-Machine. En la pintura aparece una hilera de pájaros, dibujados muy esquemáticamente, aferrados a un eje unido a una manivela. Debajo del artefacto, donde las voces resuenan en graznidos discordantes, hay un pozo rectangular rojizo. El Museum of Modern Art (MoMA, Nueva York) explica: «La función de las aves es ser el cebo para atraer a las víctimas al pozo sobre el que se cierne la máquina». De alguna manera, la sagrada música del canto de las aves se ha mecanizado, exhibida como un señuelo, con el propósito de conducir a los humanos a su perdición.

I.

En el comienzo era el nudo. Antes del texto, estaban los textiles. Durante unos cinco mil años la civilización inca utilizó los quipus –cuerdas de diversos colores provistas de nudos– para almacenar información, sobre todo con fines contables. A veces se les llamaba «nudos parlantes» y eran leídos con hábiles movimientos de la mano, de manera muy semejante a como hoy se lee el braille. Pero todo comienzo es, hasta cierto punto, arbitrario. Podríamos empezar igualmente con las pinturas rupestres.

El «Caballo chino» de Dordoña tiene más de veinte mil años. La imagen es sobria. Del animal sobresalen algunos objetos que podrían ser lanzas o flechas. Arriba, como amenazando al animal, se ve un diseño abstracto que se asemeja a una horquilla cuadrada. Esto es, seguramente, escritura: marcas sobre una superficie destinadas a representar algo para algún otro. O también podría­mos empezar con los grabados en arcilla, muescas en huesos o maderas, jeroglíficos o hasta –si optamos por una visión más estrecha de lo que es la escritura– el alfabeto consagrado.

Comenzar con los nudos es solo un modo de recalcar que la escritura es materia y que la manera en que la textura de nuestros materiales de escritura modela y fija los contornos de lo que puede escribirse lo cambia absolutamente todo.

II.

Durante el siglo xv «las ovejas se comían a los hombres». Tomas Moro se preguntaba irónicamente cómo era posible que animales «concebidos para ser tan mansos y domesticados y para comer tan poco» se hubieran hecho carnívoros. Culpaba a las leyes de cercamiento de ese sinsentido. La emergente clase capitalista agraria había comprobado que podía hacer mejores negocios criando ovejas para vender la lana en los mercados internacio­nales que permitiendo que los campesinos subsistieran labrando la tierra. Las ovejas comían y la gente moría de hambre.

En el siglo xix, los luditas exhortaban a condenar otra paradoja: la tiranía de las máquinas sobre los seres humanos. Los luditas eran trabajadores textiles que se dieron cuenta de que los propietarios utilizaban las máquinas para socavar la posición de negociación de los obreros y acelerar su explotación. Como movimiento protolaborista que era, el ludismo empleó la única táctica alborotadora de que disponía: romper las máquinas. A largo plazo, el recurso perdía su utilidad a medida que el trabajo se automatizaba cada vez más y caía bajo el control administrativo. Las máquinas operaban a los operarios.

Algo parecido está pasando con la escritura. Al principio, dice el historiador Warren Chappell, la escritura y la impresión eran una misma cosa: «Ambas comenzaron con el acto de dejar huellas». Como si la escritura fuera al mismo tiempo el viaje y el mapa, un registro de dónde había estado la mente. La materia im­presa, posiblemente la primera mercancía auténticamente capi­ta­lista, ha sido el formato dominante de la escritura pública casi desde la invención de la imprenta de tipos móviles hace seiscientos años. Sin el capitalismo de la imprenta y las «comunidades ima­ginadas» que ayudó a concebir, las naciones modernas no existirían. Su ausencia habría entorpecido el desarrollo de los mo­dernos estados burocráticos. La mayor parte de la llamada civilización industrial y los desarrollos científicos y técnicos de los que depende se habrían pro­ducido, si hubieran llegado a producirse, mucho más lentamente.

Ahora, la escritura, como todo lo demás, se ha reestructurado siguiendo el formato del ordenador. Miles de millones de personas, sobre todo en los países más ricos del mundo, estamos escribiendo hoy más que nunca antes, en nuestros teléfonos, tabletas, ordenadores portátiles y de mesa. Y no es tanto que escribamos, como que estamos siendo escritos. No se trata realmente de las «redes sociales». Esta expresión se ha usado tan excesiva y ampliamente que sería deseable que desapareciera o, como mínimo, corresponde ponerla en tela de juicio. Es una forma de propaganda taquigráfica. Todos los medios, todas las redes, todas las máquinas son sociales. Antes de ser tecnológicas, las máquinas son sociales, como escribió el historiador Lewis Mumford. Mucho antes del advenimiento de las plataformas digitales, el filósofo Gilbert Simondon exploraba de qué maneras las herramientas generaban relaciones sociales. Una herramienta es, primero, el medio de una relación entre un cuerpo y el mundo. Las herramientas conectan a quienes las usan en una serie de relaciones entre sí y con el mundo que los rodea. Además, el esquema conceptual a partir del cual se crean las herramientas puede transferirse a nuevos contextos y generar así nuevos tipos de relaciones. Hablar de tecnologías es hablar de sociedades.

Esta es una historia sobre una industria social. Como industria puede, a través de la producción y recolección de datos, objetivar y cuantificar la vida social en una forma numérica. Como señala William Davies, su singular e extraordinaria innovación ha sido dar visibilidad a las interacciones sociales y permitir que sean sometidas al análisis de datos y al análisis de los sentimientos. Esto vuelve la vida social eminentemente susceptible de manipulación por parte de los gobiernos, los partidos y las empresas que compran servicios de datos. Pero, más que eso, este fenómeno produce vida social, la programa. Eso es lo que sucede cuando pasamos más horas tecleando en la pantalla que conversando con otros cara a cara: nuestra vida social está gobernada por algoritmos y protocolos. Cuando Theodor Adorno escribía sobre la «industria de la cultura», argumentando que la cultura estaba siendo mercantilizada y homogeneizada universalmente es posible que estuviera haciendo una simplificación elitista. Hasta la línea de producción de Hollywood mostraba más variación de la que admitía Adorno. La industria social, en cambio, ha ido mucho más allá hasta someter la vida social a una fórmula escrita invariable.

Estamos hablando de la industrialización de la escritura. Estamos hablando del código (la escritura) que modela la manera en que la usamos, los datos (otra forma de escritura) que generamos al escribir y el modo en que se utilizan esos datos para moldearnos (escribirnos).

III.

Nadamos en escritura. Nuestra vida se ha vuelto, como dice Shoshana Zuboff, un «texto electrónico». Gradualmente, una parte cada vez más amplia de la realidad va cayendo bajo la vigilancia del microchip.

Mientras algunas plataformas se proponen contribuir a que la industria pueda hacer más legibles, más transparentes y, por ende, más manejables, sus procesos laborales, las plataformas de datos como Google, Twitter y Facebook concentran su atención en los mercados de consumo. Intensifican la vigilancia y de pronto dejan a la vista enormes substratos de conductas y deseos que habían estado ocultos, lo que hace que, en comparación, las señales de precios y la investigación de mercado parezcan prácticas casi pintorescas. Google acumula datos leyendo nuestros correos electrónicos, monitoreando nuestras búsquedas, recolectando imágenes de nuestros hogares y ciudades en Street View y registrando nuestras ubicaciones en Google Maps. Y, gracias a un acuerdo con Twitter, también supervisa nuestros tuits.

El matiz que agregan las plataformas de la industria social es que no necesariamente tienen que espiarnos. Han creado una máquina para que nosotros les escribamos a ellas. El señuelo está en que estamos interactuando con otras personas: nuestros amigos, nuestros colegas profesionales, las celebridades, los políticos, la realeza, los terroristas, los actores y actrices porno: cualquiera con quien queramos hacerlo. Sin embargo, no estamos interactuando con ellos sino con una máquina. Le escribimos a ella y ella transmite nuestro mensaje después de conservar un registro de los datos.

La máquina se beneficia con el «efecto red»: cuanta más gente le escribe tantos más beneficios puede ofrecer, hasta que no ser parte de ella llega a ser una desventaja. ¿Parte de qué? Del primer proyecto de escritura de final abierto, colectiva, en vivo y pública que ha existido. Un laboratorio virtual. Una máquina de adicción que exhibe groseras técnicas de manipulación reminiscentes de la caja de Skinner creada por el conductista B. F. Skinner para controlar la conducta de palomas y ratas con recompensas y castigos. Somos «consumidores», en gran medida como son «consumidores» los adictos a la cocaína.

¿Cuál es el incentivo que nos impulsa a escribir durante horas cada día? En una forma de precarización masiva, los escritores ya no esperan que se les pague ni conseguir un contrato de trabajo. ¿Qué nos ofrecen las plataformas en lugar de un salario? ¿Con qué nos enganchan? ¿Con qué nos recompensan? Con aprobación, atención, retweets, publicaciones compartidas y likes.

Esta es la máquina de trinar: no la infraestructura de cables de fibra óptica, de servidores de bases de datos, de sistemas de almacenamiento, ni siquiera el software y el código. Es la maquinaria de los escritores y la escritura y el bucle de retroalimentación en que habitan. La máquina de trinar prospera basándose en su celeridad, su informalidad y su interactividad. Los protocolos de la plataforma Twitter, por ejemplo, centrados en el límite de extensión de 280 caracteres para cada intervención, alientan al usuario a postear velozmente y con frecuencia. Un estudio sugiere que el 92 por 100 de toda la actividad y participación relativa a un tuit sucede dentro de la primera hora posterior a su publicación. El post tiene una rápida pérdida de repercusión, de modo que cualquier publicación, salvo si «se vuelve viral» tiende a ser olvidada velozmente por la mayoría de los seguidores. El sistema que permite tener «seguidores», «arrobar» o mencionar a otros y desarrollar «hilos», incita a expandir las conversaciones a partir de un tuit inicial, lo cual favorece la interacción. Esto es lo que gusta de la plataforma, lo que la hace atrayente y adictiva: es como enviar mensajes de texto pero en un contexto público, colectivo.

Mientras tanto, los hashtags y los trending topics subrayan en qué medida todos estos protocolos están organizados alrededor de la masificación de voces individuales –un fenómeno alegremente descrito por los usuarios con un concepto tomado de la ciencia ficción: la «mente colmena»– y del despliegue publicitario. La recompensa buscada es un breve periodo de frenesí colectivo extático sobre un tema cualquiera. A las plataformas no les importa particularmente cuál sea el objeto de ese frenesí: lo que interesa es generar datos, una de las materias primas más provechosas descubiertas hasta ahora. Como en los mercados financieros, la volatilidad agrega valor. Cuanto más caos, tanto mejor.

IV.

Desde el capitalismo de la imprenta al capitalismo de las plataformas, los apóstoles de los macrodatos o big data no ven en este fenómeno más que progreso humano. Según el antiguo jefe de redacción de Wired, Chris Anderson, el triunfo de los datos anuncia el fin de la ideología, el fin de la teoría y hasta el fin del método científico.

De ahora en adelante, dicen, antes que realizar experimentos o generar teorías para comprender nuestro mundo, podemos aprenderlo todo de un descomunal conjunto de datos. Para quienes necesiten oír un tono de sonoridad más progresista, la ventaja de hacer que los mercados sean masivamente más legibles es que con ello puede ponerse fin al misticismo de mercado. Ya no tenemos que creer, como creía el economista neoliberal Friedrich Hayek, que solo los mercados, aplicando libremente sus propias estrategias, podían saber realmente qué quiere la gente. Ahora las plataformas de datos nos conocen mejor que nosotros mismos y pueden ayudar a las empresas a modelar y crear mercados en tiempo real. Se augura un nuevo orden tecnocrático en el cual los ordenadores permitirán a las empresas y a los estados anticiparse a nuestros deseos, responder a ellos y moldearlos.

Esta dudosa y fantástica perspectiva es solo plausible en la medida en que estamos escribiendo más de lo que lo habíamos hecho nunca antes y que lo hacemos en estas condiciones completamente novedosas. Las estimaciones sobre el uso de la plataforma social varían ampliamente pero, para tomar un ejemplo intermedio, un sondeo comprobó que los adolescentes estadounidenses pasaban nueve horas al día mirando una pantalla, interactuando con todo tipo de medios digitales, redactando emails, enviando tuits, jugando con videojuegos o viendo clips. Las generaciones mayores pasan más horas viendo televisión pero el tiempo total diario frente a una pantalla no difiere mucho en ambos grupos; en el último caso, más de diez horas por día. Diez horas es un lapso mayor al que la mayoría de las personas dedicamos al sueño. Y la cantidad de personas que ojean su teléfono dentro de los primeros cinco minutos después de despertarse va desde un quinto en Francia a dos tercios en Corea del Sur.

Escribir no es todo lo que hacemos. Gastamos la mayor parte del tiempo consumiendo contenido de vídeos, por ejemplo, o com­prando productos estrafalarios. Pero aun en estos casos, como veremos, la lógica de los algoritmos implica normalmente que, en cierto sentido, hemos escrito el contenido colectivamente. Esto es lo que permite el big data: estamos escribiendo aun cuando buscamos algo, desplazamos textos o imágenes, navegamos sin rumbo, observamos o pinchamos un enlace. En el extraño mundo de los productos, vídeos, imágenes y páginas web impulsados por algoritmos –todo, desde las fantasías animadas, vio­len­tas, erotizadas, dirigidas a los niños, disponibles en YouTube hasta las camisetas con consignas tales como «Keep Calm and Rape» («Mantén la calma y viola»)–, los deseos inconscientes registrados de este modo se inscriben en el nuevo universo de las mercancías. Esta es la «moderna máquina calculadora» de la que hablaba Lacan: una máquina «mucho más peligrosa que la bomba atómica» porque puede derrotar a cualquier oponente calculando, con los datos suficientes, los axiomas inconscientes que go­bier­nan la conducta de una persona. Nosotros escribimos a la máquina, esta recolecta y agrega nuestros deseos y fantasías, los segmenta por mercado y demografía y nos los vuelve a vender como una ex­periencia con una nueva mercancía.

Y, en la medida en que escribimos cada vez más, esa experiencia se ha convertido en una parte más de nuestra existencia frente a la pantalla. Hablar de las redes sociales es hablar del hecho de que nuestras vidas sociales están cada día más mediadas. Los sustitutos online de la amistad y el afecto –los famosos «me gusta» o likes[1], etcétera– significativamente reducen lo que está en juego en una interacción real, al tiempo que vuelve más volátiles las interacciones virtuales.

V.

A los gigantes de la industria social les gusta afirmar que no hay ningún error de la tecnología que la misma tecnología no pueda solucionar. Sea cual fuere el problema, hay una herramienta para resolverlo: su equivalente de «un truquito salvador».

Facebook y Google han invertido en herramientas para detectar noticias falsas [o, en su denominación más usada, fake news] mientras que Reuters ha desarrollado su propio algoritmo pa­ten­tado para localizar falsedades. Google ha financiado una start-up británica, Factmata, para que desarrolle herramientas que verifiquen automáticamente datos tales como, digamos, cifras de crecimiento económico o la cantidad de inmigrantes llegados a Estados Unidos el año pasado. Twitter utiliza herramientas crea­das por IBM Watson para descubrir situaciones de acoso cibernético, mientras que un proyecto de Google, Conversation AI, promete detectar a los usuarios agresivos con la tecnología más avanzada de inteligencia artificial. Y, puesto que la depresión y el suicidio se vuelven más frecuentes, el director ejecutivo de Facebook, Mark Zuckerberg, ha anunciado la creación de nuevas herramientas para combatir la depresión y hasta ha llegado a sostener que la inteligencia artificial puede identificar las tendencias suicidas de un usuario de la red antes de lo que podría hacerlo un amigo.

Sin embargo, un número creciente de desertores ponen cada vez más abiertamente en evidencia a los gigantes de la industria social expresando su arrepentimiento por haber contribuido a crear algunas de esas herramientas. Chamath Palihapitiya, un emprendedor capitalista canadiense con inclinaciones filantrópicas, antiguo ejecutivo de Facebook con cargo de conciencia asevera: los cap­i­talistas tecnológicos han «creado herramientas que están desgarrando el tejido social que hace funcionar a una sociedad». Culpa a «los bucles de retroalimentación de corto plazo impulsados por la dopamina» de las plataformas de la industria social por promover la «desinformación, la falsedad» y por permitir que los manipuladores tengan acceso a una herramienta in­valuable. Esto es tan perjudicial que no permite a sus hijos «que usen esa mierda».

Uno podría sentirse tentado a pensar que cualquier lado oscuro que tenga la industria social es un subproducto accidental, como un resultado secundario de la adaptación. Pues estaría cometiendo un error. Sean Parker, el hacker supermillonario nacido en Virginia que creó el sitio web Napster para compartir archivos, fue uno de los primeros inversores de Facebook y el primer presidente de la empresa. Ahora es un «objetor de conciencia». Las plataformas de redes sociales, explica, se basan en «un circuito que retroalimenta la validación social» y de ese modo se aseguran monopolizar la mayor cantidad posible del tiempo del usuario. Este es «exactamente el tipo de técnica que un hacker como yo trataría de aplicar, porque lo que hacemos es explorar una vulnerabilidad en la psicología humana. Los inventores, los creadores de las redes fuimos muy conscientes de esto. Y lo hicimos de todos modos». La industria social ha creado una máquina de adicción, no accidentalmente, sino como un medio lógico para obtener beneficios para sus inversores de riesgo capitalistas.

Otro antiguo asesor de Twitter y ejecutivo de Facebook, Antonio García Martínez, explicó cuáles eran las ramificaciones potenciales de tales emprendimientos. García Martínez, hijo de exiliados cubanos que hizo su fortuna en Wall Street, fue product manager en Facebook. Como Parker y Palihapitiya, arroja una luz nada halagüeña sobre sus antiguos empleadores. Destaca sobre todo la capacidad de Facebook de manipular a sus usuarios. En mayo de 2017, por la filtración de documentos publicados en The Australian, se supo que los ejecutivos de Facebook estaban anali­zando con sus anunciantes cómo podía usar sus algoritmos para identificar y manipular los estados de ánimo de los adolescentes. Las herramientas de Facebook detectaban el estrés, la angustia o los sentimientos de fracaso. Según cuenta García Martínez, las filtraciones no solo eran exactas sino que tuvieron consecuencias políticas. Con los datos suficientes, Facebook podía identificar un grupo demográfico y bombardearlo con publicidad: la tasa de likes nunca miente. Pero también pudo, como lo reconoce una broma que se repetía en la empresa, «voltear las elecciones» fácilmente con solo publicar en distritos clave un recordatorio de ir a votar el día de la elección.

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