Kitabı oku: «Maestría», sayfa 7

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Su mundo se ampliaba poco a poco, pero aún había severas limitaciones en los lugares en que podía trabajar, los libros que podía hallar y la gente que podía conocer y con la que podía asociarse. Aprendía, pero su mente carecía de estructura y sus pensamientos de orden. Lo que necesitaba, decidió, era una educación formal y la disciplina que esto le procuraría. Podía intentar graduarse juntando las piezas en varias escuelas nocturnas, pero lo que realmente deseaba era recuperar lo que su padre le había arrebatado. A los veinticinco años parecía joven para su edad, así que se quitó diez en su solicitud y consiguió ser admitida en una preparatoria pública gratuita de Maryland.

Tendría que sacar el máximo provecho a sus estudios; su futuro dependía de ello. Leía muchos más libros de los requeridos y se esforzaba particularmente en sus tareas de redacción. Trabó amistad con sus maestros gracias al encanto del que se había apropiado con los años, haciendo así las relaciones que en el pasado la habían eludido. De esta forma, años después fue admitida en la Howard University, la principal institución de educación superior para negros, donde trabó conocimiento con figuras clave del mundo literario de color. Con la disciplina que había obtenido en la escuela, se puso a escribir cuentos. Luego, con la ayuda de uno de sus conocidos, logró publicar uno de ellos en una prestigiosa revista literaria de Harlem. Aprovechando oportunidades cuando aparecían, decidió dejar Howard y mudarse a Harlem, donde vivían los principales escritores y artistas negros. Esto aportaría una nueva dimensión al mundo que finalmente ella era capaz de explorar.

A través de los años, Hurston había estudiado a personas poderosas e importantes –negras y blancas–, y el modo en que podía impresionarlas. Ahora, en Nueva York, usó esa habilidad, con excelentes resultados, hechizando a ricos patrocinadores blancos de las artes. Por medio de uno de ellos recibió la oportunidad de ingresar en el Barnard College, donde podría terminar su educación universitaria. Sería ahí la primera y única estudiante negra. Hasta entonces su estrategia había sido mantenerse en movimiento, en expansión; el mundo podía cerrarse fácilmente para quien permanecía fijo y estancado. Por lo tanto, aceptó aquella oferta. A los estudiantes blancos de Barnard les intimidaba su presencia; sus conocimientos de tantos campos excedían con mucho los suyos propios. Varios profesores del departamento de antropología cayeron bajo su hechizo y la enviaron al sur a recopilar tradiciones y cuentos populares. Ella utilizó este viaje para sumergirse en la versión sureña del vudú y otras prácticas rituales. Quería ahondar en sus conocimientos de la cultura negra, con toda su riqueza y variedad.

En 1932, mientras la depresión económica se abatía sobre Nueva York y las oportunidades de empleo de Hurston se contraían, ella decidió regresar a Eatonville. Ahí podría vivir modestamente y la atmósfera sería inspiradora. Pidiendo prestado dinero a amigos, se puso a trabajar en su primera novela. De lo más hondo de su ser, todas sus experiencias, su largo y multifacético aprendizaje salieron a la superficie: las historias de su infancia, los libros que había leído aquí y allá al paso de los años, los diversos discernimientos del lado oscuro de la naturaleza humana, los estudios antropológicos, cada encuentro en el que había puesto atención con tanta intensidad. Esta novela, Jonah’s Gourd Vine (La calabacera de Jonah), contaría la relación de sus padres, pero fue en realidad la destilación de todos los empeños de su vida. Se desbordó de su interior en unos cuantos meses intensos.

El libro se publicó al año siguiente y fue un gran éxito. En los años posteriores, Hurston escribió más novelas, a un ritmo enloquecedor. Pronto se convirtió en la escritora negra más famosa de su tiempo y la primera en ganarse la vida con su trabajo.

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La historia de Zora Neale Hurston revela, en su forma más pura, la realidad de la fase de aprendizaje: nadie va a ayudarte ni orientarte. De hecho, todo está en tu contra. Si deseas tener un aprendizaje, si quieres aprender y prepararte para la maestría, debes hacerlo solo y con una energía descomunal. Cuando inicias esta fase, sueles hacerlo en la posición más baja. Tu acceso al conocimiento y la gente está limitado por tu condición. Si no tomas precauciones, aceptarás esta condición y permitirás que te defina, sobre todo si tienes un pasado desventajoso. Como Hurston, en cambio, lucha contra toda limitación y esfuérzate continuamente en ampliar tus horizontes. (En cada situación de aprendizaje tienes que rendirte a la realidad, pero esa realidad no quiere decir que debas permanecer en el mismo sitio.) Leer libros y materiales aparte de los requeridos es siempre un buen punto de partida. En contacto con ideas del amplio mundo, tenderás a desarrollar un ansia de conocimiento; te será difícil quedarte satisfecho en una esquina, que es justamente de lo que se trata.

Las personas en tu campo, en tu círculo inmediato, son como mundos; sus historias y puntos de vista ampliarán naturalmente tus horizontes y aumentarán tus habilidades sociales. Convive con tantos tipos de personas como te sea posible. Esos círculos se ampliarán poco a poco. Cualquier escolaridad adicional contribuirá a la dinámica. Sé implacable en la búsqueda de nuevos horizontes. Cada vez que sientas instalarte en un círculo, sacúdete y busca nuevos desafíos, como hizo Hurston cuando dejó Howard por Harlem. Con tu mente siempre en expansión, redefinirás los límites de tu mundo aparente. Pronto te llegarán ideas y oportunidades y tu aprendizaje se consumará en forma natural.

3. Recupera tu sensación de inferioridad

Cuando asistía a la preparatoria, a fines de la década de 1960, Daniel Everett era, en cierto modo, un alma perdida. Se sentía atrapado en la ciudad fronteriza de Holtville, California, donde creció, y totalmente desconectado del modo de vida vaquero de la localidad. Como se narró en el capítulo I (ver aquí), a Everett siempre le había atraído la cultura mexicana de los trabajadores migrantes a las afueras de la ciudad. Le gustaban sus rituales y modo de vida, el sonido de su idioma y sus canciones. Parecía tener facilidad para aprender lenguas extranjeras y se apropió rápidamente del español, con lo que obtuvo relativa entrada en ese mundo. Para él, aquella cultura representaba un destello de un mundo más interesante fuera de Holtville, pero a veces lo acometía un deseo desesperado de alejarse de su ciudad natal. Se aficionó entonces a las drogas, que, al menos por lo pronto, le ofrecían un escape.

Cuando tenía diecisiete años conoció a Keren Graham, compañera de la preparatoria, y todo pareció cambiar. Keren había pasado gran parte de su infancia en el noreste de Brasil, donde sus padres trabajaban como misioneros cristianos. A Everett le agradaba andar con ella y escuchar sus historias de la vida en Brasil. Conoció a su familia y se convirtió en invitado regular a cenar. Admiraba su noción de propósito y su dedicación a la obra misional. Meses después él mismo era ya un cristiano renacido y un año más tarde se casó con Keren. La meta de ambos era formar una familia y ser misioneros.

Everett obtuvo en el Moody Bible Institute de Chicago un título en misiones en el extranjero, y en 1976 su esposa y él se afiliaron al Instituto Lingüístico de Verano (ILV), organización cristiana que instruye a futuros misioneros en las habilidades lingüísticas necesarias para traducir la Biblia a lenguas indígenas y difundir el Evangelio. Luego de tomar los cursos correspondientes, él y su familia (que para entonces ya incluía a dos hijos) fueron enviados al campamento del ILV a las selvas de Chiapas, en el sur de México, para prepararse para los rigores de la vida misional. Durante un mes, la familia Everett tuvo que vivir en un pueblo y aprender lo mejor que pudo la lengua local, un dialecto maya. Everett pasó todas las pruebas con resultados excelentes. Dado su éxito en el programa, los profesores del ILV decidieron ofrecer a él y su familia el mayor de sus retos: vivir en un pueblo pirahã en el corazón del Amazonas.

Los pirahãs se cuentan entre los habitantes más antiguos del Amazonas. Cuando los portugueses llegaron al área, a principios del siglo XVII, la mayoría de las tribus aprendieron su lengua y adoptaron muchas de sus costumbres, pero los pirahãs opusieron resistencia y se refugiaron en la selva. Vivían en total aislamiento, con poco contacto con extraños. Cuando los misioneros llegaron a sus pueblos en la década de 1950, sólo quedaban trescientos cincuenta de ellos, dispersos en la zona. Los misioneros que trataron de aprender su lengua la encontraron imposible. Los pirahãs no hablaban portugués, no tenían lengua escrita y todas sus palabras sonaban igual para los occidentales. El ILV había enviado a una pareja en 1967 a aprender el idioma y traducir por fin al pirahã una parte de la Biblia, pero ella consiguió pocos avances. Después de más de diez años de batallar con la lengua, la tarea amenazaba con dejarla sin cordura, y la pareja quería abandonarla. Al enterarse de todo esto, Everett aceptó más que gustoso el desafío. Su esposa y él estaban decididos a ser los primeros en descifrar el código del pirahã.

Everett y su familia llegaron a un poblado pirahã en diciembre de 1977. En sus primeros días ahí, él aplicó todas las estrategias que se le habían enseñado; por ejemplo, levantar un palo y preguntar la palabra con que se le nombra, dejándolo caer después para preguntar la frase que describe esa acción. En los meses siguientes logró firmes progresos en el aprendizaje del vocabulario básico. El método que había aprendido en el ILV daba resultado, y él trabajaba con asiduidad. Cada vez que oía una nueva palabra, la escribía en tarjetas. Perforó agujeros en las esquinas de éstas, llevaba docenas de ellas en la presilla del pantalón y las practicaba repetidamente con los lugareños. Intentaba aplicar esas palabras y frases en contextos diferentes, haciendo reír en ocasiones a los pirahãs. Cada vez que se sentía frustrado, observaba a sus niños, quienes aprendían el idioma con facilidad. Si ellos podían hacerlo, él también, insistía para sí. Pero cada vez que sentía que aprendía más frases, tenía igual sensación de que no iba a ninguna parte. Empezó a comprender entonces la frustración de la pareja que lo había precedido.

Por ejemplo, luego de oír una y otra vez una palabra cuya traducción parecía ser “acaba de”, como en “el hombre se acaba de ir”, al oírla en otro contexto se daba cuenta de que, de hecho, se refería al momento justo en que algo aparece o desaparece: una persona, sonido, cualquier cosa. Esa frase, decidía, aludía en realidad a la experiencia de esos momentos transitorios, lo que parecía tener amplia resonancia para los pirahãs. “Acaba de” no cubría en absoluto los ricos significados de la expresión. Esto mismo empezó a ocurrir con todas las palabras que él creía haber entendido. Everett descubrió de igual forma que en aquella lengua faltaban cosas que iban contra todas la teorías lingüísticas que se le habían enseñado. No había palabras para los números, conceptos de derecha e izquierda ni palabras simples para los colores. ¿Qué significado podía tener esto?

Un día, luego de más de un año de vivir ahí, decidió acompañar a algunos pirahãs a la selva y, para su sorpresa, descubrió un lado completamente distinto de su existencia e idioma. Actuaban y hablaban de otra manera; empleaban una forma de comunicación distinta, hablando entre sí con complicados silbidos que evidentemente remplazaban el lenguaje hablado, lo que los volvía aún más sigilosos en sus excursiones de caza. Su capacidad para desplazarse en ese peligroso entorno era impresionante.

De repente, Everett vio claro una cosa: su decisión de confinarse a la vida de la aldea y aprender simplemente el pirahã era la causa de sus problemas. Aquella lengua no podía separarse del método de caza, cultura y hábitos diarios de sus dueños. Inconscientemente, él había interiorizado una sensación de superioridad sobre esas personas y su modo de vida, viviendo entre ellas como un científico que estudiara hormigas. Su incapacidad para descifrar el secreto de su lengua, sin embargo, revelaba las insuficiencias de su método. Si quería aprender pirahã como lo hacían los niños, tendría que volverse como uno de ellos, depender de aquellas personas para su sobrevivencia, participar en sus actividades diarias, introduciéndose en sus círculos sociales, sintiéndose realmente inferior y en necesidad de apoyo. (Perder toda sensación de superioridad conduciría más tarde a Everett a una crisis personal, en la que dejaría de creer en su papel como misionero y abandonaría la Iglesia para siempre.)

Empezó a aplicar entonces esta estrategia en todos los niveles, con lo que se introdujo en un espacio de la vida de los pirahãs que había permanecido oculto para él. Pronto se le ocurrieron ideas múltiples sobre su extraña lengua. Las particularidades lingüísticas del pirahã reflejaban la excepcional cultura que sus hablantes habían desarrollado viviendo aislados tanto tiempo. Al participar en su vida como si fuera uno de sus hijos, la lengua cobró vida para Everett desde dentro y él comenzó a hacer en ella los progresos que habían eludido a todos sus predecesores.

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En su aprendizaje en las selvas del Amazonas, que desembocaría más tarde en una carrera como lingüista seminal, Daniel Everett tropezó con una verdad que tiene aplicaciones más allá de su campo de estudio. Lo que impide a la gente aprender, aun algo tan difícil como el pirahã, no es el tema en sí –la mente humana tiene capacidades ilimitadas–, sino ciertas deficiencias de aprendizaje que tienden a enconarse y crecer en nuestra mente a medida que envejecemos. Entre ellas están una sensación de petulancia y superioridad cada vez que topamos con algo diferente de lo acostumbrado, así como ideas rígidas sobre lo real o cierto, a menudo inculcadas por la escuela o la familia. Si sentimos que sabemos algo, nuestra mente se cierra a otras posibilidades. Vemos reflejos de la verdad que ya hemos asumido. Tales sensaciones de superioridad suelen ser inconscientes y derivarse de un temor a lo diferente o desconocido. Es raro que tomemos conciencia de esto, y a menudo imaginamos ser modelos de imparcialidad.

Los niños tienden a estar libres de esos impedimentos. Dependen de los adultos para su sobrevivencia y se sienten naturalmente inferiores. Esta sensación de inferioridad los dota del ansia de aprender. Sacian esa ansiedad mediante el aprendizaje, y así no se sienten tan desvalidos. Su mente está totalmente abierta; prestan más atención. Por eso aprenden tan rápido y tan bien. A diferencia de otros animales, los seres humanos preservamos lo que se conoce como neotenia –rasgos mentales y físicos de inmadurez– hasta bien entrada la edad adulta. Tenemos una capacidad notable para recuperar el espíritu infantil, en especial en momentos en los que debemos aprender algo. Bien entrada nuestra cincuentena y más allá, podemos recobrar esa sensación de asombro y curiosidad, reviviendo nuestra juventud y aprendizaje.

Comprende: cuando te incorporas a un entorno nuevo, tu tarea debe ser aprender y asimilar lo más posible. Con ese propósito debes tratar de recuperar una sensación infantil de inferioridad, la impresión de que los demás saben mucho más que tú y que dependes de ellos para aprender y desenvolverte sin problemas en tu aprendizaje. Abandona todas tus ideas preconcebidas sobre un entorno o campo, toda persistente sensación de petulancia. No tengas miedo. Interactúa con la gente y participa en su cultura lo más posible. Llénate de curiosidad. Al asumir esta sensación de inferioridad, tu mente se abrirá y tendrás ansias de aprender. Esta posición debe ser temporal, por supuesto. Recobras una sensación de dependencia a fin de poder aprender en cinco o diez años lo suficiente para declarar tu independencia y entrar de lleno en la madurez.

4. Confía en el procedimiento

El padre de Cesar Rodriguez era un veterano oficial del ejército de Estados Unidos, pero cuando Cesar (1959) decidió asistir al Citadel, el colegio militar de Carolina del Sur, no fue porque hubiera decidido seguir sus pasos. Le interesaba hacer carrera en los negocios. Sin embargo, resolvió que necesitaba un poco de disciplina y no había sitio más exigente que el Citadel.

Una mañana de 1978, cuando cursaba el segundo año, su compañero de habitación le contó que iba a presentar los exámenes que entonces ofrecían el ejército, la marina y la fuerza aérea para sumarse a las divisiones de aviación de sus fuerzas. Rodriguez decidió acompañarlo y presentar aquellos exámenes por mera diversión. Para su sorpresa, días después se le notificó que se le había aceptado en el programa de instrucción de pilotos de la fuerza aérea. La instrucción inicial, la cual tendría lugar mientras aún estaba en el Citadel, implicaba tomar lecciones de vuelo en una Cessna. Pensando que resultaría interesante, Rodriguez participó en el programa, aunque sin saber bien a bien cuán lejos llegaría. Aprobaba los exámenes con facilidad. Le agradaba el desafío mental, la total concentración que volar requería. Tal vez sería interesante dar el paso siguiente. Así, tras egresar del Citadel en 1981, se le envió diez meses a la escuela de instrucción de pilotos en la base de la fuerza aérea de Vance, en Oklahoma.

Ahí, no obstante, descubrió de repente que las cosas se complicaban. La instrucción se hacía esta vez en un jet subsónico, el T-37. Él tenía que usar un casco de cuatro kilos y medio y un paracaídas de dieciocho. La cabina era insoportablemente pequeña y caliente. El instructor se sentaba demasiado cerca, en el asiento junto a él, observando cada uno de sus movimientos. El estrés del desempeño, el calor y las presiones físicas de volar a tal velocidad lo hacían sudar profusamente y temblar. Él sentía como si el avión lo golpeara y batiera al volar. Además, había muchas otras variables que atender al pilotar la nave.

Trabajando en el simulador, Rodriguez podía volar con seguridad relativa y sentir que tenía el control. Pero una vez en el jet, le era imposible contener la sensación de pánico e incertidumbre; su mente era incapaz de seguir el paso de toda la información que debía procesar y batallaba para asimilar las tareas. Para consternación de Rodriguez, varios meses después de iniciada la instrucción recibió malas calificaciones en dos vuelos consecutivos y se le prohibió volar una semana entera.

Nunca antes había fracasado en nada; se tomaba a orgullo haber conquistado todo lo que se le había presentado hasta entonces. Pero ahora enfrentaba una posibilidad que lo devastaría. Setenta estudiantes habían comenzado el curso, pero casi cada semana uno de ellos era excluido. Aquél era un cruel proceso de reducción gradual. Todo indicaba que Rodriguez sería el siguiente en ser eliminado, y las expulsiones eran irrevocables. Una vez que se le permitiera volver al avión, si acaso, tendría pocas oportunidades de mostrar su valía. Ya había empeñado su mejor esfuerzo. ¿Qué había hecho mal? Quizá inconscientemente, el proceso de vuelo había terminado por intimidarlo y atemorizarlo. Y ahora tenía más miedo de fracasar.

Recordó sus días en la preparatoria. Pese a su estatura relativamente baja, había llegado a ser el mariscal de campo del equipo de futbol americano de su escuela. En ese entonces también había tenido momentos de duda y hasta de pánico. Pero había descubierto que con una preparación –mental y física– rigurosa podía vencer su temor y casi cualquier deficiencia en sus habilidades. En los entrenamientos, ponerse en circunstancias que lo hacían sentir inseguro le había ayudado a familiarizarse con la situación y no temerle tanto. Le era indispensable confiar en el procedimiento, y en los resultados de practicar más. Este mismo tenía que ser el camino en su actual situación.

Triplicó su tiempo en el simulador, habituando a su mente a sentir demasiados estímulos. Pasaba sus horas de descanso visualizándose en la cabina, repitiendo las maniobras que más se le dificultaban. Una vez que se le permitió volver al avión, se concentró mucho más, sabiendo que tendría que sacar el máximo provecho de cada preciosa sesión. Cada vez que surgía la oportunidad de pasar más tiempo en el aire, como cuando, por ejemplo, un compañero se enfermaba, él la aprovechaba. Lentamente, día tras día, halló la manera de tranquilizarse en el asiento del piloto y controlar mejor todas esas complejas operaciones. Dos semanas después de haber regresado al avión, había logrado salvar por lo pronto el pellejo; ya se le ubicaba en el nivel promedio del grupo.

Faltando diez semanas para que concluyera el programa, Rodriguez evaluó la situación. Había llegado demasiado lejos para no tener éxito. Le agradaban los retos, le fascinaba volar, y para entonces nada quería más en la vida que ser piloto de caza. Esto implicaba terminar el curso casi en la cima. En su clase había varios “niños mimados”, jóvenes con un instinto natural para volar. No sólo manejaban las intensas presiones; prosperaban gracias a ellas. Él era lo opuesto a un niño mimado, pero tal era su historia. Antes había triunfado gracias a su determinación y ahora tendría que ser igual. En esas últimas semanas entrenó en el T-38 supersónico y pidió a su nuevo instructor, Wheels Wheeler, que trabajara a muerte con él; tenía que subir en la clasificación y estaba dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario para lograrlo.

Wheeler cumplió su deseo. Le hacía repetir la misma maniobra diez veces más que los niños mimados, hasta fastidiarse físicamente. Atacó todas sus debilidades de vuelo y lo hizo practicar las cosas que más detestaba. Sus críticas eran brutales. Un día, sin embargo, mientras volaba el T-38, Rodriguez tuvo una sensación extraña y maravillosa: parecía sentir el avión en la punta de los dedos. Eso era lo que debían sentir los niños mimados, pensó él, sólo que él mismo había tenido que pasar cerca de diez meses de intenso entrenamiento para lograrlo. Su mente ya no se empantanaba en tantos detalles. La sensación era vaga, pero percibía la posibilidad de una manera superior de pensar: ver el panorama de vuelo en formación y controlar al mismo tiempo las complejas operaciones en cabina. Esta sensación iba y venía, pero hacía que tanto trabajo hubiera valido la pena.

Rodriguez ocupó al final el tercer sitio de su clase y se le envió a instrucción preliminar como piloto de caza. Ahí vería repetirse el mismo procedimiento, aunque en un entorno más competitivo aún. Tendría que superar a los niños mimados a fuerza de práctica y determinación. Fue así como ascendió por las filas hasta convertirse en coronel de la fuerza aérea estadunidense. En la década de 1990, sus tres derribamientos en el aire estando en servicio activo lo acercaron a la designación como as más que a ningún otro piloto estadunidense desde la guerra de Vietnam, y le merecieron el mote de “Último as estadunidense”.

***

Lo que distingue a los maestros de los demás suele ser algo sorprendentemente simple. Cada vez que aprendemos una habilidad solemos llegar a un punto de frustración: lo que aprendemos parece estar más allá de nuestras capacidades. Cediendo a esta sensación, desistimos inconscientemente antes de rendirnos de verdad. Entre las docenas de pilotos en el grupo de Rodriguez a quienes no se les expulsó, casi todos tenían el mismo talento que él. La diferencia no es simple cuestión de determinación, sino de confianza y fe. Muchos de quienes triunfan en la vida experimentaron en su juventud el dominio de alguna habilidad: un deporte o juego, un instrumento musical, una lengua extranjera, etcétera. En su mente está oculta la sensación asociada con vencer las propias frustraciones y arribar al ciclo de rendimientos acelerados. En momentos de duda en el presente, el recuerdo de tal experiencia sale a la superficie. Llenos de confianza en el procedimiento, ellos rebasan trabajosamente el punto en el que otros aflojan el paso o renuncian en su cabeza.

Cuando se trata de dominar una habilidad, el tiempo es el ingrediente mágico. Partiendo del supuesto de que tu práctica avanza en forma estable, al cabo de días y semanas ciertos elementos de esa habilidad se fijan en ti. Interiorizas poco a poco la habilidad, hasta volverla parte de tu sistema nervioso. Tu mente ya no se atasca en los detalles, sino que puede ver el panorama. La sensación es milagrosa y la práctica te llevará a ese punto, sea cual fuere el nivel de talento con que hayas nacido. El único impedimento verdadero contra esto son tú mismo y tus emociones: hastío, pánico, frustración, inseguridad. No puedes suprimir esas emociones; son parte normal del proceso, y todos las experimentamos, incluidos los maestros. Lo que puedes hacer es tener fe en el procedimiento. El hastío pasará una vez que inicies el ciclo. El pánico desaparece tras una exposición repetida. La frustración es un signo de progreso, una señal de que tu mente procesa la complejidad y requiere más práctica. Las inseguridades se volverán lo contrario cuando alcances maestría. Confiando en que todo esto sucederá, darás libre curso al proceso natural de aprendizaje y todo lo demás ocupará el lugar que le corresponde.

5. Ataca la resistencia y el dolor

A. Bill Bradley (1943) se enamoró del basquetbol cuando tenía diez años. Poseía una ventaja sobre sus iguales: era alto para su edad. Más allá de esto, sin embargo, en realidad no tenía un don natural para ese deporte. Era torpe y lento, y no llegaba muy alto al saltar. Ningún aspecto de esta disciplina se le facilitaba. Así, tendría que compensar todas sus insuficiencias practicando con tesón. Procedió entonces a idear una de las rutinas de entrenamiento más rigurosas y eficientes en la historia del deporte.

Tras lograr apoderarse de las llaves del gimnasio de la preparatoria, se impuso un programa: tres horas y media de entrenamiento después de clases y los domingos, ocho horas los sábados y tres horas diarias en el verano. A lo largo de los años, cumplió rigurosamente este horario. En el gimnasio ponía pesas de cuatro kilos y medio en sus zapatos para fortalecer sus piernas y dar más elasticidad a su salto. Sus principales debilidades, advirtió, eran el dribleo y su lentitud general. Tendría que trabajar en ellas y perfeccionar también sus pases para compensar su falta de velocidad.

Con este propósito ideó varios ejercicios. Se ponía anteojos con piezas de cartón adheridas en la base, para no ver el balón mientras practicaba el dribleo. Esto le enseñaría a mirar siempre a su alrededor, no la pelota, habilidad clave para hacer pases. Ponía sillas en la cancha que representaban a sus adversarios. Los dribleaba una y otra vez horas enteras hasta poder deslizarse junto a ellos, cambiando rápidamente de dirección. Dedicaba muchas horas a ambos ejercicios, superando toda sensación de aburrimiento o dolor.

Al recorrer la calle principal de su ciudad, en Missouri, mantenía al frente la vista y trataba de ver las mercancías en los aparadores de ambos lados sin voltear. Trabajaba incesantemente en esto para desarrollar su visión periférica a fin de ver más allá de la cancha. En su habitación practicaba movimientos de pivote y fintas hasta bien entrada la noche, habilidades que le ayudarían, asimismo, a compensar su falta de velocidad.

Bradley invirtió toda su energía creativa en dar con formas de entrenamiento originales y eficaces. Una vez, su familia viajó a Europa en un trasatlántico. Por fin, pensaron los suyos, él haría una pausa en su régimen de entrenamiento, pues, en efecto, no había dónde practicar a bordo. Pero bajo cubierta y a todo lo largo del barco había dos corredores, de casi trescientos metros de longitud y muy angostos, con espacio apenas suficiente para dos pasajeros. Aquél era el lugar perfecto para practicar el dribleo a gran velocidad, manteniendo absoluto control del balón. Para hacerlo más difícil todavía, Bradley decidió usar anteojos especiales que estrecharan su visión. Todos los días dribleaba horas enteras de un lado a otro, hasta que el viaje terminó.

Trabajando así durante años, Bradley se transformó paso a paso en una de las mayores estrellas del basquetbol, primero como atleta colegial en la Princeton University y luego como profesional, con los Knicks de Nueva York. Los aficionados admiraban su habilidad para hacer los más asombrosos pases, como si tuviera ojos atrás y a los lados de la cabeza, para no hablar de su destreza para driblear, su increíble arsenal de fintas y giros y su absoluta agilidad en la cancha. Ignoraban que esa aparente soltura era resultado de horas incontables de intensa práctica a lo largo de muchos años.

B. Cuando John Keats (1795-1821) tenía ocho años, su padre murió en un accidente hípico. Su madre jamás se recuperaría de esa pérdida, y falleció siete años después, dejando huérfanos y desamparados en Londres a John, sus dos hermanos y una hermana. John, el mayor de los hijos, fue sacado de la escuela por el albacea y enrolado como aprendiz de un cirujano y boticario; tendría que ganarse la vida lo más pronto posible, y ésta parecía ser la mejor carrera para lograrlo.

En sus últimos periodos en la escuela, Keats había desarrollado un amor por la literatura y la lectura. Para continuar su educación, volvería al mismo plantel en su tiempo libre y leería tantos libros como fuera posible en la biblioteca. Tiempo después tuvo el deseo de soltar la mano escribiendo poesía, pero, a falta de instructor o círculo literario que frecuentar, la única manera en que sabía que podía aprender era leyendo las obras de todos los grandes poetas de los siglos XVII y XVIII. Luego escribía sus poemas propios, usando la forma poética y estilo del escritor particular que se hubiese puesto en ese momento como modelo. Hábil para imitar, pronto estaba creando versos en docenas de estilos, imprimiendo siempre en ellos algo de su propia voz.

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