Kitabı oku: «La isla del tesoro», sayfa 4

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SEGUNDA PARTE: El cocinero de a bordo

Mi viaje a Bristol

A pesar de los deseos del squire, pasó algún tiempo antes de que estuviésemos listos para zarpar, y ninguno de nuestros planes —ni siquiera las intenciones del doctor Livesey de que yo permaneciera junto a él— pudo cumplirse a satisfacción. El doctor precisó ir a Londres en busca de un médico que se hiciera cargo de su clientela, el squire estaba muy atareado en Bristol, y yo permanecí en su mansión bajo los cuidados del viejo Redruth, el guardabosques, que no me dejaba ni a sol ni a sombra; pero los sueños de aventura, de lo que pudiera sucedernos en la isla y de nuestro viaje por mar, bastaban para llenar mis horas. Muchas de estas pasé contemplando el mapa y sabía de memoria hasta sus más mínimos detalles. Sentado junto al fuego en la habitación del ama de llaves, cuántas veces arribé a aquellas playas con mi fantasía desde cualquier rumbo, cuántas exploré aquellos territorios, mil veces subí hasta la cima del Catalejo y desde ella gocé los más fantásticos y asombrosos panoramas. Alguna vez imaginaba la isla poblada de salvajes, con los que combatíamos, otras la veía llena de peligrosas fieras que nos acosaban. Pero ninguno de mis sueños fue tan trágico y sorprendente como las aventuras que realmente nos sucedieron después.

Así pasaron las semanas, hasta que un buen día recibimos una carta que iba dirigida al doctor Livesey y con la siguiente indicación: «Para ser abierta, en caso de ausencia, por Tom Redruth o por el joven Hawkins». Obedeciendo la advertencia, la abrimos —o, por mejor decirlo, yo me encargué de ello, porque el guardabosques no era muy avispado en lectura, salvo impresa— y pude leer estas importantes nuevas:

Hostería del Ancora Vieja, Bristol, squire

… de marzo de 17…

"Querido Livesey:

Como ignoro si ya se encuentra en casa o si sigue en Londres, remito por duplicado la presente a ambos lugares.

He comprado el barco y ya está pertrechado. Está atracado en el puerto, listo para navegar. No puede usted imaginar una más preciosa goleta —un niño podría gobernarla—; desplaza doscientas toneladas y su nombre es la Hispaniola.

Me hice con ella gracias a un antiguo conocido, el señor Blandly, quien ha demostrado en todos los trámites la mejor disposición. Estoy admirado de cómo se ha puesto incondicionalmente a mi servicio, lo que por cierto he de decir ha sido secundado por todo el mundo en Bristol, desde el instante que sospecharon nuestro puerto de destino… quiero decir, lo del tesoro..."

—Redruth —dije, interrumpiendo la lectura—, esto va a disgustar profundamente al doctor Livesey. El squire ha hablado a pesar de sus advertencias.

—Bueno, ¿acaso no tiene todo el derecho a hacerlo? —gruñó el guardabosques—. Estaría bien que el squire no pudiera hablar porque así lo ordenase el doctor Livesey, pues sí…

Ante estas palabras, desistí de otro comentario, y continué leyendo:

"El propio Blandly fue quien encontró la Hispaniola, ha manejado todo el negocio con tanta habilidad, que la he comprado por nada. Ciertamente hay en Bristol cierta clase de gente que no aprecian a Blandly y han llegado a decir que este hombre de probada honradez sería capaz de cualquier cosa por hacerse de dinero, y que la Hispaniola era suya y que el precio por el que me la ha conseguido es exorbitante… ¡Calumnias! De todas formas, no hay nadie que se atreva a negar las excelencias del barco.

"Hasta el momento no he tenido tropiezo alguno. Los estibadores y los aparejadores no mostraban mucho entusiasmo por su trabajo, pero afortunadamente todo se ha resuelto. Lo que más preocupaciones me ha ocasionado ha sido la tripulación. Yo quería reunir una veintena —para el caso de encontrarnos con indígenas, piratas o esos abominables franceses—, y he tenido que vérmelas para poder seleccionar apenas media docena. Pero un extraordinario golpe de suerte me hizo dar con el hombre que yo necesitaba. Andaba yo paseando por el muelle, cuando, por pura casualidad, entablé conversación con él. Me enteré que había sido marinero, que ahora vivía de una taberna y que conocía a todos los navegantes de Bristol, ha perdido la salud en tierra y busca una buena colocación, como cocinero, que le permita volver a hacerse a la mar. La echa tanto de menos, que precisamente me lo encontré porque suele ir al muelle para respirar aire marino. Me ha conmovido —lo mismo les hubiera pasado— y, apiadándome de él, allí mismo lo contraté para cocinero de nuestro barco. Se llama John Silver «el Largo», y le falta una pierna, pero esa mutilación es la mejor garantía, puesto que la ha perdido en defensa de su patria sirviendo a las órdenes del inmortal Hawke. Y no percibe ningún retiro. ¡En qué abominables tiempos vivimos, Livesey!

"Mas no acaba ahí todo: creía no haber encontrado más que un cocinero, pero en realidad fue como dar con toda una tripulación. Entre Silver y yo en pocos días hemos conseguido reunir una partida de viejos lobos de mar, la gente más recia donde la haya. Desde luego no son un recreo para la vista, pero su traza es del más indomable coraje. Creo que podríamos desafiar a la mejor fragata. John «el Largo» ha conseguido, además, librarnos de los seis o siete que yo tenía contratados y que no eran más que marinos de agua dulce, como me hizo ver, nada aconsejables en una aventura de la importancia de la nuestra.

"Me encuentro perfectamente y mi ánimo es excelente; tengo el apetito de un toro y duermo como un tronco. No resisto ya la impaciencia de ver a mi tripulación dando vueltas al cabrestante. ¡El mar! ¡No es ya el tesoro, es la gloria del mar la que se apodera de mí! Así, pues, Livesey, venga en seguida, no pierda ni una hora, si me estima en algo. Dígale al joven Hawkins que vaya inmediatamente a despedirse de su madre, que lo escolte Redruth, y después que venga lo antes posible a Bristol."

JOHN TRELAWNEY

"Postscriptum: Me había olvidado decirle que Blandly, quien ha prometido enviar un barco en nuestra busca si no recibe noticias para finales de agosto, ha encontrado un sujeto admirable para capitán: es algo reservado, sin duda, lo cual lamento, pero como marino no tiene precio. John Silver «el Largo» ha desenterrado también a un hombre muy competente para segundo, que se llama Arrow. Y tengo un contramaestre, mi querido Livesey, que toca la gaita. No dudo que todo va a ir tan bien a bordo de la Hispaniola como en un navío de Su Majestad.

"Se me olvidaba deciros que Silver no es un ganapanes; me he enterado que tiene cuenta en un banco y que jamás ha estado en descubierto. Deja a su esposa al cuidado de la taberna y, como es una negra, creo que un par de viejos solterones como nosotros podemos permitirnos pensar que es tanto esa esposa como la falta de salud lo que empuja a nuestro hombre a hacerse de nuevo a la mar.

P. P. S.: Hawkins puede pasar una noche con su madre.

J. T."

Puede el lector imaginar fácilmente la conmoción que esa carta me produjo. No cabía en mí de lo contento, si alguna vez he mirado a alguien con desprecio, fue al viejo Tom Redruth, que no hacía sino gruñir y lamentarse. Cualquiera de los otros guardabosques a sus órdenes se hubiera cambiado gustoso por él, pero no era ésa la voluntad del squire, y sus deseos eran órdenes para todos. Nadie, a no ser el viejo Redruth, se hubiera atrevido a rezongar.

Con el alba ya estábamos él y yo en camino hacia la «Almirante Benbow», y allí encontré a mi madre con la mejor disposición de espíritu. El capitán, que durante tanto tiempo había perturbado nuestra vida, estaba ya donde no podía hacer daño a nadie. El squire había mandado reparar todos los desperfectos — la sala de estar y la muestra en la puerta aparecían recién pintadas— y vi algunos muebles nuevos y, sobre todo, una buena butaca para mi madre, junto al mostrador. También le había procurado un mozo con el fin de que ayudase durante mi ausencia.

Fue al ver a aquel muchacho cuando me di cuenta de que algo había cambiado. Hasta ese instante tan sólo pensé en las aventuras que me aguardaban y no tuve ni un pensamiento para el mundo que abandonaba, pero entonces, a la vista de aquel desconocido, que iba a ocupar mi puesto, junto a mi madre, no pude reprimir el llanto. Creo que me porté mal con él, y como en una especie de venganza, aproveché todas las ocasiones que me dio —y fueron muchas al no estar habituado a aquellos menesteres— para abochornarlo.

Pasó aquella noche, y al día siguiente, después de comer, Redruth y yo nos pusimos en camino nuevamente. Dije adiós a mi madre y a la ensenada donde había vivido desde que nací, y a nuestra querida «Almirante Benbow», que recién pintada no era ya tan grata para mis ojos. Uno de mis últimos pensamientos fue para el capitán, a quien tantas veces había visto vagar por aquella playa, con su sombrero al viento, su cicatriz en la mejilla y el viejo catalejo bajo el brazo. Un instante después el camino torcía, y perdí de vista mi casa.

Alcanzamos la diligencia en el «Royal George». Fui todo el viaje como una cuña entre Redruth y un anciano y obeso caballero, a pesar del vaivén y del aire frío de la noche, me adormecí en seguida y debí dormir como un leño, a través de montes y valles y parada tras parada, pues, cuando al fin me despertaron dándome un codazo en las costillas, y abrí los ojos, estábamos parados frente a un gran edificio en la calle de una ciudad y el día ya muy avanzado.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—En Bristol —dijo Tom—. Baja.

El señor Trelawney estaba hospedado en una residencia cerca del muelle, con el fin de vigilar el abastecimiento de la goleta. Hacia allí nos dirigimos y tomamos, con gran alegría por mi parte, a todo lo largo de las dársenas donde amarraban multitud de navíos de todos los tamaños y arboladuras y nacionalidades. Cantaban en uno los marineros a coro mientras maniobraban; en otro colgaban en lo alto de las jarcias, que no parecían más gruesas que hilos de araña. Aunque mi vida había transcurrido desde siempre junto al mar, me pareció contemplarlo por primera vez. El olor del océano y la brea eran nuevos para mí. Vi los más asombrosos mascarones de proa y pensé por cuántos mares habrían navegado; miraba atónito a tantos marineros, viejos lobos de mar que lucían pendientes en sus orejas y rizadas patillas, y me fascinaba con su andar hamacado forjado en tantas cubiertas. Si hubiera visto, en su lugar, el paso de reyes o arzobispos, no hubiera sido mayor mi felicidad.

Y yo también iba a ser uno de ellos, yo también iba a hacerme a la mar, en una goleta, y escucharía las órdenes del contramaestre, a nuestro gaitero, y las viejas canciones marineras que recordaban mil aventuras. ¡A la mar! ¡Y en busca de una isla ignorada y para descubrir tesoros enterrados!

Aún seguía perdido en mis fantásticos sueños cuando me encontré de pronto frente a un gran edificio, que era la residencia del squire, y lo vi aparecer vestido por completo como un oficial naval, con el glorioso uniforme de recio paño azul. Se nos acercó con una amplia sonrisa y remedando perfectamente el andar marinero.

—Ya estás aquí —exclamó—. El doctor llegó anoche de Londres. ¡Bravo! ¡La dotación está completa!

—Señor —le pregunté—, ¿cuándo izamos velas?

—¡Mañana! —repuso—, ¡mañana nos hacemos a la mar!

A la taberna El catalejo

Después de reponer fuerzas, el squire me entregó una nota dirigida a John Silver, para que se la llevara a la taberna El Catalejo, y me dijo que no tenía pérdida, ya que sólo debía seguir a todo lo largo de las dársenas hasta encontrar una taberna que tenía como muestra un gran catalejo de latón. Eché a andar, loco de contento por ver de nuevo los barcos anclados y el ajetreo de los marineros. Anduve por entre una muchedumbre de gente, carros y fardos, pues era el momento de más actividad en los muelles, y por fin di con la taberna que buscaba.

Era un establecimiento pequeño, pero agradable. La muestra estaba recién pintada y las ventanas lucían bonitas cortinas rojas y el piso aparecía limpio y enarenado. A cada lado de la taberna había una calle a la que daba con grandes puertas, lo que permitía una buena iluminación; el local era de techo bajo y estaba cuajado de humo de tabaco. Los parroquianos eran casi todos gente de mar, y hablaban con tales voces, que me detuve en la entrada, temeroso de pasar.

Mientras estaba allí, un hombre salió de una habitación lateral, y en cuanto lo vi estuve seguro de que se trataba del propio John «el Largo». Su pierna izquierda estaba amputada casi por la cadera y bajo el brazo sujetaba una muleta que movía a las mil maravillas, saltando de aquí para allá como un pájaro. Era muy alto y daba impresión de gran fortaleza, su cara parecía un jamón y, a pesar de su palidez y cierta fealdad, desprendía un extraño aire agradable. Estaba, según pude ver, del mejor humor, pues no dejaba de silbar mientras iba de una mesa a otra hablando jovialmente con los parroquianos o dando palmadas en la espalda a los más favorecidos.

A decir verdad, debo añadir que, desde que había oído hablar de John «el Largo» en la carta del squire Trelawney, no dejaba de darme vueltas en la cabeza el temor de que pudiera tratarse del mismo marino con una sola pierna que tanto tiempo me tuvo en guardia en la vieja Benbow. Pero me bastó mirar al hombre que tenía delante para alejar mis sospechas. Yo había visto al capitán, y a «Perro negro», y al ciego Pew, y creía saber bien cómo era un bucanero…, a mil leguas de aquel tabernero aseado y amable.

Deseché mis pensamientos, y traspuse el umbral y fui hacia el hombre, que, apoyado en su muleta, charlaba con un cliente.

—¿Es usted John Silver? —le dije, alargándole la nota.

—Sí hijo —contestó—, así me llamo. ¿Quién eres tú? —y al ver la carta del squire, me pareció sorprender un cambio en su disposición—. ¡Ah!, sí —dijo elevando el tono—, tú eres nuestro grumete. ¡Me alegro de conocerte! —Y estrechó mi mano con la suya, grande y firme.

En aquel mismo instante uno de los parroquianos que estaba en el fondo de la taberna se levantó como alma que lleva el diablo y escapó hacia una de las puertas. Su prisa llamó mi atención y al fijarme lo reconocí en seguida. Era el hombre de cara de sebo, que le faltaban dos dedos y había estado en la Almirante Benbow.

—¡Deténganlo! —grité—. ¡Es «Perro negro»!

—Sea quien sea —vociferó Silver— se ha largado sin pagar su cuenta. ¡Harry, corre tras él y tráelo aquí!

Un cliente, que estaba en la puerta, se lanzó en su persecución.

—¡Aunque fuera el propio almirante Hawke, el ron que se ha bebido tiene que pagarlo! —gritó Silver, y después, soltándome la mano que aún tenía entre las suyas, me miró—. ¿Quién has dicho que era? —preguntó—, ¿«Perro qué…»?

—«Perro negro» —dije yo—. ¿No les ha hablado el señor Trelawney de los piratas? Ese era uno de ellos.

—¿De veras? —exclamó Silver—. ¡Y en mi casa! ¡Ben, corre y ayuda a Harry! Conque uno de aquellos granujas, ¿eh? ¿Y tú estabas bebiendo con él, no, Morgan? ¡Ven aquí!

El hombre que respondía al nombre de Morgan —un marinero viejo, de pelo blanco salino y rostro oscuro como la caoba— se acercó con aire sumiso y mascando tabaco.

—Veamos, Morgan —dijo John «el Largo» serio—, ¿no habías visto antes a ese «Perro…», «Perro negro»? Contesta.

—No, señor —respondió bajando la cabeza.

—Ni sabes cómo se llama, ¿verdad?

—No, señor.

—¡Por todos los diablos, Morgan, que ya puedes dar gracias! —exclamó el tabernero—, porque, si frecuentas la compañía de gente de esa calaña, te aseguro que no volverás a pisar mi casa, tenlo por cierto. Y ahora, di, ¿de qué te hablaba?

—No lo sé —contestó Morgan.

—¿Y es una cabeza eso que llevas sobre los hombros? ¡Condenada vigota! —gritó John «el Largo»—. «No lo sé»… Qué raro que no sepas de qué hablaban. Vamos, contesta, ¿de qué marrullerías? ¿Recordaban puertos, algún capitán, algún barco? Échalo fuera. ¿De qué?

—Pues… hablábamos del «paso por la quilla» —respondió Morgan.

—Del «paso por la quilla», ¿eh? Desde luego es algo muy a propósito, de veras que sí. ¡Haraganes! Vuelve a tu mesa.

Y mientras Morgan se arrastraba, como escorado, hacia su mesa, Silver añadió, hablándome al oído en tono muy confidencial, lo que me pareció como un gran privilegio para mí:

—Es un buen hombre ese Tom Morgan, pero estúpido. Y ahora — prosiguió en voz más alta—, vamos a ver… ¿«Perro negro», dices? No, no me suena tal nombre. Sin embargo, me parece que ese tunante ya había venido algunas veces por aquí. Sí, creo haberlo visto más de una vez, y con un ciego, eso es.

—Seguro —dije—. También conozco al ciego. Se llama Pew.

—¡Cierto! —exclamó Silver muy excitado—. ¡Pew!, así lo llamaba, y tenía toda la pinta de un tiburón. Si logramos atrapar a ese «Perro negro», ¡qué alegría le daríamos al capitán Trelawney! Ben tiene buenas piernas, pocos marineros le ganan en correr. Nos lo traerá por el cogote, ¡por todos los diablos! Conque hablaban de «pasar por la quilla»… ¡Yo sí que lo voy a pasar a él!

Mientras decía estas palabras, a las que acompañaba con juramentos, no cesó de moverse, renqueando con la muleta de un lado a otro de la taberna, dando puñetazos en las mesas y con tales muestras de indignación, que hubiera convencido a los jueces de la Corte o a los sabuesos de Bow Street. Lo que hizo disminuir mis sospechas, porque haber encontrado en «El Catalejo» a «Perro negro» había vuelto a levantar mis inquietudes. Volví a fijarme detalladamente en nuestro cocinero tratando de descubrir sus verdaderas intenciones. Pero tenía demasiadas pieles y era harto astuto y taimado para mí. Cuando regresaron los dos hombres que fueron tras «Perro negro», dijeron que habían perdido su pista en la aglomeración de gente y que además los habían confundido con ladrones que huían; yo hubiera salido fiador de la inocencia de John Silver «el Largo».

—Ya ves, Hawkins —dijo—, ¿no es mala suerte que precisamente ahora suceda esto? ¿Qué va a pensar el capitán Trelawney? ¿Qué podría pensar? Viene ese maldito hijo de mala madre y se sienta en mi propia casa a beberse mi ron. Vienes tú y me lo cuentas todo, de principio a fin, y yo permito que nos dé esquinazo delante de nuestros propios ojos. Hawkins, tienes que ayudarme ante el capitán. No eres más que un chiquillo, pero listo como el hambre. Lo noté en cuanto te eché la vista encima. Dime: ¿qué hubiera podido hacer yo que malamente camino apoyado en este leño? Si hubiera pasado en mis buenos tiempos, le habría echado el guante deprisa, lo hubiera trincado, y de un manotazo… Pero ahora… Y se calló de pronto, como si recordara algo.

—¡La cuenta! —maldijo—. ¡Tres rondas de ron! ¡Que me ahorquen si no me había olvidado la deuda!

Y empezó a reír a grandes carcajadas, desplomándose sobre un banco, hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas. No pude resistir el reír yo también; y empezamos a reír juntos, con carcajadas cada vez más sonoras, hasta que todos los parroquianos se nos unieron y la taberna en pleno estalló en una incontenible algazara.

—¡Vaya una vieja foca que estoy hecho! —dijo al fin, secándose las lágrimas—. Tú y yo, Hawkins, vamos a hacer una buena pareja, no creas que pese a mis años no me gustaría alistarme de grumete. Ah…, bien, ¡listos para la maniobra! Esto es lo que haremos. El deber es lo primero, compañeros. Cojo mi sombrero y me voy contigo a ver al capitán Trelawney y a darle cuenta de este asunto. Fíjate en que esto es muy serio, joven Hawkins, y no puede decirse que ni tú ni yo hayamos salido demasiado airosos. Tú tampoco, desde luego. ¡Vaya pareja! Y, ¡por Satanás!, que además me he quedado sin cobrar las tres rondas. Y volvió a reírse de tan buena gana, que de nuevo me arrastró en su regocijo.

En nuestro corto paseo por los muelles la compañía de Silver resultó fascinante para mí, pues me fue dando toda clase de explicaciones sobre los diferentes navíos que veíamos, sobre sus aparejos, desplazamientos y nacionalidades y qué maniobras estaban realizándose en cada uno de ellos: en éste, descargando; abasteciendo aquél; un tercero aparejaba para zarpar… Y de cuando en cuando me contaba algún sucedido en la mar, historias de barcos y marineros, o me enseñaba algún refrán, que me hizo repetir hasta aprenderlo de memoria. Yo no tenía dudas de que Silver era el mejor compañero que yo podía desear.

Cuando llegamos a la residencia, el squire y el doctor Livesey estaban dando fin a un cuartillo de cerveza y unas tostadas antes de subir a bordo de la goleta para hacer una visita de inspección. John «el Largo» les contó lo sucedido con el mejor ingenio y sin apartarse un punto de la verdad. «Así es como pasó, ¿no es verdad, Hawkins?», decía de vez en cuando, y yo siempre lo confirmaba. Los dos caballeros lamentaron que «Perro negro» hubiese logrado escapar, pero todos convinimos en que había sido inevitable, y, después de haber recibido felicitaciones, John «el Largo» tomó su muleta y se fue.

—¡Toda la tripulación a bordo esta tarde a las cuatro! —le gritó el squire cuando ya se alejaba.

—¡Bien, señor! —contestó el cocinero desde la puerta.

—Trelawney —dijo el doctor Livesey—, he de confesaros que, aunque no suelo tener mucha fe en sus descubrimientos, me parece que John Silver es un acierto.

—Excelente tipo —declaró el squire.

—Y ahora —añadió el doctor—, Jim debería venir a bordo.

—Por supuesto —dijo el squire—. Coge tu sombrero, Hawkins, y vamos a ver el barco.

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