Kitabı oku: «El Rector», sayfa 2

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Se acercaban las elecciones formales para renovar la presidencia de la Federación de Estudiantes. Los jóvenes interesados en ocupar el cargo de presidente iban y venían de las oficinas de un miembro del grupo a otra. Hablaban largas horas con sus padrinos políticos. Se reunían en sus casas y cafés con jóvenes dirigentes de distintas escuelas. A esa febril actividad de los jóvenes universitarios le llaman «efervescencia política». Ser presidente de la organización estudiantil significa entrar en la estructura formal y de facto de la Universidad con los privilegios, y responsabilidades frente a sus mayores, que esto conlleva. Para los miembros del grupo, «tutelar» políticamente a uno de estos jóvenes «cachorros», llamados así con cariño, hasta llegar a la presidencia de los estudiantes, significa tener una cuota de más poder, más peso, más espacio político, dentro de las decisiones del grupo. Por ello, la renovación formal de la dirigencia de la organización estudiantil se convierte en una actividad relevante al interior del grupo y de la Universidad. Un apetitoso manjar puesto en el centro de la mesa.

¿Por qué el rector no puede pretender ese manjar? Las reglas no escritas son arbitrarias, no las sostiene ninguna ley, reglamento o estatuto. Esas reglas fueron escritas en otros tiempos. No son las adecuadas en el inicio de una nueva época.

No, este tipo de prohibiciones ancestrales no son para un hombre vigoroso. No para alguien con ánimos de saltar a la cancha y participar en el juego. No para quien está acostumbrado a gritar, dar indicaciones, regañar, decirle a los jugadores cómo se planten en el campo de juego, cómo pasen el balón, hacia dónde corran. No para alguien inquieto, con opinión, llamado por la historia para dirigir. Esas reglas no escritas son para los pusilánimes, para quienes quieren y les gusta desempeñarse toda su vida como gerentes. Quien inicia una nueva etapa no puede hacerlo obedeciendo antiguas órdenes. Reglas obsoletas, viejos y empolvados esqueletos sacados a relucir de tiempo en tiempo para mantener vigentes los símbolos de otra época, para anquilosar al mismo recuerdo. Las leyes no escritas fueron cuidadas, guardadas, alejadas de los intrusos, puestas a salvo cuando se requirió, por dos seres ahora en igualdad de circunstancias. Uno de ellos está terminando su época. La del otro apenas inicia. Quien inicia tiene el derecho no escrito de modificar esas reglas, de vaciar el baúl, de sacar de él todo lo que huela a rancio, de abrir las ventanas, ventilar el sótano, limpiar sus pisos y paredes, iluminar, desempolvar, romper candados. ¿Qué no hacen eso los grandes hombres? ¿Los iluminados, los que piensan, los que sienten en su corazón y el estómago el llamado de la historia?

El Líder dio su beneplácito. Otra vez desoyó las voces invitándolo a entrar en razón. No con los murmullos crecientes saturados de advertencias y premoniciones, sino con aquella voz próxima, familiar, repetitiva, insinuante: No pasa nada, ya se acostumbrarán, las cosas deben cambiar, nada peligra, todo queda dentro del grupo…, decía la voz con su sonsonete mientras cerraba la puerta a la posibilidad de que otras voces entraran a ese espacio exclusivo, privado, adaptado a su tono reconfortante, hipnótico, acostumbrado a pasear, a acariciar como canto de ninfa a uno de los sentidos por donde se entra al cerebro y al corazón.

La regla no escrita establecía presentar un candidato único, «candidato de unidad», para la presidencia de la Federación de Estudiantes. Con esta, el «sanedrín», como en algún tiempo se autonombró el grupo, buscaba evitar la dispersión, la división entre las distintas corrientes y ambiciones y asegurar el control absoluto, sin fisura, por medio del sometimiento. Este caso rompía la regla: no solo serían dos los candidatos quienes disputarían la codiciada presidencia de los estudiantes, escenario no habitual, pero ya presente en otra ocasión, sino que uno de esos candidatos sería propuesto directamente por el recién ungido Rector, con lo cual quedaba abierta la puerta al desequilibrio en el grupo: comenzaría su camino para sumar posiciones, para acrecentar su poder, para estar al tú por tú con el Líder y, en un momento, disminuir su control absoluto, obligarlo a buscar su acuerdo, no como una concesión de amigos, como otro más del grupo, sino con el previo reconocimiento a su poder ganado a base de astucia. Él le llamaba «inteligencia».

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El joven candidato del Rector a la presidencia de los estudiantes perdió. ¡Trampa!, gritó el aludido. ¡Trampa!, gritó su protector. El regocijo y la burla de los otros: Se creyó superior al Líder. Se pensó capaz de acumular más poder del que le corresponde. Frustración. Depresión. Enojo. Caída.

¿Tendrá cabida la venganza? ¿Por qué me he de mantener sujeto a sus viejas reglas? Tengo la legalidad, esa oscura, taimada, tantas veces usada y nunca satisfecha señora que ahora me brinda la calidez de sus viejos y cansados brazos como un refugio a mi maltrecho ego, al incipiente dolor de mis aspiraciones. Vieja como está, arrugada como es, puede servir para mi venganza. Con su maleable figura y con mi astucia herida sabremos remontar un primer, aunque doloroso, fracaso.

En otro tiempo, cuando a pesar de la frustración de algunos y la resignación ganaba terreno entre los miembros del grupo, en un tiempo de paz pactada y armonía fingida, no mucho antes del que se vive entre presagios, el astuto Rector decidió, le pidió al Líder y así le fue concedido, pasar el control de la nómina de toda la Universidad a una estructura administrativa ideada por él con el fin de saber quién está, quién entra, quién sale y a cuánto equivale en pesos y centavos la permanencia en la Universidad de todo ser vivo capaz de afirmar que trabaja para ella. Un control enorme. Una maquinaria que otorga el poder de aceptar o rechazar por cualquier motivo, bajo cualquier pretexto administrativo, a quien no fuera del agrado del astuto Rector. El dinero es sagrado. La permanencia en la institución, un bien muy preciado. Nadie se mueve, nadie entra, nadie sale de la implacable maquinaria instalada para expedir cheques y nombramientos, sin el consentimiento del Rector. Un dominio absoluto. Lejano y ajeno para los demás miembros del grupo. Un poder capaz de obligar al mismo Líder a preguntar, a indagar, a sugerir pero no imponer, como era la costumbre, ni soluciones ni personas presas de esa maquinaria. Una novedad pequeña, discreta, imperceptible para aquellos que no conocen el peso del control de la nómina y su estrecha relación con el manejo y registro de seres humanos que dependen de ella por medio de un funcional mecanismo administrativo llamado «Recursos Humanos». Una novedad peligrosa, desestabilizadora, capaz de desequilibrar la armonía del reino de la academia y ponerlo en manos de otra persona, distinta al acostumbrado y aceptado Líder. En Metrópolis, de Fritz Lang, los humanos son administrados en cadena al servicio de un poder superior e inalcanzable. En la Universidad también.

Las súplicas de los inconformes fueron escuchadas. La legalidad jugó su juego. El Rector pierde la nómina. El enorme control de la Nómina-Metrópolis universitaria regresa al cancerbero de siempre, quien se mantiene ahí, celoso y fiero guardián de los bienes de su amo, por la voluntad del Líder. De nadie más.

La respuesta del otro campo es simple: de ahora en adelante, la distribución presupuestal se hará conforme a la decisión que tomen los universitarios. Al Líder no se le va a consultar. No hay ninguna necesidad de hacerlo. Ya no.

Juego de astucias. A ver quién la llega más lejos. Una argucia. Un fracaso. Un rencor que se acumula. Otra argucia. Otro fracaso. Otro rencor. Depresión. Irritación. Pensamientos oscuros. Pensamientos obnubilados por la ayuda contra el insomnio. Descontrol. Descontento. Los periódicos hacen eco de las diferencias. Algunos ya hablan de ruptura.

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Quienes lo vieron recuerdan el día en que llegó al Palenque. En Guadalajara, las Fiestas de Octubre son un tradicional y popular lugar de encuentro. Como en los pueblos, pero de dimensiones cada vez más desproporcionadas; una vez al año, se instalan juegos mecánicos, infinidad de puestos de comida, de venta de artesanías y, como en cualquier otra feria mexicana, una gran cantidad de cantinas para los diferentes gustos y condiciones sociales.

La música de distintos grupos se confunde y nadie en sus cinco sentidos sabría distinguir un estilo de otro, pero en el estado de exaltación alcohólica en que se encuentra la mayoría de asistentes, el ruido de lo que alguna vez fue música los alegra y los invita a beber y disfrutar de la popular feria.

Esta cuenta con un palenque, cuya característica más importante es la de presentar, aparte de las peleas de gallos de interés solo para conocedores, a personajes de reconocida trayectoria en el mundo del espectáculo, lo cual les permite cobrar exorbitantes sumas de dinero por cada presentación, volviéndolo inalcanzable para las clases populares.

El precio del boleto y la dificultad para conseguirlo convierten al Palenque en el espacio que hace la diferencia entre los asistentes a las Fiestas de Octubre: para quien no tiene dinero, los atiborrados andadores del recinto ferial lo reciben entre empujones, ruidos y distintos olores emanados de los diversos puestos de antojitos y bebidas. Por el contrario, quien tiene los recursos suficientes para pagar la entrada al Palenque puede codearse con gente reconocida del medio empresarial, de la política, los espectáculos artísticos, el deporte y la vida social.

El Palenque es un espacio que reafirma la enorme división social que se vive en una ciudad como Guadalajara. Afuera, el baño de pueblo con sus sudores, ruidos y borracheras. Adentro, el mundo de quienes visten ropa de marca, beben alcoholes finos y su alegría etílica es una muestra de cómo la gente importante también sabe relajarse de vez en cuando.

Por supuesto, el Rector no podía faltar a esa enorme pasarela de vanidades y de excesivas muestras de amistad entre iguales. Qué mejor momento para presentarse ante el poder y el dinero desbordados en la euforia de la popularidad compartida: Mirémonos, la alegría nos une, somos iguales, lo mundano y el infortunio quedaron afuera.

Comenzó su recorrido. Tal vez decidió entrar por la puerta más lejana a su asiento con la finalidad de alargar su pasarela. Hacer más largo ese recorrido entre iguales. Entre esas hermosas mujeres que lucían discretas en restaurantes e importantes reuniones sociales y ahora gritaban, reían, se paraban y le lanzaban, con todas sus fuerzas, un gran piropo al ídolo popular que cantaba en el ruedo del Palenque.

Se tatuó la sonrisa ensayada durante años. No era momento de fallar. No podía mostrarse inseguro. Véanme, esta sonrisa que ustedes conocen, con la que me he dirigido a ustedes cuando los he visitado en sus grandes oficinas, cuando hemos desayunado en clubes de industriales o de comercio, o en el comedor del lujoso club en donde vivo, esta sonrisa es el ancla de mi seguridad. Soy yo, estoy a su nivel. Soy patrón como ustedes. Soy dueño de mis actos. Mis decisiones me pertenecen solamente a mí. No dependo de nadie. Como ustedes, también soy un hombre de poder.

La gente lo reconocía o preguntaba a su acompañante por el personaje que se detenía, siempre con la misma sonrisa en cada fila, en cada butaca, que respondía al «salud» lanzado desde algún asiento lejano al pasillo, con el dorso de la mano o cerraba ambos brazos para simular un abrazo.

Se detenía. Ampliaba la sonrisa y abrazaba a la señora del empresario que, efusivo, se paraba a saludarlo mientras le preguntaba si recordaba a su esposa. A veces le hablaba al hombre que, diligente, se movía a su lado y estaba a la espera de algún gesto, de alguna palabra, para solícito, atender la instrucción de su jefe.

La agenda. Ese día no, pero puede ser el viernes. Desayunamos. Nos hablamos para confirmar. Queda anotado. ¡No, hombre!, el gusto es mío. Todo va muy bien. Las cosas marchan sobre ruedas. Gracias. Estamos en contacto.

Uno tras otro. Escuchó varios gritos de ánimo. Algunas injurias contra sus enemigos. Agradecía. Todos eran bien recibidos, saludados con efusión, con grandes y sonoras palmadas en la espalda. Varios jóvenes, ataviados con camisas a cuadros, pantalones de mezclilla de diseñador y costosos sombreros texanos, le animaron a seguirle: Lo que se te ofrezca, aquí estamos, no te dejes, hasta que esos encontraron la horma de su zapato. Ahora sí se les apareció un verdadero hombre. Cuenta con nosotros. Ya estamos hartos de esos rateros.

Sabía que entre aquella multitud también se encontraban algunos de sus ahora enemigos. Vino con ellos varias veces para hacer lo mismo: saludar y codearse de manera informal, con los hombres del poder y del dinero. Pero hoy era diferente. El hombre importante que caminaba por los pasillos era él, no quien acompañaba a su antiguo aliado, jefe político y hoy su rival más enconado. Esta vez era él quien iniciaba el saludo, a quien se dirigían todos estos hombres y mujeres medianamente alcoholizados. Ya no era parte de un grupo. Él era el grupo. No más ser el segundo en apretar la mano. No más acelerar el paso porque el hombre de enfrente, el jefe, había decidido avanzar a grandes zancadas para saludar a un conocido. No más quedarse sonriendo, siempre detrás, cuando una mujer retenía al hombre de enfrente, el jefe, aferrándose del brazo, insinuándosele con esa falsa familiaridad mientras le preguntaba por «su asunto».

Cuántas veces el jefe volteó para dirigirse a él y decirle que la mujer que lo sujetaba del brazo lo visitaría, que le dijera cuándo podía recibirla en su oficina para resolverle el asunto que le iba a plantear. Cuando ella quiera, era la respuesta inmediata. Y a su vez le pedía a uno de sus asistentes tomar los datos de la mujer que se deshacía en elogios, en agradecimientos, pero no hacia él, sino para el hombre de enfrente, que apenas sonreía y volteaba a otro lado, para reconocer o para que lo reconocieran.

Esta vez él era el hombre de enfrente. Él era el jefe. Los saludos, las miradas, los gritos de apoyo, los agradecimientos eran para él. Y él los correspondía con su sonrisa indeleble. Esa parte fundamental de su viejo uniforme laboral que ahora lo tenía en la cima.

Los jóvenes cachorros, aprendices del arte de la astucia, se enfrentan a golpes. Se agreden. Se amenazan. Los jefes del grupo, dolidos aún por la humillación a la que los había sometido su líder, se consuelan entre ellos, se muestran algo optimistas por el regreso de la nómina a un lugar más seguro y se reagrupan. Hablan. Alzan la voz. El Líder finge no oírlos, pero los alienta. Sale un primer desplegado en la prensa: «Desde la máxima autoridad universitaria se fomenta la agresión hacia nuestros jóvenes». Sigue la reacción de un alfil del Rector: Eso es falso, nosotros no agredimos. Por jerarquía, somos una autoridad superior. Exigimos respeto. El antiguo y en apariencia olvidado lenguaje de las jerarquías aparece, toma fuerza y reclama su derecho de autoridad. La vieja política universitaria de los desplegados en la prensa, dirigidos a la opinión pública como muda testigo de los preparativos de los contendientes anuncia con sus gritos «a ver quién la llega más lejos», también hace presencia, una presencia destinada a hacerse constante, casi permanente y se esgrimirá como una caja de resonancia de los falsos, maquillados argumentos que blanden los dos adversarios. Los directores de los periódicos, los dueños de los pasquines, abren cuentas de bancos. Los jefes de prensa, los reporteros, los articulistas, los opinadores, preparan más espacios, disponen nuevas líneas de teléfono, prueban sus grabadoras y cargan sus computadoras. Se avecina una batalla.

El Rector minimiza todas las escaramuzas. Son solo eso: meros juegos de vencidas, diferencias sin importancia, danzas inofensivas necesarias en los ritos de pasaje, intimidaciones sin más consecuencia que el aprendizaje, el conocimiento de los recursos de la política. Pero también una posibilidad para expresar una frase premonitoria que, por sus nefastas consecuencias, es digna de cerrar esta historia: sin dejar su sonrisa que parece tatuada, el Rector dijo a la prensa: Las diferencias en el ámbito estudiantil, luego en la vida, se convierten en nada.

Y así fue. Habría que agregar que con el tiempo, la vida también se convierte en nada.

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El Rector salió en busca de aliados. Los encontró. Sobre todo a uno. Un desprestigiado monaguillo convertido en Gobernador del Estado a base de trampas y argucias. Este personaje obedecía a un alto jerarca de la Iglesia católica, hombre siniestro y autoritario, hábil y oportunista quien supo ver en la esperpéntica figura del Gobernador al instrumento idóneo para experimentar una forma de gobierno clerical en los habitantes del Estado. Dos poderes, el Estado y la Iglesia, se alían ahora con un semidios en desgracia en su aventura por reconquistar un lugar en su antiguo reino. En esta narración, la palabra «aliados» no tiene mucho sentido, lo correcto es decir: «utilizaron» o «emplearon» en su proyecto de un gobierno clerical, a un rector extrovertido, dolido, enojado, caído en desgracia.

Ambición de uno, ambición de otro, ambición del tercero, unidos en un frente común contra la ambición de aquel amo y señor del reino oculto, apacible, sin fisuras aparentes, en un conflicto hasta ahora doméstico con su ángel rebelde. La ambición es la esencia de la política. La astucia, la trampa, su expresión. Por exigencias de su misma naturaleza, también cautos, prudentes, calculadores; es un juego de toma y daca donde no se puede perder la paciencia. El enemigo se convierte en amigo. Nadie está a salvo. No hay que confiar. La política es eso: los amigos desaparecen, los intereses se instalan. Los amigos quedan en el camino, los intereses se reparten. No hay lugar para sentimientos. El cariño, pero también el odio, la ira, la bondad, pierden a quien no sabe dejarlos en su espacio privado, oculto entre las pocas cosas frente a las que un político se desnuda. Llegar al espacio público de lo político, de la política cruda, con los sentimientos a flor de piel, es llegar a un lugar en donde te van a arrancar la carne hasta alcanzar los huesos y estos serán puestos en sacos iguales y se repartirán como botín de guerra entre los demás contrincantes de mandíbulas sangrantes. En política nadie se puede fiar de sus sentimientos. Ni creer en el calor de las palmadas de consuelo, en el abrazo fraterno, en las palabras de ánimo de los demás. Hay que seguir la ronda: hacia la izquierda, hacia la derecha, con el olfato abierto, con los sentidos aceitados, como resortes, preparados para brincar primero cuando así se requiera y ordenar un cambio de sentido a la ronda, sin romper el círculo, sin salirse de él. Los políticos conservan instintos arquetípicos perdidos hace mucho tiempo por el común de los mortales: siempre en vela, duermen con un ojo cerrado y el otro abierto, atento, listos para correr adelante o atrás, porque en un momento pasan de cazador a presa; el oído y el olfato sensibles, saben leer las nubes y la tierra caliente o fría, huelen el viento, desconfían de las aguas cristalinas pero se acercan al lodo, son descubridores, inventores astutos, inventaron la palabra «confianza» y la usaron como una trampa mortal para cazar a sus enemigos. El único objetivo en el mundo es sobrevivir. Como sea. Lo importante en la ronda es seguir vivo dentro de ella hasta que alguien te empuja y sales.

El Rector se enojó primero. Su enojo lo hizo público. Se confió. Perdió. El monaguillo y el de la sotana lo olfatearon, olieron su debilidad y sus glándulas salivales se excitaron; se acercaron poco a poco, como deslizándose, pegados al suelo en posición de ataque, jadeantes, excitados, los pelos de punta, los ojos rojos, con sonrisas de hiena, con abrazos, con gruñidos hipnotizadores, con suaves palabras puestas en bandeja para el oído de una presa herida pero arrogante, necesitada de afecto y reconocimiento público; le dijeron lo que quería oír, se abrazaron, reverdeció la amistad, un concepto que el Rector daba por perdido, hicieron una nueva ronda, danzaron felices: anocheció, se sintió cada vez más cómodo, alegre, contento, imprecó al otro grupo, siguieron danzando. Enfrente, un amigo de risa fácil y aliento alcohólico; atrás, otro amigo, un voraz animal de sotana negra, cambia de sentido la ronda: el animal de sotana queda adelante, el borracho sonriente atrás, se siente protegido, sube la euforia, la danza es más veloz, los cambios de sentido más rápidos, mareos, noches sin dormir, noches danzando, paisajes con nieve blanca, más seguridad, más fuerza, bebe, regresa a Dios, al verdadero, somos invencibles, demuestra tu fuerza, Dios te acompaña, no te alejes de él, con él somos invencibles, más rápido, más rápido, izquierda, derecha, el animal atrás, el borracho adelante, los paisajes blancos, nieve, mucha nieve blanca, acércate a Dios, una presa débil, siente el jadeo en la nuca, siente otro jadeo en el cuello, se siente débil, busca fuerzas, una dentellada, otra, la sangre es tibia, la ronda no termina, cada vez es más rápida, los paisajes con nieve blanca se acumulan, lo entornan, la bestia de sotana aúlla triunfante, su hocico es rojo, el borracho está eufórico, más dentelladas, más dolor, desgarres, huesos blancos, oyen un ruido, el enemigo de su amigo no es su enemigo, rompen el círculo, se alejan, primero cautos, luego despavoridos. Abandonan sus restos. Lo dejan solo.

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Él fue un soldado. Nunca destacó en nada. Siempre mantuvo un perfil bajo. Era atrabancado, pueblerino, falso, todo el tiempo en busca de su beneficio. Hacía cosas para agradar a los demás y que lo tomaran en cuenta. Yo lo conocí allá por 1979, cuando se acercó a la feg. Venía del Partido Comunista. Bueno, se hizo militante de las juventudes comunistas por conveniencia, para hacernos creer que era un cuadro de la lucha obrera y por esos orígenes merecía un lugar en la vanguardia del proletariado, al frente, dirigiendo la lucha final. Su papá lo metió a trabajar en la Comisión Federal de Electricidad como a todos sus hermanos. Ahí hacía lo que hacen quienes no tienen conocimientos técnicos: repartir el recibo de la luz casa por casa, dejarlo por debajo de las puertas, en las cocheras o en los buzones. Eso te ponen a hacer en la Comisión cuando apenas empiezas. Algunas veces lo integraban en una brigada dedicada a cortar la luz, pero te digo que él siempre buscó su provecho personal. Por eso cuando entró a la feg, lo primero que le solicitó de manera formal al presidente de esa organización fue el uso de sus influencias para pedirle al del sindicato oficial de la cfe —porque acuérdate que había dos, el oficial y el disidente—, que lo comisionara a la feg, porque desde ahí, con su reciente nombramiento de Secretario de Acción Obrera ayudaría a todos los trabajadores, en especial a los de la cfe. ¿Ves lo que te digo? Él sabía que pertenecer a una célula estudiantil del Partido Comunista le traería buenos dividendos a futuro, y así fue. Como todos éramos estudiantes y casi ninguno de nosotros trabajaba y él sí, bueno «trabajaba» es un decir, se aprovechó de eso para proponerse como vínculo entre los estudiantes y los obreros, actividad muy de moda en esos tiempos, es más, era lo que se buscaba. Los estudiantes queríamos integrarnos al movimiento obrero, ser la vanguardia del proletariado y pues más este cuate, que presumía para todo su afiliación al Partido Comunista. Bueno pues, total y para no alargar la historia, ahí vamos todos a las oficinas del sindicato de la cfe, allá por el rumbo de La Bandera: el presidente de la feg, su gabinete, muchachos de prepa y uno que otro de facultad, un montón de carros con banderas, nos bajamos obstruyendo la circulación de las calles, dejamos los carros abiertos y ahí vamos en bola a las oficinas del líder sindical. ¿Y para qué tanta movilización? Pues para pedirle que comisionaran a nuestro flamante secretario de Acción Obrera y trabajador de la Comisión Federal de Electricidad con el fin de estrechar los lazos entre obreros y estudiantes, y sin dudarlo, el líder sindical con un gran colmillo aceptó de muy buena gana, qué le costaba, ¿verdad?, hasta se declaró admirador de las luchas estudiantiles y se mostró gustoso de que uno de su gremio de electricistas participara en tan importante puesto en una organización estudiantil de renombre nacional. A partir de ahí, nuestro orgulloso militante del Partido Comunista fue el único miembro de la federación de estudiantes que cobraba doble sueldo: el que nos daban por ser miembros de la organización, y el que cobraba en la Comisión Federal de Electricidad; en esa empresa, como te acordarás, pagaban unos sueldazos y gozaban de unas prestaciones que eran la envida de todos. Te cuento esto nada más para ilustrarte sobre cómo se las gastaba. No daba pisada sin huarache, como se dice. Él sabía que su pertenencia al Partido Comunista y el ser obrero de la Comisión Federal de Electricidad le iba a dejar buenos dividendos. Y así fue. Pero él era pueblerino. Siempre hablaba de La Barca. Como ahí estudió la primaria y la secundaria, estaba muy apegado a su pueblo. Yo a veces me iba a tomar unas cervezas con él, ahí sentados en la banqueta de su casa, en la colonia Independencia, y ya pedo me decía: Pues vamos a La Barca, y yo le decía: No, güey, estás loco, yo qué voy a hacer a ese pueblo. Hay buenas viejas, me decía, y seguíamos pistiando. Pero nunca lo acompañé, no sé si otras veces se iría así, bien pedo. Él siempre quiso ser alguien y todo lo que hacía lo hacía con ese fin. Pero para ello se volvió muy servil, «muy genuflexo», como dice mi compadre: con todos los líderes buscaba la forma de quedar bien y a los que le estorbaban en su camino, o que él pensaba que le estorbaban, les hacía la vida de cuadritos. Una vez nos burlamos mucho de él porque estábamos en una reunión y se hizo de palabras con otro igual, de su misma estirpe, con quien se disputaba los favores del Líder. De repente, vimos cómo se retaron, estuvieron un rato que tú, que yo, que yo las llego más lejos y en un momento ambos sacan sus pistolas, ah, porque eso sí, siempre andaba armado, y lo presumía. Y así se estuvieron un rato: Que vámonos a la calle, y que tú primero, y que te vas a morir, no, tú te vas a morir, se salieron con las pistolas en las manos y los dos siguieron igual, blandiendo la pistola y gritándose de cosas, así siguieron otro rato hasta que nosotros, que esperábamos que sucediera algo en serio, comenzamos a burlarnos, a imitarlos: Ándale, tú dispara, no, mejor tú y así hasta que salió el Líder a poner orden. Pero eso te da una idea de su carácter: mucho ruido y pocas nueces, tanto pedo para hacer aguado, le decíamos, pero así era él.

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Lo perdió su ambición. Él era ambicioso, pero no tonto. ¿Lo perdió su ambición, el instrumento con el cual podría salir adelante? Alianza con el Gobernador. Alianza con el Cardenal. Alianza con antiguos delincuentes de una extinta organización disfrazados de estudiantes. Declaraciones a la prensa, bravatas, retos, a ver quién la llega más lejos. Desafío. Pérdida de capacidad para leer el medio. La ambición ciega ¿Solo la ambición? ¿Y todos los instrumentos de navegación conocidos durante más de veinte años de ayudar a conducir el barco institucional en medio de tormentas, borrascas, motines, piratas, otros piratas, deserciones, traiciones, barco de un capitán y cientos de miles de marineros obedientes, esperanzados por llegar a buen puerto, confiado en su capitán y en su contramaestre, no le dieron la intuición, la habilidad suficiente para saber cuándo un viento puede convertirse en huracán y cuándo unas aguas tranquilas se transforman en corrientes traicioneras? ¿Por qué no vio lo que todo el mundo veía? ¿Por la ambición alentada por el canto en voz baja, después alta, después más alta, de las sirenas cuyo anhelo era trepar al barco? ¿Por qué no quiso o no supo amarrarse al mástil, llenar sus oídos de cera y esperar a que el canto de las sirenas cesara y el embravecido mar de las discordias amainara su rumor de rabiosas olas? La ambición no le dejó ver el tamaño del desprestigio del capitán del barco y solo buscó imitarlo. Lo llevó a desafiar a su igual. A provocarlo. Quiso estar del otro lado del espejo. Confundió a las sirenas con aliados y conoció el otro rostro del capitán, el rostro sin máscara, el descarnado, sin la sonrisa y sin las palabras cariñosas que lo alimentaron, lo hicieron crecer, lo ensalzaron y lo elevaron más allá de sus propios sueños. Quiso separar el mundo de su origen con el mundo imaginado, ideado, inventado por sus sueños de grandeza: El mundo del Líder no es mi mundo, insistía, no aspiro a desplazarlo..., en política estamos en terrenos distintos..., las decisiones del rector las toma el rector..., tengo treinta y cuatro años trabajando en el sector público, yo no he hecho empresa, no tengo restaurantes, imprentas, agencias de publicidad, promotoras artísticas, no tengo negocios particulares, vivo de mi sueldo desde que ingresé a la cfe en la que trabajé por dieciséis años y luego me retiré para trabajar en la uDg.

Un desesperado intento acompañado de una falsa moralidad con la intención de romper con el pasado, su propio pasado. El Líder tenía su propio mundo, un mundo de corrupción lleno de empresas y negocios. El salario de servidor público contra los enormes beneficios económicos producto de la infinidad de negocios del dueño del mundo donde reina la inmoralidad. Un olvido orillado por la ambición: ese reino no solo era su origen, él ayudó a construirlo, conocía muy bien el secreto de sus cimientos, la colocación de cada piedra. El olor de sus mazmorras.

Logró hacer hablar al Líder, despertarlo un poco de su letargo. Este aparece ecuánime por el mundo de los mortales, mueve con lentitud la cabeza, mira a todos sin verlos, los ojos entreabiertos, susurro, palabras apenas perceptibles, prepárense a oír la verdad, la única verdad, el único punto de partida por medio del cual le está permitido ver la luz al hombre: No me gusta opinar sobre asuntos de la Universidad que tienen que ver con la vida política, con la vida educativa, salvo en los asuntos que yo participo, que son los culturales. La verdad fue dicha. El mundo se iluminó. Todo tiene sentido. El Líder baja lentamente la cabeza con un movimiento semicircular de derecha a izquierda, repite el movimiento en sentido contrario. Entrecierra los ojos. Se retira con la majestad propia a la envergadura de sus grandes alas.

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9786078512713
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