Kitabı oku: «Mal adentro», sayfa 2

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Con esa comprensión, asistí a la reunión para formular el recurso de Casación, segunda y última apelación. Duramos un fin de semana, con parte de sus noches, elaborando el recurso. Salí agotado, con dolor de cabeza. Antes de irme, pregunte al abogado:

– ¿Qué pasaría si el recurso no es aceptado o se ratifica la sentencia en mi contra?

– La sentencia quedaría definitivamente en firme y no tiene reverso

– ¿Seguiría… La Modelo, entonces?

– ¡Si se deja coger sí!

– ¿y si no me cogen?

– Queda la prescripción del tiempo de la sentencia

– Ajá ¿y cómo sería eso, doctor?

– Como su condena es de 49 meses, inferior a cinco años, prescribe a los cinco años, que se cuentan desde el momento en que sea ratificada la sentencia por la Corte.

– Ya veo

– Es decir que si a usted no lo cogen en esos cinco años, y lo cogieran después, usted puede alegar que esa condena ya prescribió y que no tiene validez, y tendrían que soltarlo, claro, luego de unos días en que esto sea verificado con el sistema judicial.

– Entiendo

Me fui pensando en la prescripción y que a ella me iba a encomendar.

Volví a mi vida y traté de llevarla de manera tranquila. Eso sí, cuando veía policías y mucho más cuando veía retenes de la Policía pidiendo cédulas para verificar si tenían orden de captura o antecedentes, ponía pies en polvorosa.

En diciembre de 1995 entré a trabajar al Corpes Orinoquia, en Villavicencio, mi ciudad, luego de estar durante casi 8 años en Bogotá. Leonel Pérez, el director, me contrató como asesor de proyectos especiales, luego de que mi tío Humberto (siempre mi tío, mi ángel mayor, cuidando por mí) le diera una recomendación. Para ratificar esta recomendación, Leonel me entrevistó y luego de una conversación en la que me preguntó por los problemas y potencialidades de la Orinoquia, decidió contratarme.

El trabajo en el Corpes me exigía viajar en avión por las diferentes capitales de departamentos de la región (San José del Guaviare, Yopal, Arauca, Puerto Inírida, Mitú, La Primavera), viajes que eran una tortura para, pues en el aeropuerto, el DAS exigía a los viajantes presentar la cédula y verificar antecedentes antes de ingresar al avión; recurrí a diversas estrategias, como presentar mi carnet del Corpes, en el cual por cosas del destino (y de mis ángeles, supongo), los tres últimos números de mi cédula, habían quedado invertidos (decía 197, siendo realmente 791) y cuando el funcionario del DAS me pedía la cédula, yo le pasaba el carnet y le decía que se me había quedado la cédula, verificaba en las pantallas y salía limpio; por fortuna, el Corpes era una entidad seria y respetada, y probablemente por eso, los funcionarios del DAS permitían esa flexibilidad con los carnets de la institución.

En otras oportunidades, le pedía la cédula prestada a un amigo de mucha confianza, y en cuya foto nos parecíamos (realmente mucha gente se parecía en esas fotos antiguas) y yo respondía con seguridad al nombre y al número de la cédula de mi amigo, haciéndome pasar por él, cuando el funcionario del DAS me lo preguntaba. Pero cada viaje, o cada retén de la Policía que lograba pasar, me dejaba con los nervios destrozados y tembladera, de solo pensar que podían haberme capturado.

En abril de 1998, se me ocurrió llamar al abogado, pues ya habían pasado tres años desde la presentación del recurso de Casación, y más de un año que no hablaba con él, para preguntar por la respuesta de la Corte. Así que cuando me contestó y me dijo que la Corte Suprema de Justicia había aceptado la presentación del recurso, pero ratificado la condena de 49 meses, no me sorprendió.

– Doctor ¿y cuando se pronunció la marica Corte?

– En abril del año pasado –es decir, 1997

– ¿y qué Magistrado fue el que la ratificó?

– Fueron dos ponentes, me acuerdo que uno fue el magistrado Vladimiro Naranjo

¡Vladimiro maricón!, pensé.

– ¿Y porque hasta ahora me informa?

– Porque usted hasta ahora llama.

– Claro doctor, pero ¿no le parece que esa noticia era importante para haberme llamado e informarme?

– La verdad, pensamos con mi esposa, que usted ya aprendió a convivir con ese problema, y que mientras más pase el tiempo, se acerca la prescripción de la condena. Mire, ya lleva prácticamente un año de ratificada la sentencia, es decir que le quedan cuatro años para que prescriba.

– Ahhh…

– Por eso decidimos no informarlo tan pronto salió, sino más bien que pasara el tiempo para usted y que estuviera tranquilo en lo suyo, así el tiempo se le hace más corto. Ahora lo que tiene que hacer es cuidarse estos cuatro años que le quedan, hasta abril de 2002, para que la pena prescriba. No dé papaya, usted ya sabe cómo es el asunto.

– Gracias, doctor, hasta luego –colgué.

Prescripción. Bendita prescripción. Faltaban cuatro años. Cuatro años eran bastante, pero menos que los casi 8 que llevaba conviviendo con la bestia. Esa noche, reflexionando largamente sobre el asunto, pensé en la posibilidad de ir a la Corte y presentármeles en persona a los dos magistrados que me habían clavado, que me habían condenado sin conocerme. Pensé en que la justicia es muy injusta, pues el juez de primera instancia, el juez del Tribunal de segunda instancia y los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, habían tomado sus decisiones sin conocerme, sin escucharme siquiera. Claro, estaban los argumentos jurídicos de las apelaciones, pero estos eran argumentos sin ver la cara del sospechoso, sin escuchar su voz, sus movimientos, sus palabras.

Pensé que un juez, o un magistrado, antes de tomar su decisión para “impartir justicia” (¡por Dios, que responsabilidad tan grande con otro ser humano!) debería tomarse muchas horas hablando con el sindicado, conocer sus puntos de vista, sus antecedentes, contados por él mismo, no por otro, conocer su familia, de donde viene, qué ha influido en su personalidad, en su psique, en su comportamiento, sus ideales, sus miserias, sus decisiones, y luego de ello, y con la ayuda de un sicólogo que exprese su punto de vista y le dé más elementos reales de juicio, pueda tomar una decisión más equilibrada, más justa (¿acaso las personas no se casan después de conocer bien a su pareja? No es por cuentos de otros). Y que luego le digan ¡culpable o inocente!, no antes.

Pensé en presentarme a la Corte, pedir cita, pues seguramente ni sabrían quién era Roberto Sanabria García, con tantos procesos que estudian, y decirles quien soy yo, contarles cómo ha sido mi vida y en esa conversación franca, abierta, honesta, se dieran cuenta del error que cometieron al condenar a una persona inocente, ateniéndose a argumentos escritos por otros. Compartí esta reflexión al otro día con un abogado conocido y me dijo:

– Lamentablemente el sistema judicial funciona así, sobre los hechos procesales, no sobre los comportamientos y los sentimientos humanos. Si usted va y se presenta en la Corte, lo obvio es que cuando sepan quién es usted, lo detengan inmediatamente y empiece a pagar su condena.

Desistí de mi filantrópica idea y decidí que mi vida continuaría como venía, hasta que llegara ese anhelado abril de 2002, para declarar mi grito de independencia, representado en la prescripción.

Trabajé hasta septiembre de 1998 en el Corpes y luego me pude dedicar a escribir mi trabajo de monografía, para optar al título de especialista en Gobierno, gerencia y asuntos públicos, que adelanté también en el Externado de Colombia y que pude pagar con mi trabajo y crédito del Icetex.

A finales de enero de 1999, con 29 años de edad, ingresé a trabajar a la Corporación Universitaria del Meta, como decano de la Escuela de Ciencias Administrativas y Económicas. Tenía bajo mi responsabilidad prácticamente la mitad de estudiantes de la universidad (unos 900) de cinco facultades (administración, economía, contaduría, mercadeo y publicidad y administración hotelera), y los docentes de las mismas (unos 60, entre docentes de planta y docentes de cátedra); el trabajo era intenso, pues además de actividades administrativas, tenía 12 horas de clase a la semana. La experiencia fue importante por lo intensa. Allí estuve hasta agosto de ese año como decano y termine el año como docente de cátedra.

En enero de 2000, el sociólogo Wilson Ladino, con quien había trabajado en el Corpes, me dio la mano y logré ingresar a la Universidad de los Llanos, como coordinador del programa de Administración Financiera, que tenía la universidad en convenio con la Universidad del Tolima. Trabajé casi seis meses, hasta junio, cuando mi amigo Juan David Villa, a quien había conocido cuando trabajé en la Revista Vida Espiritual, me invitó a presentar mi hoja de vida en el Centro de Investigaciones y Educación Popular, CINEP, de la Compañía de Jesús, donde trabajaba como sicólogo, en el equipo que atendía la región de Urabá.

Presenté mi hoja de vida y luego una entrevista con el padre Mauricio García, en ese momento coordinador del equipo de Urabá. Me contrataron a partir de julio de 2000 para apoyar la estrategia de formulación e implementación de proyectos productivos para las familias de desplazados del norte del Chocó, en el municipio de Riosucio y que estaban en proceso de retorno, luego de durar casi cuatro años, desplazadas de sus tierras, y vivir en cambuches en el municipio de Mutatá y Ca-repa (Antioquia). El equipo de trabajo era fascinante: sicólogos, abogados, y un ingeniero agrónomo que trabajaba directamente conmigo; el trabajo también: desarrollar una estrategia para que más de 5.000 familias, recuperaran su territorio a partir del fortalecimiento organizativo, la formación política y la recuperación de sus procesos productivos, base de su seguridad alimentaria (cultivos como ñame, plátano, arroz, maíz, pesca artesanal, gallinas ponedoras); las familias se distribuían por cinco cuencas, de muchas más, tributarias del río madre, el río Atrato, que atra-vesaba mansamente el territorio chocoano, de sur a norte, hasta su desembocadura en el golfo de Urabá, entre Turbo (Antioquia) y Unguía y Acandí (norte de Chocó, frontera con Panamá).

Mi trabajo específico consistía en visitar las comunidades de estas cinco cuencas (de los ríos Montaño, Curvaradó, Domingodó, Truandó, Salaquí, Jiguamiandó), revisar sus necesidades, sus habilidades para la producción, apoyar la formulación de sus proyectos, comprar los insumos para los mismos, entregarlos y hacerles seguimiento. Una labor humanitaria, de mucho significado para estas familias que intentaban recuperar sus vidas y sus territorios, a partir de recuperar sus cultivos, sus animales, su pesca, los lugares para sus actividades tradicionales, fortalecer la estructura organizativa y sus compromisos con la vida, luego de que atravesaran un período de muerte, destrucción y violencia, generado por el enfrentamiento de los paramilitares bajo el mando de Carlos Castaño y su lugarteniente alias “el Alemán” con el frente 57 de la guerrilla de las Farc, para mantener el control de la zona, un corredor estratégico para el tráfico de coca y el comercio de armas, hacia Centro y Norteamérica.

Allí estaba yo, feliz, lejos de la bestia, aportando a la reconstrucción de esta zona del país, trabajando para el Cinep, una de las instituciones más antiguas en la defensa de los derechos hu-manos. Pero nada es para siempre y no hay felicidad completa. La bestia, en su egoísmo, no podía aceptar esta situación y se despertó y rugió como nunca lo había hecho, un fatídico viernes 9 de marzo de 2001, a escasos 13 meses de cumplirse el tiempo para la prescripción de la condena, luego de haber convivido con ella por más de 10 años.

El relato que sigue empieza el 9 de marzo de 2001 a las 6:00 p.m. y termina el viernes 12 de octubre del mismo año, a las 5:30 p.m., cuando el Juzgado Segundo de Descongestión de Penas de Seguridad, me otorgó el beneficio de la Casa por Cárcel, para terminar de pagar allí mi condena y da cuenta de mi experiencia en prisión durante 7 meses y cuatro días, tiempo físico que pagué por la sentencia injusta de 49 meses, por un delito que no cometí, en el que no participé, cometido en las cajillas de seguridad del Banco de Bogotá de la avenida 19 con carrera séptima, en Bogotá, ocurrido entre el 21 y el 26 de diciembre de 1990. Aquí está.

CAPÍTULO I

Marzo 9 de 2001 9:15 p.m.

Las primeras horas

Escribo para no ahogarme, para espantar el terror y los fantasmas que me atormentan. Escribo para no morir, para sentir que aún vivo y que solo se trata de una pesadilla de la que pronto despertaré. Escribo porque es mi único medio de escape, de trascender y atravesar estas cuatro paredes que me asfixian y sentir que aún estoy afuera.

Escribo porque se me retuerce el estómago en espasmos horribles, porque siento que mi cabeza de repente va a estallar en mil pedazos y mi cerebro va a quedar esparcido en pedacitos por el techo y las paredes de esta espantosa celda. Escribo por inercia, ¿Qué más puedo hacer? Escribo para no gritar mi desespero, mi angustia, mi abandono. Escribo como medio de defensa de un monstruo que me aprieta y asfixia, cual anaconda asesina.

Escribo para recordar a mi familia, quisiera estar a su lado, abrazado a ellos y nunca, nunca soltarlos. Escribo para calentar mi mano, mi alma, que se congelan en esta caverna inmunda de 3 x 3, para que los demonios que tengo al frente, uno de bigote rancio y dientes mugrientos y el otro de cabeza gigante y risa pendeja, no se me acerquen ni me hablen y me expelan su aliento fétido, de cigarrillo y marihuana. Para que crean que estoy muy ocupado y no se les ocurra interrumpirme.

Escribo porque sé escribir, porque aprendí las vocales y las consonantes en mi escuela de primaria, la Francisco Arango, al lado de la profe Lucía, que aunque parecía un simio científico, era dulce como una naranja pequeña.

Escribo porque tengo miedo, como nunca antes. Para despertar pronto, para que esta película de terror reproduzca “fin”, para calmarme, drogarme, emborracharme.

Escribo porque no sé qué más hacer, ¡HIJUEPUTAAA!

CAPÍTULO II

Hace apenas un par de horas, sobre las 6:15 p.m., María, una agente de la policía, me pidió la cédula en la Terminal de Transportes de Bogotá, hoy, en el día de los no hombres decretado por el alcalde Mockus, cuando me disponía a comprar el pasaje para Villavicencio. Se la entregué tranquilamente, confiado, como en tantos retenes que había pasado sin contratiempos. Sin embargo, en esta oportunidad María, se abrió la cremallera de su chaqueta verde oliva y sacó un radioteléfono. Ver el aparato, como una gran panela negra con antena, me produjo una punzada en el estómago.

–Central, central, para reportar un número

–qqqqq Aquí central, siga.

–1 7 3 4 1 7 9 1 –leyó despacio– siga.

– qqqq ya verifico.

Hubo un silencio atronador de 10 segundos. María me vio y sonrió.

–qqqqq cinco, cinco… tenemos un QRT.

–Me confirma central –dijo María.

–qqqqq confirmo, tenemos un QRT.

Empecé a temblar, se me aceleró el corazón.

–Necesito que me acompañe a la Estación, señor

–¿Pasó algo? –mi voz sonó tranquila.

–Al parecer tiene usted un pedido. Pero no se afane, puede ser un homónimo. Pasa con frecuencia.

Me acuerdo de Dios y lo invoco, le suplico que me rescate de esta situación. Es lo único que se me ocurre. Imaginé a mi familia esperándome para ir a comer y celebrar el día de la mujer, como lo había prometido 15 minutos antes por teléfono. No llegaré. Me empiezan a pulular las preguntas, comunes en estas situaciones: ¿qué pasó? ¿Por qué ahora que todo marchaba bien? ¿Qué cuenta de cobro se me está pasando?

Me empiezo a calmar, pero sé que vendrán malos tiempos. Quiero escribir, escribir y escribir para estar a salvo de pensar. La escritura me rescata, me mantiene a salvo, me desconecta de esta realidad asquerosa. Quiero pensar en mi familia para calmarme.

Caminé con María hasta la Estación 22, a un costado de La Terminal; allí me dejó con otros policías, que me miraron con displicencia. Otro potencial delincuente, pensarían, como todos los que llegan. Me quedé parado sin saber que hacer hasta que un policía que estaba frente a un computador con mi cédula en la mano, me dijo:

–¿Usted es Roberto Sanabria?

–Sí, dije.

–Pues hermano, acá le aparece una boleta de captura por hurto agravado y calificado. ¿Sabe de qué se trata?

No supe que responder, estaba en blanco. Un capitán malacaroso me repitió la pregunta con sorna. Respondí que sí, que sabía. Pero no era yo el que respondía.

–¡Ah bueno, me gusta que se acuerde de las cosas! –dijo en el mismo tono.

Llamó a una agente y le ordenó que tomara mis datos. La agente, amable, me los tomó en un “formato de captura” que diligenció en una máquina de escribir. En el mismo, me tomó la huella del índice derecho. Me leyó mis derechos que oyó el que soñaba, no yo. Posteriormente me dijo que conforme a la ley tenía derecho a hacer una llamada. ¿A quién llamaría? No sería a mi madre que estaba en Villavicencio, que además de desesperarse no podría hacer mucho. ¡A mi tío Humberto, el gordo! Marqué. No estaba. Que se encontraba donde la sobrina, me dijo Rosi la empleada y no tenía el número. ¿A quién más? Juancho, mi amigo y compañero del Cinep, había viajado a Cali esa tarde. ¡A mi Magaga Ana! Marqué a su casa y don Luis, su padre, me dijo que no estaba, que se encontraba en su taller de escultura y me dio el número. Marqué por tercera vez, con temor de agotar la paciencia y comprensión de la guardia. Me contestó mi Magaga. Le comenté rápidamente la situación y le pedí que me trajera una cobija pues la cosa iba para largo. Ella se sorprendió, pues no sabía nada, pero inmediatamente me dijo que claro, que iría, que iba a buscar un abogado para que la acompañara.

–Magago, tranquilo, estoy contigo –me dijo antes de colgar.

Hecho el protocolo de papeles, la agente me dijo, siéntese y espere un momento. En la Estación entran y salen policías, suenan radios; los agentes se dan órdenes entre ellos. Mi desconcierto se mantiene; siento estar en un lugar que no me corresponde. Al rato vino un agente y me dijo, vamos hermano, tengo que guardarlo, aquí no se puede quedar. Me invadió el pánico y le pregunté que con quien iba a estar, si eran personas peligrosas con las que iba a compartir el calabozo. Fresco que son manes que están allí por “terrorismo lácteo”, dijo y se echó a reír junto con dos policías. No entendí esa definición y mi angustia creció.

El policía me llevó hasta el calabozo, detrás de las oficinas. Eran dos, pegados y muy pequeños. Abrió la puerta del primero y entramos. El corazón se me quería salir cuando vi las caras de los dos tipos que estaban adentro, uno acostado en una losa de cemento y el otro sentado.

Ahora los veo. Édgar, un cincuentón, tiene cara de diablo viejo y pocos dientes, come tranquilo, reposado; y Eduardo, tal vez 32, descansa encima de unos cartones, abrigado por una chaqueta negra. Édgar está detenido por inasistencia alimentaria y Eduardo por Ley 30 (narcotráfico). Lo capturaron el martes anterior cuando iba para España con bolsitas en el estómago y aquí están conmigo en este calabozo que mide tal vez 3 x 3 metros. Solo le entra luz a través de la pequeña rejilla que tiene la puerta y otra rejilla ubicada en la parte superior izquierda de la pared. Mis dos compañeros fuman todo el tiempo y hace un frío endemoniado. Cuando entré, orando, me senté y Eduardo se acercó y me preguntó todo Cali: ve, ¿y vos por qué estás aquí, que hicistes? Entrecortado, le conté todo.

Sigo tensionado, pero debo calmarme, mantenerme así, escribiendo, escribiendo hasta que la angustia vaya cesando y sea capaz de asumir la situación. Ese momento llegará y entonces actuaré, no tengo alternativa.

Me preocupa mi trabajo en el Cinep. No quiero que piensen que los engañé o les hice trampa, Dios sabe que no es así. ¿Podré esperar algún apoyo del Cinep? ¿Seré apoyado en la búsqueda de la justicia de esta injusticia? ¿Y la gente de Riosucio? ¿Que será del Fondo Rotatorio que administraba y que tanto he empezado a querer? Ir al río Atrato, hablar con la gente, intercambiar informes, sonrisas... ¡maldita sea!

Marco Adolfo, mi compañero de trabajo, tendrá que asumir las cosas. Lo extrañaré, igual que a la gente, la negramenta, ya no los podré acompañar más. Siento mucho eso, pues a partir del lunes no podré estar más con ellos, no sé hasta cuándo.

10:45 p.m. Ana no llega; estoy dopado, ¿será que sueño? Aún no soy consciente de mi situación y temo mucho la reacción del momento en que despierte. Mañana estaré asustado. Debo hacerme terapia pues empieza una nueva etapa en mi vida: mi trabajo, mis viajes quincenales a Villavo a compartir con mi familia se acabaron. No quiero llorar, al menos por ahora.

Ana no llega ¿Qué pasa Magaga? ¿Estás en un trancón o no te dejaron hablar conmigo estos policías de mierda? ¡Por fin apareces, ayúdame!

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