Kitabı oku: «Conciencia histórica y tiempo histórico»
Nota a la presente edición
PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN DE CONCIENCIA HISTÓRICA Y TIEMPO HISTÓRICO
Prólogo a la primera edición
Historia contemporánea y contemporaneidad de la historia
La naturaleza de la realidad y el conocimiento históricos
La Ideología y la historia
Las categorías históricas
1
Introducción
2
En la historia se realiza el hombre
3
El hombre es un ser histórico
4
La historia es temporalidad
5
La historia real como liberación del hombre
6
De la historia como realidad a la historia como conocimiento
7
La dialogicidad de la conciencia histórica
8
La razón histórica. Razón y libertad en la historia
9
Naturaleza objetivo-subjetiva de la historicidad
10
Conciencia histórica y conciencia filosófica
11
Filosofía de la historia y filosofía de la cultura. La noción de cultura nacional
12
La filosofía latinoamericana como filosofía del Tercer mundo
Bibliografía
1. Bibliografía fundamental para los temas desarrollados en esta obra
2. Bibliografía complementaria sobre otros temas importantes de la Filosofía de la historia y de la historiografía contemporáneas.
Nota a la presente edición
La colección “Cátedra abierta. Problemas de filosofía ecuatoriana” está dirigida a un público no especializado en el estudio académico, “profesional”, de la filosofía. Con el fin de agilizar la lectura, se ha actualizado el estilo de citación de la presente obra. Se han incluido, cuando ha sido posible, las notas al pie dentro del cuerpo general del texto. Cuando las obras citadas por el autor no consignan año de edición, se ha incluido la marca “s/f”, sin fecha, y se ha añadido, como distintivo, el título de la obra en cursivas. También se ha trasladado la bibliografía general desde el final de la obra, como aparece en el original, hacia el final de cada capítulo para ubicar las referencias más rápidamente.
Los términos filosóficos no registrados en el estándar del castellano internacional, se han marcado con cursiva. Se han conservado los énfasis en negrita del original con el fin de preservar la intención didáctica del gran profesor argentino.
PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN DE CONCIENCIA HISTÓRICA Y TIEMPO HISTÓRICO
Ruth Gordillo
Escuela de Filosofía, PUCE
En el Prólogo a la primera edición de este texto, de 1980, Rodolfo Mario Agoglia actualiza la perspectiva de la nueva filosofía de la historia del siglo XX, a partir de la categoría del “propio presente”. El recorrido que supone esta categoría atraviesa la filosofía moderna, especialmente resumida en la ontología que sostiene a la fenomenología hegeliana, y se abre a una concepción en la que el tiempo define la condición propia del hombre en cuanto conciencia. De allí que se entienda que la concurrencia de la conciencia y el tiempo ocurre en la historicidad de los sujetos que viven y piensan su “propio presente”. La tesis del autor es, en este sentido, categórica: “¿Qué otra cosa podemos concluir, entonces, sino que, precisamente por ser esta realidad histórica tiempo en su esencia, no hay nada en ella de estable y que lo único efectivamente real es el presente?” (Agoglia, 1980, p. 15). Esta comprensión supone una ontología y una epistemología que navegan en la lectura peculiar de Hegel, propia de la escritura de Agoglia; peculiar porque la actitud fenomenológica centra la hipótesis de la temporalidad en tanto médium de la realización de lo humano. Es solamente en los límites de esta realización que se puede hablar de realidad histórica, elaborada y concernida solamente a sus propios agentes, esto es, los sujetos. Tal afirmación supone una actitud política que restituye a la conciencia el carácter fundamental del “compromiso histórico del hombre latinoamericano”, en el presente, categoría que define “tiempo histórico” como “siempre siendo”, de manera cercada al “acontecimiento”1. En este orden, la categoría de “praxis” queda incorporada en la temporalidad que es atrapada por la conciencia en tanto ella misma es temporalidad. Es la “praxis” la que definirá el carácter peculiar de la historicidad de los sujetos en los distintos espacios y épocas.
El programa de este libro está dividido en tres partes, la primera desarrolla la tesis de la realización del hombre en la historia, en la medida que la esencia del hombre coincide con la esencia de la historia, esto es, la temporalidad; la segunda consolida el campo de la historia como la realidad del hombre, donde su razón y libertad proponen y desarrollan la dialogicidad de la conciencia; la última parte, determina la posibilidad de la filosofía de la historia y de la cultura, a partir de la relación entre conciencia filosófica y conciencia histórica, con el fin de elaborar una cultura nacional en el fundamento de una filosofía propia, producida para sí y por sí, esto es, para y desde la condición de América Latina, perfectamente diferenciable, en su temporalidad y espacialidad, de otras regiones y momentos.
En gran medida, hay una tarea que surge de la escritura del autor, pues no cabe duda de la relevancia de las tesis que deben, hoy, ser trabajadas en función de problemáticas contemporáneas que, sin embargo, para nosotros, siguen exigiendo una lectura cuidadosa y crítica. A esta exigencia sigue la de entender la relación fundamental de la filosofía con los procesos históricos que matizan cada época. En este sentido se define el carácter que, en la segunda mitad del siglo XX, asumió el pensamiento en América Latina, cuyas notas principales son, en primer lugar, la búsqueda de lo propio en función de lo nacional y lo particular, es decir, el afán por delimitar, desde las condiciones de América Latina, los temas y la forma misma de pensarlos, trabajo que reunió a Agoglia con Arturo Andrés Roig, no sólo en la docencia sino en la formulación de un proyecto para constituir una filosofía propia, proyecto consolidado durante su presencia en la PUCE, en el Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA)2. En segundo lugar, la necesidad de volver sobre una línea de lectura que serpentea entre los autores clásicos y modernos3, señalando un camino que desemboca en la necesidad de abandonar la historiografía tradicional en pos de una nueva comprensión elaborada por un sujeto, como ya se anotó, apropiado de su historicidad. Este camino, en el siglo XX, tiene dos rutas, una que consolida la historiografía desarrollada en los parámetros de la metafísica tradicional, y otra, que busca salir de ella y hacer el espacio a la formulación que propone Agoglia. En esta última ruta, el filósofo apuesta por la tesis de un reconocimiento de las condiciones históricas y teóricas que han definido la situación de América Latina como parte del Tercer Mundo. Finalmente, desde el ámbito de la postura filosófica, la historicidad del hombre, habitante de este mundo y de esta región del planeta, supone la facticidad del sujeto en el contexto de la lucha por alcanzar una situación digna; el punto de partida para lograrlo lo halla en La fenomenología del espíritu de Hegel, desde allí afirma que “la condición del hombre y su peculiar destino no radica en una culpabilidad general -a la manera como la presenta el cristianismo sino en una adversidad original” (Agoglia, 1980, p. 76); en ella se constituye la decisión del hombre por la vida, en tanto sabe que le adviene la muerte. Este saber de su condición de mortal, determina la decisión por la vida y lo consolida en tanto ser-en-el-mundo.
Emerge así un sujeto despojado de la culpabilidad, propia del cristianismo, listo para enfrentar la paradoja de su existencia. El gesto que resulta de ello define al ser-en-el-mundo como espíritu subjetivo, constituido en un “para-sí” en la medida que se halla en el devenir o en el tiempo histórico. En la misma línea del hegelianismo que caracteriza a Agoglia el devenir es devenir pensado, como forma de actuar consciente; sin embargo, toma distancia del filósofo de Jena cuando considera que la naturaleza de la temporalidad histórica no está claramente definida por Hegel, pues “no se alcanza a percibir qué nexos concretos existen entre el tiempo de la existencia (espíritu subjetivo) y el de esa sustancia espiritual objetiva que constituye el sustrato de la historia mundial.” (Agoglia, 1980, p. 83). Será Nietzsche, dice, quien suture la fisura de la relación entre existencia subjetiva y la historicidad objetiva de la historia mundial, lo que implica que la existencia humana se integre a la temporalidad objetiva; el resultado es definitivo para Agoglia, pues el hombre quedará restituido y resultará inescindible, “no un mero epílogo, de la historia como realidad.”. Para lograr esta sutura, varios autores, ligados de manera sutil, le permiten al filósofo argentino dar la pauta en el abordaje del problema que plantea la concepción de “tiempo”.
Desde la concepción de Goethe, quien entiende la existencia del hombre como “inversión del tiempo” -determinando así la diferencia con el tiempo natural y la ruptura con la concepción tradicional que crea una línea progresiva, pasado, presente y futuro- la inversión consiste, dice Agoglia, en que “los tres éxtasis de la existencia, pasado, presente y futuro, como tiempos, respectivamente, de lo ya sido imperfecto, de la decisión y del deber ser, tienen su raíz en el futuro, que otorga sentido a todo el proceso.” (1980, p. 84). Está claro entonces que el carácter proyectivo del sujeto histórico es la nueva esencia de su historicidad. Nietzsche, continúa, logrará la clausura de la comprensión progresiva, aun cuando no logre consolidar lo que la filosofía contemporánea entiende como lo propio de la historicidad, lo cual se resume de esta manera: “(…) en la historia la realización del hombre depende de la continuidad que, tanto a nivel objetivo como subjetivo, de la praxis y del conocimiento, instaura su propia conciencia.” (1980, p. 87). El espacio de lo histórico, así constituido, dará lugar a la realización del proyecto de liberación que se prescribe para América Latina. Humanidad, historicidad y tiempo, son los conceptos que definen la condición de posibilidad de este proyecto.
Estas tesis confluyen en la ética y la política. Hay en Agoglia el objetivo -primordial, vale decir- de afirmar el sustrato político del proyecto; está pensado para una situación concreta que atraviesa la historia de América Latina, desde su origen hasta la contemporaneidad. El valor de su filosofía nos alcanza con fuerza, pues aquello que estaría en el origen de un cambio revolucionario de nuestra historia no ha sido tocado todavía, esto es la búsqueda de una vida subjetiva consciente, donde “lo histórico es todo aquello que promueve la humanización del hombre.” (Agoglia, 1980, pp. 90-91). Esta sentencia configura a los sujetos en la experiencia de la historia, para dejar advenir una conciencia de la onticidad, es decir, de la situación particular de los hombres y los pueblos. Desde allí, la comprensión de la historia busca el sentido de los procesos y de los proyectos; este trabajo deberá estar acompañado de sistematicidad y rigor lógico, sólo así la filosofía de la historia logrará definir sus límites y las relaciones con otros conocimientos, inclusive la metafísica. Esta postura se enfrenta a las teorías que, en el siglo pasado, anunciaron el fin de la historia, del hombre y de cualquier posibilidad de proponer un cambio en las condiciones de vida de los pueblos. No es posible la renuncia, dice Agoglia en repetidas ocasiones. La opción por la vida es la opción por la conformación de la dignidad humana y ello compete de manera esencial a la filosofía. En otros términos, ni ha muerto ni se ha completado la historia de los hombres, al contrario, ésta está determinada por la acción consciente de los sujetos para continuar en la búsqueda de los fines propios y particulares.
Hay que reconocer el presupuesto fuerte de la postura de Agoglia respecto de la filosofía de la historia, el cual consiste en que la realidad de lo histórico surge de la praxis, es decir, de las relaciones materiales y espirituales que conforman la vida social. No queda espacio para la discontinuidad, pero la continuidad no remite a la causalidad de la historiografía tradicional, donde todo proceso agotaba la explicación en el determinismo propio de la relación causa-efecto. Lo interesante de la propuesta de Agoglia recae en la ruptura, que provoca una revolución, a partir de una conciencia histórica dialógica. Los elementos hegelianos que se enlazan en esta teoría, se abren a lo totalmente distinto de un futuro que exige sentido; los autores del siglo XX, como Adorno, Braudel, Cassirer, Merleau-Ponty e inclusive Heidegger, habían colocado el texto fuera del alcance de la metafísica tradicional, al menos en algunos de sus supuestos. La salida de ella -lo que no significa, la salida de toda metafísica- se dará, en los términos de Arendt, Müeller y Dardel, en tanto abonan a la consideración de una dimensión ontológica, apuntalada en el hombre no precisamente en el Dasein, sino en el mismo camino que ya señaló el filósofo de Friburgo, esto es, en la búsqueda de la esencia. Del mismo modo, queda establecido el objetivo de la ciencia histórica, “encargada de recoger -en la forma del saber histórico- este mensaje y entablar el diálogo con el pasado.” (Agoglia, 1980, p. 101). Aprender del pasado para hacer del presente proyección constante, en búsqueda de una suerte de kairós, signo de la revolución total, es lo que el filósofo deja como legado para los presentes venideros.
Antes de cerrar este acercamiento a la segunda edición del libro Conciencia histórica y tiempo histórico, llega el pasado con fuerza. Las clases de Agoglia, repletas de ávidos estudiantes, estaban impregnadas de la exigencia de acción. La filosofía era, toda ella, filosofía de la historia, pues no había forma de evadirla. La historicidad nos había envuelto y tornaba nuestros cuerpos y nuestras mentes hacia el futuro. Con la filosofía comprendimos que siempre estaríamos en la tensión que resume el presente, impelidos -por su fuerza propia y originaria- a pensar y, en esa medida, a existir en el tiempo, el que trajo al maestro y nos lo dejó para siempre.
Quito, 17 de junio de 2019
1 Si bien este término no es utilizado por Agoglia, se reconocen en autores citados en su libro, Nietzsche, Marx, filósofos que son el punto de partida para el planteamiento de las tesis críticas que se dirigen a las concepciones tradicionales; ellos se actualizan a través de Foucault, Canguilhem, Laclau, Lefort, etc. La bibliografía es vasta y muestra, si se la sigue con cuidado, el gran trabajo que supone este libro, trabajo para organizar y dialogar con las posturas más relevantes de la filosofía del siglo XX.
2 El CELA, y su Centro de investigación en Filosofía y Humanidades, bajo la dirección de los dos filósofos argentinos, especialmente Roig, produjo una revista de vital importancia para el pensamiento de la región.
3 Entre los primeros, Platón y Aristóteles; entre los segundos, Kant, Fichte, Hegel, Herder, Goethe, de los cuales Kant y Hegel hacen, a juicio de Agoglia, un aporte fundamental que permite el desarrollo de cierta Modernidad que enriquece, desde la humanitas, la ontología, la epistemología, la ciencia, la moral y la ética. La referencia en este caso, se centra en la figura de Kant y sus tesis tanto sobre la razón teórica como sobre la práctica.
Prólogo a la primera edición
Historia contemporánea y contemporaneidad de la historia
La naturaleza de la realidad y el conocimiento históricos
Una de las características más relevantes de la historiografía actual y de la “filosofía crítica” de la historia (cuyo cometido específico consiste en dilucidar la naturaleza, las condiciones y el alcance del conocimiento histórico) es la exigencia y el propósito de hacer de la historia una ciencia “con-temporánea” (Barraclough, 1977, 1965, Introducción; 1977, capítulo 11; Le Goff y Nora, 1974). Este último vocablo alude a dos objetivos distintos aunque, como lo veremos de inmediato, concurrentes. Por un lado, significa que el saber histórico debe versar, de preferencia, sobre nuestro propio presente, sobre la realidad y el tiempo en los cuales estamos inmersos y que conciernen de un modo inexcusable y perentorio a nuestra existencia social, porque son el tiempo y la realidad acuciantes de nuestra praxis, de nuestras más urgentes decisiones y comportamientos. Y, por otra parte, extendiendo aquella instancia a todas las épocas y situaciones históricas, señala que, cualquiera sea el momento al que se aplique el empeño cognoscitivo del historiador, éste debe proporcionar siempre una visión desde su propio presente.
Ambas pretensiones habrían merecido -quizás la primera más enfáticamente que la segunda- una inmediata y categórica impugnación de parte de la historiografía tradicional, que se prolonga hasta las primeras décadas del siglo XX. Ésta habría rechazado sin vacilaciones el primer reclamo, por entenderlo totalmente gratuito e inconsistente; pues, ¿cómo podríamos lograr un conocimiento objetivo e imparcial de un tiempo en pleno transcurrir y en cuyos procesos sociales, políticos y económicos estamos enteramente comprometidos? Esta tarea que se le asigna a la historia sólo permitiría un saber conjetural e impreciso, preñado de incertidumbres e impregnado de subjetividad, que nos alejaría, de suyo y para siempre, de la adquisición de un genuino saber científico. La historia con temporánea así preconizada adolecería, pues, de una insanable ilegitimidad, de una deficiencia irremediable que atentaría contra los más elementales requisitos establecidos por la ciencia en cualquiera de sus formas. De acuerdo con este criterio, había que esperar que nuestro tiempo se consolidase u objetivase como pasado, resolviendo todas aquellas indeterminaciones y ambigüedades que lo afectaban como presente, como momento todavía no cumplido; había que aguardar a que quedase “definido” como etapa histórica y, por otra parte, remitirlo para su estudio a un sujeto que estuviese fuera de él, o sea, liberarlo de todos los conocimientos que limitaban y ofuscaban la visión del sujeto contemporáneo, para que pudiera elaborarse, a su respecto, un saber riguroso.
En cuanto a la demanda más generalizada de hacer historia de cualquier época desde nuestro presente, ella implicaba también para tal historiografía una flagrante deformación del pasado, una violación de sus propios derechos, que conduciría a una interminable sucesión de interpretaciones diversas, ninguna de las cuales se podría considerar segura y definitiva, o concordante con lo que esa época fue en sí misma, independientemente de nuestros intereses y de la subjetividad de los distintos historiadores. Sólo, pues, un historiador no-contemporáneo dispondría de la “distancia” y de la imparcialidad necesarias para acceder y ajustarse al pasado real y efectivo. E invocando tal “objetividad” científica, esta misma historiografía imponía a nuestro espíritu una singularísima acrobacia mental, pues pretendía que, mediante saltos verdaderamente prodigiosos en el tiempo, nos metamorfoseáramos en antiguos, orientales, bizantinos, medievales, según los casos y el período de la historia que deseáramos conocer.
No es necesaria mucha sagacidad, como se colige, para darse cuenta que la historiografía tradicional cometía la falacia que los griegos denominaron metábasis eis állo génos, o sea, trasladaba al ámbito de las ciencias históricas el ideal de cientificidad inherente a las ciencias fácticas de la naturaleza y a las ciencias formales, más estrictas aún desde el punto de vista lógico.
Pero sería correcto y justificado, como lo concibió casi toda la mencionada historiografía “científica” de fines del siglo XIX (animada por una recalcitrante tesitura antihegeliana y antidealista -en buena parte explicable-), aplicar a las realidades sociales e históricas (humanas) idénticos criterios heurísticos y metodológicos que los adoptados por las otras ciencias?
La “nueva” filosofía de la historia, la que surge en el siglo XX (Meyerhoff, 1959), liberada del “lastre” metafísico de la doctrina hegeliana -de todas sus implicaciones y supuestos- y reducida, en primera instancia, a una reflexión racional sobre la historia, advirtió que era urgente indagar sobre la naturaleza de la realidad histórica para ver si ella admitía o no tal tratamiento. Se imponía, en suma, una aproximación ontológica, esto es, una incursión en el ser mismo de esa realidad para detectar sus cualidades intrínsecas, sus rasgos más privativos y esenciales; y tal acercamiento convenía emprenderlo con método fenomenológico, es decir, procediendo a una descripción de la realidad histórica tal cual ella se presenta por sí misma ante nuestra conciencia, sin interferencias, prejuicios, ni suposiciones teóricas de ninguna especie, con la mayor neutralidad de que somos capaces. Lo cual es posible porque, en este intento, no buscamos abordar tal o cual proceso, o tal o cual período concretos de la historia, frente a los que las peculiares connotaciones y resonancias humanas propias de los hechos históricos particulares pondrían en juego nuestras tendencias, inclinaciones, pasiones o sentimientos, y nos obligarían a una definición, a una apreciación personal. En cambio, si -conforme al señalado propósito- sólo buscamos extraer de las distintas situaciones y períodos aquellas propiedades que son comunes a todo suceder histórico, tales caracteres -por ser tan generales y abstractos- no tendrán eficacia para influir sobre nuestro ánimo e impulsarlo a una toma de posición, y serán susceptibles de aprehensión objetiva por nuestra conciencia porque ante ellos nada tenemos que declinar o deponer.
Ahora bien, este análisis fenomenológico -así factible- nos dice que la historia se nos parece como un proceso constante -casi como aquel eterno fluir que Heráclito atribuía a toda la realidad-, como un devenir temporal que va sustituyendo incesantemente instituciones, creencias, personajes, situaciones, y en donde se hace sumamente difícil discernir alguna permanencia, algunos nexos firmes y cierta legalidad. Pero, además, nos dice que ese proceso es bastante evanescente, un tiempo más irreal de lo que la historia corriente (la que nuestra estereotipada educación nos comunica) podría sospechar, pues del pasado -que ya no es- solo nos han llegado escasísimos fragmentos, únicamente algunos vestigios y documentos: los hombres o los pueblos que los legaron han desaparecido totalmente, y de la enorme masa de creaciones, productos y sucesos solo nos restan testimonios en número muy limitado, de suerte tal que si nos pusiéramos a re-construir la totalidad de la que formaron parte, no nos dirían absolutamente nada (¿qué significarían, por ejemplo las Pirámides o las ruinas de la Acrópolis, si no supiéramos -por la conexión establecida por nosotros con otros testimonios- que fueron las expresiones más acabadas de dos altas culturas y constituyeron, respectivamente, monumentos funerarios y templos consagrados a determinadas divinidades?). Por otra parte, el futuro de ese tiempo es todavía más irreal que el pasado, porque aún no es y resulta poco menos que imposible predecirlo. No es mucho, en efecto, lo que podemos prever de ese momento aún en gestación, que todavía no ha llegado a ser. Y entonces, solo nos queda, como único momento real y efectivo, el presente que está siendo -bien que su extrema complejidad no sea tampoco la más adecuada para permitir un conocimiento necesario universal, válido para siempre y para todos-. ¿Qué otra cosa podemos concluir, entonces, sino que, precisamente por ser esta realidad histórica tiempo en su esencia, no hay nada en ella de estable y que lo único efectivamente real es el presente? Viene al caso, por esto, recordar las profundas palabras de San Agustín, quien declara en sus Confesiones que todos los momentos del tiempo confluyen y se condensan en el presente, de modo que, en él, todo es presente: el presente del pasado, que es memoria; el presente del presente, que es intuición, y el presente del futuro, que es espera o atención.
Pero si el único ser real y efectivo del tiempo (y, por ello, el único que se experimenta e intuye) es el presente (o, como dijera Platón con mayor radicalidad todavía, el instante), ¿qué es lo que alberga ese ser presentivo y cuáles de sus contenidos corresponden a la realidad histórica? Si descartamos de nuestras consideraciones todo cuanto no sea estrictamente tiempo humano, es decir, si prescindimos del tiempo cósmico -que es el tiempo en el que tienen lugar los fenómenos naturales-, reconoceremos fácilmente que la realidad temporal presentiva del hombre está constituida por un conjunto de obras, hechos y acciones in fieri, en curso de desarrollo: en definitiva, que esa realidad es praxis. Y convendría aclarar aquí, aunque solo sea de paso (ya que el tema excede los límites del presente prólogo), que ni siquiera los griegos -como lo ha dicho agudamente Marcuse (1968)- a quienes por lo general se atribuye la concepción de haber otorgado por vez primera al pensamiento un valor teorético y un alcance eminentemente contemplativo, han dejado de asignarle una función práctica, servidora de la acción; al punto que, incluso cuando distinguieron y privilegiaron (como lo hizo Aristóteles) ese pensamiento puro sobre los otros, entendieron que él constituía en sí mismo una forma de vida y de conducta, o sea, también una praxis (Jaeger, 1963). De modo que el único problema que subsistiría al respecto sería el de establecer -por difícil que fuera- qué tipo de praxis conformaba el pensamiento teórico.
Si, como vemos, la realidad (siempre presentiva) del tiempo humano es praxis, resta establecer ahora qué es en ella lo específicamente histórico. Y debemos entonces distinguir la praxis personal y privada de los hombres, de su praxis social, que responde a los intereses comunes, que importa a todos y a todos compromete. El pensar, el producir y el obrar del hombre, su praxis, en síntesis, es histórica cuando es social, y esa praxis social, que es un ínter-ser (un inter-esse), define adecuadamente el ser histórico de nuestro presente.
La realidad histórica, así acotada como praxis social presentiva, nos conduce de inmediato a una idea más clara del pasado y del futuro, a una mejor elucidación del carácter propio de los otros momentos del tiempo histórico. Pues si el presente es la praxis real y efectiva, el pasado será una objetivación de praxis o, más bien, una praxis objetivada, dado que es una praxis ya transcurrida de la cual solo nos queda un testimonio objetivo; y el futuro será una proyección de praxis o, mejor, una praxis proyectada, una praxis que se atiende o espera.
Sin embargo, cuando ahondamos un poco más en nuestro análisis, van surgiendo otros caracteres no menos singulares de esa misma realidad histórica. Nos percatamos, por ejemplo, de que el pasado no sería nada, se esfumaría por completo -pues los testimonios perderían todo significado-, si no hubiera alguna conciencia que lo arrancara del olvido otorgándole a tales testimonios un determinado valor. El pasado, pues, no es nada independientemente de la conciencia que lo reconstruye. Y entonces comenzamos a comprender en toda su profundidad la concepción que elaborara el historicismo de la primera mitad del siglo XX, con Hegel a la cabeza, cuando sostenía que no había realidad histórica sin conciencia y, por ello, consideraba que esa realidad no era mera historidad (facticidad pura), sino historicidad (facticidad consciente o indefectiblemente sabida), y así la denominaba. El mismo Hegel se encargó de precisar, en brillantes páginas de la Fenomenología del Espíritu y de las Lecciones sobre la Filosofía de la historia universal cómo el propio presente real y efectivo deja de ser tal sin la conciencia de lo que en él ya está caduco y debe ser transformado o removido. Esta conciencia es la que dinamiza o dialectiza el curso histórico y, sin ella, el tiempo presente de la historia se detendría, se congelaría sin dar paso al advenimiento de un momento superador. Marx posteriormente, desde una perspectiva filosófica materialista diametralmente opuesta a la hegeliana, confirmó ese mismo principio cuando condicionó la transformación histórica de la sociedad capitalista de su época a la previa toma de conciencia de su situación deficitaria y obsoleta, y de las estructuras e ideologías que, no obstante esa caducidad, la apuntalaban postergando su fatal desaparición. Y en refuerzo de estas apreciaciones coincidentes, diremos que el futuro (Marx y Engels, 1967) -no solo en estos mismos pensadores, sino también en las más importantes corrientes historiográficas actuales- es visto y cabe definirlo como una pre-conciencia, como un proyecto que orienta nuestra praxis presente, sin el cual, aun con la nítida percepción de lo perimido4, no sabríamos qué hacer, cómo enderezar nuestra acción transformadora. Algo semejante -como descubriera Nietzsche (1970) y, tras él, toda la filosofía existencialista contemporánea- a lo que ocurre con el curso del más originario tiempo existencial, del cual el tiempo histórico parece ser una proyección trans y supraindividual, ya que la conciencia del futuro preside en él las decisiones del presente, desde el cual re-vivimos y reinterpretamos constantemente nuestro pasado. Y, por ello, expresa Grassi (1954) con acierto que también para nuestra conciencia histórica el pasado es un im-perfectum, una realidad no consumada (que no ha podido perdurar), y el presente, el continuo intento de perfeccionamiento del mundo humano en función del futuro. De todo lo cual se infiere que ninguno de los momentos históricos son sin una forma de conciencia, y que esta es parte integrante, esencial e inescindible de la realidad histórica, que tiene, como Jano, un rostro bifronte, pues alude, por un lado, a la temporalidad que brota incesantemente del presente y, por otro, a la conciencia que trae hacia él las imágenes del futuro y del pasado que lo movilizan en una integrada línea de continuidad. Así se explica que la ontología fenomenológica del ser histórico haya debido ampliar su cometido, complementando su descripción de la temporalidad con una fenomenología de la conciencia histórica (Banfi, 1977). Y es este estudio el que nos aclara que tal conciencia no es un mero reflejo del tiempo al que inseparablemente acompaña. Así como un suceso no es histórico por el mero hecho de ocurrir en un presente, tampoco una conciencia es histórica por la simple aprehensión de lo acaecido, o de la situación existente. Ella es -tal cual hemos anticipado- eminentemente activa: sobre la base del presente que asume, proyecta un futuro y construye un pasado y, de este modo, produce realidad y conocimiento; pues, mediante la integración de los momentos del tiempo histórico, insufla movimiento al presente y genera praxis social, a la vez que funda ontológicamente lo que el conocimiento histórico debe ser. Si esta forma de saber, en efecto, quiere constituir una traducción fiel y objetiva -verdadera- de la historia como realidad, no puede ignorar que ella es praxis social presentiva y consciente5, y que el presente, como nexo real y efectivo del tiempo, es también el único horizonte posible desde el cual debe elaborarse su conocimiento. En suma, si la historia construida (la historiografía) pretende erigirse en saber verdadero acerca de la historia vivida, no puede desvirtuar la índole, la estructura y el orden procesal de desarrollo de la historicidad.