Kitabı oku: «Intifada»

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Registro de la Propiedad Intelectual Nº 2020-A-3799

ISBN edición impresa: 978-956-6048-27-5

ISBN edición digital: 978-956-6048-28-2

Imagen de portada: Rafael Guendelman Hales, Encapuchado en Nabi Saleh (2012). Cortesía del artista.

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Para Antonina Sirin.

Y hay un tercer género siempre-siendo, el del no-

lugar que da lugar que no admite corrupción y

da ocasión a todo lo que nace, siendo captable de

un modo insensible por un razonamiento

singular. Es así difícilmente creíble, pues al

mirarlo soñamos y decimos que necesariamente

todo lo ente que es en algún dónde es en algún

lugar, y que lo que se sustrae como lugar, es

decir, lo que no está ni en la tierra ni en el cielo,

es nada.

PLATÓN

No, no hay en el bosque pastores

ni tampoco rebaños

El invierno progresa

a porfía la primavera.

Esclavo crea al hombre

quien todo lo somete.

Mas a la menor rebelión

imperará la rebelión.

GIBRÁN JALIL GIBRÁN

En todo caso, el Grial buscado con

obstinación, la vida que inútilmente se

consuma en la llama no era reducible a

ninguno de los términos opuestos, ni a

la idiotez de la vida privada ni al

incierto prestigio de la vida pública y,

antes bien, cuestionaba la posibilidad

misma de distinguirlas.

GIORGIO AGAMBEN

Índice

Paisaje

I. Cuesco

II. Medios sin fin

Violencia divina

Mitología de la revuelta

Uso de los cuerpos

Martirio

III. Intifada

Intifada (palestina)

Reyes de Taifa

Instante de peligro

Ashab yurid isqat an-nizam

Conocimiento fulmíneo

IV. Cosmopolitismo salvaje

De Königsberg a Tahrir

La Vida que inútilmente se consume en la llama

Agradecimientos

Paisaje

1

Aún hay demasiado asunto que pensar sobre las revueltas árabes acontecidas desde finales del año 2010. No solo las múltiples formas que adquirió en sus diferentes estallidos, sino de manera más precisa el sinnúmero de preguntas básicas con que interpelaron al presente: ¿qué fueron esas revueltas, qué cambiaron en efecto y cómo conectaron su ímpetu con levantamientos de otros lares? ¿Quiénes decidieron ir a ellas? ¿Por qué? ¿Hacen falta determinadas «condiciones» para arrojarse contra el cañón de un tanque o contra la mirilla de un fusil o las «condiciones» no son nunca suficientes para desencadenar un levantamiento?

Según los discursos dominantes y la habladuría cotidiana del mesón académico, las revueltas «fallaron», no transformaron nada o casi nada: ¿fallaron dichas revueltas? ¿Qué significa que un proceso tenga «éxito» o «fracase», según la nomenclatura habitual tan de moda hoy en día? ¿Y por qué un proceso de esta índole debería examinarse bajo el prisma de lo que realizó o no realizó? ¿Por qué la «realización» –y qué noción de «realización» suponemos– determina lo que entendemos por «hacer»? En este contexto, las revueltas –según se escucha en diversos discursos aparentemente opuestos– ¿fueron el impulso de simples yuppies que querían más y mejores reformas neoliberales o de terroristas digitados por la CIA que pretendían destruir lo que supuestamente quedaba de antiimperialismo?

En medio del pesimismo de las izquierdas latinoamericanas que se consuelan con la posibilidad de algún gobierno llamado «progresista» que interrumpa, en parte, las nuevas formas de fascismo prevalentes, estudiar estos procesos puede abrir muchas cuestiones decisivas para pensar más allá de nuestra docilizada situación. Entre la versión CNN que consideraba las revueltas como levantamientos de jóvenes promercado que remaban a favor de una democracia neoliberal y la versión de la «izquierda» tradicional que los consideraba simple infiltración del imperialismo, hay un punto ciego, una potencia no atendida, una voz no escuchada.

El presente ensayo se plantea como una contribución a pensar dicha voz. No para «hablar en su nombre», según el paradigma cartográfico característico de la representación, sino para mostrar su imposibilidad y atender la secreta trama topológica en la que se juega la revuelta. Sin duda se trata de escuchar su potencia, pero ¿cómo hacerlo?, ¿cómo soslayar la trama universitaria u orientalista que, sin embargo, las revueltas impugnaron? ¿Cómo leer –si acaso admiten legibilidad– estos procesos abiertos en el lugar sin lugar que excede las estructuras de todo marco cartográfico?

Un asunto cierto es que, al menos, mi experiencia intelectual se transfiguró enteramente con estas revueltas. Entendí que había algo «menos» que «poder» en la afirmación de la «potencia», que desde las izquierdas teníamos sofisticadas teorías de la alienación mediática (muy importantes todas ellas), pero carecíamos enteramente de una topología de la imaginación popular; que ofrecíamos profundas reflexiones acerca del funcionamiento del poder en el capitalismo contemporáneo, pero en gran medida carecíamos de una teoría de la sublevación.

Hasta ahora, cierta intelectualidad parecía haber preguntado cuáles son las condiciones del poder en la actualidad. Pero esa pregunta no fue del todo acompañada del problema que debía plantearse inmediatamente: ¿qué significa sublevarse en los tiempos del fin de todo relato revolucionario?

La plaza Tahrir de El Cairo levantó un registro «imaginal» por el que irrumpió políticamente. Los «expertos» y los servicios de inteligencia occidentales estaban demasiado obsesionados en el auge del islamismo y en la defensa irrestricta de una «democracia» como para atender la posibilidad de una revuelta. El desamparo teórico y político en el que vivimos promete en Tahrir comenzar otras formas de insurrección.

En virtud de su, la revuelta se desplegó hacia diferentes lugares que, después de un largo «invierno» contrarrevolucionario en el que los diversos procesos de «restauración» del Ancien Régime en los países árabes asolados por las contiendas revolucionarias que colmaron los titulares de la prensa y los discursos «expertos» acerca del «islamismo», las revueltas volvieron a tocar la puerta de la historia: durante el año 2019 experimentamos su reactivación. Mientras escribo, el pueblo palestino no deja de sublevarse contra la colonización sionista y su reciente «Acuerdo del siglo» instigado con EE.UU., organizando una «gran marcha del retorno» y diversas formas de protesta; por varias semanas, Argelia levantó sus calles en rebelión contra el régimen de Abdelaziz Bouteflika; los egipcios volvieron a Tahrir para impugnar al brutal gobierno del general Sisi, y los iraquíes –que durante la Primavera árabe aún yacían paralizados por la invasión estadounidense del año 2003– abrazan protestas en sus diversos orbes contra el gobierno y su corrupción generalizada. En Líbano, la voz popular terminó con el primer ministro renunciado y, por su parte, los yemeníes «huthíes» organizados desde los acontecimientos populares abiertos por la Primavera árabe, asestaron un golpe bajo al capital mundial atentando con drones-bombas a dos locaciones de la petrolera mundial saudí, Aramco.

Desde el aplastamiento contrarrevolucionario de la Primavera árabe instigado por la deriva imperial prevalente en los diferentes regímenes, la excepcionalidad hecha regla, cristalizada en diversas formas de «necropolítica», ha tendido sus garras por casi todo el orbe planetario para hacer retroceder la nueva asonada de luchas populares. Pero su violencia y desparpajo no las ha neutralizado. Todo parece jugarse en dos campos íntimamente entrelazados, pero diferentes: por un lado, los actores geopolíticos y sus fuerzas molares; por otro, la superficie de los cuerpos danzando en múltiples potencias moleculares. La «guerra fría» regional protagonizada por Irán y la alianza israelí-saudí-egipcia se mantiene bajo el telón de fondo de la catástrofe siria e iraquí, pero las protestas populares resuenan «más acá» de dichas dinámicas: con ellas, pero más «acá» de ellas.

Las revueltas y sus procesos implican la sublevación de lazos, mutación de afectos y erotización de cuerpos, antes que traducirse inmediatamente en la transformación de grandes estructuras políticas. No por eso dejan de ser «políticas» ni dejan de ser cruciales en su acción. No asistimos aquí al intento de «toma del poder» por parte de un movimiento, partido o vanguardia, sino a la restitución de las potencias por parte de los cualquiera: todo «profesionalismo político» se desploma, y la República de Tahrir destituye al miedo transfigurándole en una dramática y multiforme fiesta de insurrección.

Frente al frenético avance del «desierto» que ha intentado hacer del común del mundo la desolación de un globo, las revueltas restituyen la capacidad imaginal de hacer mundo del mundo. Su acontecer no reivindica identidades locales, sino que devienen un tipo de ser-con que calificaremos bajo el término cosmopolitismo salvaje. Se trata de un «cosmopolitismo» porque se da en la mixtura de cuerpos, en la intersección de mundos, pero que no obedece ni al cosmopolitismo estatal-nacional enarbolado por la modernidad clásica, ni al cosmopolitismo neoliberal defendido por la retórica del «fin de la historia» y su globalización: «salvaje» subraya el carácter sucio, mundano y radicalmente histórico de un ser-con que no ha sucumbido al dispositivo «purificante» de la violencia sacrificial. «Salvaje» porque no se deja domesticar ni por la forma estatal-nacional ni tampoco por la articulación económico-gestional, sino que, irreductible, pervive topológicamente «más acá» del trazado cartográfico promovido por el paradigma representacional, acampando el mundo como un modo de habitarlo.

En este sentido, una revuelta deviene mixtura «antes» de cualquier confiscación identitaria, jamás reclama «pureza» para sí, sino nada más que mezcla, intersecciones, pasos plagados de selvas, jaurías tramadas de peligro, falta de toda garantía, de toda certeza posible: el cosmopolitismo salvaje no es más que el estallido poliforme de la imaginación popular desplegada por las calles del mundo. Como un oleaje exento de voluntad y, sin embargo, pletórico de deseo, una revuelta nos devuelve el lugar sin lugar de una experiencia –la in-fancia– en la que imaginar, actuar y pensar no son sino diversos nombres para designar la intensidad medial de una y la misma vida activa.

2

Sin lugar a dudas –escribe Giorgio Agamben– es verdad que, como Marx sugiere, las formas de producción de una época contribuyen de manera decisiva a determinar sus relaciones sociales y su cultura; pero respecto de toda forma de producción, es posible individualizar una «forma de inoperosidad» que, pese a mantenerse en estrecha relación con aquella, no está determinada por ella, sino que, antes bien, vuelve inoperosas sus obras y permite hacer de ellas un nuevo uso. Únicamente concentrado en el análisis de las formas de producción, Marx descuidó el análisis de las formas de inoperosidad, y esta carencia está, por cierto, en la base de algunas aporías de su pensamiento, en particular en lo que concierne a la definición de la actividad humana en la sociedad sin clases. Sería esencial, en esta perspectiva, una fenomenología de las formas de vida y de inoperosidad que procediera de igual manera a un análisis de las correspondientes formas de producción. En la inoperosidad, la sociedad sin clases ya se halla presente en la sociedad capitalista, así como, para Benjamin, los esbozos del tiempo mesiánico están presentes en la historia en formas eventualmente infames y risibles1.

El pasaje parece subestimar a Marx donde este último dio indicios de las formas de inoperosidad cuando, ya desde sus escritos en torno a La cuestión judía de 1843, comienza a pensar en el proletariado. Podríamos decir, incluso, que la crítica que Agamben dirige a Marx podría perfectamente ser dirigida contra él mismo, cuando su saga Homo sacer, al problematizar los orígenes y funcionamiento de las máquinas del poder en Occidente, no hace otra cosa que enfatizar las formas de operosidad en desmedro de las formas de inoperosidad que, solo hacia el final de su trabajo, remitirán al problema del uso de los cuerpos.

Sin embargo, nos parece que Agamben apunta a algo clave al subrayar el «descuido» de Marx, toda vez que, solo a partir de él –una interferencia en el continuum de su discurso–, es posible comenzar a pensar en las formas de inoperosidad que las diferentes formas de operosidad han podido dejar a su paso. Frente al «descuido» de Marx –y de la tradición filosófica a la que responde– nuestro ensayo se propone como una contribución a ese otro análisis de las formas de inoperosidad indagando en torno a una figura que, desde 1987, los palestinos nombraron bajo el término árabe intifada.

Si esta última puede ser vista como el «descuido» de la política (que a su vez, la reflexión no ha dejado de «descuidar») es porque la consideramos una de las formas privilegiadas por las que pueden vislumbrarse las posibilidades de una política acéfala o, si se quiere, del comunismo no entendido como régimen o partido, sino como una política de los cualquiera en la que irrumpe el mundo en común. Por ello, el fenómeno de las intifadas, ligado por una herencia sin tradición a las revueltas de otros tiempos, dejaron al discurso filosófico y a su régimen de saber-poder totalmente a la intemperie.

¿Qué es una intifada? Ante todo, una forma de la inoperosidad que, cristalizando una política acéfala, astilla como resto de las formas de la operosidad. Desecho, fisura, poca cosa en comparación con los grandes discursos poscoloniales que asolaron al mundo árabe durante el siglo XX, y que hoy permanecen en ruinas, la intifada o revuelta resulta ser la antimateria de las formas de operosidad vigentes: excedente de toda revolución, sobrante de toda representación, deviene inactual consigo misma en el instante en que, recientemente, ha lanzado su popular y radical consigna: ashab yurid isqat an nizam («el pueblo quiere la caída del régimen»).

No apela al futuro como lo hace la revolución, ni tampoco a un pasado estetizado como la reacción; no pretende aproximarse al futuro por etapas como el progresismo, pero tampoco mantener el actual orden de las cosas como la excesiva prudencia conservadora. La intifada juega con la historia, la burla cada vez que golpea sus puertas, abisma a la filosofía de la historia mostrando su vacío, el infundamento de su poder, la injusticia que le constituye donde deja entrever la acefalía de una política en la que nada ni nadie está para conducirnos –no hay ya pastores– aferrando para sí lo más inútil y, sin embargo, lo único que verdaderamente importa: el presente.


Un hombre maneja un automóvil por una carretera. No es cualquier carretera, pero tampoco sabemos con precisión qué carretera es. Podría ser alguna de las carreteras segregadas de Palestina o de alguna favela brasileña. Perdida, la carretera no tiene nombre, tan solo aparece como un continuum que pasa por detrás del conductor. Este último, en silencio y vestido de camisa gris –protagonizado por el propio director, Elia Suleiman–, comienza a comer un fruto mientras su mirada se enfoca fija en el ciego horizonte del trayecto que la cámara oculta al espectador. No hay palabra, tan solo el ininterrumpido sonido del automóvil centrado en un trayecto hacia algún lugar, donde el conductor come su fruto mientras devora el paisaje difuminado por la velocidad.

No hay paisaje –no hay médium–, tan solo un sonido vacío por el que corre el automóvil. Cuatro mascadas del fruto y el conductor apenas ve el cuesco que resta en su mano para lanzarlo súbitamente por la ventana. La escena cambia. La cámara deja de enfocar al grisáceo conductor y pasa a mostrar el trayecto del cuesco que, invisible, golpea la chatarra de un tanque apostado al borde de la carretera que estalla en mil pedazos. La explosión inunda la pantalla y, sin embargo, el automóvil mantiene su curso mientras su conductor no se inmuta por lo acontecido. En la escena siguiente, cuando la cámara retoma la imagen del automóvil, el conductor ni siquiera mira hacia atrás; como si aquello jamás hubiera ocurrido. El tanque estalla, mientras el automóvil se aleja. En tan solo 58 segundos el director Elia Suleiman ha puesto en escena una verdadera intervención divina, tal y como titula la segunda de las tres películas de la saga a la que nos referimos2.

El estallido del tanque se produce por el impacto de un cuesco. Fuera de la continuidad en que solo prima el vacío y constante sonido de un motor sobre la carretera, el cuesco hace lo impensable. Fuera del continuum tienen lugar los sueños, la imagen de un posible que acontece sin querer: el personaje caracterizado por Suleiman que maneja el automóvil no tiene «intención» de hacer estallar el tanque. Fuera del continuum se desatan las luchas casi imperceptibles, más allá de cualquier centro que pudiera ordenar el espacio-tiempo. Lejos de algún conflicto que pudiera dirigir las batallas, Suleiman nos ofrece el estallido de un tanque impactado por la contingencia de un cuesco. Golpea el vacío de su chatarra y de pronto la explosión inunda la totalidad de la pantalla. El espectador recién mide la diferencia entre la anodina escena del automóvil y el estallido del tanque. Contempla el abismo entre cuesco y tanque, dos fuerzas que desatan su duelo por fuera del continuum histórico (es acaso lo que expresa la carretera vacía), un tiempo marcado por la excepción, poblado con la fuerza soberana del tanque y la fuerza contingente del cuesco. Sin intención, sin alguna teleología que dirija las acciones, exento de voluntad («sin querer»), el personaje caracterizado por Suleiman, quien no habla en ninguna de sus películas, ha puesto a la orden del día la intensidad de lo posible. Quizás el estallido del tanque jamás haya ocurrido, pero eso, en el registro imaginal en el que nos movemos, no importa.

El tanque está vacío. Carece de soldados en su interior, de alguna bandera que pudiera flamear. Como si alguna vez hubiera sido abandonado en la carretera. Como si su tiempo hubiera terminado, el cuesco impacta en el tanque y antes del estallido suena hueco. Advertimos que el tanque está en desuso, vacío y su fuerza bélica parece desactivada, su soberanía siniestrada. La infinita carretera escenificada por Suleiman alegoriza la implosión de la filosofía de la historia. Sus héroes, tragedias y discursos parecen haber quedado en otra época, cuando esta parecía llena, inundada de sentido y dirigida por un sujeto que, mirando al horizonte, podía llevar a la humanidad a su redención. De esa filosofía tan solo ha quedado una carretera vacía. Ni héroes, tragedias, ni discursos. Tan solo la sequedad del asfalto en su infinita linealidad.

Al final de la escena permanecen los restos del tanque estallado a medio quemar. Ruinas de una guerra, metales chamuscados al borde de una carretera deshabitada. No hay diálogo, tan solo sonidos que condensan la desarticulación de toda filosofía de la historia, lo impensado ha tenido lugar en el instante del fin, a la hora en que la filosofía de la historia cierra su negocio. Las ruinas abandonan su tragedia, agolpadas en la vía del museo universal, la escena de Suleiman ha desprendido el aura del que dichas piezas podrían aún gozar, destituyendo las máscaras con las que terminaron sus días. Sin cálculo alguno ni razón planificadora, solo el desborde de imágenes, Suleiman nos invita a pensar una política menor vertebrada por la contingencia más radical, donde sueño y realidad, deseo y mundo se anudan en una misma vibración. Se trata de un sueño que trae consigo un impensado impregnado de materialidad, como si fuera la posibilidad inmanente a las propias formas del mundo, como si fuera un posible que solo emerge cuando las cosas quedan en desuso. Todo llega de súbito, la intervención divina no será más que la intensidad de una insurrección siempre por venir. Pero no se trata de alguna insurrección inflamada de épica, sino de un gesto torpe casi anodino e incluso anónimo en el que, sin embargo, las armas del soberano son ridiculizadas, desprendidas del aura con las que puede aterrorizar al presente.

Un cuesco no está solo. Yace intersectado con un sueño. Ni siquiera un juego, acaso un gesto, en el que toda la maquinaria bélica se exhibe como simple chatarra. El progreso sigue sin mirar atrás. Aunque, sin pretender ni intentar detenerse como sucede con el ángel de la historia que Walter Benjamin rescata del cuadro de Paul Klee, el conductor apila ruina sobre ruina tras de sí3. El personaje expone la versión cómica –estúpida, absurda– del drama benjaminiano que acompasa la escena en la pequeñez de un cuesco: sin un querer, ni un poder, el cuesco deviene el detalle que cambia las coordenadas de la propia escena.

Suleiman nos ofrece un sueño. De aquellos que asolaron a todos los profetas y visionarios de los pueblos, y que envuelven al espectador en una atmósfera, en un paisaje, en un médium donde realidad y ficción se difuminan4. Se trata de lo que, alguna vez, el pensador Sihabbodin Yahya Sohrawardi (s. XII), renunciando en parte al aristotelismo aviceniano prevalente, denominó «mundo imaginal»5 para definir la imaginación desde un lugar sin lugar que el fenomenólogo Henry Corbin rescató en el siglo XX, designando con ello un «intermundo» en el que lo sensible y lo inteligible devienen indistinguibles y donde lo real estalla en el ingobernable flujo de imágenes. En el mundo imaginal los espíritus se «corporalizan» y los cuerpos se «espiritualizan», nadie puede decidir en qué lugar habita, no es el mundo de la tierra ni tampoco el del cielo, no se trata de los «datos sensibles» ni tampoco de las simples «ideas». No hay posibilidad de distinguir sujeto ni objeto, ni interior ni exterior, tan solo un médium poblado de imágenes que no sucumben a la égida representacional de la modernidad. En el desgarro de la «imagen del mundo» propiciada por el espectáculo mediático, se abre el «mundo imaginal» como su cuesco, reducto inoperoso frente a la obra espectacular y su monumentalidad. No es representación sino creación, no remite a una imagen reducida al «reflejo de» sino a la «invención» de formas de vida –que aquí llamaremos vida activa6–. Mas no se trata de «imaginario», entendido como la reducción psicológica de la imagen en la tienda del sujeto, sino de lo «imaginal» concebido como el médium sobre el que descansa originariamente nuestra existencia7. No es de lo «irreal» el tema del que se trata, sino de un grado cero de realidad en la que se abre una realidad imaginal.

En la singularidad del médium que define al mundo imaginal, volvemos a poblar las calles, recorremos esquinas, nos dejamos abrazar por la multitud y siempre un grafiti, un texto, un poema o una simple consigna que nadie sabe de dónde surgió ni quién la inventó, da cuenta del «instante de peligro» en que sobrevino su intensidad. Al carácter impersonal, pero enteramente común por el que se cristaliza el mundo imaginal, tendrá lugar un proceso que literalmente podríamos definir como telepatía para designar la apuesta de una comunicabilidad sin voluntad que acontece en la intensidad de los procesos de insurrección: la transmisibilidad inmanente de la potencia telepática aferra al pasado con el presente, a los muertos con los vivos: el griego τῆλε (telè) designa «lejos» y παθέειν (pathèein) «experimentar, padecer» en términos sensibles. Lejos de la forma supersticiosa con la que habitualmente la literatura utiliza dicho término, telepatía define aquí una experiencia de sensibilidad común comprometida tanto a nivel espacial como temporal: «espacial», en el sentido de las esquirlas de protesta que saltan hacia diversas geografías casi simultáneamente en una suerte de sincronía de multitudes; y «temporal», porque gracias a la transmisibilidad en ella en juego, los pueblos pueden abrazar su pasado nunca sido, aquel que ha quedado trunco en la historia de los oprimidos para inventarlo otra vez en el desgarro de la actualidad. A pesar de la mala prensa del término, cuya interpretación burguesa fue leída desde la égida de la «voluntad», la telepatía sensible devendrá el proceso estructurante de toda revuelta, la dinámica inmanente al estallido de la imaginación popular. A diferencia de la «sugestión», proceso consustancial al poder, la telepatía designará, entonces, el instante en que se suspende el tiempo histórico y los pueblos experimentan o padecen en común (desde «lejos»)8.

El mundo imaginal cobija, sin embargo, justicia. Pero una justicia inconmensurable a todo derecho que solo puede dejarse caer en la singularidad de un cuesco. Justicia sin derecho –porque para los oprimidos no hay derecho que valga– y, a la vez, testimonio de un derecho sin justicia, en la imagen del tanque apostado en la carretera, en la lucha sin cuartel entre la forma soberana y la contingencia radical. Sin héroes (¿cómo el conductor de ese automóvil, que ni siquiera se da por enterado de la explosión que ha desatado, podría ser un héroe?), ni diálogo ni habla, tiene lugar el estallido de la historia. No podemos dejar de advertir la caracterización del personaje que el propio Suleiman protagoniza y que atraviesa la saga de sus tres películas. En ellas, el personaje no habla: no emite discurso ni profiere palabra alguna. ¿Cómo el supuesto protagonista de una saga puede no hablar? Se trata de un poder-no, más que de un poder; de una potencia9. El cuesco simboliza el lugar in-fantil de la humanidad, aquel que da lugar al lenguaje, pero que difiere una y otra vez respecto de sí10.

Discontinuidad entre el viviente y el humano –entre cuerpos y lenguas–, entre historia y filosofía, si se quiere, la in-fancia (el lugar sin lugar) es el campo de una desarticulación constitutiva que define al mundo imaginal11. Es su hogar más cercano y lejano, lo más conocido y desconocido, a la vez. Solo porque puede no hablarse, porque el viviente y el hablante declinan en un hiato, adviene la experiencia del mundo imaginal. La in-fancia no es una forma sino un médium que abre múltiples formas. Como tal, el mutismo del personaje caracterizado por el propio Suleiman visibiliza la potencia imaginal que posibilita a los pueblos a su capacidad (o no) de uso12. Así como el niño juega con algún juguete o el poeta clama el amor de la amada, se trata siempre de una experiencia imaginal que se da en el lugar sin lugar en el que habitamos13.

La patria de vivientes y cosas no es más que el mundo imaginal. Lugar de intersección, mixtura o campo de tensiones múltiples, su potencia implica que las cosas no se sitúen en un espacio geométricamente objetivo ni tampoco psicológicamente subjetivo, sino en una relación de uso libre y común que se identifica con el mundo imaginal. Uso quizás no signifique otra cosa más que hacer la experiencia del mundo imaginal. Porque usar define, en este sentido, un modo de invención de formas: frente a la economía política moderna que hace del uso una relación unilateral de medios y fines exenta de imaginación (o, al menos, con una imaginación confiscada a los fines a cumplir), el mundo imaginal como lugar aneconómico irreductible a toda posible economía, muestra a toda cosa –y a toda relación– como un medio puro que podemos habitar.

La forma de vida que identificamos al uso libre y común define lo que en este ensayo denominaremos vida activa: «(…) la verdadera vida activa –escribe Emanuele Coccia–, la vida superior de todo animal, no está ni en la acción ni en la producción, sino en el invisible comercio con los medios»14. El uso, podríamos decir, define ese singular «comercio». Ni acción (praxis) ni producción (poiesis), el uso no es más que intercambio medial que la intifada actualizará radicalmente, volviendo a los ciudadanos enteramente in-fantes, habitantes de una vida activa que viene a dislocar los códigos por los que tal vida ha sido concebida por la tradición. Sin pertenecer a la interioridad de un sujeto ni a la simple exterioridad del mundo, tal relación necesariamente se da como un singular «comercio con los medios» que definirá lo común no en base a una identidad específica, sino a la impersonalidad de una potencia que, siendo inapropiable, será enteramente usable.

Por ahora retengamos esta fórmula: usar deviene la tarea política de la intifada. Ella abraza una justicia sin derecho, de una imagen sin representación y de una insurrección sin poder; si se quiere: se trata de la fórmula arendtiana del «derecho a tener derechos»15. Uso y no propiedad, medios puros y no medios para un fin, mundo imaginal y no imagen del mundo, la irrupción del cuesco alegorizado por Suleiman cala en una lucha semiótica por la desarticulación radical de los signos del poder en orden a profanarles y abrir la dimensión de la potencia16. Librar la imagen de toda iconización, la imagen de la representación, la imagen del espectáculo, quizás defina a una y la misma política de la intifada en la que usar significará inmediatamente imaginar. Como el silencioso personaje caracterizado por Suleiman manejando en una carretera vacía, infinita y homogénea, el pequeño cuesco funciona como la llave de los sueños que en medio de la rutina del automóvil nos intersecta entre dos mundos a la vez, activando la posibilidad de la insurrección.

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9789566048282
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