Kitabı oku: «Historia de la ópera»

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HISTORIA DE LA ÓPERA


Roger Alier

HISTORIA DE LA ÓPERA



© 2020, Redbook Ediciones, s. l., Barcelona.

Diseño cubierta: Cifra (Enric Font).

Diseño interior: Cifra.

Fotografía de cubierta: Antoni Bofill (Edita Gruberovà en una representación de 1992 de Anna Bolena, de Donizetti, en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona).

ISBN: 978-84-9917-619-2

Producción del ePub: booqlab

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Dedicado a Maria Segarra de Masjoan, que tantas óperas ha visto conmigo

Índice

Presentación

Introducción

I. Los primeros pasos de la ópera


I. El teatro musical del Renacimiento
II. La Camerata fiorentina
III. El primer «verdadero» operista: Claudio Monteverdi
IV. Stefano Landi y la escuela romana de ópera
V. La ópera arraiga en Venecia
VI. La escuela veneciana de ópera
VII. El primer gran compositor veneciano: Pier Francesco Cavalli
VIII. Barroquización creciente de la ópera veneciana
IX. Difusión de la ópera italiana por Europa: Austria y Alemania

II. La gran expansión de la ópera


X. La escuela napolitana: opera seria y opera buffa
XI. La reforma del libreto operístico
XII. La forma interna de la ópera
XIII. La carrera de Alessandro Scarlatti.
XIV. La fallida introducción de la ópera italiana en Francia:la ópera francesa
XV. Florecimiento de la escuela napolitana
XVI. La ópera veneciana a partir de 1700
XVII. La reforma de Gluck
XVIII. La última y brillante etapa de la llamada «escuela napolitana»

III. La vida operística fuera de Italia


XIX. La expansión de la ópera italiana por los distintos países europeos

IV. En las manos mágicas de Mozart


XX. Mozart, verdadero prodigio de la música
XXI. Las grandes creaciones vienesas de Mozart

V. El belcantismo prerromántico


XXII. Los inicios del siglo XIX
XXIII. El fenómeno Rossini
XXIV. Rossini y su entorno en el primer tercio del siglo XIX

VI. El romanticismo en Italia y en Francia


XXV. Bellini y Donizetti y consolidación del romanticismo en Italia
XXVI. Las grandes creaciones románticas de Donizetti
XXVII. La ópera francesa del romanticismo

VII. La ópera alemana


XXVIII. La ópera alemana en Europa
XXIX. El máximo fenómeno operístico alemán del siglo XIX:Richard Wagner
XXX. El gran proyecto wagneriano: la Tetralogía

VIII. El nacionalismo operístico


XXXI. El nacionalismo musical italiano: Giuseppe Verdi
XXXII. El lento adiós al belcantismo: cambios estilísticos
XXXIII. Las óperas del nacionalismo europeo y americano

IX. La tentación del realismo operístico


XXXIV. La ópera verista italiana
XXXV. El postverismo

X. La ópera en un mundo «moderno»


XXXVI. La ópera del siglo XX en Alemania
XXXVII. Consideraciones finales

Cronología

Bibliografía

Presentación


Hoy en día el aficionado a la música tiene un conocimiento mucho mejor del género de la ópera de lo que era corriente hace cuarenta o cincuenta años, cuando Europa entraba en ese elemento tan importante de difusión cultural que fue el disco de 33 rpm (hoy «disco de vinilo») que permitió que por primera vez los aficionados pudiesen escuchar en su domicilio, de un modo sistemático y bien organizado, las óperas más importantes del repertorio de todos los tiempos, que iban apareciendo gradualmente en los comercios del disco. Son pocos los historiadores del género que reconocen o mencionan siquiera la enorme importancia de este hecho, pero lo cierto es que sin el mencionado disco «de vinilo» —convertido a partir de 1984 en el universalmente difundido CD— hoy en día seguiría el gran público casi totalmente ajeno a las grandes obras del género operístico, que no siempre ven reconocida su primacía, ni siquiera su existencia, en las programaciones, casi siempre erráticas y desorganizadas, de los teatros de ópera de todo el mundo.

Estamos, pues, en un momento óptimo para publicar un libro que pueda ser para el lector el modo definitivo de hilvanar el proceso por el cual el género operístico se ha ido desarrollando desde sus remotos orígenes, en torno a 1600, hasta sus complejas pero apasionantes propuestas de los primeros años del siglo XXI que han de cambiar, sin duda, de manera radical muchos de los planteamientos que hasta aquí habían sido consustanciales con la ópera.

Adentrémonos pues en ese complejo mundo, y salvando sin duda los gustos personales de cada uno de los aficionados al género, reconozcamos que la ópera sigue viva y mucho, a pesar de los tremendos cambios sobrevenidos en su historia más reciente.

R. A.

Introducción


Acaban de cumplirse 400 años del nacimiento de la ópera como espectáculo musical y teatral. De estos 400 años, quien escribe estas líneas ha vivido algo más de cuarenta, 10 % del total. Teniendo en cuenta la brevedad de la vida humana, y la dedicación que he mantenido durante estos años a este género único en el mundo, puedo considerar que llevo a cuestas un considerable bagaje de experiencias, y que en este período de tiempo se han presenciado numerosos e importantes cambios en la forma y en el fondo de la ópera, que es un género que por su estrecha vinculación a casi todas las formas artísticas (la literatura, las artes visuales, el teatro y la propia música, además de los hechos históricos que le han servido de marco) permite obtener una visión amplísima del quehacer humano. A esta consideración se debe el que en las páginas siguientes haga un análisis detallado de la historia apasionante de la ópera.

En este libro, y sin dejar de lado lo esencial, he incluido también las distintas formas y manifestaciones de la ópera en aquellos países que no han ocupado un lugar central en su historia, pero sí una presencia que, en definitiva, contribuyó en su momento a difundir el género en tierras poco conectadas con la corriente operística predominante. Se citan autores checos, polacos, eslavos en general, americanos, o anglosajones y escandinavos que normalmente se pasan de largo en las historias del género. Tal vez la división por países haga la lectura menos continua, pero facilitará a quienes sólo se interesen por las corrientes más importantes, esquivar los apartados que no sean de su mayor interés; aunque auguramos que la curiosidad acabará llevándolos también a descubrir autores, teatros y ciudades que contribuyeron, en su momento, a la difusión de este fenómeno artístico que es la ópera.

No es ésta una historia de los cantantes, sino del género musical al que llamamos ópera. Aun así se mencionan algunos, pero solamente los que de alguna forma intervinieron en el desarrollo de la lírica, si bien no se detallan sus realizaciones ni sus proezas vocales, salvo en casos muy precisos.

Los orígenes artísticos de la ópera

Forma teatral surgida del acoplamiento de las diversas experiencias artísticas surgidas del Renacimiento, la ópera aparece en escena justo cuando ese movimiento artístico está siendo sustituido por su sucesor, el barroco. Fue esta feliz coincidencia la que vigorizó sus primeros pasos en la vida cultural europea: el barroco es la apoteosis de lo teatral, de lo efímero y de lo espectacular, y la ópera con su fugacidad y su leve momentaneidad, era el arte idóneo para fascinar a todos los niveles de la sociedad. Por esto, en la sociedad barroca fue posible que el nuevo género fascinara tanto a nobles como a plebeyos, tanto a quienes ocupaban lugares distinguidos en los teatros como a los que se hacinaban en las plateas (sin asientos, en aquel entonces) o en los pisos más altos de unos locales que habían nacido como remedo de las plazas públicas, en las que hasta entonces había vivido mayoritariamente el teatro popular.

Los cien primeros años de la ópera, más o menos, debieron el arraigo de la forma a su feliz coincidencia con la estética existente: luego el género se fue adaptando a los sucesivos cambios que sufrió el arte europeo. Entre ellos el producido por el descubrimiento, en 1748, de las ruinas de Pompeya y Ercolano, que provocaron la irrupción de una oleada clásica, el llamado neoclasicismo.

Un género sin visión histórica

Durante mucho tiempo, la ópera fue un género de consumo inmediato y de poca perdurabilidad. Podemos estar seguros de que cuando el alemán Gluck y el italiano Calzabigi, en los inicios del neoclasicismo, eligieron un tema neoclásico para su «ópera de la reforma», en 1762, no tenían ni la menor idea de la previa existencia de La favola d’Orfeo de Monteverdi. No existía entonces todavía la noción de lo que hoy denominamos «historia de la música»: la música era un arte que se gozaba en el momento de su producción, y que podía perdurar en los teatros como puede durar una buena canción de moda… y poco más. No se reponían los éxitos de antaño, porque el cambio de gusto que se operaba en poco más de una generación hacía obsoletas las óperas del pasado, e innecesaria su recuperación. Afortunadamente, las creaciones antiguas se solían conservar en polvorientos archivos, sin que nadie se ocupara de rescatarlas, y así ha resultado posible, cuando apareció el concepto de historia musical, recuperar una parte importante de esas composiciones olvidadas, para gloria y deleite del sorprendido público de estos últimos cincuenta o sesenta años, no muchos más.

Volviendo otra vez a los años del barroco, podremos apreciar que la ópera generó una gran cantidad de posibilidades, así como de convenciones, algunas de las cuales dieron una extraordinaria brillantez a sus espectáculos. Sin embargo, con el paso del tiempo, muchas de estas convenciones perdieron vigencia, y cuando se observan con la distancia que ha dado el tiempo, aparecen como poco menos que increíbles caprichos o ridículas actitudes. Ocurre, sin embargo, que para conocer algo situado en una época remota, en un tiempo lejano, es preciso hacer un considerable esfuerzo mental para tratar de entender los motivos culturales e históricos que gobernaron esas convenciones y para ver en ellas la base de una estética que hoy nos resulta especialmente difícil de comprender, por lo mucho que ha cambiado nuestro modo de vivir y de entender los espectáculos. Del mismo modo como hemos aprendido, lentamente, a comprender otras culturas no occidentales que antes parecían «extrañas» o «incomprensibles», todo aquel que se acerque a la historia de la ópera tiene que tratar de entender otro tipo de mentalidades que fueron válidas y tuvieron vigencia durante un período artístico hoy periclitado. Que en el barroco la ópera fuera mayoritariamente un género basado en la exhibición de las facultades de los cantantes, es tan difícil de asimilar, en la práctica, como el que en estos últimos años la ópera haya caído en manos de los antes poco valorados directores de escena, que se han esforzado en poner la ópera al servicio de sus ideas teatrales —con frecuencia ajenas o poco influidas por la música y el canto— para glorificar su propio prestigio en un mundo que, por muchas razones, es actualmente muy ajeno a la trayectoria y el significado que hasta ahora había ostentado el género operístico.

El nacimiento del «repertorio»

Porque éste es el otro gran problema que plantea la historia de la ópera. Por un lado, es un género vivo, que sin interrupción ha sufrido una constante evolución, como todas las formas artísticas que han convivido con él. Aparte del fenómeno de la resurrección de la ópera antigua, que ya se ha comentado, el público mayoritario del género ha vivido con gran fervor la ópera del siglo XIX, que alcanzó un inusitado esplendor y dejó fuertemente marcado el teatro musical con producciones de signo romántico y posromántico que aparecieron cuando estaba empezando la configuración de lo que llamamos todavía «el repertorio». Contrariamente a las etapas anteriores, en los inicios del siglo XIX quedaron consagrados determinados títulos que ya no desaparecían como antaño, sino que el público de ópera prefería ver, y volver a ver, sobre todo por el deseo de comparar las prestigiosas interpretaciones de los cantantes, que ahora adquirían un nuevo poder sobre el público: signo de que los tiempos se inclinaban por los intérpretes más que por los valores meramente vocales o escenográficos del pasado. Óperas ha habido, tanto en el campo italiano como en el francés o el alemán, que todavía mantienen su prestigio, y cuyo valor era, sobre todo, servir de vehículo a los cantantes para contrastar y validar sus calidades vocales e interpretativas.

También se produjo en el siglo XIX el fenómeno del «nacionalismo musical» que llevó a despertar en numerosos países europeos, el cultivo de un tipo de ópera que se ajustase a sus propias características musicales, en lugar de seguir la pauta establecida por los grandes divulgadores de la ópera, los compositores italianos.

Las óperas preferidas

Con el tiempo, además, la ópera, bajo la influencia de la novela, se fue acercando a la «vida real», a través de creaciones musicales en las que cada vez se valoraba más la intensidad del canto, descartando en cambio el culto a la agilidad vocal de antaño. Todo esto no era, en el fondo, más que una última variante del espíritu romántico, pues el tema central de este tipo de óperas seguía siendo, casi exclusivamente, el desarrollo —generalmente contrariado— de una relación amorosa. Algunas creaciones de esta etapa «verista» han alcanzado tal consenso que muchos espectadores «genuinamente» partidarios del género operístico, apenas si son capaces de valorar nada más que este tipo de producciones. Un sector importante del público llegó a conformarse con un estrecho repertorio de veinte o veinticinco óperas de los últimos años del siglo XIX y primeros del XX.

Se llegó así a una situación realmente peligrosa, pues para muchos la ópera no era más que un tipo preciso y concreto de espectáculo, fuera de cuyos límites no había más que un mundo desconocido y que no interesaba conocer. Todavía hoy en día se produce este curioso fenómeno, por el que se rige buena parte de los espectadores que sólo aspiran a volver a ver las óperas que conocen, y menosprecian por completo aquellos títulos que no les resultan familiares, tanto los del pasado como los del presente.

La excesiva conciencia artística de los compositores contemporáneos

Las cosas se empezaron a complicar en los primeros años del siglo XX cuando muchos compositores se hicieron conscientes de que su obra podía ser observada y valorada mejor por sus colegas, por los críticos, por los responsables de programación de algunos teatros (y sobre todo por los dispensadores, casi siempre «oficiales», de encargos y de estrenos).

El exceso de autoconciencia de muchos compositores, que han abandonado la espontaneidad de los creadores de antaño, se debe a que saben que el público no está generalmente en condiciones de valorar los méritos estrictamente musicales y técnicos de una composición operística. Esto ha tenido una nociva influencia sobre el desarrollo de la ópera en el curso del siglo XX. Sólo aquellos compositores que actuaban movidos por un genuino interés por buscar soluciones han logrado que sus obras alcancen el mínimo de popularidad necesario para que su presencia en los teatros resulte bien acogida. Entre los más destacados de éstos podemos citar a Benjamin Britten y a Leos Janácek, por la consistencia de su relativamente numerosa producción operística, que obedece a un estilo y a un contenido, incluso aunque éste no sea estrictamente «operístico».

Otros en cambio, aunque ensalzados contra viento y marea por sus adictos y partidarios, sólo han logrado triunfos ocasionales y la presencia, forzada, en temporadas y ciclos en los que el gran público los acepta con paciencia o se limita a desertar discretamente del evento, que rara vez se repite.

En medio de este proceso de renovación de la ópera, en el siglo XX, han surgido varios caminos alternativos, motivados por la falta de interés, para muchos, de lo que se ofrecía rutinariamente en los teatros, y por la falta de salida real en la producción contemporánea. Uno de estos caminos, y muy poderoso, ha sido el renacer del interés por el pasado operístico. Muchos títulos que hasta 1950 fueron simplemente carne de diccionario, nombres y fechas muertos en un pasado aparentemente definitivo, han recuperado su presencia en los teatros e incluso en el favor popular. El primero en beneficiarse de esta tendencia fue Mozart, cuyas óperas se citaban alguna vez, pero cuyo recuerdo activo se centraba únicamente en Don Giovanni, por la simple razón que era la única de las óperas de Mozart que se podía compatibilizar —más o menos— con el espíritu romántico.

Sin embargo, el proceso fue lento. Nadie hubiera podido imaginar en 1930 que antes de acabar el siglo todas las óperas de Mozart, incluso las más juveniles, habrían regresado a los escenarios teatrales.

Después vino la recuperación del repertorio belcantista. Propiciado primero por el brillante sentido artístico e interpretativo de Maria Callas. Los años cincuenta y sesenta presenciaron el retorno de las casi olvidadas óperas del período final del belcantismo italiano: títulos de Rossini, de Bellini y de Donizetti recuperaban pronto su presencia en los teatros, potenciados por las mejores especialistas que ha dado el siglo XX (Caballé, Sutherland, Gencer); muchos de esos títulos se han afincado en eso que seguimos llamando el «repertorio», incluyendo obras antes consideradas casi inexistentes —caso de Il viaggio a Reims, de Rossini, que no prosperó ni en su tiempo—. Junto a estas «reexhumaciones» de títulos italianos se han producido las de óperas de autores olvidados en otros países, incluida España.

Finalmente en los años finales del siglo XX se produjo el inesperado renacimiento de los autores barrocos: potenciado especialmente por el mundo musical francés e inglés, los grandes títulos de Lully, Rameau, Händel, Gluck e incluso Telemann han empezado a salir del olvido y a ocupar escenarios, festivales y eventos musicales.

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