Kitabı oku: «Nicol»
© Copyright 2020, by Rolando Rojo Redolés
© Nicol - 2020
© Copyright 2020 Editorial MAGO
Colección Escritores Chilenos y Latinoamericanos
Director: Máximo G. Sáez
Primera edición: diciembre 2020
Edita y Distribuye: Editorial MAGO
Merced Nº 22 Of. 403, Santiago de Chile
Tel.: (56-2) 2664 5523
editorial@magoeditores.cl
www.magoeditores.cl
Registro de Propiedad Intelectual Nº 281598
ISBN: 978-956-317-617-9
Diseño y diagramación: Sergio Cruz
Imagen de portada: Imagen retocada de foto de las grabación de la película El Marginal 2
Lectura y revisión: MAGO Editores
Impreso en Chile / Printed in Chile Derechos Reservados
“Una sociedad tiene los delincuentes que se merece”. Emma Goldman
-…
-¿Quién habla?
- ….
- ¿Qué pasa, Mikey? ¿Qué sucede? ¿Dónde está el Chris?
- …
- ¿De qué, huevón ? ¿Qué mierda pasa?
-
-¡¡¿Qué?!! ¿Qué dijiste, Mikey? ¿El chino del minimarket?
- ….
-¡¡No puede ser. Mikey!! ¿Quién? ¿Dónde está el Chris?
-…
-¡Chucha… Pero… ¿Cómo?… ¿No era ayer…?
-….
-¿Estabas con él?
-…
¿Dónde está el Chris, Mikey? ¿Dime dónde está el Chris, Mikey, por la cresta?
-…
- ¿Posta Central? ¡Mierda! ¿Es grave?
-…
-¡ ¿En la cabeza? ¡Oh, Dios mío! Se lo advertí tantas veces, Mikey. El chino es
peligroso. Se lo dije tantas veces!
- ….
- Corto. Voy a verlo.
I
El matasanos se asoma en el marco de la puerta con su delantalcito blanco, sus brillantes lentes ópticos, el estetoscopio colgado del pecho y los cuarenta ojos de la sala de espera se desprenden de las revistas, de los diarios, de los rezos, de la angustia y lo miran a él, como si miraran a Jesucristo”. El matasanos pasea su mirada tranquila, poderosa, cabrona, por sobre los rostros desencajados por el miedo, balbucea, carraspea y, finalmente, pregunta con aterciopelada voz de maraco: ¿los familiares de Chrístofer Peña Muñoz? Y los ojos van cayendo lentamente a las páginas de las revistas, de los diarios, de la angustia, de los rezos. Sólo los míos siguen pegados en la espigada figura del brujo de la tribu. Trago saliva. Parpadeo. Me sudan las manos. Lo miro. Me levanto. Lo vuelvo a mirar. Sé que la arruguita que se le forma al costado de la boca es de satisfacción, es de alegría por terminar el maldito turno de la Posta Central, por olvidar los olores de la Posta Central, la podredumbre de la Posta Central, la miseria de la Posta Central y trepar al Audi y volar a noventa o cien, hacia sus praderas verdes del Barrio Alto. Esa arruguita feliz, imagina la ducha tibia corriendo por su cuerpo desnudo de Barrio Alto, imagina la sedosidad de sus camisas y de su traje del Barrio Alto, imagina la mesa servida con los manjares que prepara Adela, la nana peruana del Barrio Alto, imagina la fragancia de su mujer del Barrio Alto, el whisky del Barrio Alto servido en la terraza, aspirando la fragancia del jardín, mientras ella le cuenta las últimas travesuras de los hijos rubios del Barrio Alto, las últimas compras en el mall del Barrio Alto, la necesidad de cambiar el auto por una cuatro por cuatro para que los hijitos rubios del Barrio Alto vayan cómodos a sus colegios del Barrio Alto. Y luego el lecho del Barrio Alto. Él le sacará los calzoncitos y se la tirará como todas las noches, a lo misionero del Barrio Alto, y ella emitirá esos gemiditos de conejo degollado cuando esté acabando, y él le besará el cuello, las pequeñas orejitas rojas, le chupará las tetitas, pero no se bajará a los berros, porque eso no está bien, eso no se hace con su mujercita, eso es para las putas del Barrio Alto, para su secretaria, para alguna enfermerita cachonda, pero no para la María Paz Goyenechea Echeñique, educada en las monjas, cartuchita como llegó de la cuna al matrimonio, sin que la hubieran picado ni las pulgas, aunque él, José Ignacio Risopatrón Rivadeneira, conocía la fragancia de esa chuchita rosada, de esos labios nacarados, de esos juguitos que la mojaban cuando, solitarios en el living de la casa de María Paz Goyenechea Echeñique, él deslizaba los dedos gruesos de aspirante a doctor por el borde del calzoncito y le pajeaba el clítoris, mientras los viejos de María Paz Goyenechea Echenique, es decir, don Tomás Goyenechea y doña Amelia Echenique, dormían plácida y profundamente en el segundo piso o se deleitaban con la última teleserie turca, “Ay, Tomás qué macanudos son estos turcos, oye, con esos bigotazos negros, niño, por Dios”. Yo, doc. ¿Yo qué? ¿quién es usted? Yo soy el único ser humano que el Chris tiene en este mundo. ¿Hermana…? No, doc, su mina¡ ¿Quééé…? Su yunta, su pata, su puta, su amante, su piel, su pana, su mujer… Y el asopao pestañea y pierde la compostura. ¡¡Baaasta!! Esto no es un juego. Al paciente no se le pudo extraer la bala del cerebro. No pasará la medianoche. En dos horas más habrá un segundo informe –dice con firmeza, y gira sobre los talones y se pierde en las tripas húmedas de este recinto con olor y sabor a muerte. Miro el reloj de pared de la Posta Central, el blanco reloj de pared de Posta Central, el indigesto reloj de pared de Posta Central, el gelatinoso reloj de pared de Posta Central y alcanzo a divisar, antes que se derrita por completo como si fuera un plástico recalentado por las miles de angustiosas miradas de madres, hijos, hermanos, tíos y primas de quienes agonizan en el interior de la Posta Central de Santiago de Chile, que acaba de marcar las ocho de la noche. Saco la cuenta. Al Chris le quedan cuatro horas de vida. ¡Sólo cuatro, Dios mío! Rezo a mi Cristo Mutilado. Por primera vez, le rezo con fervor a mi Cristo Mutilado. Es un rezo inventado por mí, por mi dolor, por mi angustia, por mi desamparo, por el Chris, “ Cahuinero Nuestro de cada día, Pendejo Nuestro de cada día, Macabeo Nuestro de cada día, Achacao Nuestro de cada día. Salva al Chris, te lo ruego. Ten piedad por él, te lo ruego. Sólo es un delincuente juvenil, mi Cristo Mutilado ¡¡Sálvalo te lo ruego!! Y hundo mi cara de dieciséis años en el fondo infinito de mis manos de dieciséis años, en mi angustia de dieciséis años, en mi dolor de dieciséis años, en mis cabrones y angustiados dieciséis años. Y un solo pensamiento gira como remolino en mi cerebro: “Te dije que no te metieras con el chino, Chris. Te lo dije una y otra vez, el chino es peligroso Chris. Te lo dije mil veces, Chris, el chino vive armado. Chris, el chino se va a defender. No me hiciste caso. Si la vieja sentada junto a la puerta, que escuchó el diagnóstico del doc y me mira con cara de cordero degollado, intenta venir a abrazarme o darme cháchara, le escupiré el rostro y maltrataré sus orejas con mi mejor puteada. Quédate sentadita no más, buena samaritana, límpiate la compasión que te chorrea de la frente a los zapatos No hagas intento de venir a hueviar, vieja maldita. Entonces agacho la cabeza y …
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2
Al Chris lo conocí cuando cumplí quince años. El flaco vivía en los block de departamentos que están cruzando la avenida. Era vecino de la Florencia en el segundo piso del block C. La Florencia Ramírez vivía en 205 y el Chri en el 207. La Flo era mi amiga bloquera. Era más que eso. Nos conocimos en los Juegos de diversiones que se instalan, en los veranos, junto con los circos, en un sitio eriazo de la Alameda. Las dos subimos a la misma silla de la Montaña Rusa y las dos destemplamos el ambiente con nuestros histéricos gritos de mujeres escandalosas, de cabras pelusonas, de minas buenas pal hueveo. Al comienzo todo fue normal. No quiero decir que lo que pasó después fuera anormal. Digo normal por decir que éramos solo amigas, solo compañeras, solo dos comadres bloqueras de la pobla. La Flo tenía veinte años. Vivía sola con su mascota bloquera, un gran danés del porte de un caballo que le comía la mitad del sueldo. “Este es mi compañero y mi defensor”. Decía la Flo, besando al perro en el hocico y haciéndole cosquillitas en el gargüero, lo mimoseaba: “venga para acá mi gandulote, mi machote, mi gigantote, para que mamita le haga cariño, venga mi guagüita rusa”. Y el mastodonte de dos zancadas, copaba el pequeño departamento de la Flo. Se llamaba Jack y, en cuanto la Flo me abría la puerta, se iba directo a olfatearme el choro, como si el cabrón estuviera entrenado en olfatear vulvas. Yo me cagaba de la risa y le gritaba a la Flo, “¡Flo, tu perro bloquero es un perfecto come chucha!” La Flo trabajaba de secretaria en una clínica dental. Ganaba buenas lucas la Flo bloquera. Una o dos veces al mes, íbamos al centro a comer completos al Dominó, hamburguesas y papás fritas al Mac Donald, helados del Nuria. Nos llenábamos la guata con Coca Cola y nos íbamos cagadas de la risa, tirándonos flatos y peos por la calles del centro. “¡Báilate éste!”- decía la Flo y se mandaba un guaracazo que llegaba a levantar polvo de la vereda. La Flo bloquera me preguntaba ¿amiga, cómo andai de calzones? Y entrábamos a una tienda y me compraba una docena de braguitas, ilustradas con monitos o corazones. ¿Cómo andai de sostenes, amiga? Y me compraba un par sostenes caros. Y otro dia, ¿cómo andai de jeans, amiga? y me compraba un par de Levi´s que me quedaran apretaditos a la carne. La Flo bloquera se metía conmigo al probador y me ayudaba a elegirlos por el color, la textura, por cómo se amoldaban a mi cuerpo. “Te quedan maravillosos, okey” -decía pasándose la lengua por los labios y las manos, por mi culo y la entrepierna. Otras veces, ¿cómo andai de zapatillas, amiga? Y yo regresaba a casa con un par de Adidas bajo el brazo. ¡Quería más que la cresta a mi amiga bloquera! Sentía que por primera vez, alguien me apreciaba, alguien me quería verdaderamente. A veces, la Flo llegaba hasta mi casa con una pizza calentita y un par de cervezas y yo la metía rápidamente a mi pieza para que ninguno de los dos despreciables sujetos que viven conmigo se quedaran mirándola con cara de estúpidos con la boca abierta y las babas colgando “¿Quién es tu amiguita, Nicol?” “¿Por qué no la presentai, ah?” -Encalétate rápido -le decía- y la Flo, sin entender un corajo, se metía a mi cuarto. Allí comíamos la pizza, tomábamos las chelas y fumábamos. A la Flo le gustaban los Lucky sin filtro, decía que daban buena suerte; yo le decía que daban cáncer y nos cagábamos de la risa. Era un tiempo en que reíamos mucho. Todo era muy bakán.
Yo vivo frente a los block de departamentos en una casona antigua que mi abuelo heredó de sus padres.
Esa inocente y pura amistad duró unos dos meses. Fue un veinte de junio, fecha grabada en mi mate, cuando la vida me hizo conocer dos cosas que me acompañan hasta hoy: el sexo y la droga. El mundo estaba sumido bajo una gran mancha gris que flotaba sobre ese sector marginal de la ciudad. Era una sensación de ahogo permanente. El gris bloquero pintarrajeaba edificios, casas, sonrisas, penas, enfermedades, ancianos y hasta a los perros. Aquí todo era gris. Aquella tarde de domingo, después de ver capítulos repetidos de la teleserie turca, la Flo armó un pito -dijo-. Le dio dos o tres caladas y me lo pasó. Yo sólo había fumado tabaco. “Aspíralo con fuerza y retén el humo en el pecho, okey”. Obedecí. La Flo es la persona a quien más he obedecido en esta vida. Así lo hice. No una, sino dos, tres veces, hasta que empecé a sentir que me desprendía del cuerpo. Me sentí libre de todo peso, angustia o ley. Sobre todo la gravedad. Y flotaba. Y me desplazaba por los aires. Miraba el entorno bloquero con ojos donde renacían los colores. El gris bloquero se eclipsaba para siempre y reaparecían los rojos intensos, los verdes cobaltos, los azules índigos y yo, sin cuerpo, sin huesos ni piel, flotaba como en un útero materno, como en una cápsula espacial. Todo era intenso. Todo era más armónico que el bloquero mundo gris que me rodeaba. No sé cuánto tiempo pasó. Al volver del viaje, sentí las suaves manos de la Flo, acariciando mi rostro, mi pelo, mis lágrimas. Sentí sus labios bloqueros en mi cara, en mi cuello, presionando mi boca. Yo nunca había besado a nadie, salvo, cuando niña, estampitas religiosas. Ahora, eran labios ajenos los que presionaban los míos. Era una lengua bloquera, húmeda la que trataba de introducirse en mi boca incrédula. Después, la Flo me sacó la blusa y los jeans y chupó mis senos con delicadeza. Su lengua bloquera se deslizó por mi torso, rodeó mi ombligo, incursionó bajo mis bragas y estuvo largo rato cepillando, bloqueramente mi clítoris. Miento si sentí algo agradable. Mi única sensación fue de estupor, de rareza. Y esa sensación continuó por largo tiempo. Sólo al cabo de un mes de realizar esas sesiones lésbicas, empecé a saborear la agradable sensación del sexo. Tuve mis primeros orgasmos. La Flo sabía localizar mis partes más sensibles. Sabía introducir sus dedos y su lengua bloquera en mi sexo y en el orificio de mi culo. Sabía arrancarme suspiros, jugos y orgasmos, “Acaba para mí, guagüita mía, dámelo, dámelo todo, mi pequeña viciosa, okey”. -me susurraba- envuelta en los vapores de la calentura. Me enseñó cómo hacerlo, cómo invertir los papeles y era yo la que chupaba, lamía, succionaba y me amarraba el juguetito de plástico en la entrepierna. Nos enviciamos en la yerba y el sexo. Casi no dejábamos día sin hacerlo. Jack era el más sorprendido. Nos miraba con sus ojos tristes y emitía pequeños gemidos como si él también gozara con ese enredo de piernas, lenguas, pelos y babas. Así fue como un veinte de junio, a mis catorce años, conocí el sexo y la droga.
La Flo no siempre fue así. Quiero decir, no siempre aceptó que le gustaban las mujeres. Incluso, a los diecisiete años se casó con el pololito de la adolescencia, con el compañerito de banco del Liceo. Duró tres años, soportando insultos, golpes, vejaciones de un machista hijo de putas. El Dany Ormeño, su marido, era enfermo de celoso. Si un hombre miraba a la Flo más de dos segundos, ella sufría los golpes del energúmeno. Su cuerpo y su rostro lucían permanentemente las marcas de la violencia intrafamiliar. Sus amigas y sus padres le aconsejaban que se separara del sátrapa. El día que el golpeador llegó más curado que otros días, y cayó desvanecido en el sillón del living, la Flo armó un bolso con sus pertenencias, que no eran muchas. Cerró puertas y ventanas del departamento que arrendaba y abrió las llaves del gas. Nunca supo el desenlace de su acción bloquera, pero, a partir de ese momento, juró no meterse con hombre alguno y tuvo sus primeras experiencias lésbicas. “Era una tendencia que siempre oculté en el closet, por evitarle un dolor a mis padres, okey. Por eso me casé con el Dany, sin sentir nada por él y mucho por cada una de mis compañeritas de curso. Me gustaban las clases de gimnasia, porque después nos bañábamos juntas y yo me deleitaba con esos cuerpos adolescentes que empezaban a formárseles las caderas, las tetitas, los pezoncitos untados en café con leche, a sombreárseles el pubis con un vellito sedoso y rizado, a redondeárseles el traserito. Un día, la Paty Rojas, una cabra avispada del curso, me dijo: “Flo, te tengo cachadita, a vos te gustan las tortillas” Y yo enrojecí desde la raíz del pelo hasta la última uña. Entonces, para evitar que se esparcieran los rumores, me puse a pololear con el Dany, un cabro de cuarto medio, el más mino del Liceo, okey. Cuando egresamos de la media, nos casamos y ahí empezaron los problemas. Yo le sacaba el cuerpo a la calentura del Dany que era como tonto pal leseo. Quería la tontera mañana, tarde y noche. Yo nunca sentí un orgasmo con él. Todo lo contrario, sentía una especie de rechazo cuando me enchufaba esa cuestión dura entre las piernas. Creo que las únicas veces que sentí algo, fue cuando el Dany se bajaba a los berros, okey. Así empezaron los problemas y el cabrón empezó a exigirme sexo a la fuerza y luego, a golpearme. -confesaba la Flo bloquera muerta de la risa.
Durante nuestra relación, me hice, a sugerencia de la Flo, el primer tatuaje. Ella quería que me tatuara su nombre en el antebrazo, pero yo opté por una mariposa al costado del pubis y una arañita en el tobillo. Nunca pensé que ese arte se me convertiría en una adicción incontrolable, al punto de que hoy, a mis dieciséis años, tengo, prácticamente, todo el cuerpo tatuado.
Cuando cumplimos un año, la Flo bloquera quiso tirarse las cartas para saber qué le deparaba el futuro y cuál sería el destino de nuestra relación. Una mujer vieja, con aspecto de gitana, vestida con una grasienta bata floreada y un turbante en la cabeza, nos recibió en un salón que apestaba a meado de gato e incienso. Le pidió a la Flo que sacara tres cartas del Tarot. La Flo sacó El Mago. La mujer la miró sonriendo. “Esta carta simboliza el conocimiento y el poder”. Después sacó La Templanza, Simboliza –dijo la vidente- promesa y renovación. Es el puente entre el cielo y la tierra y sugiere una nueva comunión. Finalmente, la Flo sacó El Colgado.- esta carta implica que la mente racional ya no se controla, simboliza el descenso del espíritu a la oscuridad del subconsciente. Vas a perder un gran amor. Sufrirás mucho con esta pérdida, pero el tiempo todo lo cura y te lograrás reponer. –finalizó la mujer.
Fuimos a cenar a un restaurante chino para celebrar nuestro aniversario, pero yo supe que algo había cambiado para siempre en la Flo bloquera. No habló durante toda la comida. No comió. No bebió. No fumó. Su espíritu parecía vagar en otra dimensión. Ni siquiera se dio cuenta de las veces que le pregunté qué mierda te pasa Flo. No quiso que nos fuéramos a la cama. Me dejó en la puerta de mi casa. Me abrazó. Sus ojos se llenaron de lágrimas y partió. Una semana después, conocí al Chrístofer.
Flo,
Flo.
Flo,
Flo,
Flo bloquera…
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