Kitabı oku: «Mosko-Strom»
Rosa Arciniega
Mosko-Strom
El torbellino de las grandes metrópolis
Prólogo y edición adjunta de
Inmaculada Lergo
Mosko-Strom
El torbellino de las grandes metrópolis
Este libro no podrá ser reproducido, total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito de la editorial. Reservados todos los derechos de esta edición para todo el mundo, excepto España.
© Rosa Arciniega, 1933
© Pesopluma, 2021
1ª edición impresa: febrero 2021
1ª edición electrónica: junio 2021
Piloto: Teo Pinzás
Copilota: Paloma Reaño
Prólogo y edición adjunta: Inmaculada Lergo
Ilustración de portada, diseño y diagramación: James Hart
Conversión a ePub: Pintax.com
ISBN: 978-612-4416-24-8
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2021-05469
Editado por Pesopluma S.A.C.
Pque. Francisco Graña 168, Magdalena del Mar, Lima – Perú
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Nota a la presente edición
La editorial Cenit sacó en muy breve plazo dos ediciones de Mosko-Strom, sin variación alguna en el texto de la novela. La primera, según reza el colofón, «se acabó de imprimir en los talleres tipográficos imp-rot el 29 de mayo de 1933», y no incluye el sello editorial. Dichos talleres eran parte de una de las diversas imprentas madrileñas con las que trabajó Cenit y de donde salieron la mayoría de sus colecciones populares. La segunda edición se estampó en 1934, en la Imprenta de Murillo, también en la capital española, y en ella aparece ya el sello de la casa editora. La única novedad que incorpora con respecto a la anterior es el subtítulo (en cubierta y en portada): «El torbellino de las grandes metrópolis». Para el presente volumen se ha utilizado la edición príncipe (la primera de ambas), aunque agregando el subtítulo añadido a la segunda tirada. Se ha respetado íntegramente el texto, salvo en el caso de algunas, pocas, incorrecciones gramaticales y erratas, que han sido subsanadas.
Una distopía de la modernidad: Mosko-Strom de Rosa Arciniega1
Sorprende comprobar que la rica y meritoria producción de la escritora Rosa Arciniega (Cabana, 1903 - Buenos Aires, 1999) sea hoy tan desconocida, especialmente en el Perú. Desde sus comienzos en el bullente ambiente cultural de la España de los años treinta, su carrera periodística y literaria fue prolífica, rápida y exitosa. La producción narrativa que llevó a cabo entre 1930 y 1936, durante su estancia en Madrid, es realmente valiosa, e incluso podría afirmarse que es la más personal y original de toda su trayectoria. Fue autora en esos años de varias celebradas novelas —entre las que se cuenta Mosko-Strom—, numerosos cuentos publicados en revistas y prensa periódica, un drama radiofónico y artículos de diversa índole. Pese a ello, y por circunstancias que quizá tengan que ver con la disrupción que provocó la Guerra Civil Española en el devenir de la cultura del primer tercio del siglo xx; por el hecho de tener estas novelas un componente social poderoso; e igualmente por estar escritas por una «mujer moderna», estas obras están prácticamente olvidadas en la actualidad en España. Y también lo están en el Perú, donde no se la ha reeditado hasta la presente edición de Pesopluma, que el lector tiene ahora entre las manos y que cobra un mayor valor debido a esta circunstancia.
Su tiempo en España
A finales del siglo xix y principios del xx, tuvo lugar un importante impulso de las relaciones intelectuales entre España y los diversos países hispanoamericanos. El paso por España de Rubén Darío, y su reconocimiento general entre los escritores del momento, contribuyeron notablemente a ello. De igual manera, el peruano José Santos Chocano, el Cantor de América, había dejado durante su estancia en Madrid (de 1905 a 1908) la resonancia de sus versos. Su mejor libro, Alma América (1906), se publicó con prólogo de Unamuno, un poema de Darío e ilustraciones de Juan Gris bajo el sello de la Librería General de Victoriano Suárez; y Fiat Lux (1908), con prólogo de Andrés González Blanco, apareció a través de la casa Pueyo. La lista de peruanos en España en esos años no es corta2 y aumentó gracias al fomento del intercambio cultural que se propició de diversas formas por entonces. Se concedieron becas, gracias a las cuales se desplazaron a España escritores de la talla de Xavier Abril y su hermano Pablo Abril, César Cáceres, José Torres Vidaurre, Teresa María Llona, Armando Bazán, Félix del Valle o César Vallejo; y se publicaron muchos títulos de autores peruanos en ese periodo. También estaba en España, desde 1906, Felipe Sassone, que tuvo mucho éxito en el mundo del teatro, afincándose definitivamente en Madrid tras la Guerra Civil.
Entre las mujeres, durante 1911 y 1912, estuvo en Madrid la escritora Aurora Cáceres. Venía de París y colaboraba, como haría después Arciniega, en Blanco y Negro. Sus libros Mujeres de ayer y de hoy (1910), con prólogo de Luis Bonafoux, y Oasis del arte (1912), con prólogo de Rubén Darío, ambos editados por Garnier, fueron muy aplaudidos. Fundó la Unión Literaria de los Países Latinos (1909) y recibió en 1913, por su papel como activadora de las relaciones entre España y América, la condecoración de las Cortes otorgada por el rey Alfonso xiii. También Angélica Palma, hija del gran tradicionalista Ricardo Palma, llegó en 1921. Participó durante 1925 en las preparaciones para la Exposición Iberoamericana de Sevilla, celebrada en 1929, y le otorgaron la Encomienda de la Orden de Alfonso xii en reconocimiento a sus méritos.
Pero el «exponente de la vanguardia peruana» en España fue el grupo formado por los hermanos Abril de Vivero, César Vallejo, Félix del Valle y José Torres Vidaurre, aunque su actividad menguó en los últimos años de la década de los años veinte. El grupo se hermanó con el estallido revolucionario de la República. Arciniega se unió a este círculo, aunque era más joven. El ambiente reinante y las tendencias de la época instrumentalizaron en muchos casos la literatura, habiendo calado el marxismo muy hondo en una buena parte de los intelectuales jóvenes. La vanguardia literaria se convirtió en un movimiento que englobaba política, arte, literatura y pensamiento. Se fundó la Unión de Escritores Revolucionarios Españoles, vinculada al Partido Comunista y a la urss. Entre los escritores más activos de este movimiento estuvieron los españoles Rafael Alberti y María Teresa León; y, entre los peruanos, César Vallejo y Xavier Abril. Así, aparecen dos nuevas revistas fundadas por peruanos: Nosotros (1930) y Bolívar (1930).
Otra circunstancia a considerar es la relativa a las editoriales, en especial las que acogieron las obras de Arciniega: la Compañía Iberoamericana de Publicaciones (ciap), creada en 1924, fue una agencia de considerable trascendencia en el mundo editorial, especialmente en este periodo tan activo de intercambio entre España e Hispanoamérica. Fue fundada por el banquero Ignacio Bauer y el escritor y editor Manuel Luis Ortega, a quienes se unió, ya en 1928, el erudito filólogo Pedro Sainz Rodríguez, quien dio un gran impulso al proyecto comprando otras editoriales más pequeñas como Renacimiento o Mundo Latino, una agencia de noticias, una imprenta de grandes dimensiones en el centro de Madrid y la Librería de Fernando Fe, una de las principales distribuidoras de libros desde finales del siglo xix. La expansión se completó con la apertura de delegaciones en las principales capitales de la América hispana: Buenos Aires, Montevideo, México y Quito. Editó también revistas, entre las que estaban Cosmópolis, La Novela de Hoy, La Raza o La Gaceta Literaria. Una de las iniciativas más novedosas y comentadas de esta Compañía fue la de pagar un sueldo y firmar contratos de exclusividad con los autores, algunos tan reputados como Juan Ramón Jiménez o Valle-Inclán, respecto a sus novelas carlistas. Pese a ello, terminó quebrando en 1931 por problemas económicos provocados por mala gestión, siendo Arciniega una de las últimas autoras en ser editadas. Antes de ella, habían salido con su sello obras de otros peruanos como César Vallejo, Felipe Sassone o César Cáceres.
Con Cenit se produce el hecho peculiar de haber sido creada en la cárcel Modelo de Madrid, en 1928, donde coincidieron como presos políticos (bajo la dictadura de Primo de Rivera) Rafael Giménez Siles —codirector de la revista Post-Guerra y principal dinamizador de la editorial— y Graco Marsá —activo luchador por la implantación de la República—, los que invitaron a sumarse a Juan Andrade, que tenía muchos contactos con la intelectualidad de izquierdas en Europa y podía ayudar a la difusión de las ediciones, aunque después se separó por diferencias ideológicas —la tendencia trotskista de Andrade frente al comunismo más ortodoxo de Giménez Siles—. Antes de finalizar 1928 salió su primer libro, que tuvo mucha difusión, lo que convirtió a la editorial en un referente hasta la Guerra Civil3.
Rosa Arciniega llegó a España en este contexto y, por su carisma personal, llamó poderosamente la atención. Para 1931, según podemos observar en las imágenes que se ofrecen de ella en la prensa, había cambiado radicalmente su apariencia, vistiendo con traje considerado masculino para la época —camisa, chaqueta, corbata y boina—, pero sin dejar de mantener un arreglo muy personal, adquiriendo con ello ese peculiar sello que la caracterizaría. Era una «mujer moderna», una «anarquista mística», según se definía ella4, que encajaba bien con el nuevo espíritu de esos años, con los aires de renovación y con el papel de la mujer en la sociedad propiciados por la República.
Cabe precisar que Arciniega llegó a España con unas ideas ya formadas dentro de tendencias de izquierda. En Lima, aunque no llegó a publicar en Amauta, parece que formó parte —según se indica en diversos artículos— del círculo del ideólogo José Carlos Mariátegui, que fundó el Partido Socialista Peruano en 1928, al que puede que se afiliara, así como al Partido Socialista Obrero Español5 al llegar a España, vinculándose al grupo de otras mujeres de izquierda como Concha Méndez, Maruja Mallo, Ernestina de Champourcín, Victoria Kent, etcétera. Todo esto está de fondo en la temática de sus novelas y de muchos de sus cuentos, así como en actos en los que participa, como el de la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País en favor de los ciegos, donde habla de su viaje por las provincias del Perú y de la pobreza de los aborígenes. O la firma, en 1933, del manifiesto en contra de la pena de muerte impuesta en el Perú al poeta Eudocio Ravines —que también firmaron españoles como Manuel Machado, Corpus Barga, Gregorio Marañón, Pedro Garfias, Gómez de la Serna, entre otros, y muchos de los peruanos que vivían en Madrid: Xavier y Pablo Abril, César Falcón, César Vallejo, etcétera—, publicado en La Libertad. También en el generoso apoyo a su compatriota Carlos Oquendo de Amat, que, desde Francia y gravemente enfermo de tuberculosis, se había trasladado a un sanatorio de la sierra de Guadarrama. Este gran poeta murió pronto, con solo treinta años, dejando una única obra publicada —5 metros de poemas— que se cuenta, como es sabido, entre las grandes de la poesía peruana de vanguardia. Arciniega le dedicó el artículo «Llanto de quenas sobre una sierra castellana», publicado en La Prensa de Lima el 4 de marzo de 19376, e incluso pagó su entierro.
Para María del Carmen Simón Palmer, Arciniega encarnaba «el prototipo de “mujer nueva”, que con su profesión y forma de vida reclama la igualdad de oportunidades». Y realmente fue una mujer de su tiempo. En Estampa7, la vemos en una fotografía pilotando un avión de la Escuela de Aviación Civil que se inauguraba en Valencia —ya antes había realizado vuelos en el Perú e incluso había sufrido un accidente sobrevolando el río Rímac—. El periodista le bromea diciendo que está «ante una literata de altos vuelos», a lo que responde irónicamente que tiene el propósito de abandonar la literatura para consagrarse la aviación, «en la que se alcanzan, sin duda alguna, más elevadas posiciones que en la manigua de las letras. Y quizá con menos riesgo y mayor tranquilidad». Otro de los adelantos técnicos que apoyó decididamente fue la radio, participando de forma directa en ella: además del citado drama radiofónico, El crimen de la calle Oxford (1933) —por el que recibió el tercer premio en un concurso de teatro radiofónico—, hizo lecturas de su obra y colaboró en la revista Ondas, en la que incluso fue portada dos veces (el 6 de junio y el 28 de agosto de 1931); y organizó y presentó un programa para fomentar y difundir las relaciones entre España e Hispanoamérica con la intervención de «prestigiosos miembros del Cuerpo Diplomático acreditados en Madrid, así como las figuras más sobresalientes de las letras americanas que se encuentren en España, todo ello sazonado con música típica», según se anunció en Ondas el 18 de agosto de 1934. Consideraba además que, al entrar en todos los hogares, podía ayudar también a que la mujer dejara de estar aislada del mundo, lo que sin duda contribuiría a su evolución.
Mosko-Strom: una distopía de la civilización moderna
Max Walker, habitante de la ciudad de Cosmópolis, ingeniero director de una importante empresa de automóviles y tractores, hombre hecho a sí mismo desde un origen humilde, contempla satisfecho la impresionante maquinaria humana y técnica que, con precisión milimétrica, lleva a cabo su tarea. Para Max Walker, todos los malestares sociales radicaban en la inexactitud, e imagina a la humanidad «al modo de una formidable máquina perfectamente regulada y dirigida desde su despacho de trabajo; todos los hombres matemáticamente acoplados en su sitio exacto; dando matemáticamente un rendimiento previsto, descansando matemáticamente lo establecido por un ingeniero director...». La única máquina inexacta en este perfecto engranaje —pensaba—, «el único motor que nunca funcionaba bien», era precisamente el hombre8.
Max Walker vive en Cosmópolis, la impresionante y moderna gran ciudad en la que todo funciona igualmente con rapidez y eficiencia. Junto a él, el resto de personajes de la historia, el grupo de amigos que mantienen el contacto desde los tiempos de la universidad, reuniéndose una vez al año, son todos hombres de éxito: el banquero Howard Littlefield, de obesidad prominente y con los dedos de las manos cargados de brillantes, atento a los movimientos de la bolsa y continuamente preocupado por los disturbios sociales provocados por los obreros y por la marcha de sus activos financieros, pues sabe que todo está levantado «sobre un montón de arena que se vendrá abajo cualquier día»9; Eddie Swanson, rico industrial que aumenta su capital con exitosas empresas; y Conrad Riesling, el despreocupado conquistador de vida fácil y regalada. Todos menos uno, Jackie Okfurt, contrapunto ideológico del resto, «espíritu inquieto, extravagante, poeta unas veces, anarquista otras y absolutamente incapaz siempre de decidirse por algo útil ni de adaptarse normalmente a las leyes reguladoras de la vida social». Okfurt es el disidente, el «eterno disconforme», el que no se ha enriquecido como los demás, sino que ejerce la medicina de forma modesta: el único que parece darse cuenta de lo que ocultan Cosmópolis y su forma de vida. Okfurt carece de «talento positivo», «ese talento práctico que brilla más en la vida que el auténtico talento». Cierra el grupo el que fue el más querido profesor de todos en su época de estudiantes en Universidad Central, Stanley Sampson Dixler, que se encuentra ya viejo y enfermo, y a quien Okfurt atiende con solicitud. El profesor Dixler encarna el ideal, ha llevado y lleva «una existencia limpia, sin ambiciones, plena de fervor idealista en el triunfo del Bien». Un fervor que inculcaba a sus alumnos, afianzando en ellos la confianza en que «el Gran Amor —que sería la gran Fraternidad— llegaría algún día a establecerse sobre la Tierra abrazando en un cordial lazo a todos los humanos».
Junto a estos personajes aparecen la mujer y los hijos de Sampson Dixler, que encarnan la vida vacua y yerta que proporciona el culto a los bienes materiales, a los apetitos fisiológicos y el camino del lujo y la vanagloria, lo que en el fondo son también unas formas de esclavitud. La esposa de Max Walker, Isabel, es una mujer de clase alta que vive sin más ocupaciones que las sociales, pero a quien le asalta continuamente una especie de «fastidio íntimo», unas nostalgia y melancolía «cada día más acentuadas e incomprensibles», que no son sino un gran vacío dentro de sí misma, el mismo vacío que caracteriza a su época. Su matrimonio se construyó en base al amor y la sinceridad, pero las formas de vida que llevan no ayudan a mantenerlo.
Sin embargo, quizá el personaje principal sea Cosmópolis, la gran urbe, la ciudad moderna en la que se yergue con orgullo «la audacia de los rascacielos hacia el infinito», donde las calles y los barrios no tienen nombre sino que están numeradas en un orden racionalmente calculado, en la que los medios de transporte (tranvías, trenes aéreos, metro, coches…) mueven una avalancha humana que lo llena e inunda todo «como un alud formidable», y en la que, latiendo por debajo del asfalto, palpitan las «vísceras de la ciudad»:
la fantástica catarata del metropolitano, surcando a enormes velocidades las entrañas de Cosmópolis en todas direcciones; centenares de miles de finos hilillos telefónicos y telegráficos, revueltos como una madeja, pero perfectamente enhebrados en su extremidad, vibrando sin descanso, incesantemente, como los nervios sensoriales de un cuerpo humano en momentos de intensa emoción; el entresijo formado por los cables de la luz, por los tubos del gas, por las enormes tuberías de agua en su doble acometida de salida y entrada, toda aquella complicada red metálica, en fin, fina, vibrante y sensitiva como el sistema nervioso de un cuerpo humano. Y todo aquel enorme mecanismo incomprensible y sutil, obediente y sumiso a la mano, a la inteligencia del hombre; todo dispuesto para servir al hombre, único señor de las grandezas creadas por él (pp. 92-93).
Por eso, al observarla, el profesor Dixler se pregunta: «¿No era esto maravilloso? ¿No constituía esto, acaso, el más grandioso ideal, la más altísima de todas las religiones? ¿Una fe, una esperanza en este Progreso no podría llevar también al hombre a la caridad, a la fraternidad y, con ellas, al propio Bien universal?». Y es la propia novela la que responde a través de las historias de los personajes y de los diálogos de Jackie Okfurt con su maestro Sampson Dixler y su amigo Max Walker: «Todo cabe en esta ciudad que viste a las almas, como a sus edificios, de hierro y cemento, que ha enterrado, por inservibles, el amor y el libre albedrío de los hombres». Es lo que ve en los demás, en sus antiguos colegas, poseedores de todo lo que materialmente pudieran necesitar o desear, pero ciegos a las bellezas del mundo y de la vida, anestesiados los verdaderos sentimientos por el torbellino de la ciudad:
Y, detrás de estos dos hombres representativos, Jackie Okfurt veía a las inmensas multitudes anónimas, a Cosmópolis entera, poseída también del vértigo de la más fantástica de las precipitaciones. También acuciadas, espoleadas violentamente por la prisa. Millones de obreros sin espíritu ya, maquinizados, idiotizados por un plan de racionalización del trabajo. Millones de burócratas, comerciantes, artistas, toda una ciudad, todo un mundo, pasando por la vida sin tiempo de contemplarla, en el colmo de la velocidad y del vértigo. Arañándose, despedazándose unos a otros, todos afanados en su rápido triunfo, en su presente bienestar material. Y, sin embargo, todos, aun los triunfadores, presos, maniatados dentro de las argollas creadas por ellos mismos. Todos infelices por la ausencia de un ideal, manoteando en el vacío más espantoso... (p. 163).
Todos aparecen ansiosos de una cosa: «tiempo, tiempo». El tiempo, cuya velocidad asfixia, cuya falta angustia, al que se da culto como a un verdadero dios («El tiempo era medido, sopesado allí, como el polvillo de oro, como las limaduras de un diamante por un joyero judío»). En la fábrica, todo está regulado por él; los cronómetros, «insobornables supervisores», lo ajustan milimétricamente, consiguiendo que todo marche «con absoluta precisión»:
Allí no se hablaba más que el lenguaje del cálculo, el idioma de la exactitud y de la rapidez. Números de talleres, números de máquinas, números de hombres...
Los ojos del ingeniero Max Walker saltaban desde los papeles donde estampaba su firma a la esfera del reloj. Las tres menos cinco, menos dos minutos, las tres... Ansiosamente pedía tiempo. «¡Tiempo, tiempo! ¡Ah, no poder poseer el don de la ubicuidad!».
Abajo, en la explanada, en las naves de los talleres, la rueda giratoria seguía su vertiginoso ritmo invariable. Y los hombres, invariablemente también, cebando sin cesar aquellas mandíbulas de gargantúa. «Chas, chas; chas, chas; arriba, abajo; arriba, abajo». Incansablemente, isócronamente, como las olas del mar, como el ritmo cardíaco, como el tic-tac de un reloj (pp. 113-114).
Y ese mismo esquema fabril es el impuesto también en la ciudad y en la vida en general de las gentes, un tiempo deshumanizado y acelerado que se traga al hombre en pro de la eficacia. Igual que lo hace el fenómeno que da lugar al título de la novela, el Maelstrom o Mälstrom o Mosko-Strom, que se produce en el archipiélago de la provincia noruega de Nordland, «un embudo colosal en perenne hervor, en un vórtice furioso y aspirante a donde iban a parar con increíble violencia peces, maderos, barcos, hombres, todo cuanto se ponía al alcance de su sima succionante, para ser arrojados después, rotos, hechos trizas, por debajo de las aguas». Un hecho que el pueblo ha convertido en leyenda, según la cual «el terrible vórtice aspirante era producido por un pulpo gigantesco, un monstruo multisecular cuyos enormes tentáculos […] removían sin cesar las aguas para atraer la comida hacia su boca insaciable».
Para Max Walker, al principio de la novela, este ritmo y precisión conseguidos por el progreso técnico eran motivo de orgullo y le producían satisfacción al considerar que, si se extendía a toda la sociedad, serían parte fundamental de los logros a los que podía llegar la humanidad:
Una Religión —él, que no tenía ninguna—, un Amor —él, que no había conocido ninguno— vinieron a llenar su íntimo vacío espiritual: la Religión de la Ciencia; el Amor del Progreso humano. Ciencia y Progreso que, para el estudiante de ingeniero Max Walker, cobraban formas tangibles en las exactitudes de la Técnica, en los adelantos e inventos que, esclavizando a voluntad las fuerzas ignotas y elementales del Cosmos, convertían al hombre moderno en un auténtico semidiós (p. 45).
Jackie Okfurt, sin embargo, le hace ver la cara oscura de esa realidad:
—Pero no, Walker. El verdadero Mälstrom no está allí. Está aquí, ¡aquí!, en el centro de Cosmópolis. Aquí es donde vive y agita sus tentáculos formidables, donde abre su boca succionante el verdadero pulpo; ese pulpo moderno de la ambición que arrastra hacia su vórtice inesquivable a la Humanidad entera... (p. 251).
Mosko-Strom es, por lo tanto, una gran distopía, una distopía de la forma de vida a la que conduce la civilización moderna, dominada por los «beneficios» que los adelantos técnicos y las comunicaciones han creado en las grandes ciudades. Cosmópolis es, en este caso, la ciudad utópica, moderna, trepidante, rápida y ordenada; el remedo antitético de todas aquellas urbes que, desde La República de Platón —pasando por La ciudad de Dios de San Agustín, la isla Utopía de Tomás Moro, La Ciudad de Sol de Campanella y La Nueva Atlántida de Francis Bacon; y por los proyectos del socialismo utópico que llevaron incluso a la práctica Charles Fourier, Saint-Simon o Robert Owen—, el hombre ha soñado siempre, buscando la felicidad a través de una sociedad perfecta donde no existe ningún tipo de injusticia o esclavitud, y que, siguiendo el desarrollo de los acontecimientos —y principalmente el contrapunto del discurso de Jackie Okfurt—, nos va enseñando su otra cara:
subía hasta allí el estruendo lejano de la Avenida 24, abierta en pleno corazón de Cosmópolis y en toda su efervescencia en estas primeras horas de la mañana. Era como un fragor de tormenta, como la orquestación de una sinfonía bárbara y elemental, con rudas disonancias y estremecimientos poderosos e intermitentes […].
Bocinas de autos, bruscas trepidaciones de motor, sacudidas de camiones y tranvías, de carromatos y trenes eléctricos, todo ese rugido de infierno, en fin, indescriptible, monótono y desesperante, que asciende como la vaharada de un gas asfixiante, desde el fondo de las grandes urbes hacia las nubes (p. 70).
La lectura de ciertas partes de Mosko-Strom nos recuerda la gran distopía de Aldous Huxley, Un mundo feliz, que prácticamente coincide en el tiempo, pues se publicó en Londres en 1932. Teniendo en cuenta que la primera edición en castellano es de 193510, y sin tener la seguridad de que Arciniega hubiera podido leerla, Mosko-Strom cobra aún más valor. Sí conocería, muy probablemente, la novela Manhattan Transfer, de John dos Pasos, publicada en 1925 y traducida al español por José Robles en 1929, precisamente por la editorial Cenit. De lo que no hay duda es, desde luego, de que es un relato de su tiempo: «Su novela de ahora», dice una reseña tras su publicación, «recoge, como las anteriores, inquietudes y problemas muy de nuestra hora, llenos del culto a la máquina y el desdén a lo sensible, que caracteriza nuestra época»11.
Mosko-Strom, así como sus dos novelas anteriores, son novelas de «tesis». Al estilo de grandes narradores-pensadores como Azorín, Unamuno, Baroja o Miró, en la narrativa de Arciniega la acción se modula en torno al planteamiento de una idea, que se expone de diversas maneras y repetidamente a través de los diálogos e introspecciones de los personajes, o de las reflexiones del narrador. De ahí que el discurso interior de los personajes tenga una fuerza y un peso considerable en los relatos, no pudiéndose desvincular de la acción. No hay que olvidar la poderosa corriente que en esos años encauzaba a la literatura y el arte hacia su instrumentalización, que la utilizaba en pro de unos ideales considerados superiores a la literatura y el arte mismos. Rosa Arciniega no desdeña el compromiso ni evade su posicionamiento ideológico, fundamentalmente social y humano: «El escritor frente a su obra —afirma— no puede ser en modo alguno ermitaño sedentario, maniatado recluso asomado a una sola ventana, sino nómada peregrino, espejo, camaleón». Cuando Rosa Arciniega se cuestiona si el escritor debe dar prioridad al «estilo» o a la «idea», la respuesta para ella es que «indudablemente, a la idea. […] La idea es lo permanente, lo inmutable, lo eterno»12. Sin embargo, aunque bajo estas premisas, la peculiaridad y tremenda fuerza del estilo narrativo de Rosa Arciniega y su calidad literaria se imponen con un verbo rápido de impulso vanguardista que arrastra y fluye como un verdadero Mosko-Strom, un Maelstrom que encamina sus aguas en una espiral concéntrica hacia la idea central.
La fuerza de sus imágenes y metáforas es lo más llamativo de su prosa y quizá el sello más personal de la autora, junto a la utilización reiterada de elementos repetitivos, que utiliza magistralmente en esta novela, así como en sus mejores cuentos. Asimismo, las descripciones en que se suele detener se abren a elementos vanguardistas y novedosos. Obras «controvertidas», «imperfectas, al margen del canon», dice María Ángeles Pérez López, que, pese a ser minoritarias, retratan una época por su valor paradigmático13.
En definitiva, estas primeras obras de Arciniega publicadas en España muestran la otra cara de esa pujante civilización de principios del siglo xx, que se ofrece poderosa, trepidante, excitante…, pero compleja y, sobre todo, deshumanizada y fría; y advierten del peligro de dejarnos cegar por el resplandor de unos avances técnicos que se asimilan demasiado rápidamente a la conquista de la felicidad, pero que pueden hacernos perder el enfoque de lo que es esencial para conseguirla: lo humano, la justicia, la solidaridad, los sentimientos, etcétera. No obstante, el mal para la autora no está en los avances técnicos en sí, sino en la modernolatría (tal como apunta también el argentino Roberto Arlt en Aguafuertes porteñas): en hacer de ellos «una religión salvadora». Arciniega no rechaza la evolución de las sociedades, considera que la humanidad debe ser evolutiva y que caer en el inmovilismo social e ideológico «sería tanto como caer en la conformidad más estúpida, es decir, en la parálisis, en el anquilosamiento total de las facultades pensantes de la especie humana. Sería —dice— validar el tonto adagio popular: “Así ha sido el mundo y así será”»14. En suma, y de forma directa y descarnada a veces, pero siempre reflexiva, lo que vivimos con sus personajes y sus historias son las contradicciones de la modernidad; contradicciones que para María Ángeles Pérez López se acusan también en la trayectoria de Arciniega, lo que igualmente ocurrió, de cualquier forma, con las propias vanguardias.
La autora y su obra
Quisiera también dejar aquí fijadas definitivamente y con apoyo documental, las fechas de nacimiento y muerte de Rosa Arciniega, lo que evitará la confusión de datos que había hasta el momento15. Puesto que Mosko-Strom se escribió y editó durante la estancia de Rosa Arciniega en España, nos centraremos principalmente en este periodo. Rosa Arciniega y su esposo, José Granda Pezet, llegan a España alrededor de 192816. Pasan primero por Barcelona, donde nace su primera hija, Rosa Beatriz, y después se trasladan a Madrid. Es allí donde comienza su carrera de periodista y escritora, colaborando en la revista Nuevo Mundo con artículos y entrevistas de los más variados temas. En la misma cabecera publica sus primeros cuentos, que son varias «estampas hispanoperuanas». También ese mismo año colabora en la revista Crónica. Muy pronto, en mayo de 1931, sale a la luz su primera novela, Engranajes, bajo el sello Renacimiento de la Compañía Ibero-Americana de Publicaciones (ciap). A partir de ese momento, el éxito fue inmediato. Engranajes fue elegido como «El mejor libro del mes» por un jurado compuesto por Azorín, Ramón Pérez de Ayala, José María Salaverría, Enrique Díez-Canedo, Pedro Sáinz Rodríguez y Ricardo Baeza. El elegido el mes anterior, abril, había sido Aviraneta, o la vida de un conspirador, de Pío Baroja, y en el mes de junio fue La agonía del cristianismo, de Miguel de Unamuno, dato que indico para dar una idea del nivel de esta distinción. El periodista y dramaturgo Rafael Marquina —hermano del también conocido autor dramático Eduardo Marquina— le dedicó una reseña en El Imparcial del 24 de mayo, y un amplio y elogioso artículo en La Gaceta Literaria17, notas en las cuales valora su profunda humanidad, el arrojo de abordar valientemente la cuestión social, «que es, hoy por hoy, el eje del mundo», y para «descarnar el problema y presentarlo, mudo y escueto y crujiente, en toda su honda y dolorosa verdad». Califica el libro de «obra de arte», «de un decoro impecable», «sobrio, preciso, contundente y luminoso. Y rico en calidades de color y de definición», y concluye: «He aquí con Rosa Arciniega, en sus inicios, la madurez del acierto». Tras este éxito, casi no hay cabecera que no dé noticia de ella y de sus actividades, y sus colaboraciones se extienden a muy diversas publicaciones como, además de las citadas, La Gaceta Literaria, Ahora, Blanco y Negro, Almanaque Literario, Mujer, Ondas, Cinegramas, La Voz y más. Así, Arciniega da conferencias en el Lyceum Club y en el Ateneo de Madrid (recogidas más tarde en La Época, La Voz y El Sol), y forma parte de la tertulia que Ortega y Gasset mantenía en torno a la Revista de Occidente.