Kitabı oku: «Las que somos»

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LAS QUE SOMOS

Gafas Moradas

Rosalí León-Ciliotta

LAS QUE SOMOS

cuentos


Las que somos

Cuentos

© Rosalí León-Ciliotta, 2021

De esta edición: © Editorial Gafas Moradas EIRL, 2021

Calle Navarra 277-301, Pueblo Libre

lizbeth@editorialgafasmoradas.com

www.editorialgafasmoradas.com

Primera edición: junio de 2021

Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total

o parcialmente, sin permiso expreso de la editorial.

ISBN: 978-612-48579-8-0

Índice

El brazo desnudo

Será ley

Tierra incógnita

A mi Juanma: palabra a palabra,

hacemos nuestro camino.

El brazo desnudo

Amanecía en la casa señorial para Ventura, aunque el sonido de su puerta abriéndose marcaba el final del turno para la guardia que apuraba un poto de chicha antes de dejar las armas.

—¿Calentando la noche? Sus mujeres los estarán esperando… —les advirtió con una sonrisa cómplice.

—Ya nos íbamos, señora ccalamaqui. Por suerte somos vigías aquí y no nos han llevado al cuartel —le contestaron los veinteañeros con susto; el comandante no aprobaría que estuvieran bebiendo durante la guardia.

—¿Al cuartel? —preguntó extrañada. Hacía mucho, quizá dos años, que no levaban civiles para luchar contra el alzamiento.

—Sí, ha llegado la noticia de que Béjar, Hurtado y Angulo han dejado Cusco y están en camino hacia acá. Ya no les basta con Cusco —dijo el mayor de los dos, con un gesto entre admirado y fastidiado. Como tantos en Huamanga, este joven no estaba del todo seguro de si apoyaba o no el alzamiento patriota.

Ventura asintió en silencio. Bueno sería que por fin pudieran liberarse de los abusos de los chapetones, aunque eso significase perder el único medio de subsistencia que ella y su hijo Antonio tenían. Optó por no decir más de la cuenta, pero tomó nota mental para preguntar en el mercado, y siguió su camino.

—Veremos cómo va eso. Y soy Barrientos, por favor —les pidió, una vez más, que la llamasen por el apellido que había heredado de su difunto marido.

—Sí, señora Barrientos, lo siento —dijo el más novato rápidamente, recordando que a la panadera de la casa señorial no le gustaba que la llamasen por el sobrenombre que se desprendía de su ocupación.

Poniendo a un lado su preocupación por el reinicio de las levas, Ventura giró los ojos. Si se ofendiera cada vez que la llamaban «brazo desnudo» en quechua, por la manera en que preparaba el pan, viviría amargada.

El pan, el pan. No se podía empezar la jornada sin el pan de piso de toda la vida. Las dos de la madrugada era la hora en que su día empezaba. Agua, harina, levadura, manteca, sal y un toque de azúcar para que quedara como le gustaba al señor de la casa. Amasar y amasar hasta que estuviera a punto y poder cortar los bollos. Dejar reposar treinta minutos, marcar con el palote cada pan… Y todo esto antes de las tres de la mañana, porque luego había que dar la vuelta a los panecillos y dejarlos reposar hasta las seis para poder hornearlos veinte minutos, justo antes de que el buen Manuel Castillo bajase al comedor para tomar su desayuno.

***

El aroma de los panes de infancia se deslizaba por todas las estancias de la casa señorial y, cuando Ventura finalmente llegó al comedor, don Manuel Alejandro Castillo y Picoy la esperaba con una sonrisa.

—Ventura, buenos días. Hoy tendré invitados. Por favor, necesitaremos más de esos deliciosos panes de piso. Y los tomaremos en el estudio.

Sorprendida porque no le habían indicado que vendrían ilustres visitantes, Ventura asintió. Afortunadamente, siempre preparaba más de la cuenta.

—Sí, lo sé. La delegación ha decidido venir de improviso —se disculpó, leyendo la sorpresa en el rostro de su trabajadora.

—Lo siento, señor Manuel. No quise indisponerlo.

—En absoluto, Ventura. Gracias. Sus mercedes están por llegar.

Reconociendo la señal para retirarse, Ventura se excusó para dar los últimos toques a los otros panes. En su camino, se cruzó con dos ilustres españoles que mostraban sus reconocimientos militares en la chaqueta. Por supuesto, ni la miraron cuando los saludó y pasaron de largo hacia el estudio del buen Manuel Castillo.

Ya de vuelta en la cocina, tuvo que aguantar las ganas de escupir en los panes de los oficiales y hacerlos pasar como si los hubiera pintado con yema de huevo. Bien merecido se lo tendrían. Unos minutos después, atravesó la puerta del estudio con la bandeja en la mano. A excepción de don Manuel, quien hizo un pequeño gesto con la cabeza para darle el pase, los hombres siguieron hablando como si la puerta se hubiera abierto por el viento y no la persona que les traía el pan y el té.

—…Esta Constitución no es más que estiércol liberal, Manuel. Os lo digo yo, que presencié cada barbaridad que proclamaba.

—Soberanía en el pueblo. Habrase visto. Quitándole el derecho sagrado del poder a su majestad Fernando.

—Darle el voto a cada hijo de panadero de la península —espetó con un gesto en la dirección de Ventura y sus panes—. ¡Y hasta a los bárbaros de estas tierras! Espero no ofenderos, estimado Manuel, sé que les tiene cariño, pero usted me entiende.

Ventura notó el eco del fastidio que ella sentía en los segundos que le tomó al buen Manuel Castillo responder y en el leve apretar de sus labios. Y razón no le faltaba. Tanta arrogancia, tanto desprecio les costaría caro a los realistas más pronto que tarde.

—Lo entiendo, Rafael, no se preocupe.

—Imagínese. Darles igualdad ante la ley a esta gente. ¡Iguales a nosotros! Inaudito. Si ni saben leer —completó el segundo visitante—. Tome a su criada, por ejemplo. Dudo que hasta comprenda lo que estamos hablando.

—Ilustre Carlos, por favor, —empezó el buen Manuel Castillo con la voz sofocada.

—Pero estoy probando lo que digo. Venga, lea esto, mujer —insistió el llamado Carlos y le puso una carta en las narices. Ventura intentó dar un paso atrás, pero el hombre no se lo permitía—. ¡Venga, leedlo! No podéis, ¿no? Ni aunque lo intentases…

Incapaz de contenerse cuando el hombre se dio media vuelta con desprecio, Ventura se alzó sobre su metro y medio y tomó aire.

—No sé leer, pero sé que no está bien tratar a otra persona de esa manera, vuestra merced —dijo con una pequeña reverencia. Sabía que había ido más lejos de lo que debía, tragó saliva y se dirigió a su empleador:

—Mis sinceras disculpas, don Manuel. Me retiro —le dijo con honesto pesar por los problemas que su pequeño exabrupto podría generarle. Sin mirar a los ilustres visitantes, Ventura se inclinó y salió del estudio, poniendo la puerta entre su furia y los oficiales.

Apurando el paso, llegó al pasillo y tuvo que apoyarse en la pared. El pecho le explotaba, no sabía si de miedo, de alegría, de arrepentimiento o de simple orgullo reivindicativo, pero era una sensación que le agradaba.

Así que, según sus propias leyes, peninsulares y americanos eran iguales ante la ley. Y hasta tenían representación allá, donde se tomaban las decisiones. Ventura imaginaba que estas medidas eran igual de insuficientes, porque nunca había escuchado de algún decreto adoptado por las Cortes de Cádiz que le beneficiara a este lado del océano. El problema es que las leyes decían una cosa y las personas actuaban de otra manera. Al menos aquí. Supuso que esa era una de las motivaciones del levantamiento que había ocurrido en Cusco el mes pasado.

Dejando atrás la agradable sensación de la desobediencia, Ventura se sacudió las manos y volvió a sus tareas cotidianas, que el pan no se haría solo, y tampoco las compras; el pan dulce de la noche tendría que estar listo antes de que el buen Manuel Castillo terminase su caminata diaria por la casa señorial.

***

Como parte de sus tareas, Ventura también apoyaba en las labores de cocineras y criadas: lavar, picar, mantener el fuego… Lo que fuera necesario cada vez que sus manos no estaban enharinadas o sus brazos desnudos sumergidos en la masa para el pan del buen Manuel Castillo o de los demás habitantes de la casa señorial.

Estaba sola en la cocina, supervisando el guiso que se comería más tarde, cuando por la puerta de servicio irrumpió un mozuelo, sonrojado por el esfuerzo y sudando de tanto correr. Era un mensajero: esos niños que se ganaban unos maravedís con cada carrera para llevar cartas o informes de un lado a otro de la ciudad. El chiquillo, que debía tener unos diez años, parecía particularmente preocupado por entregar su correspondencia, y Ventura se preguntó qué tan importante serían las noticias del pedazo de papel ese.

—Correspondencia urgente para don Manuel Castillo y Picoy y sus ilustres invitados.

—Trae acá, wawa, que yo se la doy.

—Me dijeron que tenía que entregarla en persona. Que nadie más la leyera.

—Bueno, yo no sé leer y tú estás mugroso. No vas a entrar al estudio de su merced con esas pintas.

El niño pareció dudar, pero se miró la ropa, efectivamente mugrosa, y decidió ahorrarse la vergüenza. Asintió y entregó el papel lacrado a Ventura, quien lo dejó comiendo un pan dulce con un poco de leche de la mañana y se fue a entregar la misiva.

Cuando estaba por llegar al estudio del buen Manuel Castillo, Ventura se detuvo. No había pensado en cómo podría ir eso de volver a ver a los ilustres a quienes había desairado hace tan solo unas horas. Pero ya no había más que hacer. Esta carta parecía importante, y el respeto que tenía por el buen Manuel Castillo superaba cualquier reticencia que podría tener de ver de nuevo a los dos ilustres visitantes.

—Don Manuel, un mensajero con urgencia ha venido —dijo e hizo una pequeña reverencia, evitando a toda costa las miradas entre iracundas y entretenidas de los invitados.

—Debo decirle, don Manuel, su panadera tiene dos cojones para volver a mostrar su rostro.

El buen Manuel Castillo, conociendo el carácter de su trabajadora, le dirigió una mirada significativa y Ventura bajó la cabeza mientras se mordía la lengua.

—Carlos, por favor. Ya lo hemos discutido. El recado debe ser muy importante si la señora Barrientos ha venido a dejarla ella misma.

—Barrientos, ¿eh? No lo olvidaré. Leedla, por favor, don Manuel.

El señor de la casa rompió el lacre y examinó rápidamente el contenido de la nota. Sin levantar la cabeza, Ventura alzó los ojos y notó la preocupación que se dibujaba en el entrecejo de su empleador. Noticias graves, en efecto.

—¿Y bien? —insistió el segundo ilustre visitante, al que don Manuel había llamado Rafael.

—Los patriotas de Cusco, Béjar, Hurtado y Angulo, están de camino a Huamanga. Su columna viene con la intención de tomar la intendencia.

—Eso ya lo sabíamos. Y seguro que esos salvajes de los montoneros se les unen. Esa es la razón de que estemos aquí, la vanguardia de Abascal —dijo con desprecio Carlos.

Ventura, fundiéndose con la decoración del estudio, escuchaba con atención. Pensó en el viejo Basilio Auqui, que a sus más de sesenta años seguía firme al mando de los montoneros que tanto enfurecían a estos españoles. Era un líder formidable que apoyaba la rebelión desde el mismo corazón de Huamanga, pero no era un salvaje.

—Justamente —prosiguió el buen Manuel Castillo, consciente de la fuerza del ejército patriota, de que el regimiento de Talavera de la Reina estaba aún muy lejos y de que las milicias improvisadas «de cívicos» no serían suficiente para los bien entrenados montoneros y milicianos patriotas—. Abascal no reconoció la autonomía y el autogobierno que declararon en Cusco en agosto, y aquí me informan que hace dos días José Angulo le ha enviado una carta al Excelentísimo Señor Virrey.

Con rostro grave, el buen Manuel Castillo entregó la transcripción de la carta a sus invitados, quienes la leyeron en voz alta, omitiendo la presencia de Ventura en la habitación:

Ved virrey, vuestra Constitución de Cádiz nos ampara en la autonomía. Si según es vuestra fe pública, os ponéis en la triste situación de tratarnos como enemigos, entonces experimentaréis nuestro justo rigor, vos y vuestros cómplices. Si despachad tropas al pasto de nuestra venganza, nosotros os avisamos que no pasarán de cuatro mil fogueados valientes militares, que contrarrestarán con diez mil que vengan por la causa patriota que ya venció en Cusco y vencerá en todo el territorio nacional.

Al terminar, se hizo un momento de silencio; los rostros de los ilustres visitantes se sonrojaban más con cada palabra que leían. Intercambiaron miradas y Carlos arrugó el papel en su puño rabioso.

—Se habrán creído… —vociferó y tiró la nota al fuego.

—Veremos quién tiene la última palabra, Manuel, cuando llegue el regimiento —dijo contenido Rafael—. Ahora, si nos disculpan, tenemos planes que trazar y misivas que redactar. Permiso.

Y sin más, los dos ilustres visitantes abandonaron la casa señorial y dejaron a Ventura y al buen Manuel Castillo sin palabras.

***

Cada tarde en el mercado era momento de conversar con sus compañeras y enterarse de los ires y venires de la ciudad de Huamanga. Esta tarde tendría que comprar los ingredientes para el pan dulce de la noche, y de paso para los bizcochos de mañana: canela, clavo, anís, ajonjolí y huevos. Hoy por la noche, las yemas batidas pintarían el pan dulce, y mañana servirían para los bizcochuelos. Lo que quedase del anís y el ajonjolí lo utilizaría para el pan chapla al día siguiente, ese que tanto le gustaba al buen Manuel Castillo acompañarlo de nata.

Con su canasta en la mano, visitó los puestos de sus antiguas colegas, lugar donde vendía sus panes antes de que el buen Manuel Castillo la contratara dos años atrás, cuando la acogió con su hijo huérfano de padre desde aquel 1812 en la Batalla de Ambo.

Al llegar a la zona de las especias, Gilmara la recibió con su usual gesto agrio; sabía de las simpatías de Ventura y le aterraban. Su padre, Juan, de quien había heredado el puesto, fue ajusticiado dos años atrás por tener esas mismas simpatías.

—Buenas tardes, Ventura, ¿lo usual? —le preguntó. Podría no agradarle la mujer, pero le compraba a menudo y en grandes cantidades.

—Buenas tardes, Mara. Sí, por favor —ignorando el tono de su colega, Ventura se remangó la blusa hasta los hombros como le era usual para poder elegir los mejores ingredientes para el pan. El cuello cuadrado de la prenda y su bordado lograban una agradable simetría con los brazos desnudos de Ventura, tan seguros de sí mismos mientras examinaba los contenidos de cada cesto de especias, separando lo que necesitaría para sus panes.

—¿Y qué novedades tenemos hoy? —preguntó casual. Aunque sabía que su casera no le contestaría, quizá sí lo harían sus vecinas.

—Nada que le pueda interesar a la panadera de una casa señorial —respondió la especiera con irritación, a lo que Ventura solo respiró profundamente y miró a sus colegas de la derecha e izquierda.

—Sura tuvo que irse a casa. Mataron a su marido porque no se dejó levar —informó Inés, quien le vendía los huevos para el pan dulce.

Ventura aspiró con espanto, se aferró a su pollera de colores vibrantes y bordados que recordaban a sus ancestros, y volvió a sentir otra vez la pérdida de su esposo. Esto se iba pareciendo cada vez más a lo que pasó hace dos años, cuando ajusticiaban hombres y mujeres que querían apoyar la rebelión o hacer valer lo mandado por la Constitución liberal que se había promulgado en 1812 en la península, según contaban los ilustres de la época.

—Y hoy se llevaron a mi esposo y al hijo de Efigenia. No sé a cuántos más habrá levado el capitán De la Moya, quien está al mando. Supongo que a todos los que tienen dos pies y dos manos y se pueden mantener erguidos. Estamos desconsoladas. Y muy molestas —completó Ana, más para Gilmara que para Ventura, tratando de que no se le rompiera la voz.

—Asustadas —les corrigió Yuria, que pasaba por allí en ese momento con la fruta—. Aterrorizadas de que cuando vengan los patriotas los matarán a ellos también.

—No hables por nosotras, Yuri —le respondió Ana con fastidio—. Es mucho más que solo miedo, pero poco podemos hacer mientras los tengan secuestrados en el cuartel.

Ventura escuchaba todo esto con frustración. No era posible que no pudieran hacer nada y que solo se sentaran a rabiar y a esperar a ver si esa noche, o la siguiente, sus hombres volverían a casa. Algo, ¡algo! tenían que hacer. En ese momento, decidió que mañana visitaría a Basilio Auqui, luego del desayuno, para por lo menos saber qué tenían planeado sus guerrilleros para ayudar a los levados y evitar que corriera sangre hermana por las calles de Huamanga.

Con los ingredientes comprados, se despidió de las mujeres con la promesa de informarles de cualquier cambio. Era lo único que podía ofrecer en ese momento. Y ahora era tiempo de volver a la casa señorial, no vaya a ser que notaran su ausencia y alguien preguntara de más.

De camino, Ventura se halló ensimismada recordando a su marido José Ignacio, que siempre la había apoyado y respetado. Un gran carpintero y mejor padre, a quien extrañaba cada día. Estar a la cabeza de un batallón «de cívicos», junto con su inconmensurable honor, había sido su sentencia de muerte. Los «cívicos» seguían siendo la carne de cañón reclutada sin saber luchar ni tener deseos de hacerlo, al igual que los hombres ahora acuartelados en Santa Catalina. Como ellos, José Ignacio Barrientos había sido parte de una improvisada milicia en contra de su voluntad, y lo pagó con su vida, pese a los esfuerzos del capitán De la Moya para que sobreviviera a la bala que recibió por protegerlo.

En medio de sus evocaciones, Ventura ya había atravesado la media docena de cuadras que separaban la casa señorial del mercado. Entró por la puerta de servicio y la recibió una corriente de aire frío que poco hizo por librarla de su preocupación y esa sensación nostálgica. Sintió que las delgadas trenzas que le cercaban las sienes se habían desajustado y se agachó para dejar la canasta de la compra en el piso y tener las manos libres para acomodarse el cabello.

—¡Quién fuera esa pollera, morena, que te como la magdalena! —vino una voz desde la puerta que daba a la calle. Ventura empezó a volverse para confrontar al vicioso, pero una segunda voz, más profunda, interrumpió su reacción.

—¡Pero qué improperios son esos! —retumbaron las palabras del señor de la casa. Desde el patio interior apareció el buen Manuel Castillo, quien daba su caminata diaria por la residencia.

—Don Manuel, no le haga caso. Es un vicioso de la calle —le dijo Ventura, entre agradecida y fastidiada de no haber podido decirle sus verdades al palurdo aquel. Se acomodó la pollera, que se ceñía a su cintura y le cubría hasta las rodillas, y recogió la canasta.

Afuera, en la calle, el gaznápiro ya había desaparecido, incluso juntando el portón exterior que Ventura había olvidado cerrar.

—¡Que no puede salirse con la suya ofendiendo a una dama de esa manera! —dijo con indignación.

—Don Manuel, yo no soy una dama, pero le agradezco el reconocimiento —Ventura le respondió con una sonrisa e inclinó la cabeza —. Además, vestía como regidor, y ya sabe cómo son.

—Dama o no, usted es tan ciudadana como ese vulgar hombre, regidor o no, y tiene que tratarla con el respeto que merece. Lo dice nuestra Constitución y la decencia humana, ¡pardiez!

—Bueno sería, don Manuel. Quizá algún día… —Ventura sancionó y se encogió de hombros. Por segunda vez en el día, comprendía el origen del enojo de sus compatriotas y el deseo de rebelión que había nacido en Cusco, anhelando, una vez más, poder hacer algo al respecto.

Le dio las buenas noches al señor de la casa y se dirigió a la cocina para terminar sus labores del día; mientras tanto, pensaba que a lo mejor mañana, yendo a ver a Auqui, ella podría ser de utilidad o cuanto menos estar más informada sobre los acontecimientos… Ojalá, se dijo a sí misma, riendo para sus adentros cuando se le ocurrió que a este paso, ella y sus compañeras del mercado tendrían que ir al cuartel a salvaguardar a sus hombres de toda la sangre hermana que correría si se enfrentaban al llegar la columna patriota a Huamanga.

***

Con la promesa que les había hecho a sus colegas en mente, Ventura había comprado suficientes ingredientes para dos días. Salió con su canasta en la mano como cada día, pero en lugar de dirigirse al norte, hacia el mercado, se dirigió al este, a la casa derruida en la que Auqui y sus guerrilleros trazaban estrategias y coordinaban acciones en favor de los patriotas del Cusco.

Tocó la puerta con anticipación y un poco de reticencia. Lo hosco de estos hombres era harto conocido entre las huamanguinas.

—¿Quién va? —preguntó una voz áspera.

—Ventura Barrientos, la panadera —respondió con cuidado.

—¿Ccalamaqui? ¿Qué hace usted aquí? —la misma voz extrañada la reconoció y le abrió la puerta.

—Ese no es mi nombre —aclaró, un poco cansada de ello, pero preguntándose cómo es que este joven sabía de su sobrenombre.

—Pues así la llaman quienes han notado su carácter y sus pesquisas en el mercado.

Ventura se mordió el labio y entró a la casa; pensaba que había sido cuidadosa con sus indagaciones, pero era cierto que el desplante de ayer con los ilustres visitantes seguro habría trascendido las puertas del estudio del buen Manuel Castillo y atraído la atención de simpatizantes y detractores de la causa patriota.

La casa por dentro estaba bastante mejor cuidada de lo que esperaba: el suelo limpio, bancas y sillas ubicadas en pequeños grupos y una gran mesa al centro con mapas y figuras encima, aunque le extrañó que hubiera tan poca gente. Hacia el fondo del recinto se distinguía una pequeña cocina con el fogón encendido, quizá preparando un guiso para el almuerzo, y en la esquina más alejada se dejaba entrever una pequeña estancia, donde Ventura suponía que dormía Basilio Auqui.

—No la imaginaba así —continuó el joven de una manera que incomodó a Ventura—, aunque ahora veo por qué la llaman ccalamaqui.

Ventura se mordió la lengua una vez más y reprimió la pulsión de cubrirse los brazos desnudos con las manos. Sabía que poco conseguiría si antagonizaba a este hombre, que aparentemente decidía quiénes verían a Auqui o no. Igual no pudo contenerse y encuadró los hombros mirándolo a los ojos.

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