Kitabı oku: «Flavio», sayfa 4
— IX —
Y se alejaron de aquellos sitios de maldición.
Mas cuán débil no es el corazón del hombre, aun el de aquel que entra en el mundo diciendo: «Mi alma no recibirá más impresiones que esas que nacen y mueren a impulsos de la voluntad: ¡yo no seré esclavo!».
Flavio, cediendo al dolor que le oprimía y a la seducción que ofrece a su espíritu atribulado el placer de una confidencia, descubrió a aquel desconocido todos los secretos de su alma. Era la primera vez que el entusiasta viajero sufría dolores de esos que necesitan un consuelo. ¿Cómo, pues, tendría fuerzas para rechazar en aquellos momentos un confidente, un amigo, cuando sentía herido su corazón, cuando se hallaba rodeado de tinieblas?
¡Ah, no! Flavio cedió a la necesidad que sentía; Flavio fue débil, desahogó su corazón, confesando sus incertidumbres, su sencillez, su ignorancia, y no sintió en toda su intensidad el dolor de la primera caída porque el cansancio y el desaliento de su alma le hicieron amar su primer amargo desengaño.
Si el mal penetra con tanta facilidad en el corazón del hombre, es porque, como aquella flor que envenena con su embriagador aroma, encierra atractivos dulcísimos que se tornan amargos después que se han degustado.
Se dice que el camino que conduce al bien, el camino que lleva a la salvación, es una senda estrecha y monótona por su rectitud, que no concluye hasta el término del viaje, áspera y llena de piedrecillas que lastiman los pies, sin atractivo alguno que distraiga la inspiración del hombre, ocupada en los altos destinos a que está consagrada, y en los pensamientos justos y sin mancilla que le llevan hasta Dios.
En cambio, el que conduce al mal es, por el contrario, llano, espacioso y sembrado de flores cuyo perfume turba nuestros sentidos y cuyos colores se bañan en la claridad deslumbradora que Lucifer lanza desde el infierno.
La parábola es tan poética como verdadera, y jamás se cansa de admirar su profundo sentido mi débil espíritu de mujer.
Flavio se creyó casi feliz y sintió su pecho libre de la opresión del dolor después que con la más inocente sinceridad mostró a su nuevo amigo sus pensamientos más ocultos, el sentimiento de su orgullo herido y el desprecio, el profundo rencor que abrigaba su alma contra todos aquellos que le aventajaban en saber gozar de los placeres de la vida y que parecían burlarse de su ignorancia con las miradas indiferentes, pero audaces, que lanzaban a cada momento sobre él.
El buen amigo le escuchó, por su parte, con una malignidad y una ligereza propias de un corazón que estaba muy lejos de parecerse en nada al de Flavio.
Algunas veces, una risa burlona asomando a sus labios pálidos y deprimidos causaba en Flavio una sorpresa y una emoción desagradable, que casi hacía detener las palabras en su garganta; pero su compañero, demasiado suspicaz, pronto hacía desaparecer aquel motivo de desconfianza, y la calma volvía al corazón del viajero del mismo modo que en una noche nublada aparece la luna, dejando caer sobre la tierra su claridad suave y apacible.
Instantes hubo, sin embargo, en que los entusiastas pensamientos de Flavio, de cuya imaginación fecunda y brillante brotaban las imágenes como el agua brota del manantial, pura, cristalina y sin mancha, conmovieron al joven a su pesar, y le arrastraron en pos de sí a regiones desconocidas y hermosas.
Al hablar Flavio de sus futuros proyectos, de sus sueños eternos, se diría que era inspirado por un genio oculto que le hacía orador sublime, en cuya palabra se encerraba el encanto de todas las armonías.
Cuando hablaba, su frente noble y morena se teñía de un rojo tenue; su mirada era brillante; las palabras se agolpaban a sus labios, y su hermosa voz, vibrando como las cuerdas de un arpa, causaba estremecimientos que apresuraban los latidos del corazón.
Su compañero no podía dejar de conmoverse ante aquella fuerza superior que, a su pesar, vencía la rebelde impasibilidad de su alma; pero, hombre a quien las sublimes emociones fatigaban, trató de poner un dique al torrente armonioso que no le dejaba avanzar en su torcido camino.
—Me complace escuchar vuestras palabras, en las que se deja traslucir la brillantez de vuestra imaginación; vuestros grandiosos pensamientos en los que se revela el genio… ¡Oh, sí, mucho genio! —le dijo al fin, en un acento que parecía inspirado por el mismo espíritu delicado y juvenil que animaba a Flavio—. Pero creo mi deber recordaros —añadió con voz más baja y pausada—, puesto que soy vuestro amigo, que por ahora debéis olvidarlo todo y pensar únicamente en vengaros de los que, siendo los seres más débiles de tierra, han osado provocaros…, insultaros.
—¡Son tan débiles y tan cobardes…! —repuso Flavio con un acento que revelaba al mismo tiempo compasión, amor y desprecio.
—¿Y eso os hace retroceder? Perdonad al cobarde y os dará una puñalada cuando no podáis defenderos. ¡Ah, no! Vergüenza fuera en verdad que ellas hubiesen una vez sola humillado a los que nacieron para ser sus señores… Burlaos de ellas como ellas se han burlado de vos; demostradles de lo que es capaz una voluntad virgen en medio de la sociedad más culta, y os aseguro que seréis después el ídolo ante quien sacrificarán todo lo que existe de más sagrado para ellas. Su amor, su belleza, sus esperanzas futuras y hasta su vanidad, el único vicio que las hace a veces levantarse sobre los que pretenden herirlas, como la serpiente que alza su cabeza de la tierra para herir al que ha puesto sobre ella su planta imprudente.
—No sé por qué —repuso Flavio con terquedad— siento una repugnancia invencible a hacer daño a esos seres que tan sublimes había creído y en cuyos rostros ha puesto Dios la gracia y el candor de sus ángeles más queridos.
—¡Cuán niño sois…! —le contestó su amigo con sarcasmo—. ¿Sabéis si existen?
—Lo creo —murmuró Flavio, mirando al joven como espantado de las palabras que acababa de oír de sus labios.
—Pues si lo creéis —replicole su compañero—, creed también que no deben parecerse a las mujeres. Yo os hice ver cómo esos que llamáis hermosos ángeles no son más que el juguete que Dios ha puesto en medio de nuestro camino para amenizar nuestros momentos de ocio y de hastío. Cómo con una sola palabra, con una mirada, las arrojamos de su pedestal de barro, haciéndolas caer a nuestros pies implorando compasión. Ellas derraman entonces lágrimas que ruedan como perlas por sus mejillas; pero sus lágrimas y sus gemidos son solo una hermosa mentira. Afectando una dignidad que no poseen, os dirán con orgullo que las ofendéis, y momentos después, vanas y volubles como el viento, os darán gracias con una sonrisa o con una mirada que encierran un mundo de promesas por aquello mismo que antes juzgaban un ultraje.
—Tenéis razón, lo conozco; ellas son débiles y nos vencen y nos insultan; pues, bien; me vengaré de ellas —murmuró Flavio con disgusto—. Cuanto me decís es odioso.
—Pero verdadero.
—¡Oh, sí, sí, me vengaré! —volvió a repetir Flavio—. Es más culpable aquel que, como ellas, afectando bondad, encierra el mal en el fondo de su corazón, y merecen castigo.
—Valor, pues, amigo mío —le dijo su traidor amigo, apretando la mano de Flavio en tanto vagaba por sus labios una sonrisa de satisfacción cruel—. Seguid mis consejos, y espero que tendré que vanagloriarme de vos. Pero os dejo: me esperan y no quiero tardar. Espero que nos veremos antes del baile.
—Sí, en verdad —contestó Flavio.
Y se separaron.
Flavio, abandonado de nuevo a sus propios impulsos, no cesaba de exclamar, alzando sus ojos al cielo:
—Un amigo… ¡Oh, Dios…! Un amigo es la alegría de la existencia, la luz, la vida. ¡Bendito seas, oh, Dios mío, que me habéis dado un amigo!
— X —
Durante algunos momentos las palabras de su nuevo amigo zumbaron en sus oídos como una loca tentación.
Mil pensamientos a cuál más sombríos, mil ideas terribles pasaban por su mente gritando venganza, y Flavio parecía desecharlas, diciéndose a sí mismo: «¡Eso no es bastante!».
Como se ve, el golpe había sido certero, y nuestro héroe, después de algunos momentos de vacilación se dijo: «¡Ah, sí, tiene razón: es necesario vengarnos! La afrenta fue grande; séalo también el castigo».
Y se adelantó hacia una hermosa niña que se acercaba lentamente hacia el baile.
Nunca Flavio había visto mujer más hermosa; era pálida, tenía ojos negros, cabellos que caían en abundantes rizos sobre sus espaldas, mirada triste y dulce, y en toda ella se notaba cierto aire de pudorosa timidez, hija mimada de la inocencia.
Flavio la vio; su corazón latió con violencia: quiso dirigirse hacia ella, pero sus pies se negaban a obedecerle.
—¡Maldición! —murmuró—. Vergüenza fuera que me detuviera al primer paso.
Y se acercó resueltamente a la hermosa joven.
—¿Queréis bailar conmigo? —la dijo con voz temblorosa, pero que tenía el acento de la cólera y que parecía una amenaza.
Ella murmuró una excusa, y volviéndose a una de sus amigas, dijo:
—Debe de estar loco.
—Quizás no os falte razón, querida mía —le contestó—; pero, sin embargo, es un loco a quien pudiera perdonársele alguna locura.
Flavio, en tanto, recorría las alamedas, se acercaba a todos los grupos; cuanta mujer joven y hermosa se presentaba ante él tenía que sufrir sus amenazadoras miradas y su eterna pregunta. ¡Ay, cuán pocos sabían lo que pasaba en aquel corazón cuando sus labios formados por las dulces sonrisas murmuraban la misma respuesta que la pálida joven!
El loco mancebo devoraba en silencio la ira que brotaba de su corazón; fruncía, como Júpiter, sus cejas, y momentos hubo en que sus salvajes instintos le incitaron a levantar sobre la insolente turba su brazo fuerte y poderoso. ¿No lo merecían acaso aquellos débiles seres, a la vista bellos y sencillos como los ángeles, en su interior podredumbre y miseria?
Así se lo había dicho su nuevo amigo y así había él llegado a creerlo. Tanto que en su rostro empezaban a aparecer terribles señales de la tormenta que agitaba su corazón.
De repente, igual que un rayo de sol que atraviesa las plomizas nubes y baña con su débil claridad la tierra ansiosa de luz, así una nueva mujer apareció ante sus ojos.
Flavio la conoce, la vio pasar dos veces a su lado como una sombría visión que se le presentó de nuevo en los momentos en que él se dirigía a lo más oculto de las retiradas alamedas para derramar allí, en silencio, las primeras lágrimas amargas que habían corrido por sus mejillas.
Ella seguía indiferente su camino; pero en el corazón de Flavio se despertaron dolorosos recuerdos y se acercó a ella, diciendo con ademán y con acento más amenazador que nunca:
—¿Tampoco querréis vos bailar conmigo?
Por única respuesta la joven hizo una graciosa inflexión con la cabeza, se sonrió levemente con sutil ironía, y sin añadir una sola palabra a aquel signo afirmativo, se cogió del brazo que Flavio le ofrecía con tan salvaje y fiera galantería que sería bastante a intimidar a otra mujer menos serena que la atrevida joven.
Semejaba esta a un ángel rebelde que conservase todavía la gracia inefable de los cielos, aun después que el Eterno hubiese marcado sus divinas facciones con la sombría fealdad de los réprobos. Fea y hermosa a un mismo tiempo, ligera y grave, no podía decirse si atraía o rechazaba; si sus ojos, castaños y claros, como una fría y despejada mañana de otoño, expresaban odio o ternura; si era fría y severa como una orgullosa castellana de la Edad Media, o ardiente y apasionada como las jóvenes del Mediodía.
En el conjunto de sus facciones había una gracia especial que no podía decirse si provenía de sus rosados párpados, que se entornaban lánguidamente; de la espaciosidad que sus cejas, algo calvas en la extremidad, prestaban a sus sienes y a su frente pálida y noble, o de la inflexión particular que sus labios gruesos y teñidos de un vivo carmín formaban al cerrarse, pareciendo que sonreían siempre con una gracia maliciosa y coqueta. El óvalo redondo de sus mejillas y el blondo cabello que en ondas graciosas caía sobre sus espaldas y garganta la prestaban también cierto aire de virgen melancólica, que haría contraste con lo restante de su extraña fisonomía, contribuyendo cada vez más a formar aquel tipo, incoherente pudiera decirse, confuso y vago, pero bello en medio de sus deformidades y de su poca unidad.
No podía decirse si era grave o soberbia, si era cándidamente risueña o burlona y suspicaz; pudiera creérsela lo uno y lo otro, y temeríais al mismo tiempo atribuirla alguna de esas cualidades temiendo ser demasiado bueno e indulgente para con aquella mujer-niña que parecía cuidarse muy poco de los que quisieran tomarse la molestia de interrogar a su frente muda, a sus miradas indiferentes.
Al verla apoyarse en el brazo del viajero y lanzándole miradas furtivas y escudriñadoras, se diría que, no siéndole aquel hombre indiferente, quería tenerle a su lado, quería oír el sonido de su voz, leer hasta en lo más íntimo de aquel corazón virgen como ninguno, y en el cual el primer perfume de amor no había sido aspirado todavía por ser alguno sobre la tierra, ni deshecho por ninguna de esas brisas volubles que disipan las más constantes y graves pasiones del hombre.
Por su parte, Flavio sintió una impresión casi desagradable cuando al ofrecerla su brazo fijó sus rápidas miradas en el rostro semiburlón de la joven, que mirándole sin cesar con sus claros ojos parecía leer algo en la pálida frente de Flavio.
No había hallado en aquella mujer la blancura mate ni la belleza angelical de las otras mujeres. No comprendiendo todavía más que la belleza mórbida y fresca de las campesinas, la belleza que habla directamente a los sentidos, su joven compañera no valía para él ni el más leve pensamiento ni la más pequeña atención.
«Sin duda, el cielo —decía en su interior— ha puesto en medio de mi camino esta mujer que nada dice a mi alma, para que sin remordimientos ni pesar haga caer sobre ella todo el peso de mi venganza. Parece que sus ojos no deben derramar jamás lágrimas que inspiren compasión, y su frente se creería formada para resistir sin temblar todas las emociones y todas las tormentas. Probemos, pues, a hacer brotar de esos ojos llanto que implore piedad, y a que en esa frente severa y pálida aparezca una sombra de temor, una arruga de hondo sufrimiento. Entonces podré decir que he vencido y abandonaré, para no volver más, este lugar en donde he gustado los primeros pesares».
— XI —
La frente erguida y ceñuda, el ademán resuelto y firme y la mirada llena de osadía, Flavio seguía andando con paso acelerado y aire imponente, como si se dirigiese a un combate, en tanto cruzaban estas ideas por un loco pensamiento. Apoyada en su brazo, su pobre compañera tenía que seguirle casi jadeante, sin que pareciese atender a las miradas severas que empezaba a dirigirle como una justa reconvención. Flavio, impasible ya, decidido a no retroceder en sus propósitos de venganza, se había transformado en otro hombre.
Habían desaparecido ya de su rostro la ingenua dulzura y aquel sello de inocente timidez que bastaba a distinguirlo de los demás hombres, como se distinguirá el justo de los réprobos el día de la ira.
En vano su compañera, alzando hasta él sus airados ojos, trataba de adivinar el misterioso pensamiento que se ocultaba tras las sombras que nublaban su semblante; en vano quiso que la muda estatua hablase, que de sus labios inmóviles saliese una sola palabra de maldición o de felicidad, pues todo quedaba oculto para ella, y solo pudo comprender que en aquel instante Flavio estaba satisfecho de poder cumplir su extraño destino.
Entonces la altiva joven tomó una repentina resolución: al disgusto que se notaba en su semblante airado sustituyole una fría y glacial indiferencia, y tranquila y con la mayor calma esperó que Flavio diese la señal de combate, que ella presagiaba ya. Y en verdad que el taciturno y sombrío silencio de Flavio no era otra cosa que los primeros rumores de la tormenta que iba a estallar sobre su cabeza, fuerte como la del santo atleta de la Escritura antes que una mujer cortara sus cabellos.
Por fin llegaron al lugar del baile, y como si esto fuera lo único que desease y hubiese ido hasta allí para buscar un lugar de reposo, Flavio tomó asiento al pie de un árbol desnudo de follaje, pero que aun así parecía con sus ramas descarnadas formar un regio dosel sobre los que se cobijasen bajo su cariñoso abrigo.
Después con un gesto que más tenía de injurioso que de galante, Flavio invitó a la joven a que se sentase a su lado.
Le obedeció esta con inalterable calma, con serena frente y sin que la más leve sombra de disgusto anublase aquel semblante, en el que se percibía tal indiferencia, tal impasibilidad y sosiego, que se creería imposible que pudiesen llegar a turbarse jamás aquellas facciones frías como los mármoles.
Pero toda aquella frialdad y todo aquel reposo no eran más que ficción, apariencia engañosa que ocultaba sentimientos profundos y turbulentos.
«¿Por qué habré aceptado su brazo? —se decía allá en lo más íntimo de su alma, en donde nadie podía sorprender el despecho que la devoraba—. ¿Por qué habré pretendido adivinar su pasada existencia, percibir algo del misterio de que me pareció llena su vida y amar su mirada, en la que creí percibir un resplandor suave y apacible como el que iluminaba el hermoso rostro que he visto en mis sueños…? ¡Loca de mí, había olvidado que los sueños no pueden ser más que sueños…! Y he aquí ahora que ese hombre, de quien me burlé primero para ocultar a los ojos de los que me rodeaban que había hecho profunda impresión en mi alma; ese hombre a quien creía inocente, virgen en sensaciones, apasionado y suave al mismo tiempo como el aroma de la violeta…; ese hombre, al acercarse a mí, se convierte en salvaje, anubla la hermosa frente, me mira ceñudo y parece decirme con sus ojos, en los que como por encanto ha desaparecido la dulzura: «Buscaba una víctima, mujer, y esa víctima eres tú». Este hombre no sabe que le he ofendido y quiere, no obstante, vengar en mí, de un modo grosero, el mal humor que le devora. ¿Por qué? Tal vez sea porque me odia instintivamente, tal vez no soy hermosa para él; he aquí todo. ¡Desvanécete, pues, deliciosa locura que has venido a enseñorearte en mi pensamiento! Tú, alma mía, has encontrado un hombre en tu camino, y te volviste para contemplarle, porque era hermoso…, porque en sus grandes ojos brillaba el claro rayo de la inocencia. ¿Quién era ese hombre? ¿Tú no has llegado a saberlo? ¿Y qué te importa? Él te aborrece; aparta, pues, de él tus ojos y mira hacia el opuesto horizonte en donde veas destacarse todavía su figura esbelta y airosa».
Así pensaba aquella loca niña, en tanto contemplaba con la más aparente impasibilidad las descarnadas ramas que se inclinaban fríamente sobre su cabeza, y marcaba con sus pequeños pies el compás de la música que se dejaba oír en aquellos momentos.
¿Quién es capaz de explicar lo que pasaba dentro de su corazón altivo y soberbio? ¿Qué tempestades rugían en el fondo de su alma, poética y ensoñadora como ninguna?
A su vez, Flavio contemplaba absorto cuanto pasaba en torno suyo; detenía sus escudriñadoras miradas en cada objeto, y volvía la cabeza a todas partes, como si no quisiese perder un solo detalle de tan variado como alegre cuadro, y parecía que estaba gravemente ocupado de cuanto le rodeaba, menos de la mujer que tenía a su lado silenciosa, serena, fría como una estatua de bronce; y, sin embargo, esto no era verdad.
Ella, sin embargo, era su único pensamiento y nada veía de cuanto se agitaba en torno suyo sino a ella, a quien quería humillar por medio del desprecio; ella, a quien, a pesar de todo, hallaba más indiferente y más olvidada de sí misma que lo que Flavio deseaba.
¡Así se estrellaba en el vacío el primer golpe de su meditada venganza! ¡Así se volvió a sentir humillado por su débil enemigo! ¡Así sintió acrecentarse su ira y su aborrecimiento hacia aquella mujer de hielo que no le miraba siquiera, que no demostraba ni impaciencia, ni disgusto, ni siquiera vergüenza!
En un momento de enojo, y cansado ya de hacer un papel inútil, Flavio, lanzando sobre la joven una mirada, la volvió después la espalda con ademán del más profundo desprecio.
«Me había engañado, y sin duda está loco —dijo para sí la joven, palideciendo—; pero yo le haré ver que el débil compromiso que haya tenido la debilidad de contraer con un loco no es para mí más que una palabra vana que desaparece cuando le place a mi voluntad».
Levantándose entonces rápidamente, y tomando su rostro una expresión profundamente irónica y mordaz, dijo inclinándose ante Flavio como si fuese a darle gracias:
—Caballero, o me engañé creyendo que erais un hombre cuerdo, o vos habéis juzgado neciamente que yo era capaz de hacer un papel tan ridículo como el que vos hacéis. Acompañadme, pues, al lado de alguna de mis amigas, porque me siento fatigada de toleraros.
Como si le hubiesen lastimado en el corazón, volviose Flavio, pálido y conmovido, hacia la joven, cuya voz acababa de resonar en sus oídos como el eco vaporoso que recordamos haber escuchado en algún sueño de dolorosa tristeza. No le era aquella voz desconocida; alguna vez debió haber resonado dolorosamente en su corazón cuando tanto se conmovió al oírla de nuevo. ¿Cómo no, si de aquellos mismos labios habían salido las terribles palabras que le hicieron gustar por primera vez cuánto hay de amargo en la vida?
La joven no pudo menos de retroceder asustada al ver aquel semblante demudado que acababa de volverse hacia ella.
Pero Flavio, cogiéndola por un brazo tan fuertemente que casi le hizo arrancar un grito, la atrajo a sí, en tanto le decía sonriendo amargamente:
—¡Y fuisteis vos!
La joven lanzó un grito ahogado.
—¡Dios mío! —prosiguió Flavio, contemplándola y moviendo lentamente la cabeza—. Vos, ¿y por qué? ¡Ni me conocíais siquiera, ni yo os había ofendido jamás!
La joven vaciló al oír aquella dolorosa reconvención y casi inclinó su frente ante Flavio como reconociéndose culpada.
—En verdad, sois una mujer infame —volvió a decirla Flavio con torva mirada—, ¡y merecéis que os castigue!
—¡Castigarme! —contestó la joven, reponiéndose con altivez—. ¡Castigarme! —volvió a repetir mirándole frente a frente con orgullosa severidad—. ¿Y quién sois vos, caballero, para dirigirme semejantes amenazas? ¿Queréis decirme a qué raza extraña pertenecéis?
Esta pregunta, hecha con la ironía más cruel, devolvió a Flavio toda la energía de su orgullo, toda la ira, adormecida un instante por la sorpresa del dolor, renovado en la reciente herida de su amor propio ofendido.
Alzose de su abatimiento más fiero y salvaje que nunca, y clavando en el rostro de la joven una mirada más terrible y sañuda que cuantas hasta entonces le había dirigido, le respondió con una voz que se asemejaba al sordo rumor del trueno que se oye en lejanía:
—Mujer, yo pertenezco a la raza de los hombres, pero de unos hombres de tal condición que tienen por ley vengar los ultrajes que reciben. Pero no temáis, yo soy benigno —añadió con extraña sonrisa—, y por hoy limitaré mi venganza… ¡a bailar con vos! —La joven fijó en él con sorpresa sus grandes ojos—. Sí —prosiguió Flavio—, nada más que bailar con vos. Es necesario —añadió, acercándose a ella y tocando casi su oído con sus ardientes labios—, es necesario que os estrechen hoy los brazos del hombre a quien con vuestros insultos habéis hecho casi morir de vergüenza.
—¡Estrecharme en vuestros brazos…! —exclamó la joven aterrada y haciendo un vano esfuerzo para desasirse de Flavio, que sujetaba su brazo fuertemente.
—¡Os espanta tanto… mi venganza! —repuso aquel con infernal acento—. Es decir, que solo a mí está negado lo que concedéis al primero que llega; tan solo a mí, quizá por haber tenido la debilidad de creeros ángeles siendo demonios; por haberos respetado, adorado, citando para ellos no sois más que un juguete que arrojan lejos de sí, después que lo han mancillado con su contacto.
—Todo lo que estáis diciendo —se atrevió a murmurar la joven— ¡no es más que una locura, una necia locura!
Y lanzó en torno suyo una mirada de temor. Pero nadie reparaba todavía en aquella escena que la causaba vergüenza, dolor y miedo. «Al menos —dijo para sí—, aún nadie sabe que este hombre me está insultando, que me ha escogido para blanco de sus iras».
—¡Una locura…! —repitió Flavio, cada vez con más amargo y conmovedor acento—. Tal vez me creéis loco porque os echo en cara la perversidad de vuestro corazón, porque os digo que solo a mí me han sido negados los abrazos sin pudor que en el vértigo de esas danzas locas concedéis al primero que se acerca a deciros: «¡Venid y bailemos!». No sé, mujer, quién es en verdad el verdadero demente, si yo por haberos creído reinas del universo y no humildes criaturas que descienden bajamente hasta los brazos de los que las miran como inferiores suyos, o vosotras por haber despreciado al que os profesaba una adoración tan santa, tan sincera que solo fuera posible que tuviese por rival al Dios que con sus supremas alegrías llena el espíritu de los que le bendicen en sus obras… Cual si en mi frente llevase el sello de la más infame reprobación, me habéis despreciado indignamente, me habéis convertido en enemigo vuestro, aun a despecho de mi voluntad. Vos la primera lanzasteis el rayo sobre mi cabeza inocente, hiriéndome sin piedad; clavasteis en mi pecho el primer dardo del dolor, y he aquí que deseáis ser también la primera sobre quien descargue el peso de mi venganza. Bailaré con vos, tocaréis mi mano, que estrechará la vuestra, hasta lastimaros; quizá mi aliento se juntará con vuestro aliento y os arrastraré conmigo en loco remolino hasta haceros caer rendida de cansancio y de angustia… ¡Oh!, sí…; todo esto…, más aún si me fuera posible, ¡y, sin embargo, no podréis decirme que soy tan cruel como vos…, que os ofendo… sin motivo, señora…!
—¡Oh, no! ¡Yo no bailaré con vos! —exclamó la joven en voz baja y convulsa—, ¡yo no puedo bailar con un loco…!
—¡Loco…! —repitió Flavio con mayor amargura. Me llamáis loco otra vez…, cuando sufro tanto…, cuando siento que me ahoga el dolor… ¡Ah! —añadió lanzando un profundo suspiro mal comprimido—. Me habéis hecho llorar una vez, sabedlo… Pues bien… Las lágrimas se agolpan de nuevo a mis ojos, esto es una debilidad vergonzosa que no se olvida… ¡Y esto todo por vos!
Y Flavio, en medio de esta exaltación dolorosa, apretaba con fuerza contra su pecho el brazo de la joven. Su voz, en un principio dura y vibrante, había concluido por ser sofocada y doliente, y de sus ojos inflamados estaban próximas a saltarse las lágrimas ardientes que hinchaban sus párpados.
La joven, por su parte, temblaba como la hoja del árbol sacudida por el viento, no sabemos si de miedo o de emoción; pero sus ojos claros parecían próximos a bañarse también en el abundante llanto, a duras penas comprimido en su pecho.
Siguiose un instante de angustioso silencio, que ninguno de los dos se atrevía a interrumpir. Sus ardientes miradas se tropezaban, volviendo a separarse y buscándose de nuevo. Flavio apretaba el brazo de la joven contra su corazón, haciéndole sentir sus apresurados latidos, y ella se estremecía; las palabras asomaban a sus labios, y, sin embargo, ni la más pequeña sílaba venía a interrumpir su silencio.
En aquellos instantes, arrastrados el uno hacia el otro por una fuerza oculta y desconocida, ya nada veían de cuanto pasaba en torno suyo; la cuerda del dolor, vibrando a un mismo tiempo en lo íntimo de sus almas, acabada de unirlos, y no podían hacer más que escuchar los sonidos acordes que tan dulcemente resonaban en su corazón.
En vano la joven esperaba, sin respirar casi, volver a oír la dulce voz de Flavio. Flavio había enmudecido. ¿Sabía ya, por ventura, con qué extrañas palabras debía expresar los sentimientos que se agitaban en su alma? Ya no era cólera lo que sentía, no era dolor, ni odio; era otra cosa inexplicable, dulce y angustiosa a un tiempo…; era un deseo, una incertidumbre… Pero ¿cuál era la causa? Eso lo ignoraba aún.
—¿Por qué no proseguís? ¿Qué tenéis…? —le dijo por fin la joven en una voz tan callada y tan suave que Flavio la sintió resbalar por su corazón.
—¿Qué tengo…? —le respondió con entrecortado acento—. ¡No lo comprendo! Me siento ahogar… ¡Pero ya no os aborrezco, no; vuestra voz acaba de resonar en lo más profundo de mi alma, y me ha trastornado…! ¡Habladme, habladme otra vez, os lo ruego…! ¡Que no dejen de mirarme vuestros ojos y que yo perezca…! ¡Mi venganza, al fin lo conozco, ya no puede convertirse más que en lágrimas…!
—¡Perdón, perdón…, por lo que os hice sufrir! —exclamó la joven viendo brillar el llanto en los ojos de Flavio—. Yo no os había comprendido… Sabed que mis labios os han ofendido, pero no mi corazón…, que siente… y no os puede decir lo que siente —añadió con voz pausada y débil.
Dos lágrimas rodaron por sus encendidas mejillas al decir estas palabras, escapadas a un sentimiento más poderoso que su voluntad, más grande que todas las consideraciones del mundo.
No comprendió Flavio, ciertamente, el verdadero sentido de aquellas palabras; pero el acento con que habían sido pronunciadas, y sobre todo sus abundantes lágrimas, de que fueron precedidas, hablaron más vivamente aún a su alma, si esto era posible. Loco, delirante, el pobre viajero se lanzó, dando un grito de sentimiento y de júbilo, a enjugar aquellas lágrimas que resbalaron hasta las manos de la joven, que él cubrió de inocentes besos. Después, cual si se hallase en lo más retirado de sus parques solitarios y sombríos, gimió, sollozó libremente, dando rienda suelta al llanto largo tiempo comprimido.
Las estrepitosas risas que entonces estallaron en torno suyo les hicieron conocer que cien miradas burlonas habían estado contemplando la sencilla y hermosa escena en que el hombre de la naturaleza había expresado sus más íntimos pensamientos. Olvidados de todos, su fatal olvido tuvieron que pagarlo bien caro.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.