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Epistemología de la salud

SERGIO LÓPEZ MORENO

En la primera parte de este texto se aborda la epistemología de la salud, exponiendo las características más significativas de las escuelas filosóficas que han incursionado en esta discusión. Esta exposición permite ubicar el contexto epistemológico en el que se desarrolla la segunda parte del trabajo. En la segunda parte se analizan algunas propuestas surgidas en el campo de las ciencias sociales en las últimas cuatro décadas y que, si es que aún no lo tienen, seguramente tendrán un extraordinario impacto en la comprensión de la salud, ya que se considera mucho más productivo un acercamiento de este tipo que un abordaje estrictamente filosófico, quizá más profundo pero seguramente menos útil para el lector.

FILOSOFÍA DE LA SALUD

El primer problema para hablar de epistemología de la salud reside en la complicación que significa definir el concepto de salud. En general, la epistemología se encarga de identificar los fundamentos de validez del conocimiento que se genera en un campo científico, así como sus límites, sus objetos y las reglas para producirlo. De manera que no es difícil delimitar, por ejemplo, a la epistemología de la física, la biología o la sociología, porque son campos disciplinarios perfectamente identificables. Hacer una epistemología de la medicina es también relativamente fácil, porque la medicina es una disciplina que se construye con diversas ciencias –o fragmentos de ciencias– y se pueden identificar su objeto, sus modelos y los criterios para determinar si los conocimientos en su nombre son o no válidos. En el caso de la epistemología de la salud, en cambio, queda claro que no se trata de un campo disciplinario como los que se han señalado, y que resulta un verdadero problema definir si la salud es una propiedad de la materia viva, un atributo de los seres vivos, un producto histórico del desarrollo humano o un conjunto de símbolos construido sobre un proceso material.1 De hecho, es probable que sea todo lo anterior y que cuando se usa el término «salud» se haga referencia a todas estas dimensiones, sin saberlo. Uno de los principales retos de la epistemología es saber si existen tales dimensiones y, si así fuera, identificar las relaciones que establecen entre sí. En el caso de la salud humana es evidente que existe un sustrato material –que cuando se altera suficientemente nos conduce a la muerte– pero también lo es el carácter subjetivo de sus manifestaciones, y lo que importa saber es si esta subjetividad depende de la historia. En esto, la salud humana se aparta del fenómeno de salud del resto de las especies vivas. Por esta razón es inconveniente utilizar los criterios usados por la epistemología durante el análisis de los fenómenos estrictamente biológicos.

Este primer reto hace que la construcción de una epistemología de la salud sea un proceso complejo. Para resolver este problema se propone aceptar como verdaderas dos tesis que son indispensables para lograr un posicionamiento sólido acerca de lo que podría ser una epistemología de la salud. La primera es que los propósitos de la epistemología o filosofía de las ciencias son mostrar los fundamentos que las ciencias usan para generar los conocimientos que les son propios, definir sus objetos de estudio y delimitar sus campos de dominio, de manera que, legítimamente, puedan abordar estos objetos con métodos propios e instrumentos metodológicos particulares. En otras palabras, la filosofía de las ciencias mostraría cómo trabajan las ciencias. Hay una postura paralela a ésta que afirma que la epistemología muestra cómo deberían trabajar las ciencias. La diferencia es que la primera se propone como descriptiva y la segunda como normativa. La posición que renuncia a generar normas y se limita a describir las reglas que la ciencia utiliza es aceptada sobre todo por los filósofos científicos, que argumentan que es inadecuado que alguien que no se dedica a hacer ciencia se convierta en juez de su actividad. Las posturas normativas, por su parte, señalan que el problema inverso es el mismo, pues no es válido que un científico sea a la vez juez y parte de su propia actividad. De manera que para aceptar alguna de ambas posturas es necesario hacerlo a priori, y la propuesta en este texto, es aceptar la posición descriptiva.

La segunda tesis se refiere al origen de las transformaciones científicas. De la postura que se sostenga en este aspecto depende mucho desde dónde se hace la reflexión epistemológica. Aquí las posiciones pueden dividirse también en dos grandes campos: por un lado se encuentra la corriente que señala que las grandes transformaciones científicas dependen de la evolución de las propias disciplinas científicas (sus conceptos, teorías y modelos), y que el estudio de su desarrollo interno permite comprender la forma en que evolucionan las ciencias. A esta postura se la ha denominado internalismo. La postura contraria afirma que el desarrollo de las ciencias está determinado, sobre todo, por el desarrollo de fuerzas externas a ellas, de las que dependen de manera prácticamente absoluta. Esta posición sostiene que las reflexiones epistemológicas no pueden derivarse –ni exclusiva ni fundamentalmente– del interior de las propias ciencias, sino de sucesos ocurridos en otros campos como la economía, la política y la cultura. Esta escuela, llamada externalismo, sostiene que la verdadera explicación de los avances científicos son las transformaciones sociales, que tienen mayores impactos que la evolución de los conceptos científicos, modelos teóricos y sistemas metodológicos. Muchos epistemólogos reconocidos afirman que el externalismo no es propiamente una epistemología, sino una sociología de las ciencias.2

Aquí se sostiene como correcta a la postura externalista, pues de esta manera es posible hacer una epistemología de la salud que no considere al fenómeno de salud como contenido en sí mismo; es decir, que no considere a sus elementos –tal como los concibe la medicina clínica, por ejemplo– como los únicos elementos legítimos para hacer una filosofía de la salud. El externalismo permite retomar legítimamente elementos provenientes de otros campos –económicos, políticos, culturales, artísticos– para reconstruir eso que actualmente los médicos, pero también los políticos, los filósofos y la gente común, denominan salud.

El análisis de estas dos tesis nos lleva a una serie de preguntas que deben ser expuestas para poder avanzar en el planteamiento de una epistemología de la salud. En lo subsecuente, se retoman las ideas expuestas en un trabajo anterior,3 pero desarrollándolas desde un enfoque que permita aportar algunos elementos desde el campo de la salud en general a la promoción de la salud en particular. En este sentido las preguntas fundamentales que deben tenerse en cuenta son: ¿qué se entiende por salud?, ¿qué se entiende por enfermedad?, ¿qué es una vida humana, dónde comienza y dónde termina?, ¿quién tiene derecho a suspenderla y bajo qué criterios?, ¿qué es el cuerpo y de quién es?, ¿de quién es el genoma y quién tiene derecho a modificarlo? Las respuestas a estas preguntas dependen del lugar en donde estemos colocados filosóficamente; es decir, epistemológicamente.

De estas preguntas generales se derivan otras que son específicas para la práctica en salud. Así tenemos las siguientes interrogantes: ¿quién debe decidir qué problemas de salud son prioritarios?, ¿quién debe decidir a qué población debe atenderse primero y con qué criterios?, ¿de qué medios no es legítimo valerse para procurar salud?, ¿es más justa una acción que eleve el nivel general de salud o una acción que eleve la salud de la población más enferma?

Estos cuestionamientos, que cualquiera podría aceptar como problemas médicos, nunca han sido planteados por la medicina. Los han formulado filósofos, sociólogos, antropólogos, economistas y juristas. Desde estas disciplinas se han tratado de dar respuesta a estas interrogantes por lo menos durante el último siglo, delimitándolas con grandes esfuerzos. En este proceso han tenido que combatir las ideas hegemónicas sobre la salud y la enfermedad generadas a lo largo de veinticinco siglos por la medicina clínica. Para esta disciplina las enfermedades son trastornos objetivos, observables y medibles, asentados en el cuerpo humano, que expresan perturbaciones de sus funciones normales. Las ciencias sociales y las humanidades han tenido que reformular los conceptos de salud y enfermedad de una manera totalmente drástica, y las interrogantes que se han desprendido de esta reformulación obligan a reconsiderar conceptos tales como los de objetividad, normalidad, causa, vida y muerte, por ejemplo. Estos conceptos –generados por las ciencias biomédicas del siglo XVIII al XX– se consideraban inamovibles hasta hace muy poco. El que la salud haya ocupado el interés de muchas disciplinas tuvo como consecuencia que ésta dejó de ser un problema exclusivamente médico. En adelante, su comprensión estaría vinculada a todos los ámbitos de la vida humana.

Actualmente, los antropólogos, psicólogos, economistas, educadores, abogados, administradores, comunicólogos, etcétera, consideran a la salud como un legítimo campo de reflexión en sus disciplinas particulares, y sus planes de estudio la abordan cada vez con más amplitud. La complejización de la vida social está dominada por la tecnología, la informática y la mercantilización de lo cotidiano, haciendo necesario que para comprender y transformar las condiciones de vida de aquellos que no tienen acceso a servicios de salud y, por tanto, no pueden disfrutar y gozar de este derecho, deban participar todas éstas y otras disciplinas.

Ahora bien ¿cómo se ha tratado de descomponer un concepto que durante cerca de 2500 años la medicina clínica se ha encargado de establecer como inamovible? La primera posición es la Escuela Probabilística que propone que la salud es un estado de normalidad y que la normalidad puede plasmarse en términos estadísticos. Los orígenes de esta escuela se remontan a los trabajos del astrónomo y matemático belga Adolphe Quetelet, quien a mediados del siglo XIX desarrolló la noción de hombre promedio como abstracción estadística capaz de evaluar la condición biológica de personas de carne y hueso.4 De acuerdo con Quetelet, esta categoría permitiría saber qué tan próximas o alejadas de la media estaban las personas reales con respecto a su comportamiento, condiciones de salud y patrones de consumo, por ejemplo. Aunque el propósito de Quetelet fue construir un instrumento que permitiera comparar de manera sencilla ciertas condiciones de personas (reales) con las condiciones de una determinada población (también real), con el paso del tiempo esta abstracción se convirtió en la creencia generalizada, a saber, que tal hombre medio existe verdaderamente en la realidad material. De esta forma, el concepto de hombre promedio (en estatura, peso, talla, coeficiente intelectual o lo que sea), paulatinamente se encargó de hacernos creer en la existencia de seres humanos promedio, cuyas condiciones además corresponden objetivamente con la condición de salud. En el fondo, este fenómeno ha consistido en la sustitución de los criterios de normalidad anatomo-fisiológica por los de normalidad estadística, y todo proceso de medición sanitaria consiste en encontrar qué tanto se acerca o aleja una persona de tal hombre promedio.

El impacto que tuvo el surgimiento del concepto de normalidad sobre la medicina fue extraordinario, y lo que debería considerarse como una desviación de los valores promedio comenzó a considerarse una patología. Las enfermedades, en consecuencia, comenzaron a asociarse con los valores estadísticos alcanzados por las personas en razón del promedio poblacional. Un buen ejemplo es el coeficiente intelectual, que permite clasificar a las personas en normales, subnormales o superdotados, de acuerdo con los valores que hubiesen obtenido en una batería de exámenes escritos. Como puede apreciarse, el uso de la medición no es inocuo, medir puede causar daño, puede ser origen de estigmas y convertir a las personas en normales o en anormales. Quienes se alejan de los valores normales pueden vivir intensas presiones psicológicas, sociales y culturales, tratando de normalizarse. De hecho, no es una audacia afirmar que las páginas más terribles de la medicina se han escrito intentando convertir a personas que se desvían de la norma en personas normales.5

Cuando conocemos el estado de desarrollo científico actual tendemos a creer que la escuela probabilista ya no existe, pero no es así. Esta escuela tiene aún importantes representantes, entre quienes destaca Cristopher Boorse. Este intelectual defiende un concepto de salud que sería, dice, una condición biológica objetiva, alcanzada por cada especie cuando llega a un punto determinado de su evolución.6 La muerte sobreviene, en último término, cuando ya no es posible encontrar una enfermedad tratable, y las condiciones del individuo ya no retornan a la normalidad que le permite sobrevivir.7 En México sobresale el trabajo de Ruy Pérez Tamayo quien, después de hacer un amplio relato sobre el concepto de enfermedad, se adscribe a la tesis probabilista señalando que: «[…] la definición de Boorse me parece la más completa y la que está más de acuerdo con lo que manejamos los médicos contemporáneos cuando realizamos actividades profesionales, se trata de una acción teórica, exenta de juicios de valor, donde sus dos principales elementos son la normalidad estadística y la función biológica […]».8

En esta postura destaca el intento por eliminar todo juicio de valor del concepto de salud. La pregunta es si es posible eliminar los juicios de valor a la hora de construir cualquier concepto científico. Usar cifras para, por ejemplo, encontrar normalidad fisiológica o anatómica, sigue siendo un elemento muy valioso para dar tratamiento y hacer seguimiento de pacientes clínicos, pero ya no existe ninguna escuela médica respetable que se base solamente en estas herramientas para definir una condición patológica. Además, condiciones que se consideraron antes normales, por ejemplo, la depresión, obesidad y el consumo de alcohol o tabaco, ahora son clasificadas como enfermedades. Lo mismo pasa en el sentido contrario, condiciones que por siglos se consideraron enfermedades dejaron de serlo hace apenas unos pocos años. La homosexualidad, por ejemplo, fue desclasificada por la OMS como enfermedad mental apenas en 1990.9 Antes de ese año la homosexualidad era una enfermedad clasificable y tratable, además de ser un delito en muchos países del mundo. Como queda claro, los conceptos de salud y enfermedad varían con el tiempo y la cultura. No obstante, aunque la mayoría de los científicos aceptan esto, el problema es que nuestras concepciones y prácticas sobre salud y enfermedad todavía se basan en los criterios de normalidad estadística. La definición de la Organización Mundial de la Salud (OMS), por ejemplo, es una definición descontextualizada desde su origen, e incorpora con gran fuerza una idea de normalidad estadística.

SOCIOLOGÍA, ANTROPOLOGÍA, POLÍTICA DE LA SALUD

En los años cincuenta, Parsons señaló que la enfermedad es una desviación de la capacidad de las personas para cumplir roles sociales y tareas que les han sido encomendadas.10 Identificar que los enfermos juegan un rol social y que la sociedad tiene ciertos criterios para asignar ese rol a ciertas personas, fue una verdadera revolución conceptual. Esto permitió identificar por lo menos dos elementos en el concepto de salud: el primero es el concepto de enfermedad desde el punto vista médico, mientras que el segundo es el de la enfermedad desde el punto de vista de los pacientes. En los años sesenta un filósofo francés, Georges Canguilhem, hizo una de las mejores críticas al problema de la normalidad estadística en salud, señalando que «[…] lo propio de la enfermedad consiste en que es una reducción del margen de tolerancia con respecto de las infidelidades del medio […]».11 Es decir, cuando los márgenes a través de los cuales se deambula por la vida se estrechan, las personas tendemos a responder, funcionalmente, de la misma manera que respondíamos cuando no teníamos esos márgenes estrechos. La vida «[…] es un continuo andar, un caminar a través de márgenes que van modificándose permanentemente […]»12 y la capacidad que tienen las personas para adaptarse a esos nuevos márgenes es la capacidad para normalizar su propio cuerpo. Esa capacidad de normalización aparece como un concepto novedoso, completamente nuevo en los años setenta y ochenta, que deja de lado los viejos criterios estadísticos para proponer a la normalidad como la capacidad para adaptarse al medio en condiciones que antes no existían.

La falta de capacidad de un organismo vivo para adaptarse a las alteraciones del medio mediante modificaciones de su medio interno que representarán nuevas formas de normalidad, derivan en un estado de enfermedad y sufrimiento. Este es el concepto de normalidad que la filosofía francesa de los años setenta generó como respuesta a la concepción estadística de normalidad. Como puede verse, en este caso el concepto de normalización es un concepto completamente nuevo que sintetiza la relación que existe entre el humano y su entorno, de manera que puede abordarse a la salud como el resultado final de una complejísima red de determinaciones que no sólo son biológicas sino son también sociales e históricas. Para comprender estas afirmaciones han tenido que incorporarse paulatinamente los aportes de la sociología, la economía y las ciencias políticas. Todos estos nuevos elementos, paulatinamente, han ampliado el concepto de salud. Entre los teóricos europeos que sobresalen en este terreno se encuentran Nordenfelt,13,14 Engelhardt15 y la escuela francesa de filosofía de la salud.16

Según Ereshefsky, en este momento se asiste, además, a un enfrentamiento entre las escuelas naturalistas y las escuelas normativas.17 Las primeras reclaman ser descriptivas, estar libres de valores y ser consistentes con la teoría evolucionista. Afirman que un individuo es completamente saludable si, y sólo si, todos sus órganos funcionan normalmente (probabilísticamente hablando), en un ambiente normal (también probabilísticamente hablando). En consecuencia, las personas sanas pueden identificarse mediante investigación médica objetiva.18 Los normativistas, por su parte, consideran que en su concepto de salud, los naturalistas excluyen consideraciones extra-biológicas, como la condición de persona y el contexto cultural. Estas escuelas no eluden tomar una posición con respecto a ciertos juicios de valor y señalan que una persona «está completamente sana si, y sólo si, tiene la capacidad, en circunstancias estándar, para alcanzar sus metas vitales o metas esenciales en la vida».19 En este caso, con la simple incorporación del concepto de metas vitales o metas esenciales en la vida, necesariamente se acepta la participación de juicios de valor.20

Con respecto a la propuesta de la medicina social, se debe identificar dos cuestiones. La primera es que se propone abiertamente política y se basa en el análisis histórico de cada contexto, a fin de identificar grupos sociales que se comportan como clases sociales y cuyas condiciones de salud obedecen a la forma en que se combinan lo que se denomina determinantes sociales de la salud. Un elemento novedoso y fundamental a partir de los años ochenta es el concepto de modelo médico hegemónico21 que complementa el concepto de proceso salud-enfermedad.22 Actualmente, la mayoría de las definiciones de salud generadas en el terreno de la medicina social se basan en esta postura y las diferencias que existen son apenas sutiles.23, 24

¿Qué posturas críticas hay relativamente nuevas en el terreno de la filosofía de la salud y que están siendo debatidas, sobre todo en Europa, en este momento? Una de ellas deriva de los trabajos hechos desde hace más de 30 años por Michael Foucault, que propuso una categoría a la que denomina biopolítica.25

Las críticas a los conceptos de salud son porque la medicina era poco eficaz y provocaba iatrogenias. Estas críticas daban cuenta de los problemas provocados por la actividad errática de la medicina. Retomando a Iván Ilich, Foucault acepta que muchos problemas derivan de la medicalización de la salud y tienen un impacto negativo sobre los cuerpos de las personas, provocando anualmente una gran cantidad de muertes.26 No obstante, dice Foucault, este no es el problema más grave provocado por la medicina en la sociedad. El problema de la medicina, afirma, no son sus errores, sino sus éxitos. La medicina es peligrosa porque es exitosa. Estamos cambiando el ambiente de una manera tan importante que no es posible saber a dónde llegaremos. Estamos eliminando bacterias, modificando genomas, cambiando condiciones biológicas con gran éxito, pero este es un problema que, por una parte, no está medido y, por otra, cambia nuestra relación con el poder. La política ha pasado de ser una política del soberano –una política que se desplegaba haciendo morir y dejando vivir– a una nueva manera de ejercer el poder, a la que denomina biopolítica.27

La política del soberano, ejercida por los Estados medievales desde la caída del Imperio Romano hasta el nacimiento de los Estados-nación, se ejemplifica brutalmente con un soberano mandando matar a sus súbditos. Esta política caracterizó la acción del poder estatal durante siglos, y se ejerció mediante la fuerza física y la fuerza de las leyes.

En los últimos siglos, y particularmente en los últimos dos, apareció una forma de dominación mucho más sutil. Ahora la política decide quién puede vivir y quién debe morir. Anteriormente el soberano no podía decidir quién podía vivir. Podía decidir a quién matar o a quién perdonar, a quién suspender sus garantías, sus derechos, pero no podía decidir a quién se le proporcionaban elementos de vida. Con el desarrollo de la tecnología y de la ciencia, esto ahora es posible, ahora se puede decidir a quién le damos un respirador y a quién no se lo damos, a quién vacunamos y a quién no, a quién le damos un medicamento y quién no tiene derecho a tenerlo. Este tipo de decisiones están incorporadas en la política general, y no sólo en la política de salud. La capacidad de tomar decisiones sobre la vida, a través de la política, ha provocado una separación en dos grandes campos vitales: por un lado se encuentra el zoé, que es el puro hecho de vivir, y por otro lado está el bíos, que es la vida específica de una persona, lo que permite tener una biografía, ser quien es. Esa persona, para los griegos, es la persona política, que vive su vida políticamente, en la ciudad, en la polis. Los animales, en cambio, no viven en la ciudad, no conviven políticamente, no son personas. Lo único que tienen es zoé, la pura vida animal.

A partir del siglo XVIII la política ha separado claramente el zoé del bíos, provocando que algunos individuos posean sólo una vida desnuda, el zoé. Esta es la vida nuda, la simple condición de estar vivo.28 Esta concepción está vinculada con una noción antigua del derecho romano que permitía pensar las relaciones entre lo jurídico y lo político, denominada homo sacer. El concepto de homo sacer romano alude a la zoé, a la condición de vida de determinados seres humanos, a quienes se puede, por ejemplo, matar sin castigo, pero a quien no se puede acudir porque está prohibido su acceso. Esta condición hace que los individuos queden despojados de su condición de persona.29

Una forma moderna de homo sacer fueron, por ejemplo, los judíos recluidos en los campos de concentración alemanes. En este momento lo serían algunos tipos de migrantes. Por ejemplo, en los campos de concentración no hay bíos, sino sólo zoé, sólo homo sacer, hombres que pueden ser sacrificados por cualquiera, por cualquier motivo, humanos que no tienen vida desde el punto de vista político, que han sido desprendidos de su espacio personal, colocados en un lugar donde el derecho no existe. Los campos de concentración son Estados de excepción, en ellos la excepción es la regla y las razones de Estado son las únicas razones que existen.30

El gran problema de la modernidad es que los Estados de excepción ya no son excepciones, ahora son los Estados comunes, los Estados que hay en todas partes. Basta pensar en algunos sitios donde los migrantes no tienen ningún tipo de protección, donde desaparecen sin que ocurra absolutamente nada. No hay denuncias, no hay registros, no hay duelo. En ese momento la vida ha pasado a ser la vida más desnuda posible de un ser humano.

El problema es que la política convencional se ejerce de esa manera, sobre todo mediante acciones médicas, que colocan como centro de su actividad el cuerpo y la vida. A esta forma de despliegue de la política es a la que se denomina biopolítica. En la discusión en torno al poder sobre la vida, algunos autores han propuesto una ruta que enfatiza la capacidad para dictar quién puede vivir y quién debe morir. Los Estados han controlado la mortalidad y definido la vida como una forma de ejercicio de la soberanía. El desarrollo de las categorías de inmunidad y biopolítica, que después hace el filósofo italiano Roberto Esposito, complementan esta visión que originalmente propuso Michel Foucault.31

¿CÓMO ESTÁ LA BIOPOLÍTICA ACTUALMENTE?

El análisis de Foucault sobre el desarrollo histórico de la medicina occidental lo llevó a afirmar que lo que había sucedido con la práctica médica es que había provocado el paso de un cierto orden a otro, del orden sagrado al orden de la ciencia, lo que coincide históricamente con el nacimiento de la clínica.32 En ese momento, se impuso la mirada médica sobre cualquier otra mirada, pero especialmente sobre la mirada que provenía del orden sagrado. A partir del siglo XVIII ya no se analizó la salud, la enfermedad, el cuerpo, la persona, desde el punto de vista del orden sagrado sino desde el punto de vista del orden de la ciencia que pasó a cumplir las funciones de la religión.33

Al convertirse en un nuevo orden hegemónico, el discurso científico adquirió la responsabilidad de dar cuenta de lo que hace y en ese momento, propiamente, apareció el concepto médico de enfermedad, tal como lo concebimos ahora. Este concepto afirma que la enfermedad es la alteración fisiopatológica de un tejido, y con ello hace coincidir a la clínica con la anatomopatología. Cuando la medicina da cuenta de su quehacer impone una nueva verdad, y se convierte en el nuevo orden dominante, hegemónico.

No obstante, esa verdad –que da cuenta de los hechos de los que se encarga la medicina– implica la separación entre el enfermo y la enfermedad. Con ello aparece un desdoblamiento: la enfermedad del enfermo ya no es la misma que la enfermedad del médico, se desunen, de manera que ahora requerimos epistemologías distintas para explicar procesos que son distintos. Durante el proceso de atención, el médico atiende a un paciente, pero obedeciendo a un discurso que explica sólo a la enfermedad asentada en un cuerpo –que ciertamente puede ver y tocar– pero no a la enfermedad del paciente, que es quien la experimenta, la sufre, la padece.

Esas dos epistemologías son dos epistemologías encontradas, donde hay siempre una disputa de poder. En este caso el poder dominante es el poder del discurso médico. De acuerdo con este discurso la separación de la enfermedad con respecto al enfermo es necesaria para que el médico haga su trabajo. La enfermedad en el discurso médico se hace asequible en la medida en que se convierte en un símbolo, que por su naturaleza simbólica es necesariamente abstracto, se refiere a lo general y no existe para el enfermo. De esta manera, aunque para el enfermo lo importante es que es diabético, canceroso, o infectado, para el médico lo relevante es que tiene algo a lo que denomina diabetes, cáncer o infección. Estos son discursos que el médico impone al enfermo sobre su propio cuerpo. El discurso de la medicina, por lo tanto, no se refiere a la persona sino a la enfermedad. De hecho, la medicina nunca se ha referido al hombre, sino a la enfermedad. Por esta razón, hacer una epistemología de la enfermedad realmente es relativamente fácil, pero hacer una epistemología de la salud es muy complejo. Hay una gran diferencia entre ambas epistemologías y construir una epistemología de la salud implica trabajar sobre un concepto que hasta hace muy poco tiempo era un concepto vacío. Este es un reto extraordinario.

El influjo de la función normativa del discurso médico va más allá de la curación y el control de la enfermedad. En la relación entre el médico y el paciente, lo primero que se impone es la visión del médico sobre cómo deben ser las cosas. La enfermedad del enfermo debe seguir un curso y no otro, y ese curso, en resumen, se llama curación. Si el paciente no está dispuesto a ser curado entonces es un mal paciente y el médico puede ser relevado legítimamente de la responsabilidad sobre dicho paciente. Se puede abandonar a un paciente señalando que no se comporta como debería hacerlo. En consecuencia, para volver a ser sano el enfermo debe adoptar comportamientos que lo conduzcan a donde el médico quiere, y por esa razón la principal característica del enfermo es la obediencia y la principal característica del médico, en cambio, es la de ser la autoridad, el dueño del saber, el dueño del discurso.34 En esa relación el médico es el que sabe y, por lo tanto, es el que manda. ¿Qué sucede cuando esta situación se convierte en una política pública? Lo que sucede es que hay una completa medicalización de la vida, donde se impone un orden que tiene muchas consecuencias además de las que tiene en el terreno de la relación médico-paciente.

Los Estados nacionales fueron propicios para que las disciplinas de la salud tuvieran una función de vigilancia y control sobre los individuos, ello constituye una forma de ejercicio del poder que sustituye el concepto antiguo del poder del monarca. La dominación que antes ejercían la iglesia y el monarca sobre individuos –incluidas las almas– se ejerce ahora sobre los cuerpos mediante el cuidado médico, el control del enfermo, el aislamiento de contagiosos, la separación de los locos y el control de los delincuentes. Junto con la medicina aparecen otros aparatos punitivos paralelos, como la criminología, la psiquiatría, la eugenesia. Estos se encargarían de impedir el contagio de los desviados hacia las personas normales. A partir del siglo XVII, además, el dominio se obtiene a partir del consenso al que obligan las razones de Estado, así es como se justifica el dominio sobre el cuerpo social e individual.

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143 s. 6 illüstrasyon
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9786078692491
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