Kitabı oku: «La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos», sayfa 4
—Ahora entiendo por qué se demoraron tanto —susurró en mi dirección.
Kyle se despidió rápidamente, mientras dejaba con rudeza el jarrón sobre el escritorio. Por un instante temí que se derramaría. Ya había salido cuando me apresuré a acomodar las rosas en el jarrón.
—¿Era tan difícil la tarea que tenías que hacerte ayudar? —me preguntó, dejando brotar de sus ojos destellos de ira incontrolable.
Braceé como un pez que ha mordido estúpidamente el anzuelo.
—El jarrón era pesado —me justifiqué—. La próxima vez no lo llevaré conmigo.
—Muy sabio. —Su voz era engañosamente angelical. Con el rostro ensombrecido por una barba de dos días, parecía verdaderamente un demonio maligno, ascendido directamente de los infiernos para tiranizarme.
—No encontré a la señora Mc Millian —insistí. Un pez que todavía se aferra al anzuelo, que aún no ha comprendido que se trata de un anzuelo.
—Ah, claro, es su día libre —admitió él. Pero luego su enojo resurgió, sólo había estado temporalmente calmado—. No quiero historias de amor entre mis empleados.
—¡Ni siquiera se me había cruzado por la cabeza! —dije impetuosamente, con una sinceridad que me hizo merecedora de una sonrisa de aprobación de parte suya.
—Me alegro de eso. —Sus ojos eran gélidos a pesar de su sonrisa—. Pero por supuesto que eso no sirve para mí. No tengo nada en contra de tener historias con los empleados, yo. —Enfatizó sus palabras, como para reforzar la tomadura de pelo.
Por primera vez tuve ganas de darle un puñetazo, y comprendí que no sería la primera. No libre para descargar mi ira con quien quería, mis manos apretaron más fuerte el manojo, olvidándose de las espinas. El dolor me cogió de sorpresa, como si me creyera inmune a las espinas, acostumbrada como estaba a combatir contra otras.
—¡Ay! —Retiré de golpe la mano.
—¿Te has hincado?
Mi mirada fue más elocuente que cualquier respuesta. Extendió su mano, para buscar la mía.
—Hazme ver.
Se la mostré, como una autónoma. La gota de sangre resaltaba en la piel blanca. Oscura, negra para mis ojos anómalos. Roja carmín para los suyos, normales.
Traté de retirar mi mano, pero la tenía apretada con fuerza. Lo observé, sorprendida. Su mirada no abandonaba mi dedo, como si estuviera secuestrado, hipnotizado. Luego, como de costumbre, todo acabó. Su expresión cambió, al punto que no sabría descifrarla. Pareció tener náuseas y retiró su mirada deprisa y corriendo. Mi mano quedó libre, y me llevé el dedo a la boca, para chuparme la sangre.
Giró su cabeza de nuevo en mi dirección, como guiado por una fuerza imparable y poco grata. Su expresión era agonizante, sufriente. Pero sólo por un instante. Sobrecogedora e ilógica.
—El libro prosigue bien. He recobrado mi vena —dijo, como si respondiera a una pregunta mía nunca formulada—. ¿Te incomoda traerme una taza de té?
Me agarré de sus palabras, como un cable echado a un náufrago.
—Voy enseguida.
—¿Podrás hacerlo sola, esta vez?
Su ironía fue casi agradable, tras la terrible mirada de antes.
—Trataré —respondí, siguiendo el juego.
Esta vez no encontré a Kyle, y fue un alivio. Me moví por la cocina con mayor seguridad que en el jardín. Dado que consumía todas las comidas allí, en compañía de la señora Mc Millian, conocía todos sus escondrijos. Encontré sin esfuerzo el hervidor de agua en el mueble colgante al lado del frigorífico, y los sobres de té en una lata de hojalata, en otro. Volví arriba, con la fuente entre las manos.
El señor Mc Laine no levantó la mirada cuando me vio entrar. Evidentemente sus oídos, como antenas de radar, habían captado que estaba sola.
—He traído azúcar y miel, ya que no sabía cómo prefiere beberlo. Y también leche.
Rio con sarcasmo, cuando miró la fuente.
—¿No era demasiado pesada para ti?
—Me las he arreglado —dije dignamente.
Defenderse de sus bromas verbales estaba convirtiéndose en una costumbre irrenunciable, sin duda preferible a la expresión trágica de pocos minutos antes.
—Señor...
Había llegado el momento de abordar una cuestión importante. El me mando una sonrisa llena de sincera benevolencia, como un monarca bien dispuesto hacia un súbdito leal.
—¿Sí, Melisande Bruno?
—Quisiera saber cuál será mi día libre —dije de un solo golpe, intrépida.
Él abrió los brazos y se estiró, voluptuosamente, antes de responder.
–¿Día libre? ¿Apenas has llegado, y ya quieres deshacerte de mí?
Pasé el peso de un pie a otro, mientras lo miré servirse una cucharada de leche y una cucharada de azúcar en el té, y luego sorber despacio.
—Hoy es domingo, señor, el día libre de la señora Mc Millian. Y mañana será exactamente una semana de mi llegada. Quizás es el momento de hablar de eso, Señor.
Por su expresión parecía que no quería darme ningún día libre.
—Melisande Bruno, ¿estás quizá pensando que no quiero concederte días libres? —preguntó burlón, como si me hubiera leído la mente. Estaba ya mascullando que no, que nunca se me hubiera pasado por la mente una cosa similar, absurda por lo demás, cuando añadió—: …Porque tendrías perfectamente razón.
—Quizás no he entendido bien, señor. ¿Es otra de sus bromas? —Tenía la voz débil, y me esforzaba por controlarla.
—¿Y si no lo fuera? —refutó, con unos ojos insondables como el océano.
Lo miré con la boca abierta.
—Pero la señora Mc Millian...
—Tampoco Kyle tiene días libres —me recordó, con una sonrisa socarrona. Tuve la ligera sensación de que se estuviera divirtiendo a más no poder.
—Él no tiene un horario fijo como el mío —dije fastidiada.
Tenía una ganas locas de explorar el pueblo y los alrededores de la casa, y me molestaba tener que luchar por un derecho. Él no movió una pestaña.
—Está siempre a mi disposición.
—Entonces,¿ cuándo tendría yo que salir? —pregunté alzando la voz—. ¿De noche, quizás? Estoy libre del ocaso al alba... ¿En lugar de dormir, tendré que callejear? A diferencia de Kyle yo vivo aquí, no vuelvo a casa por la noche.
—No te aventures a salir de noche. Es peligroso.
Sus palabras silenciosas se grabaron en mi conciencia, provocando un débil sentimiento de furia.
—Estamos en un callejón sin salida —dije, con voz gélida como la suya—. Quiero visitar los alrededores, pero no me concede un día libre para poder hacerlo. Por otro lado, sin embargo, me sugiere de forma amenazadora que no salga de noche, definiéndolo peligroso. ¿Qué me queda por hacer?
—Eres aún más bella cuando te enfadas, Melisande Bruno —observó, sin que viniera al caso—. La cólera te tiñe las mejillas de un rosa delicioso.
Me deleite por un instante delicioso en la alegría de ese halago, luego la ira tomó la delantera.
—¿Entonces? ¿Tendré un día libre?
Sonrió de través, y mi furia languideció, sustituida por una excitación diferente e impensable.
—Ok, que sea el domingo —decidió finalmente.
—¿El domingo? —Había cedido tan rápidamente que me sorprendió. Era tan rápido en sus decisiones como para hacerme dudar de su capacidad para cumplirlas—. Pero es también el día libre de la señora Mc Millian... ¿Está seguro de...?
—Millicent está libre sólo en la mañana. Usted puede tomar la tarde.
Asentí, poco convencida. Por el momento debía contentarme.
—De acuerdo.
Señaló la fuente.
—¿La lleva a la cocina, por favor?
Estaba ya llegando a la puerta, cuando un pensamiento me hirió con el impacto de un meteorito.
—¿Por qué precisamente el domingo?
Me volteé a mirarlo. Tenía la expresión de una serpiente de cascabel, y comprendí todo en un a abrir y cerrar de ojos. Porque hoy es domingo, y tendré que esperar siete días. Una victoria pírrica. Estaba tan furiosa que me tentó la idea de tirarle encima la fuente.
—Pasará rápidamente —me persuadió, divertido—. Ah, no tire la puerta, cuando salga.
Fui tentada de hacerlo, pero me obstaculizó la fuente. Habría tenido que colocarla por tierra, y renuncié a la idea. Probablemente se habría divertido aún más.
Aquella noche, por primera vez en mi vida, soñé.
Capítulo Quinto
Parecía que era un espíritu, casi espectral en mi camisa de noche, revoloteando en el viento invisible. Sebastián Mc Laine me tendía la mano, amable.
—¿Quieres bailar conmigo, Melisande Bruno?
Estaba parado, inmóvil, a los pies de mi cama. Ninguna silla de ruedas. Su figura era parpadeante, pálida, de la misma consistencia de los sueños. Cubrí la distancia que nos separaba, veloz como un cometa. Él me sonrió encantadoramente, como quien no duda de la felicidad del otro, porque es reflejo de la suya.
—Señor Mc Laine, usted puede caminar... —Mi voz era ingenua, evocaba a la de una niña.
Él recambió mi sonrisa, con sus ojos tristes y oscuros.
—Al menos en los sueños, sí. ¿No quieres llamarme Sebastián, Melisande? ¿Al menos en el sueño?
Me sentí embarazada, reticente a abandonar las formalidades, incluso en aquel momento fantástico e irreal.
—De acuerdo... Sebastián.
Sus labios me ciñeron la cintura, un estrujamiento firme y jocoso. —¿Sabes bailar, Melisande?
—No.
—Entonces déjate guiar por mí. ¿Crees que lo puedes hacer? —Me miró desconfiado, ahora.
—No creo que lo logre —admití, sincera.
Él asintió, para nada turbado por mi sinceridad.
—¿Ni siquiera en sueños?
—Yo no sueño nunca —respondí incrédula.
Sin embargo lo estaba haciendo. Era un hecho indiscutible, ¿no? No podía ser real. Yo en camisa de dormir entre sus brazos, con la dulzura de su mirada, notando la ausencia de la silla de ruedas.
—Espero que no te despiertes decepcionada —dijo pensativo.
—¿Por qué debería? —objeté.
—Yo seré el objeto del primer sueño de tu vida. ¿Estás decepcionada?
Me miraba serio, dubitativo. Se tiraba hacia atrás ahora, y yo le planté los dedos en sus brazos, feroces como garras.
—No, quédate conmigo, por favor.
—¿Me quieres realmente en tu sueño?
—No quisiera ningún otro —dije arrogante.
Estoy soñando, me repetía. Podía decir todo lo que me pasaba por la cabeza sin temor a las consecuencias. Él me sonrió una vez más, más hermoso que nunca. Me hizo girar, acelerar el ritmo a medida que aprendía los pasos. Era un sueño real en una manera espantosa. Mis dedos percibían, bajo las yemas, la suavidad de la cachemira de su Jersey, y más abajo aún, la firmeza de sus músculos. A un cierto punto advertí un ruido, como una péndola que marcaba las horas. Se me escapó una risilla.
—¡También aquí!
El ruido de la péndola no me era particularmente agradable, era un sonido chillón, angustioso, viejo. Sebastián se separó de mí, tenía la frente contraída.
—Tengo que irme.
Me sobresalté, como golpeada por un proyectil.
—¿Debes, precisamente?
—Debo, Melisande. También los sueños terminan. —En sus palabras tranquilas había tristeza, el sabor de despedida.
—¿Volverás? —No podía dejarlo irse así, sin luchar.
Él me estudió atentamente, como lo hacía siempre durante el día, en la realidad.
—¿Cómo podría no volver, ahora que has aprendido a soñar?
Aquella promesa poética calmó mi ritmo cardíaco, ya irregular ante la idea de no verlo más. No así, al menos. El sueño se apagó, como la llama de una vela. Y así la noche.
La primera cosa que miré, al abrir los ojos, fue el techo de vigas expuestas. Luego la ventana, a medio cerrar por el calor. Había soñado por primera vez.
Millicent Mc Millian me sonrió amablemente, cuando me vio aparecer en la cocina.
—Buenos días, linda, ¿ha dormido bien?
—Como nunca en mi vida —respondí lacónica. El corazón corría el riesgo de estallarme en el pecho al recordar al protagonista de mi sueño.
—Me da mucho gusto —dijo el ama de llaves sin saber a qué me refería.
Se volcó en un relato detallado del día transcurrido en el pueblo. De la misa, del encuentro con tipos cuyos nombres no me decían nada. Como siempre, la dejé hablar, con la mente ocupada en fantasías mucho más agradables, y el ojo siempre fijo en el reloj, en la febril espera de volverlo a ver.
Era infantil pensar que sería una jornada diferente, que él se comportaría de forma diferente. Había sido un sueño, nada más. Pero inexperta como era en el tema, me ilusionaba el hecho de que pudiera tener una continuación en la realidad.
Cuando llegué al estudio, estaba abriendo las cartas con un cortapapeles de plata. Levantó apenas la mirada cuando aparecí.
—Otra carta de mi editor. He apagado el celular precisamente para no tener que soportarlo. Detesto la gente sin imaginación... No tienen idea del mundo de un artista, de sus tiempos, de sus espacios...
Su tono insípido me hizo poner nuevamente los pies en la tierra. Ningún saludo, ningún reconocimiento especial, ninguna mirada dulce. Bienvenida a la realidad, me saludé yo misma. ¡Qué necia al pensar lo contrario! Es por eso que no había nunca logrado soñar antes. Porque no creía, no esperaba, no me atrevía a desear nada. Debía volver a ser la Melisande de antes de aquella casa, antes de ese encuentro, antes de la ilusión. Pero quizás lo soñaré de nuevo. El pensamiento me calentó más que el té de la señora Mc Millian, o que el sol enceguecedor detrás de la ventana.
—¡Hey! ¿Qué hace allí plantada como una estatua? Siéntese, por Dios.
Me senté frente a él, dócilmente, sintiendo el reproche, que me quemaba la piel. Me pasó la carta, con aire serio.
—Escríbale. Dígale que tendrá su manuscrito en la fecha prevista.
—¿Está seguro que podrá? Quiero decir... Está reescribiendo todo...
Reaccionó irritado por lo que consideró una crítica.
—Son mis piernas que están paralizadas, no mi cerebro. Tuve un momento de crisis. Pero se acabó. Definitivamente.
Mantuve un prudente silencio durante toda la mañana, mientras lo veía pulsar las teclas del ordenador con inusual energía. Sebastián Mc Laine era fácil de irritarse, lunático y caprichoso. También fácil de odiar; lo había notado estudiándolo a escondidas. Y también hermoso; demasiado, y consciente de serlo. Lo que lo hacía doblemente detestable. En mi sueño había aparecido como un ser inexistente, la proyección de mis deseos, no un hombre real, en carne y hueso. El sueño fue mentiroso, estupendamente mentiroso.
A un cierto punto, me señaló las rosas.
—Cámbialas, por favor. Detesto verlas marchitar. Las quiero siempre frescas.
Recuperé la voz.
—Lo haré en este momento.
—Y tenga cuidado, no se vaya a cortar esta vez.
La dureza de su tono me sorprendió. Yo nunca estaba adecuadamente preparada para sus frecuentes arranques de ira, llenos de destrucción.
Para no correr riesgos tomé todo el jarrón, y bajé abajo. A mitad de la escalera me encontré con el ama de llaves, que se apresuró a ayudarme.
—¿Qué ha sucedido?
—Quiere nuevas rosas —le expliqué con la respiración cortada—. Dice que detesta verlas marchitar.
La mujer alzó los ojos al cielo.
—Cada día una nueva.
Llevamos el jarrón a la cocina, y luego ella fue a coger las rosas, frescas y estrictamente rojas. Yo me dejé caer en una silla, casi como contagiada por la atmósfera oscura de la casa. No lograba sacarme de la cabeza el sueño de aquella noche, en parte porque era el primero en mi vida, y aún tenía en mí la emoción del descubrimiento; y por otro lado, porque había sido tan real, dolorosamente real. El sonido de la péndola me hizo dar tumbos. Era tan aterradora como la había percibido también en mi sueño. Quizá fue ese detalle que lo hizo tan real.
Las lágrimas me inundaron los ojos, irrefrenables e impotentes. Un hipo se escapó de mi garganta, más fuerte que mi famoso autocontrol. Fue en ese estado que me encontró el ama de llaves al entrar en la cocina.
—Aquí están las rosas frescas para nuestro señor y patrón —dijo alegremente. Luego se dio cuenta de mis lágrimas, y llevó las manos al pecho—. ¡Señorita Bruno! ¿Qué ha sucedido? ¿Está mal? ¿No será por la reprimenda del señor Mc Laine? Él es un burlón, gruñón como un oso, y adorable cuando se acuerda de serlo... No se preocupe, cualquier cosa que le haya dicho ya se le habrá olvidado.
—Es este el problema —dije con voz lacrimosa, pero ella no oyó, ya enrumbada en sus charlas.
—Le preparo el té, le hará bien. Recuerdo que una vez, la casa donde trabajaba antes...
Soporté en silencio su pesada cantilena, apreciando el intento fallido de distraerme. Sorbí la bebida caliente, fingiendo sentirme mejor, y desestimé su ofrecimiento de ayuda. Llevaría yo las rosas. Pero la mujer insistió en acompañarme al menos hasta el rellano, y ante su amable gesto, no pude negarme. Cuando volví al estudio, ya era yo, la Melisande de siempre, con los ojos secos, el corazón en letargo, el ánimo resignado.
Las horas pasaron, pesadas como el cemento armado, en un silencio negro como mi humor. El señor Mc Laine me ignoró durante todo el tiempo, dirigiéndome la palabra sólo cuando no podía evitarlo. El deseo angustioso de que llegara la tarde solo era igual al del querer volver a ver la mañana. ¿Era acaso posible que tan sólo hayan pasado unas pocas horas?
—Puede irse señorita Bruno —me despidió, sin mirarme a los ojos.
Me limité a desearle una buena velada, respetuosa y fría como él.
Estaba buscando a Kyle, a pedido suyo, cuando oí un sollozo que provenía del trastero. Abrí bien los ojos, sin saber qué hacer. Después de mil titubeos, llegué al lugar de donde provenía aquel ruido, y lo que vi fue sorprendente.
Un rostro en la sombra, de silueta indistinguible, que se sonaba la nariz, era Kyle. El hombre tenía un pañuelo de papel hecho pelotitas en la mano, y parecía sólo la pálida copia del seductor de pacotilla de los días pasados. Me limite a mirarlo, enmudecida por el asombro.
Él se percató de mi presencia, y dio un paso adelante.
—¿Te doy pena? ¿O tienes ganas de echarte a reír?
Me pareció haber sido sorprendida en el acto de espiarlo, como una mirona indiscreta. Descarté la tentación urgente de justificarme.
—Te busca el señor Mc Laine. Quiere retirarse en su habitación para la cena. Pero... ¿Tú estás bien? ¿Puedo hacer algo? —Sus mejillas se tiñeron de manchas oscuras, e intuí que se hubiera enrojecido de vergüenza. Di un paso atrás, también metafóricamente—. No, perdón, olvida lo que he dicho. No hago otra cosa que no sea inmiscuirme en asuntos ajenos.
Él negó con la cabeza, inusualmente galante.
—Eres demasiado hermosa para ser una real metiche, Melisande. No, yo... Solo estoy destrozado por el divorcio. —Fue entonces que me di cuenta de que en la mano no tenía un pañuelo, sino una hoja estrujada—. Se ha ido. Todos mis intentos por evitar la ruptura han fracasado.
Por un instante me dieron ganas de reír. ¿Intentos? ¿Y en qué forma había intentado? ¿Haciendo propuestas deshonestas a la única mujer joven en sus proximidades?
—Lo siento —dije con incomodidad.
—También yo.
Dio otro paso hacia adelante, saliendo de la sombra. Su rostro estaba bañado en lágrimas, como para desmentir la mala opinión que me había hecho de él. Me quedé confundida al verlo tan fuertemente avergonzado. ¿Qué dicen los buenos modales a propósito de las personas que han pasado por un divorcio? ¿Cómo consolarlas? ¿Qué decirles sin correr el riesgo de herirlas? Ah ya, pero cuando los buenos modales fueron redactados el divorcio no era ni siquiera admitido.
—Le diré al señor Mc Laine que no estás bien —dije.
Pareció como si el pánico se hubiera apoderado de él.
—No, no. No estoy preparado para volver al mundo civilizado, y me temo que el señor Mc Laine esté buscando una excusa para echarme definitivamente de Midgnight Rose. No, me tomaré un poco de tiempo para recomponerme y luego voy.
—El tiempo para recomponerte, claro —le hice eco, poco convencida. Kyle tenía realmente un aspecto terrible, los cabellos desgreñados, el rostro enrojecido por las lágrimas, el uniforme blanco ajado, como si se hubiera dormido encima—. De acuerdo, entonces. Buenas noches —lo saludé, deseando sólo el refugio de mi habitación.
Había sido una jornada larga, terriblemente larga, y no estaba de ánimo como para consolar a nadie que no fuera yo misma. Él me hizo un gesto con la cabeza, temiendo que su voz lo delatara.
Me di una escapada por la cocina antes de subir arriba. No tenía ganas de cenar, y era necesario decírselo a la amable señora Mc Millian. Me dirigió una sonrisa radiante.
—Estoy preparando la sopa —dijo señalando una olla en el fogón—. Sé que hace calor, pero no podemos alimentarnos solo con ensaladas hasta septiembre.
El sentido de culpa me golpeó el cuello. Con vergüenza cambié mi respuesta, cuando estaba apurada por salir de mi boca.
—Adoro la sopa, caliente o no caliente.
Antes de que comenzara a parlotear, le conté lo de Kyle, dejando de lado los detalles más molestos.
—Parece realmente perturbado por el divorcio —dije, sentándome a la mesa.
Ella asintió, mientras revolvía la sopa.
—Era una relación destinada a acabar. La mujer se ha trasladado a Edimburgo hace meses, y se rumorea de que ya tenga otro. Sabe cómo son las malas lenguas... Él no es un santo, pero está muy ligado a estos lugares y no quería abandonar el poblado.
Me serví un vaso de agua de la jarra.
—¿Es por eso que no se decide a irse?
El ama de llaves sirvió los platos de sopa, y en un dos por tres comencé a comer ávidamente. Estaba más hambrienta de lo que creía.
—Kyle no hace más que decir que está harto, podrido de este lugar, de la casa, del señor Mc Laine, pero se guarda bien de irse. ¿Quién lo asumiría?
La miré por encima del plato, curiosa.
—¿No es un enfermero diplomado?
La señora Mc Millian partió un pan en dos partes, meticulosamente.
—Lo es, ciertamente, pero mediocre y ablandahigos. No se puede decir que se saque el ancho aquí. Y a menudo su aliento huele a alcohol. No quiero decir que es un borracho, pero... —Su voz traslucía desaprobación.
—Yo amo esta casa —dije, sin reflexionar.
La mujer se quedó pasmada.
—¿De verdad, señorita Bruno?
Incliné los ojos hacia el plato, las gotas en llamas.
—Me siento en casa aquí —expliqué. Y entendí que estaba diciendo la verdad. A pesar de los cambios de humor de mi fascinante escritor, estaba a gusto entre esas paredes, alejada de los sufrimientos de mi pasado aplastante.
La señora Mc Millian volvió a charlar, y aliviada terminé mi plato. Mi mente corría sobre carriles desviados e irregulares, y el punto de arribo era siempre, inevitablemente, Sebastián Mc Laine. Estaba desgarrada entre la necesidad irreprimible de soñarlo otra vez, y el deseo de echar las ilusiones a la espalda.
Kyle hizo acto de presencia en la cocina unos minutos después, más espantoso que nunca.
—Detesto cordialmente al señor Mc Laine —empezó diciendo.
El ama de llaves lo interrumpió a mitad de una frase para regañarle.
—Vergüenza te debería dar, hablar así de quien te da de comer.
—Mejor morir de hambre que tener que ver con él —fue la réplica irritada del otro. El rencor en su voz me hizo estremecer. No era un servidor devoto, eso ya lo había intuido, pero su odio era casi palpitante.
Kyle abrió el refrigerador y sacó dos latas de cervezas—. Buenas noches queridas señoras. Me voy a mi habitación a festejar el divorcio. —Un tic nervioso le hacía bailar la esquina derecha del ojo.
Yo y el ama de llaves nos miramos en silencio hasta que se alejó.
—Ha sido realmente desconsiderado al hablar así del pobre señor Mc Laine —fueron sus primeras palabras. Luego me miró seria—. ¿Piensa que quiera suicidarse?
Reí, antes de lograr detenerme.
—No me parece el tipo… —la tranquilicé.
—Es cierto. Es demasiado superficial para alimentar sentimientos profundos por nadie —dijo con disgusto.
La preocupación por Kyle se evaporó como rocío al sol, y pasó a enumerar las ventajas, según ella, de vivir en el campo, en comparación con la vida en la ciudad. La ayudé a fregar los platos, y nos retiramos. Yo al primer piso, ella a una habitación poco distante de la cocina, en la planta baja.
Me di vueltas en la cama por mucho rato antes de dormir, luego caí en un sueño agitado. En la mañana, sentí mis mejillas duras por las lágrimas nocturnas que no recordaba haber derramado. No soñé con Sebastián aquella noche.
El día siguiente era martes, y el señor Mc Laine ya estaba en la cama, antes de lo habitual.
—Hoy, puntual como un recaudador de tasas, vendrá Mc Intosh —dijo triste—. No logro disuadirle de lo contrario. Lo he intentado de mil maneras. Desde las amenazas hasta las súplicas. Parece que es impermeable a todos mis intentos. Es peor que un buitre.
—Quizá solo quiere asegurarse de que usted está bien —observé, solo por decir algo.
Él pegó su mirada a la mía, luego prorrumpió en una risa estruendosa.
—Melisande Bruno, eres un personaje... El querido Mc Intosh viene porque lo considera su deber, no porque tenga un cariño especial hacia mí.
—¿Deber? No entiendo... Según yo, su único objetivo es hacerle una revisión. Tiene desde luego que tener un cierto interés —dije obstinada.
El señor Mc Laine hizo una mueca.
—Querida... Espero que no seas tan ingenua como para creer que todo es como parece. No todo es blanco y negro, también existe el gris, por decir algo al respecto.
No respondí, ¿qué le podía decir? ¿Que había llegado a la verdad sobre mí? Que para mí realmente no existe nada más que el blanco y negro, al punto de sentir saciedad.
—Mc Intosh tiene sentimientos de culpa respecto al accidente, y pretende expiarlos viniendo a verme regularmente, aunque si no me gusta en absoluto —añadió malignamente.
—¿Sentimientos de culpa? —repetí—. ¿En qué sentido?
Un relámpago iluminó la ventana a sus espaldas, y luego vino el trueno, fragoroso. Él no se volteó, como si no lograra despegar sus ojos de los míos.
—Se anuncia un diluvio torrencial. Quizás esto desanime a Mc Intosh de venir hoy.
—Lo dudo, es sólo una tormenta de verano. Una hora y habrá totalmente terminado —dije práctica.
Él me miraba con una tal intensidad que me provocó finos escalofríos a lo largo de mi espina dorsal. Era un hombre extraño, pero tan carismático que borraba cualquier otro defecto.
—¿Quiere que ponga en orden las estanterías pendientes? —pregunté nerviosamente, huyendo de su mirada fija.
—¿Ha dormido bien esta noche, Melisande?
La pregunta me cogió de sorpresa. El tono era ligero, pero escondía una apremiante urgencia, que me empujó a la sinceridad.
—No mucho.
—¿Nada de sueños? —Su voz era ligera y límpida como el agua de un plácido torrente, y me dejé transportar por la corriente refrescante.
—No, esta noche no.
—¿Querías soñar?
—Sí —contesté impulsivamente. Nuestro diálogo era surrealista, pero estaba dispuesta a continuarlo indefinidamente.
—Quizás te volverá a suceder. El silencio de este lugar es ideal para acunar sueños –dijo fríamente. Volvió al ordenador, ya despreocupado de mí.
Fantástico, me dije humillada. Me había echado un hueso como se hace con un perro, y yo fui tan idiota que lo aferré como si estuviera muriéndome de hambre. Y hambrienta, lo estaba realmente. De nuestras miradas, de nuestra intensa complicidad, de sus sonrisas inesperadas.
Encorvé los hombros y me puse a trabajar. En ese momento me acordé de Monique. Ella sí que era experta en hacer rodar la cabeza a los hombres, en seducirlos en una red de mentiras y de sueños, en conquistar su atención con maestría consumada. Una vez le pregunté cómo había aprendido el arte de la seducción. Primero, respondió: «No se aprende, Melisande. O lo posees desde siempre, o lo tienes que imaginar». Luego se volteó hacia mí, y su expresión se endulzó: «Cuando tengas mi edad, sabrás cómo hacerlo, verás». Ahora tenía esa edad, y estaba peor que antes. Mis conocimientos masculinos habían sido siempre esporádicos y de corta duración. Cualquier hombre me endosaba la misma letanía de preguntas: ¿Cómo te llamas? ¿A qué te dedicas? ¿Qué coche tienes? Ante la noticia de que no tenía permiso de conducir, me miraban como un animal raro, como si estuviera afectada por una terrible enfermedad contagiosa. Y yo no me abría, por cierto, a las confidencias.
Pasé la mano sobre la cubierta encuadernada de un libro. Era una edición lujosa, en cuero marroquí, de "Orgullo y prejuicio" de Jane Austen.
—Apuesto a que es tu preferido.
Alcé de golpe la cabeza. El señor Mc Laine me estaba estudiando, con sus párpados a medio cerrar y un destello peligroso en aquel manto negro.
—No —respondí, acomodando el libro en el estante—. Me gusta, pero no es mi preferido.
—Entonces será "Cumbres borrascosas".
Me regaló una sonrisa espectacular, inesperada. Mi corazón dio un salto, y por un pelo que no precipitó en la nada.
—Tampoco —dije, notando con alegría la firmeza de mi voz—. No termina precisamente bien. Como te he dicho, tengo una marcada predilección por el final feliz.
Hizo rodar la silla de ruedas, y se posicionó a pocos pasos de mí, con una expresión absorta.
—"Persuasión", siempre de Austen. Termina bien, no puedes negarlo. —No intentaba siquiera ocultar cuánto se estaba divirtiendo, y yo también me había apasionado con ese juego.
—Es agradable, lo admito, pero estás todavía lejos. Es un libro centrado en la espera, y yo no soy buena para esperar. Soy demasiado impaciente. Terminaría por resignarme, o cambiaría de deseo. —Ahora mi voz era frívola. Sin darme cuenta estaba flirteando con él.
—Jane Eyre.
No se esperaba mi risa, y se puso a mirarme, perplejo.
Pasaron varios minutos antes de que pudiera contestarle.