Kitabı oku: «El momento infinito», sayfa 2
IV
Y luego vuelvo atrás.
La melodía vive en los oídos
breve y perfecta
como un soberbio guiño
o pacto inalterable
con algún día, ayer
tránsito recurrente
familiar.
Nunca más
a lo largo de la vida
la volví a escuchar
y pareció morir
con los objetos múltiples
que perdimos allá
pero viaja tendida
entre la brisa
y me asaltan, cantando,
sus infalibles notas.
Se derrama otra vez
sobre la alfombra
la falda de lunares
la música en el ruedo
la muñeca girando
en el compás.
Yo tengo 5, tal vez 7 años,
y me gusta ese naipe
que cuelga de la mano
de la pequeña, mínima gitana
misteriosa y atípica también
eterna militante
contra todas las barbies
del futuro
9 de corazones
un dorado aro solo
entre el cabello
un pañuelito rojo
en la cabeza.
Y cierra y abre
aquellos ojos fijos
dos cuentas de un regalo
que bosteza.
La infancia fascinada
mecida entre paredes
con salida al zaguán
y balcón a la calle
Charrúa o Carapé
con o sin descendientes
y una vereda
de árboles que sangran
al calor del verano
cuando estoy escondida.
Nada importa después
ocho cuadras abajo
entre las mismas calles
y hacia el mar
de otro sur
americano
donde lengua y memoria
no son mías
ni las de mis ancestros.
Pero he aquí la historia.
Todo menos aquella
dice no
si respondo
de dónde vengo o soy.
Los que vivieron antes
huellas blandas hundidas
en leyendas
desiguales batallas
cubiertas por baldosas
todos aquellos otros
que nombraban así
guaná o yaguareté.
La lengua derramada
mueve todo el paisaje
y cruje la ciudad
desde los nombres.
De quién es este suelo
del recuerdo
y quién tiene el recuerdo
permitido.
Telón de fondo, hogar
luz atrapada de domingo lívido
ante la Sinfonía del Nuevo Mundo.
Dvórak en el antiguo pasadiscos
recovecos umbríos de la casa
sin embargo amparados
de todo lo extinguido
en el nombre de un tiempo por venir.
V
Vaga la sombra
de la piel más íntima
entre restos de barcos.
Adheridos hay dos
y confundidos
con la torsión del río.
La boca que no dice
por aquello del pez
las manos que recaen
en antiguas caricias
y memorables dictan
un logrado resumen
de todo lo que he amado
de los hombres.
VI
La desesperación vuelta temor
amarga cuerda floja
celda sola otra vez.
Pero de pronto
el juego de la cruz
interceptado:
un amor repentino,
un alfabeto nuevo.
VII
Todo empezó en diciembre
veinte minutos antes de las doce
de una noche sin brisa.
Y fue casualidad que nos pusiéramos
a salvo del calor en una esquina
de la ciudad perdida.
O me gusta pensar
que viajábamos ciegos hacia un punto
a través de los siglos, las matanzas,
el parpadeo implacable de inmóviles estatuas
la sed de los imperios.
Con el pesado río a las espaldas
cercando nuestra mesa de beber.
Jóvenes por momentos
en nuestro puerto inquieto.
El momento infinito.
Borrar del hueco tibio la amenaza
y la forma corriente de vivir.
Pasar de largo luego, algo sordos y mudos,
sin fronteras y, siendo afortunados,
con el dinero justo en los bolsillos.
Guardo tus cigarrillos
la costumbre de reclamar el último
y la inconsciente gracia para armarlos.
Con tanto esmero es que nos encubrimos
para hacernos amar
y de pronto un detalle nos delata
tarareando inocentes en la entrada del cine
o balanceando el cuerpo mientras la fila avanza
para comprar dos tickets en la heladería.
Viaja entonces la mano en el cabello
atenuando las vanas inquietudes
del control ejercido.
Porque el amor, se ha dicho,
se cuelga donde quiere
en el estante de un supermercado
donde perdemos horas para elegir un vino
mientras el mundo estalla, silenciado
por la tarde de sol.
Erramos nuestro cálculo y nos cobra
por la felicidad que nos ha dado.
Escaso el vuelto, siempre.
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